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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (30 page)

BOOK: Sangre fría
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—Bueno, doctor Poole —dijo Felder, inclinándose hacia delante en su asiento y apoyando las manos en las rodillas—, ¿qué le ha parecido la entrevista?

Esterhazy miró al psiquiatra y tomó nota de su viva e inteligente mirada. Ese hombre estaba tan obsesionado con Constance Greene y su caso que estaba perdiendo su natural prudencia y objetividad profesional. A Esterhazy, por su parte, Constance y sus perversiones solo le interesaban en la medida en que podían serle útiles. Y el hecho de que le trajera sin cuidado le concedía una ventaja enorme.

—Creo que la trató usted con mucho tacto, doctor —contestó—. Negarse a tratar sus fantasías directamente y hacerlo solo en el contexto de una realidad mayor constituye sin duda una estrategia beneficiosa. —Hizo una pausa—. Reconozco que cuando fui a verlo por primera vez con relación a este caso, tenía ciertas dudas. Usted conoce tan bien o mejor que yo la prognosis a largo plazo de la esquizofrenia paranoica. Y mi anterior terapia con Constance fue, como ya le expliqué, escasamente satisfactoria. Sin embargo, soy el primero en reconocer que, donde yo fracasé, usted está teniendo un éxito que nunca creí posible.

Felder se ruborizó ligeramente e hizo una inclinación de cabeza a modo de agradecimiento.

—¿Se ha fijado usted en que su amnesia selectiva parece haber disminuido? —preguntó Esterhazy.

Felder se aclaró la garganta.

—Sí, me he fijado.

Esterhazy esbozó una sonrisa.

—Está claro que esta institución ha desempeñado un papel importante en los progresos de la paciente. El ambiente acogedor e intelectualmente estimulante de Mount Mercy ha marcado una gran diferencia. En mi opinión, ha hecho mucho por convertir una prognosis francamente reservada en otra mucho más optimista.

Ostrom, sentado en un sillón orejero contiguo, hizo un gesto de reconocimiento. Era más reservado que Felder y, aunque ese caso sin duda le interesaba, no estaba obsesionado como su colega. Esterhazy debía tener mucho tacto con él, pero el halago siempre daba resultado.

Esterhazy ojeó los gráficos que Ostrom le había proporcionado e intentó deducir de ellos alguna información de utilidad.

—Veo que Constance parece reaccionar favorablemente a dos actividades: las horas de biblioteca y los paseos por los jardines del hospital.

Ostrom asintió.

—Parece sentir una atracción casi decimonónica hacia los paseos al aire libre.

—Es una buena señal, y creo que deberíamos fomentarla —Esterhazy dejó la carpeta a un lado—. ¿No ha pensado en organizar alguna excursión fuera del hospital, algo así como, por ejemplo, un paseo por el Jardín Botánico?

Ostrom lo miró con curiosidad.

—Reconozco que no se me había ocurrido. Normalmente las salidas de ese tipo requieren una autorización judicial.

—Lo comprendo. Ha dicho usted «normalmente». Creo que si el hospital determina que Constance no constituye un riesgo ni para ella misma ni para los demás, y, sobre todo, si se considera que una excursión fuera del recinto sería beneficiosa para ella, no sería necesaria una autorización judicial.

—No solemos hacer así las cosas —repuso Ostrom—. La responsabilidad es demasiado grande.

—Pero piense en la paciente. Piense en el bien que le haría a la paciente.

En ese momento, tal como Esterhazy esperaba, Felder intervino:

—Estoy totalmente de acuerdo con el doctor Poole. Constance no ha mostrado la menor tendencia agresiva ni inclinaciones suicidas. Tampoco hay riesgo de que se fugue, más bien al contrario. Estoy seguro de que convendrá usted conmigo en que, además de reforzar su interés por las actividades al aire libre, semejante demostración de confianza por nuestra parte ayudaría notablemente a que la paciente bajara sus defensas.

Ostrom sopesó el comentario.

—Creo que el doctor Felder está en lo cierto —dijo Esterhazy—. Pensándolo bien, me parece que el zoológico de Central Park podría ser una elección de lo más acertada.

—Aun suponiendo que no fuera necesaria una autorización judicial —objetó Ostrom—, debido a la condena por asesinato quiero contar con la aprobación de los tribunales antes de autorizar nada.

—Eso no tiene por qué ser un inconveniente —replicó Felder—. Puedo tramitarlo yo mismo desde mi cargo en la Comisión de Salud.

—Estupendo. —Esterhazy esgrimió una sonrisa radiante— ¿Cuánto tiempo cree que le llevará eso?

—Un día, puede que dos.

Ostrom se tomó su tiempo para contestar.

—La acompañarán los dos. Y la salida se reducirá a una mañana.

—Una medida muy prudente —repuso Esterhazy—. Doctor Felder, ¿será tan amable de llamarme al móvil cuando tenga los papeles necesarios?

—Será un placer.

Esterhazy se levantó.

—Muchas gracias. Caballeros, ahora les ruego me disculpen, el tiempo no espera.

Dicho lo cual, estrechó la mano a ambos médicos.

Capítulo 51

El hombre que se hacía llamar Klaus Falkoner estaba tranquilamente sentado en la cubierta superior del
Vergeltung.
Hacía una tarde agradable, y el puerto deportivo de la calle Setenta y nueve, iluminado por un tardío sol de otoño, estaba en calma. En una mesita que tenía al lado había un paquete de Gauloises, una botella sin abrir de Cognac Roi de France Fine Champagne y una copa de coñac.

Sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió con un mechero Dunhill de oro, dio una larga calada y contempló la botella. Con un cuidado exquisito retiró el sello de lacre del siglo XIX y lo dejó en el cenicero. El coñac brillaba al sol del atardecer como caoba líquida, un tono notablemente oscuro para ese licor. En las bodegas del
Vergeltung
había una docena más de botellas como esa, un minúsculo porcentaje del botín amasado por los antecesores de Falkoner durante la ocupación de Francia.

Exhaló el humo y miró alrededor con satisfacción. Otro pequeño porcentaje de aquel botín —joyas, oro, obras de arte, cuentas bancarias y antigüedades requisadas hacía más de sesenta años— había servido para pagar el
Vergeltung.
Y era un yate realmente especial: tres cubiertas, cuarenta metros de eslora de flotación, ocho metros de manga y seis lujosas suites. Sus depósitos de gasoil alimentaban dos motores de ochocientos caballos que le permitían cruzar sin escalas todos los mares del mundo salvo el Pacífico. Esa autonomía, esa facultad para moverse al margen de la ley y de los radares eran decisivas para las tareas a las que se dedicaban Falkoner y su organización.

Dio otra calada al cigarrillo y lo aplastó a medio terminar en el cenicero. Estaba impaciente por catar el coñac. Vertió con suma delicadeza una pequeña cantidad en la copa tulipa —que por su delicadeza había escogido en lugar de la habitual copa balón—, se la llevó a los labios y tomó un sorbo. El licor estalló en su paladar con toda su aromática complejidad, sorprendentemente robusto para tratarse de una botella tan antigua: el legendario Comet Vintage de 1811. Cerró los ojos y tomó un sorbo mayor.

Unos discretos pasos sonaron sobre el suelo de teca, seguidos de un carraspeo respetuoso a su espalda. Falkoner miró por encima del hombro. Se trataba de Ruger, uno de los miembros de la tripulación. Sostenía un teléfono.

—Tiene una llamada, señor —dijo en alemán.

Falkoner dejó la copa en la mesita.

—A menos que se trate de herr Fischer, no quiero que me molesten.

Herr Fischer. Ese sí que era un hombre que inspiraba miedo de verdad.

—Es el caballero de Savannah, señor. —Ruger mantenía el aparato a una prudente distancia.

—Verflucht!
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]
—maldijo Falkoner cogiendo el teléfono—. ¿Sí? —La irritación porque le hubieran interrumpido su ritual añadió un tono de aspereza a su voz. Aquel tipo estaba dejando de ser una molestia para convertirse en un problema.

—Me dijo que me ocupara de Pendergast definitivamente —dijo la voz al otro extremo de la línea—, y estoy a punto de hacerlo.

—No me interesa saber lo que va a hacer. Lo que quiero es oír que ya lo ha hecho.

—Usted me ofreció ayuda. El
Vergeltung.

—¿Y?

—Tengo pensado llevar una visita a bordo.

—¿Una visita?

—Una visita a la fuerza. Una persona muy próxima a Pendergast.

—¿Debo suponer que se trata del cebo?

—Así es. Atraerá a Pendergast a bordo. Una vez allí podremos acabar con él definitivamente.

—Suena arriesgado.

—Lo tengo todo controlado hasta el último detalle.

Falkoner dejó escapar un suspiro.

—Espero discutir todo esto con usted en persona, no por teléfono.

—Muy bien, pero entretanto necesitaré material. Ya sabe, bridas de plástico, mordazas, esas cosas.

—Guardamos todo eso en nuestro piso franco. Tendré que mandar a buscarlo. Pase por aquí esta noche y revisaremos los detalles.

Falkoner colgó, devolvió el teléfono a Ruger y esperó a que el tripulante desapareciera. Luego, volvió a coger la copa y la expresión de satisfacción reapareció lentamente en su rostro.

Capítulo 52

Ned Betterton conducía su Chevy Aero por la autopista FDR sintiéndose profundamente desconsolado. Debía devolver el coche en el aeropuerto en una hora y esa noche tomaría un vuelo de regreso a Mississippi.

Su pequeña aventura como reportero de investigación se había acabado.

Le costaba creer que apenas un par de días antes hubiera estado en racha. Había conseguido una pista del «amigo extranjero» llamando a Dixie Airlines y haciéndose pasar por policía. De ese modo había obtenido la dirección del tal Klaus Falkoner, que había volado a Mississippi dos semanas antes: el 702 de East End Avenue.

Fácil. Pero después se había topado con un muro. Para empezar, el 702 de East End Avenue no existía. La calle, situada a lo largo del East River, apenas tenía diez manzanas y su numeración no llegaba tan lejos.

A continuación había seguido el rastro del agente Pendergast hasta un edificio de apartamentos llamado el Dakota. Sin embargo, aquel lugar había resultado ser una especie de fortaleza a la que era imposible acceder. Siempre había un portero en la garita de la entrada y unos cuantos porteros más en la recepción y cerca de los ascensores, y todos ellos habían rechazado, cortés pero firmemente, sus numerosos intentos y estratagemas para entrar en el edificio o conseguir información.

Luego había intentado averiguar algo acerca de la capitán de la Policía de Nueva York, pero resultó que había varias mujeres policía con ese mismo rango y, por mucho que preguntó, no logró saber cuál de ellas había hecho pareja con Pendergast o había viajado a Nueva Orleans; solo que la agente en cuestión debía de haberlo hecho estando fuera de servicio.

La principal dificultad había sido la condenada ciudad de Nueva York. La gente se mostraba reservada hasta el extremo en lo tocante a información y paranoica en lo que consideraban su intimidad. Se hallaba muy lejos del Profundo Sur. No sabía cómo se hacían allí las cosas, ni siquiera cuál era la manera correcta de aproximarse a la gente y hacerle preguntas. Hasta su acento era un problema, les causaba rechazo.

Luego había vuelto a centrarse en Falkoner y casi encontró algo. Apostando a la posibilidad de que este hubiera dado un número falso de su verdadera calle, se había pateado East End Avenue de cabo a rabo, llamando a las puertas, preguntando a la gente de la calle si conocían a un hombre rubio y alto que vivía en el vecindario, un hombre con acento alemán y una fea verruga bajo un ojo. La mayoría —típicos neoyorquinos— se negó a hablar con él o lo mandó a la mierda; pero algunos, los más viejos del lugar, se mostraron más amistosos. Gracias a ellos, Betterton se enteró de que aquel barrio, conocido como Yorkville, había sido un enclave alemán. Le hablaron de restaurantes como el Die Lorelei y el Café Mozart, de los deliciosos pasteles del Kleine Konditorei y de los pintorescos salones de baile donde todas las noches se podía bailar la polca. Pero todo eso había desaparecido, reemplazado por vulgares cafeterías y supermercados.

Y sí, varias personas le dijeron que creían haber visto a un hombre como ese. Un viejo aseguró incluso que lo había visto entrar y salir de un edificio clausurado de East End Avenue, entre las calles Noventa y uno y Noventa y dos, en el extremo norte del parque Carl Schurz.

Betterton se había apostado ante el edificio, pero no tardó en comprobar que era imposible merodear por los alrededores sin llamar la atención o despertar sospechas. Eso lo obligó a alquilar un coche y a observar desde la calle. Pasó tres agotadores días vigilando el lugar. Horas y horas de vigilancia; nadie salió ni entró. El dinero se le estaba acabando, y también el tiempo de vacaciones. Aún peor: Kranston lo llamaba todos los días para preguntarle dónde demonios estaba y lo amenazaba con despedirlo.

Al final, el tiempo en Nueva York se le acabó. Su billete de vuelta no admitía cambio; si perdía el avión, tendría que pagar cuatrocientos dólares, cantidad de la que no disponía.

Por ese motivo, en ese momento, a las cinco de la tarde, Betterton conducía por la autopista FDR, rumbo al aeropuerto, para coger un avión de vuelta a casa. Sin embargo, cuando vio el cartel de salida hacia East End Avenue, una absurda e irreprimible esperanza lo obligó a desviarse. Un último vistazo, el definitivo, y se marcharía.

No encontró donde aparcar, de modo que empezó a dar vueltas y vueltas alrededor de la manzana. Estaba cometiendo una estupidez: iba a perder el avión. Pero cuando dobló la esquina por cuarta vez, vio que un taxi se había detenido ante el edificio. Intrigado, aparcó en doble fila un poco por delante del taxi, sacó un mapa y fingió consultarlo mientras vigilaba por el retrovisor la entrada del edificio.

Pasaron cinco minutos y entonces la puerta principal se abrió. Una figura salió cargando con una bolsa de viaje en cada mano. Betterton contuvo el aliento. Era alto, delgado y rubio. Incluso a aquella distancia pudo ver la verruga bajo el ojo derecho.

—Santa María —susurró.

El hombre metió las bolsas en el taxi, subió a él y cerró la puerta. Segundos más tarde, el vehículo arrancaba y pasaba junto al Chevy de Betterton. Este soltó un suspiro de alivio, se secó las sudorosas manos en la camisa y dejó el mapa a un lado. Luego, armándose de valor, agarró el volante y empezó a seguir al taxi en el momento en que este giraba por la calle Noventa y uno y enfilaba en dirección oeste.

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