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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (15 page)

BOOK: Sangre fría
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Se volvió hacia June sosteniendo la botella rota. Ella miró las aristas de vidrio; centelleaban a la luz de la lámpara.

—Pero si le he dicho todo lo que sé... —dijo en un susurro aterrorizado.

—Entiendo —repuso el hombre en tono comprensivo—. Pero debo asegurarme.

Capítulo 23

Inverkirkton, Escocia

—Buenas tardes, señor Draper. Realmente hace una tarde excelente.

—Desde luego, Robbie.

—Entonces habrá disfrutado de un buen paseo matutino en bicicleta.

—Así es. He ido hasta Fenkirk y he vuelto.

—Es una buena distancia.

—Quería aprovechar el buen tiempo. Partiré por la mañana.

—Lamento perderlo como cliente, pero ya imaginaba que no tardaría en marcharse. Ha sido una suerte que se quedara tanto tiempo.

—Si es tan amable de prepararme la cuenta...

—Ahora mismo.

—Ha sido usted muy hospitalario. Creo que subiré a asearme y luego iré al Half Moon a tomar mi último pastel de carne con una pinta.

—Muy bien, señor.

Una vez en su habitación, Esterhazy se lavó las manos y se las secó con una toalla. Por primera vez desde hacía semanas sentía un enorme alivio. Durante todo ese tiempo no había logrado convencerse de que Pendergast hubiera muerto, y su búsqueda se había convertido en una obsesión que consumía sus pensamientos y atormentaba sus sueños. Sin embargo, su visita a Glims Holm lo había convencido al fin de que Pendergast estaba muerto. De seguir con vida, sin duda habría encontrado alguna pista suya durante su exhaustiva investigación. De seguir con vida, seguramente a Roscommon se le habría escapado algún comentario durante las tres visitas que le había hecho a su consulta. De seguir con vida, lo habría encontrado en aquel caserón de piedra.

Sentía que le habían quitado un enorme peso de encima. En ese momento, podía volver a casa y retomar su vida normal en el punto en que esta había quedado suspendida cuando Pendergast y D'Agosta se presentaron ante su puerta.

Cerró su habitación y bajó la escalera silbando. No le preocupaba que la vieja bruja del caserón pudiera aparecer por el pueblo para comentar la agresión sufrida. Aunque lo hiciera, los locales la tenían hasta tal punto por loca que nunca la creerían. El paseo en bicicleta y la caminata por los páramos le habían abierto el apetito, un apetito que, por primera vez desde hacía semanas, no se veía mermado por la angustia.

Entró en los oscuros y olorosos dominios del Half Moon y se sentó con satisfacción en un taburete. Jennie Prothero y Mac-Flecknoe ocupaban sus lugares de siempre: él detrás de la barra; ella, delante.

—Buenas tardes, señor Draper —lo saludó MacFlecknoe al tiempo que le servía la pinta de costumbre.

—Buenas tardes, Paulie. Hola, Jennie.

Con las numerosas rondas que había pagado a lo largo de su estancia se había ganado el derecho a llamarlos por sus nombres de pila.

La señora Prothero le sonrió.

—Hola, querido.

El tabernero dejó la jarra de cerveza ante Esterhazy y se volvió hacia Jennie Prothero.

—Es extraño que no lo hayamos visto por aquí antes, ¿no?

—Bueno, dijo que había estado en el Braes de Glenlivet. —La mujer tomó un sorbo de cerveza—. ¿Crees que acudió a la policía para hablarles del asunto?

—No. ¿Qué iba a contarles? Además, seguro que lo último que querría sería verse implicado en algo estando de vacaciones.

Esterhazy aguzó el oído.

—¿Me he perdido algo?

MacFlecknoe y la tendera cruzaron una mirada.

—El cura —contestó MacFlecknoe—. No se lo ha cruzado por poco. Pasó por aquí para tomarse una copa.

—Más de una, diría yo —añadió Jennie guiñando el ojo.

—Es un buen hombre —dijo el tabernero—. Para ser galés. Dirige una pequeña iglesia en Anglesey. Lleva un mes en las Highlands.

—Sí, rascando lápidas —terció Jennie en tono reprobador.

—Vamos, Jennie, es un pasatiempo respetable, especialmente tratándose de un hombre de Dios.

—Quizá —repuso la mujer—. Dijo que era acuario.

—Anticuario —la corrigió MacFlecknoe.

Esterhazy los interrumpió amablemente.

—Perdona, Paulie, me apetecería un pastel de carne —dijo, y con el tono más desinteresado posible añadió—: ¿Qué es eso de la policía?

MacFlecknoe dudó.

—No sé si vale la pena, señor Draper. Ya llevaba tres whiskies encima cuando nos lo contó.

—¡No seas tonto, Paulie! —intervino la señora Prothero—. El señor Draper es buena persona y no le buscará problemas al pobre viejo.

El tabernero lo pensó mejor.

—Está bien. Ocurrió hace unos días. El cura acababa de llegar a esta zona e iba de camino a Auchindown. Vio el cementerio de la capilla de Ballbridge, que está bastante en ruinas y cerca de las Insh Marshes, y se detuvo a examinar las lápidas. Acababa de entrar en el camposanto cuando un hombre surgió entre la bruma, borracho y enfermo, tiritando y cubierto de sangre y barro.

—El pobre clérigo creyó que era un fugitivo que huía de la justicia —dijo la tendera metiéndose un dedo en la nariz.

Esterhazy conocía la capilla en ruinas. Se encontraba entre el Foulmire e Inverkirkton.

—¿Qué aspecto tenía ese hombre? —preguntó con el corazón latiéndole de repente como un caballo desbocado.

MacFlecknoe lo meditó un momento.

—Bueno, me parece que no lo dijo; solo que parecía desesperado y que desvariaba. El cura pensó que el hombre deseaba hacer una confesión, de modo que lo escuchó. Nos explicó que aquel tipo estaba fuera de sí, que tiritaba de pies a cabeza y que los dientes le castañeteaban. Le contó algo y le dijo que necesitaba saber el camino para salir de las marismas. El cura le dibujó una especie de mapa, y el otro le hizo jurar que nunca diría una palabra a nadie de aquel encuentro. El pobre cura fue hasta su coche para buscar una manta, pero cuando volvió al cementerio, el desconocido había desaparecido.

—Esta noche creo que atrancaré la puerta de casa —dijo Jennie Prothero.

—¿Qué es lo que le contó ese hombre al cura, exactamente? —quiso saber Esterhazy.

—Bueno, señor Draper, ya sabe cómo son los curas —respondió el tabernero—. El secreto de confesión y todo eso.

—Has dicho que su parroquia se encuentra en Anglesey, ¿no? —comentó Esterhazy—. ¿Iba para allá?

—No —dijo la mujer—. Todavía tenía unos días de vacaciones. Dijo que pararía en Lochmoray.

—Es un pueblecito insignificante que hay hacia el oeste —explicó el tabernero, como si, por comparación, Inverkirkton fuera una gran metrópoli.

—Hay muchas lápidas que rascar en St. Muns —añadió Jennie Prothero meneando la cabeza.

—St. Muns —repitió Esterhazy lentamente, como si hablara consigo mismo.

Capítulo 24

Lochmoray, Escocia

Judson Esterhazy pedaleaba pendiente arriba, el pequeño pueblo se iba quedando atrás. A medida que la carretera se internaba entre las graníticas colinas, los indicios de civilización fueron desapareciendo. Al cabo de noventa minutos, un grisáceo campanario de piedra apareció en la lejanía, asomando apenas entre el ondulado paisaje.

Únicamente podía tratarse de la capilla de St. Muns, con su histórico cementerio, donde, con un poco de suerte, encontraría al sacerdote.

Contempló la larga carretera, llena de curvas, respiró hondo y empezó a subir.

El asfalto ascendía entre pinos y abetos antes de cruzar al otro lado de la colina y empezar a bajar hacia un
glen.
Desde allí, ascendía nuevamente un trecho hasta la aislada iglesia. Un viento frío soplaba y acumulaba negros nubarrones cuando se detuvo en lo alto de la colina para examinar los accesos.

Como había previsto, el sacerdote se hallaba en el camposanto, sin más compañía. No iba vestido con el traje negro de rigor, sino con una chaqueta de tweed; únicamente el alzacuellos denotaba su condición de clérigo. Había dejado su bicicleta apoyada contra una lápida y estaba inclinado ante una losa, copiando una inscripción.

Esterhazy palpó el tranquilizador bulto de la pistola para asegurarse de que la tenía a mano, volvió a subir a su bicicleta e inició el descenso.

Era increíble. El cabrón de Pendergast seguía ocasionándole problemas incluso muerto. Sin duda, la persona con la que el cura se había topado en los páramos había sido él, un Pendergast debilitado por la pérdida de sangre, medio loco de dolor y al borde de la muerte. ¿Qué le había dicho? Esterhazy no podía marcharse de Escocia sin averiguarlo.

Cuando se acercó, el clérigo se puso en pie trabajosamente y se limpió los restos de hierba y tierra de las rodillas. Encima de la losa había una gran hoja de papel de arroz. El carboncillo estaba a medio terminar. Cerca yacía una carpeta con otros trabajos parecidos y unos cuantos lápices y carboncillos.

—¡Uf! —soltó el cura alisándose la ropa y adecentándose—. Buenas tardes, caballero. —Tenía un curioso acento galés y un rostro rubicundo surcado de venillas.

La habitual cautela de Esterhazy se desvaneció cuando el sacerdote le tendió la mano. Su apretón fue desagradablemente húmedo y escasamente limpio.

—Usted debe de ser el cura de Anglesey —dijo Esterhazy.

—Así es —repuso el sacerdote, cuya sonrisa fue sustituida por una expresión de perplejidad—. ¿Y usted cómo lo sabe?

—Vengo de una taberna de Inverkirkton, y los parroquianos mencionaron que estuvo usted por allí, «rascando lápidas», como dicen ellos.

El anciano sonrió, radiante.

—En efecto, en efecto.

—Realmente es una coincidencia que nos hayamos encontrado así. Me llamo Wickham.

—Encantado de conocerlo.

—En la taberna comentaban que les había contado una historia impresionante —siguió Esterhazy—. Una historia sobre un tipo con el que se topó en los páramos.

—¡Así es!

La buena disposición visible en el rostro del sacerdote indicó a Esterhazy que se hallaba ante una de esas personas que desean fervientemente dar su consejo en cualquier materia.

Esterhazy miró alrededor y fingió desinterés.

—Tengo curiosidad por escucharla.

—Desde luego —asintió el sacerdote—. Fue... Sí, a principios de octubre.

Esterhazy aguardó pacientemente, no quería presionarlo.

—Me topé con un hombre. Surgió entre la niebla, en los páramos.

—¿Qué aspecto tenía?

—Muy malo. Estaba enfermo, o al menos eso fue lo que me dijo. Yo creo que o estaba borracho o, más probablemente, que huía de la justicia. Debía de haberse caído entre las piedras..., tenía el rostro ensangrentado. Estaba muy pálido y calado hasta los huesos. Aquella tarde había llovido mucho, lo recuerdo bien. Por suerte había llevado mi impermeable.

—Sí, pero ¿cómo era físicamente? ¿De qué color tenía el pelo?

El clérigo miró a Esterhazy con suspicacia.

—¿Qué interés tiene en este asunto, si puedo preguntárselo?

—Soy... soy escritor de novelas de misterio y siempre me interesan este tipo de historias.

—Oh, bueno, en ese caso, permítame que haga memoria... Piel pálida, cabello claro, alto, vestido con ropa de cazador. —El sacerdote meneó la cabeza y añadió—: Pero ya le digo, el hombre tenía muy mal aspecto.

—¿Y dijo algo?

—Sí, pero comprenderá que no pueda hablar de ello. El secreto de confesión es sagrado.

Hablaba con tanta lentitud y parsimonia que Esterhazy sintió que se le acababa la paciencia.

—Parece una historia fascinante... ¿Puede contarme algo más?

—Sí, me preguntó la forma de rodear las marismas. Yo le dije que era un camino muy largo. —Frunció los labios—. Pero él insistió, de modo que acabé dibujándole un mapa.

—¿Un mapa?

—Bueno, sí, era lo menos que podía hacer. Le dibujé una ruta. Se trata de un terreno sumamente traicionero. Hay ciénagas por todas partes.

—Pero usted es de Anglesey. ¿Cómo es que conoce tan bien esa zona?

El sacerdote soltó una risita.

—Hace años que voy por allí, ¡décadas! Me he paseado por todas esas marismas y he visitado todos los cementerios que hay entre aquí y Loch Linnhe. No sé si lo sabe, pero esta zona está llena de tesoros arqueológicos. He calcado cientos de lápidas, incluyendo las de los señores de...

—Sí, sí, pero hábleme del mapa que dibujó para ese hombre. ¿Podría dibujar uno igual para mí?

—¡Claro! ¡Encantado! Mire, le aconsejé que rodease las marismas porque el camino de regreso a Kilchurn Lodge es aún más peligroso. Para serle sincero, ni siquiera sé cómo llegó hasta allí. —Rió nuevamente por lo bajo mientras trazaba un tosco mapa con muy mal pulso—. Aquí es donde estamos ahora —dijo trazando una X.

Esterhazy se vio obligado a inclinarse para ver mejor.

—¿Dónde?

—Aquí.

Antes de que comprendiera lo que estaba ocurriendo, Esterhazy notó que le daban un tremendo tirón. Un segundo después estaba en el suelo, inmovilizado, con el brazo retorcido detrás de la espalda, la cara aplastada contra la hierba, y el cañón de una pistola clavado en la oreja con tanta fuerza que le hizo un corte en la piel y sangró.

—Habla —ordenó el clérigo.

Era la voz de Pendergast.

Esterhazy forcejeó, pero el cañón de la pistola se clavó con más fuerza aún. Sintió una oleada de terror. Justo cuando creía que aquel demonio se había ido para siempre, reaparecía. Aquello era el fin. Pendergast había ganado. Lo terrible de aquella idea lo recorrió como un veneno.

—Me dijiste que Helen está viva —dijo la voz, apenas un susurro—. Ahora quiero que me cuentes el resto. De cabo a rabo.

Esterhazy intentó desesperadamente poner orden en sus pensamientos, sobreponerse a la sorpresa y decidir qué iba a decir y cómo iba a decirlo. La hierba se le metía por la nariz y le costaba respirar.

—Permite que te lo explique desde el principio —jadeó—. Por favor, deja que me levante.

—No, quédate en el suelo. Tenemos tiempo de sobra y no sentiré el menor reparo en obligarte a hablar. Hablarás. Pero si me mientes, aunque solamente sea una vez, te mataré sin aviso previo.

Esterhazy luchó contra un pánico irracional.

—Pero... entonces... nunca lo sabrás.

—Te equivocas. Ahora que sé que Helen está viva, la encontraré cueste lo que cueste. Pero tú puedes ahorrarme un montón de tiempo y de inconvenientes. Te lo repito: la verdad o morirás.

Esterhazy oyó un metálico clic cuando Pendergast retiró el seguro del arma.

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