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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas (2 page)

BOOK: Pruebas falsas
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Su furor lo sorprendió o, mejor dicho, la intensidad de su furor. No le irritaban las preguntas del policía sino la cobardía de su propia reacción. Él no había hecho nada malo: simplemente, había encontrado el cadáver de la vieja. No obstante, su primera reacción frente a la autoridad era de temor, por el convencimiento de que aquello tenía que acarrearle problemas. «Nos hemos convertido en una raza de cobardes», pensó, pero entonces el policía ya preguntaba:

—¿Dónde está?

—En la segunda planta.

—¿Está abierta la puerta?

—Sí.

El policía entró en el oscuro zaguán, en el que los otros hombres se habían refugiado huyendo del sol, señaló la escalera con un movimiento del mentón y dijo al médico:

—Suba con nosotros.

Carlotti siguió a los policías, decidido a decir lo menos posible y a no exteriorizar inquietud ni temor. Él estaba acostumbrado a la visión de la muerte, y la imagen del cadáver, aunque terrible, no le había afectado tanto como la idea de tener que tratar con la policía.

Los hombres entraron en el apartamento sin llamar a la puerta, y el médico se quedó en la escalera. Por primera vez en quince años, deseaba un cigarrillo con tanta intensidad que se le aceleraba el ritmo de los latidos del corazón.

Aun sin escuchar, les oía avanzar por el apartamento y hablar entre ellos. Las voces bajaron de tono cuando los policías entraron en la habitación en la que estaba el cadáver. El médico apoyó la cadera en el alféizar de la ventana, sin reparar en la suciedad acumulada. Se preguntaba por qué le habrían hecho subir. Pensó decirles que, si deseaban algo, que le llamaran al consultorio, pero, en lugar de entrar en el apartamento a hablar con ellos, se quedó donde estaba.

Al cabo de un rato, el policía que había hablado con él salió al pasillo. Traía unos papeles en una mano enguantada en látex.

—¿Vivía alguien más en la casa? —preguntó.

—Sí.

—¿Quién?

—Una mujer, rumana, me parece. No sé cómo se llama.

El policía le mostró uno de los papeles. Era un formulario rellenado a mano. En el ángulo inferior izquierdo había una foto tamaño pasaporte de una mujer de cara redonda que bien podía ser la rumana.

—¿Es ésta? —preguntó el policía.

—Creo que sí —respondió el
dottor
Carlotti.

—Florinda Ghiorghiu —leyó el policía.

—Sí, Flori —recordó el doctor, y preguntó, curioso—: ¿Está ahí? —esperando que al policía no le pareciera extraño que él no la hubiera buscado y confiando en que no estuviera muerta.

—Qué va a estar —dijo el policía sin apenas disimular la impaciencia—. Ha desaparecido, y todo está revuelto. Han registrado la casa y se habrán llevado las cosas de valor.

—¿Usted cree…? —empezó Carlotti, pero el policía le interrumpió.

—Naturalmente —dijo con una indignación tan feroz que sorprendió al médico. —Son todos iguales. Una plaga.— Antes de que Carlotti pudiera hacer objeciones el policía prosiguió, escupiendo las palabras, —Es del Este. En la cocina hay un delantal lleno de sangre. La ha matado la rumana. —Y entonces, a modo de epitafio por Maria Grazia Battestini, el policía murmuró una palabra que al
dottor
Carlotti nunca se le hubiera ocurrido pronunciar:

—Pobrecilla.

Capítulo 2

El teniente Scarpa, encargado del caso, dijo al
dottor
Carlotti que podía marcharse, pero le advirtió que no se ausentara de la ciudad sin permiso de la policía. El tono de Scarpa estaba tan cargado de implícitas sospechas de posible culpabilidad, que Carlotti se fue sin dar salida a cualesquiera objeciones que pudiera haber tratado de oponer.

Después llegó el
dottor
Ettore Rizzardi, médico legal de la ciudad de Venecia y, por lo tanto, persona a quien incumbía la función de declarar muerta a la víctima y hacer la primera estimación de la hora de la muerte. Con una cortesía fría y quizá un tanto exagerada para con el teniente Scarpa, Rizzardi manifestó que, al parecer, la
signora
Battestini había muerto a consecuencia de una serie de golpes en la cabeza, opinión que creía que la autopsia confirmaría. En lo concerniente a la hora de la muerte, el doctor Rizzardi, después de tomar la temperatura del cadáver, dijo que, no obstante la cantidad de moscas, ésta había ocurrido de dos a cuatro horas antes, es decir, entre las diez y las doce. Al observar la expresión de Scarpa, el médico agregó que, después de la autopsia, podría hablar con más precisión, pero que no le parecía probable que la víctima llevara muerta más tiempo. En cuanto al arma, Rizzardi se limitó a decir que se trataba de un objeto pesado, quizá metálico, quizá de madera, con el borde dentado, irregular. Dijo esto sin ver la imagen de bronce manchada de sangre, del padre Pío, recientemente beatificado, que ya estaba en una bolsa de plástico, preparada para ser llevada al laboratorio, para el análisis de las huellas dactilares.

Una vez examinado y fotografiado el cadáver, Scarpa ordenó que fuera conducido al Ospedale Civile para la autopsia, y dijo a Rizzardi que deseaba que ésta se hiciera pronto. Luego ordenó al equipo de Criminalística que empezaran a registrar el apartamento, aunque, a juzgar por el desorden, era evidente que alguien se les había adelantado. Después de la silenciosa marcha de Rizzardi, el teniente decidió registrar la pequeña habitación del fondo destinada, al parecer, a Florinda Ghiorghiu. La pieza no era mucho mayor que un cuarto ropero y, al parecer, no había merecido la atención de quien había registrado la sala. Contenía una cama estrecha y una estantería cubierta por una tela que, en tiempos, pudo haber sido un mantel. Scarpa apartó la tela y vio dos blusas dobladas y otras tantas mudas de ropa interior. A un lado, en el suelo, había unas zapatillas deportivas negras y, junto a la cama, en la repisa de la ventana, una fotografía de tres niños, en marco de cartón, y un libro que el teniente no se molestó en abrir. En una carpeta encontró fotocopias de documentos oficiales: de las dos primeras páginas del pasaporte rumano de Florinda Ghiorghiu y de los permisos de residencia y de trabajo. Nacida en 1953. En la casilla correspondiente a ocupación se indicaba: «empleada de hogar». Había también un billete de tren de segunda clase Bucarest-Venecia, ida y vuelta, con la vuelta aún sin usar. En la habitación no había mesa ni silla alguna, ni otra superficie que examinar.

El teniente Scarpa sacó el
telefonino
y llamó a la
questura
para pedir el número de la Policía de Fronteras en Villa Opicina. Después de marcar, dio su nombre y graduación e hizo un breve relato del asesinato. Preguntó a qué hora se esperaba el primer tren procedente de Venecia. Dijo que la sospechosa podría viajar en ese tren e hizo especial hincapié en su condición de rumana. Agregó que, si la mujer entraba en Rumania, habría pocas probabilidades de conseguir la extradición y que era de suma importancia que la sacaran del tren.

Agregó que, tan pronto llegara a la
questura
, les pasaría la foto por fax, insistió con énfasis en la brutalidad del asesinato y colgó.

Dejando a los técnicos del laboratorio entregados a la tarea de examinar el escenario del crimen, Scarpa ordenó al piloto que lo llevara de regreso a la
questura
, donde envió por fax a la Policía de Fronteras el documento de la Ghiorghiu, confiando en que la fotografía saliera con suficiente claridad. Acto seguido, el teniente se dirigió al despacho de su superior, el
vicequestore
Patta, para informarle de la celeridad con que se estaba procediendo a esclarecer el crimen.

El fax se recibió en Villa Opicina en el momento en que el capitán Luca Peppito, de la Policía de Fronteras, hablaba por teléfono con el
capostazione
para comunicarle que el expreso con destino a Zagreb debería parar el tiempo necesario para que él y sus hombres lo registraran en busca de una asesina que trataba de huir del país. Peppito colgó el teléfono comprobó que su pistola estuviera cargada y bajó a reunir a sus hombres.

Veinte minutos después, el intercity a Zagreb entraba en la estación de Villa Opicina, donde normalmente paraba sólo el tiempo necesario para el cambio de locomotora y el control de pasaportes. Durante los últimos años, los trámites aduaneros entre estos dos jugadores de segunda fila en la partida de la unidad europea tenían un carácter meramente simbólico y, en general, se saldaban con el pago de la tasa por algún que otro cartón de cigarrillos o botella de
grappa
, mercancía que ya no se consideraba una amenaza para la economía de una u otra nación.

Peppito había enviado hombres a la cabeza y a la cola del tren y apostado a otros dos en la puerta de la estación, con la orden de pedir el pasaporte a toda pasajera que se apeara del tren.

Tres hombres subieron al último coche y empezaron a recorrer el tren, examinando a los pasajeros de cada compartimiento y comprobando que no hubiera nadie en los aseos, mientras Peppito y otros dos agentes procedían en sentido contrario desde el extremo opuesto del tren.

Fue el sargento que acompañaba a Peppito el que la descubrió, en un compartimiento de segunda clase del primer coche, al lado de la ventanilla. Casi se le pasó por alto, porque ella dormía —o fingía dormir— de cara a la ventanilla, con la frente apoyada en el cristal. El hombre vio la cara ancha de rasgos eslavos, el cabello que blanqueaba en la raíz por falta de cuidados y la complexión achaparrada, tan frecuente entre las mujeres del Este. En el compartimiento había otras dos personas, un hombre corpulento de cara colorada que leía un periódico en lengua alemana y un anciano que hacía un crucigrama de
Settimana Enigmistica
. Peppito abrió la puerta corredera con un golpe seco. La mujer se despertó y miró en derredor, sobresaltada. Los dos hombres se volvieron hacia los uniformados agentes y el de más edad preguntó «¿Sí?» expresando su irritación sólo por el tono de voz.

—Salgan del compartimiento, señores —ordenó Peppito. Antes de que ellos pudieran protestar, el capitán apoyó la mano derecha en la culata de la pistola. Los hombres obedecieron sin ni siquiera hacer ademán de bajar las maletas. La mujer se levantó para seguirles, como si creyera que la orden también la incluía a ella.

Cuando trataba de pasar junto a Peppito, él le asió el antebrazo izquierdo con mano firme.


Documenti,
signora
—dijo ásperamente.

Ella alzó la mirada parpadeando con rapidez.

—¿Cosa?
—preguntó nerviosamente.


Documenti
—repitió él, alzando la voz.

Ella sonrió ligeramente con una contracción de los músculos faciales que quería ser apaciguadora y denotar inocencia y buena voluntad, pero él observó que sus ojos se volvían hacia el pasillo y la plataforma del coche.


Si, si, signore. Momento. Momento
—dijo con un acento extranjero tan marcado que hacía casi incomprensibles sus palabras.

Ella sostenía una bolsa de plástico con la mano derecha.


La borsa
—dijo Peppito, señalando el envoltorio, que era de la cadena de supermercados Billa.

Ella, ante el ademán del policía, se puso la bolsa a la espalda.


Mia, mia
—dijo declarando propiedad pero manifestando temor.


La
borsa
,
signora
—dijo Peppito alargando la mano.

La mujer giró sobre sí misma, pero Peppito era fuerte y la obligó a volverse de cara a él. Le soltó el brazo y agarró la bolsa. La abrió y miró en su interior: no vio nada más que dos melocotones maduros y un monedero. Sacó el monedero y dejó caer la bolsa al suelo. Lanzó una mirada a la mujer, que ahora tenía la cara tan blanca como la raíz del pelo, y abrió el pequeño monedero de plástico. Enseguida reconoció los billetes de cien euros y vio que había varios.

Uno de los hombres del capitán había ido a decir a sus compañeros que ya habían encontrado a la fugitiva y el otro estaba en el pasillo, tratando de explicar a los dos pasajeros del compartimiento que, tan pronto como se llevaran a la mujer, podrían volver a sus asientos.

Peppito cerró el monedero e hizo ademán de guardárselo en el bolsillo de la chaqueta. La mujer, al verlo, alargó la mano, pero el policía se la apartó de un golpe y se volvió a hablar con el agente del pasillo desde la puerta del compartimiento. Ella, aprovechando su momentánea distracción, se precipitó contra él impetuosamente proyectándolo hacia el pasillo. El capitán cayó de lado, y la mujer no necesitó más para sortearlo y correr hacia la puerta delantera del coche, que estaba abierta. Peppito gritó, pero, cuando consiguió ponerse en pie, ella ya había bajado la escalera y corría a lo largo del tren.

Peppito y el policía que estaba con él corrieron hacia la puerta y saltaron al andén, pistola en mano. La mujer, que ya había dejado atrás la locomotora, volvió la cabeza sin dejar de correr y, al ver las pistolas, dio un grito y saltó a las vías. A lo lejos, se oía o, por lo menos, debía de oírlo todo el que no estuviera afectado del pánico y la tensión de la escena, la llegada de un mercancías procedente de Hungría que se dirigía hacia el sur.

Los policías y sus gritos perseguían a la fugitiva. Ella levantó la mirada, vio venir el tren, se volvió para calcular la distancia que la separaba de los policías y decidió arriesgarse. Dio varios pasos más manteniéndose junto a la vía, giró bruscamente y saltó hacia la izquierda, pocos metros por delante del tren. Los policías gritaron al tiempo que silbaba la locomotora y chirriaban los frenos. Quizá uno de estos sonidos la hizo vacilar, o quizá pisó el raíl en lugar del balasto, lo cierto es que tropezó y cayó sobre una rodilla. Rápidamente, se levantó y se lanzó hacia adelante, pero, tal como los policías habían advertido, con la perspectiva de la distancia, ya era tarde y el tren la arrolló.

Peppito nunca volvió a hablar de lo que ocurrió entonces; por lo menos, después de describirlo en el informe que redactó aquella tarde, y tampoco, el policía que estaba con él, ni los hombres que iban en la locomotora del mercancías, aunque uno de ellos ya había visto otro atropello tres años antes, cerca de Budapest.

Los periódicos informaron de que en el monedero de la mujer se habían hallado setecientos euros. La sobrina de la
signora
Battestini, que detentaba los poderes de su tía, declaró que la víspera había ido a Correos, a cobrar la pensión de la anciana y se la había llevado a su casa: setecientos doce euros.

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