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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (11 page)

BOOK: Sangre fría
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Tomó otro sorbo de café, dejó el cigarrillo en un cenicero de cristal y se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo de seda que sacó del bolsillo superior de su americana. A pesar de los años que llevaba viviendo en climas tropicales, nunca se había acostumbrado al calor. A menudo tenía sueños —extraños sueños— acerca de los veranos de su infancia en la vieja cabaña de caza de las afueras de Königswinter, con sus vistas de los montes Siebengebirge y el valle del Rin.

Guardó el pañuelo y abrió la carpeta. Contenía un único recorte de prensa impreso en una rotativa con un papel de la peor calidad. A pesar de que estaba fechado hacía pocos días, ya empezaba a amarillear. Procedía de un diario con un nombre ridículo: el
Ezerville Bee.
Leyó el titular y el párrafo de arranque.

PAREJA MISTERIOSA REAPARECE

TRAS AÑOS ESCONDIDA

Por Ned Betterton

Malfourche, Mississippi. — Hace doce años, una mujer llamada June Brodie, deprimida tras haber perdido su empleo de secretaria ejecutiva en Longitude Pharmaceuticals, se quitó aparentemente la vida saltando por el puente Archer tras dejar una nota de suicidio en su coche.

El hombre dejó el recorte con dedos tranquilos.

—Scheisse!
[
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]
—exclamó por lo bajo antes de leer el artículo de cabo a rabo dos veces.

Luego lo dobló, lo dejó sobre la mesa y contempló la plaza a su alrededor. Sacó el encendedor del bolsillo, prendió fuego al recorte y lo dejó arder en el cenicero. Lo observó hasta que tuvo la seguridad de que se había quemado del todo y después aplastó las cenizas con la colilla de su cigarrillo. Suspiró, sacó un móvil del bolsillo y marcó una larga secuencia de números.

La llamada fue respondida al primer tono.

—Ja?
—dijo la voz.

—¿Klaus? —preguntó el hombre.

Oyó que el del otro lado de la línea reconocía su voz y se ponía firmes.

—Buenos días, señor Fischer.

—Tengo un trabajo para ti, Klaus —dijo el hombre en español.

—Desde luego, señor.

—Se dividirá en dos fases: la primera será investigativa; la segunda implicará mojarse. Empezarás de inmediato.

—Estoy a sus órdenes.

—Bien, volveré a llamarte esta noche desde Ciudad de Guatemala y entonces te daré las instrucciones.

A pesar de que la línea era segura, Klaus formuló su pregunta en clave.

—¿De qué color es la bandera de ese trabajo?

—Azul.

—Considérelo ya mismo un éxito, señor Fischer—dijo Klaus con firmeza.

—Sé que puedo contar contigo —dijo el hombre, y colgó.

Capítulo 17

El Foulmire, Escocia

D'Agosta se sentía increíblemente cómodo, como si flotara en una cálida marea. Sin embargo, a pesar de hallarse en aquel estado de duermevela, la parte racional de su cerebro volvió a hablar. Solo pronunció una palabra: «Hipotermia».

¿Qué más le daba?

«Te estás muriendo.»

La voz era como una persona pesada incapaz de callar y de cambiar de tema. Pero hablaba tan alto y metía tanto miedo que D'Agosta volvió lentamente a la realidad. «Hipotermia.» Sí, tenía todos los síntomas: un frío extremo seguido por una sensación de calor, un irrefrenable deseo de dormir y una total indiferencia.

Lo estaba aceptando.

«Te estás muriendo, idiota.»

Haciendo un esfuerzo titánico y lanzando un grito que apenas sonó, se puso en pie y empezó a golpearse el cuerpo. Se abofeteó el rostro un par de veces, violentamente, y notó una punzada de frío. Siguió golpeándose con tanta fuerza que perdió el equilibrio y se cayó. Se levantó de nuevo, dando vueltas como un animal herido.

Estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie. El dolor le recorrió las piernas; sintió que la cabeza le estallaba. Empezó a patear el suelo en círculos mientras se azotaba los costados con los brazos, quitándose la nieve de encima, gritando a pleno pulmón, aullando, dando las gracias al dolor. El dolor significaba sobrevivir. Poco a poco recobró la lucidez de pensamiento. Saltó y saltó otra vez, sin apartar la mirada de aquella luz amarilla, agitando los brazos en la oscuridad. ¿Cómo llegaría hasta allí? Trastabilló y cayó de bruces a escasos centímetros de una ciénaga. Se levantó, hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Su voz voló por el páramo desierto.

—¡Me he perdido! ¡Estoy intentado encontrar Glims Holm!

El hecho de gritar le ayudó enormemente. Notaba la circulación de la sangre y los latidos de su corazón.

«Ayuda, por favor.»

Entonces la vio: una segunda luz, junto a la primera, pero más brillante. Parecía moverse en la oscuridad, acercarse.

—¡Aquí! —gritó.

La luz se dirigió hacia él. D'Agosta comprendió que estaba más lejos de lo que pensaba. Parecía dar vueltas y a ratos desaparecía y luego reaparecía. La perdió de vista y volvió a gritar, presa del pánico:

—¡Aquí!

¿Lo habían oído o solo era una coincidencia? ¿Estaría viendo visiones?

—¡Estoy aquí! —berreó.

¿Por qué no le respondían? ¿Acaso también se habían ahogado en las marismas?

Y de repente la luz reapareció ante él. La persona que la llevaba le iluminó la cara y después la dejó en el suelo. En su resplandor, D'Agosta vio el rostro de una mujer de labios gruesos. Llevaba botas, anorak, guantes, bufanda y sombrero, bajo el cual asomaba una mata de cabello blanco. Tenía nariz aguileña y ojos azules y muy abiertos. En medio de la oscuridad y la niebla, era como una aparición.

—¿Se puede saber qué demonios...? —exclamó con voz áspera.

—Estoy buscando Glims Holm —contestó D'Agosta.

—Pues ya lo ha encontrado —repuso la mujer, y añadió con sarcasmo—: casi. —Recogió la lámpara y dio media vuelta—. Cuidado dónde pisa.

D'Agosta la siguió. Diez minutos después, la lámpara reveló el perfil de una casa con tejado de pizarra y chimenea; sus paredes de piedra, en su día encaladas, estaban casi totalmente cubiertas de liquen y moho.

La mujer abrió la puerta, y los dos entraron en un cálido y confortable salón. En un gran hogar de piedra ardía un magnífico fuego. Había cómodos sillones y butacas y una estufa de hierro colado. El suelo estaba cubierto de esteras; y las paredes, de estantes con libros, fotos y cornamentas de animales; todo iluminado por lámparas de queroseno.

A D'Agosta aquel calor le pareció la sensación más maravillosa que había experimentado en su vida.

—Desvístase —dijo la mujer en tono tajante mientras se dirigía hacia el fuego.

—Yo...

—¡Desvístase, diantre! —Fue a un rincón y cogió un gran cesto de mimbre—. Ponga aquí la ropa.

D'Agosta se quitó el impermeable y lo echó al cesto. Después hizo lo mismo con el empapado suéter, las botas, los calcetines y el pantalón. Se quedó en calzoncillos.

—Eso también —ordenó la mujer. Cogió un gran balde de cinc, lo llenó con agua caliente de un hervidor y lo dejó junto al fuego; luego puso al lado una esponja y una toalla.

D'Agosta esperó a que se diera la vuelta para quitarse los calzoncillos. El calor de las llamas resultaba de lo más agradable.

—¿Cómo se llama? —preguntó la mujer.

—D'Agosta, Vincent D'Agosta.

—Lávese. Le traeré ropa limpia. Es usted un poco grueso para que le quepa la ropa del señor, pero ya nos apañaremos.

Desapareció escalera arriba, y él la oyó moverse por el piso superior. También oyó la quejumbrosa voz de un viejo que no parecía precisamente contento.

La mujer volvió con unas cuantas prendas mientras él se limpiaba con la esponja. Se dio la vuelta y vio que lo miraba, y no exactamente a la cara.

—¡Menudo espectáculo para los ojos de una anciana! —Con una risa burlona, dejó la ropa en el suelo, añadió unos cuantos troncos al fuego y se ocupó de la estufa.

Avergonzado, D'Agosta acabó de limpiarse, se secó con la toalla y se vistió. La ropa pertenecía a alguien más alto y delgado, pero consiguió vestirse mal que bien, salvo que no pudo abrocharse el pantalón y tuvo que ceñírselo con un cinturón para que no se le cayera.

La mujer había puesto una cazuela al fuego y el ambiente se llenó con un delicioso olor a estofado de cordero.

—Siéntese. —Llenó un plato con estofado, cortó unas rebanadas de pan casero y lo puso todo ante D'Agosta—. Coma.

Este se llevó una cucharada a la boca y se quemó los labios.

—Está delicioso —dijo—. No sé cómo darle las gracias...

—Ya ha encontrado Glims Holm —lo interrumpió ella—. ¿Qué le trae por aquí?

—Estoy buscando a un amigo.

Ella lo miró fijamente.

—Hace unas cuatro semanas, un buen amigo mío desapareció cerca de las Insh Marshes, un poco más allá de un lugar al que llaman la Cabaña de Coombe. ¿Conoce esa zona?

—Sí.

—Mi amigo es estadounidense, igual que yo. Había salido de caza de Kilchurn Lodge y desapareció. Recibió un disparo por accidente. Dragaron las ciénagas en busca del cuerpo, pero no consiguieron recuperarlo. Conociendo a mi amigo, pensé que quizá había logrado salir.

El arrugado rostro de la mujer era la viva imagen de la suspicacia. Esa anciana era capaz de emocionarse, pero también poseía una astucia innata.

—La Cabaña de Coombe está a más de quince kilómetros de aquí, al otro lado de las marismas.

—Lo sé. Glims Holm es mi última esperanza.

—Pues por aquí no he visto a nadie.

A pesar de que sabía que su apuesta había sido muy arriesgada, D'Agosta se sintió abrumado por la decepción.

—Quizá su marido haya visto...

—Mi marido no sale. Está inválido.

—¿Y usted no ha visto a nadie en la distancia, alguien que...?

—No he visto un alma desde hace semanas.

Oyó una voz enfadada que llamaba desde el piso de arriba, pero el fuerte acento no le permitió entender lo que decía. La mujer frunció el entrecejo y subió. D'Agosta oyó las apagadas quejas del hombre y la seca réplica de la anciana. Cuando bajó, seguía igual de ceñuda.

—Hora de acostarse. Yo duermo abajo junto a la estufa. Usted tendrá que dormir en la buhardilla, con el señor. Hay mantas en el suelo.

—Gracias, no sabe cuánto le agradezco su ayuda.

—No moleste al señor. No se encuentra bien.

—No haré ruido.

La mujer hizo un breve asentimiento de cabeza.

—Buenas noches.

D'Agosta subió por la escalera, tan empinada que parecía una escalerilla. Llegó a una habitación pequeña, con el techo a dos aguas y débilmente iluminada por una lámpara de queroseno. En un rincón, bajo uno de los aleros, había una gran cama de madera. En ella distinguió la encogida forma del marido, una especie de pajarraco de nariz bulbosa y cabello blanco. El anciano lo miró con un solo ojo en el que brillaba cierta malevolencia.

—Mmm, hola—lo saludó D'Agosta, sin saber muy bien qué decir—. Lamento molestarlo.

—Y yo —fue la gruñona respuesta—. No haga ruido.

El viejo se volvió bruscamente y le dio la espalda.

Aliviado, D'Agosta se quitó la camisa y el pantalón prestados y se metió bajo la manta de un improvisado camastro. Apagó la lámpara de queroseno y se quedó tumbado en la oscuridad. En la buhardilla hacía un calor agradable; los sonidos de la tormenta y el viento que aullaba en el exterior le resultaron extrañamente reconfortantes. Se durmió casi en el acto.

Al cabo de un tiempo indeterminado se despertó. Todo estaba oscuro como boca de lobo; había dormido tan profundamente que tardó unos instantes en recordar dónde se hallaba. Cuando lo consiguió, se dio cuenta de que la tormenta había cesado y que en la casa reinaba un silencio total. El corazón le latió desbocado. De repente, tenía la clara impresión de que algo o alguien se hallaba de pie, ante él, en la oscuridad.

Permaneció allí tumbado e intentó tranquilizarse. Solo había sido un sueño. Pero no podía desprenderse de la sensación de que alguien estaba junto a él.

El suelo bajo el camastro crujió ligeramente.

«¡Dios mío!» ¿Debía gritar? ¿Quién podía ser? El anciano no, desde luego. ¿Habría entrado alguien en plena noche?

El suelo crujió de nuevo. Entonces notó que una mano le agarraba el brazo con una zarpa de hierro.

Capítulo 18

—Mi querido Vincent —susurró una voz—. A pesar de que tu preocupación por mí me conmueve, verte aquí me disgusta profundamente.

D'Agosta se quedó prácticamente paralizado por la sorpresa. Sin duda estaba soñando. Oyó el roce de una cerilla, y la lámpara se encendió con un suave resplandor. El viejo estaba ante él, deforme y claramente enfermo. D'Agosta contempló la tez, amarillenta y arrugada, la barba de varios días, los largos y grasientos cabellos y la nariz, bulbosa y enrojecida. Y sin embargo, la voz —por débil que fuera— y el plateado destello del único ojo pertenecían inequívocamente al hombre al que estaba buscando.

—¡Pendergast! —consiguió articular por fin D'Agosta con voz ahogada.

—No tendrías que haber venido —susurró Pendergast.

—¿Qué...? ¿Cómo...?

—Deja que vuelva a la cama. Todavía no estoy lo bastante fuerte para aguantar de pie mucho rato.

D'Agosta se sentó y observó al anciano colgar la lámpara y caminar hasta la cama arrastrando los pies.

—Acerca una silla, amigo mío.

D'Agosta se levantó, se puso la ropa prestada, cogió una silla que colgaba de un gancho de la pared y tomó asiento junto al anciano que guardaba tan escaso parecido con el agente del FBI.

—No sabes cuánto me alegra verte con vida. Pensé que... —Fue incapaz de proseguir, la emoción lo abrumaba.

—Vincent —dijo Pendergast—, tienes tan buen corazón como siempre, pero no nos pongamos sentimentales. Tengo mucho que contarte.

—Recibiste un disparo. ¿Se puede saber qué haces aquí? Necesitas atención médica, en un hospital.

Pendergast lo acalló con un gesto de la mano.

—No, Vincent. He recibido una atención médica excelente, pero debo permanecer oculto.

—¿Por qué? ¿Qué demonios está ocurriendo?

—Si te lo digo, Vincent, debes prometerme que volverás a Nueva York lo antes posible y no dirás una palabra a nadie de todo esto.

—No pienso dejarte, necesitas ayuda. Soy tu colega, maldita sea.

Pendergast se incorporó en la cama con visible esfuerzo.

—Tienes que hacerlo. Necesito recuperarme. Y luego buscaré a mi asesino. —Se dejó caer despacio en la almohada.

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