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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (29 page)

BOOK: Sangre fría
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—Así es. Como le he dicho, la situación está fuera de control. Pendergast se encuentra superado y corre un terrible peligro. Por eso no he tenido más remedio que dar los pasos necesarios para ponerme en contacto con usted. Fingí que la conocía y fingí que conocía su caso. Obviamente, todo era una treta.

Constance seguía mirándolo. La hostilidad había desaparecido de sus ojos, pero en ellos seguía brillando la duda.

—Encontraré la manera de sacarla de aquí. Entretanto, le ruego que siga diciendo que no me conoce, aunque también podría fingir que empieza a recordarme vagamente..., lo que le resulte más fácil, pero sígame el juego. Lo único que le pido es que me ayude a sacarla de aquí porque el tiempo se nos acaba. Pendergast necesita su inteligencia, sus instintos y sus dotes como investigadora. Cada hora cuenta. No puede imaginarse, y ahora no tengo tiempo de explicárselo con detalle, las fuerzas que se alzan contra él.

Constance seguía mirándolo fijamente. En su rostro se leía una mezcla de desconfianza, preocupación e indecisión. Esterhazy decidió que lo mejor era marcharse y dejar que lo meditara. Se dio la vuelta y golpeó la puerta con los nudillos.

—Doctor Ostrom, doctor Felder. Ya he terminado.

Capítulo 49

Myrtle Beach, Carolina del Sur

El hoyo dieciocho del Palmetto Spray Golf Links era uno de los más difíciles de la costa Este: un par-5 de quinientos diez metros, con un complicado
dogleg
y una calle bordeada de temibles búnkeres.

Meier Weiss empujó su silla de ruedas hasta el
tee,
retiró la manta que cubría sus esqueléticas piernas, cogió las muletas que llevaba en la bolsa de los palos y se puso trabajosamente en pie.

—¿Le importaría que le diera un consejo? —preguntó, bloqueando las articulaciones artificiales de sus piernas.

Aloysius Pendergast dejó su bolsa en el suelo.

—Hágalo, se lo ruego.

—Este hoyo es muy largo, pero tenemos el viento a favor. Normalmente, yo juego un
fade
controlado. Con un poco de suerte, colocará la bola a la derecha de la calle y de ese modo alcanzará el
green
en dos.

—Por desgracia, soy bastante escéptico en lo que al concepto «suerte» se refiere.

El anciano se pasó la mano por el curtido y bronceado rostro y soltó una risita.

—Siempre me gusta jugar dieciocho hoyos con alguien antes de sentarme a hacer negocios con esa persona. De ese modo sé todo lo que necesito saber de ella. He visto que ha mejorado notablemente en los últimos hoyos. Simplemente recuerde seguir el movimiento del swing, como le he enseñado.

Weiss cogió el
driver
y fue hasta el
tee
de salida. Colocó la bola y, apoyándose en las muletas, levantó el palo y la golpeó en un arco perfecto. La bola salió volando con un golpe seco, describió una ligera curva hacia la derecha y se perdió de vista en la dirección correcta, más allá de la línea de árboles.

Pendergast observó su vuelo y acto seguido se volvió hacia Weiss.

—La suerte no ha tenido nada que ver en ese lanzamiento.

Weiss dio una palmada a sus piernas artificiales.

—Son muchos años jugando con ellas. He tenido tiempo de sobra para perfeccionar mi swing.

Pendergast subió al
tee
, preparó el golpe y lanzó su bola. El
driver
impactó con la cara ligeramente abierta y lo que debía ser un
fade
se convirtió en algo más parecido a un
slice.

El anciano meneó la cabeza, chasqueó la lengua con pesar pero fue incapaz de ocultar su satisfacción.

—Puede que nos cueste un poco encontrar esa bola.

Pendergast reflexionó un instante y luego preguntó:

—Supongo que no me concederá un
mulligan…
[
2
]

—Señor Pendergast, me sorprende usted. Nunca lo habría creído como un hombre de
mulligans.

En el rostro de Pendergast se dibujó una leve sonrisa mientras Weiss caminaba con la ayuda de las muletas hasta su silla de ruedas. El anciano se sentó, se impulsó con sus musculosos brazos, y la silla casi salió disparada por el camino asfaltado. El hecho de que prefiriera recorrer los dieciocho hoyos en su silla de ruedas en lugar de en un cómodo coche eléctrico era una faceta del carácter enérgico del cazador de nazis. Había sido un largo recorrido, pero no daba la menor muestra de cansancio.

Vieron las bolas cuando bordearon la calle y dejaron atrás el
dogleg.
La de Weiss estaba perfectamente colocada para llegar al
green
con un golpe. La de Pendergast había caído en la arena de un búnker. Weiss la señaló con la cabeza.

—Le toca.

Pendergast se acercó al búnker dando un rodeo, luego se arrodilló junto a la bola y calculó la trayectoria. Aguardó el consejo de Weiss.

—Si yo fuera usted escogería el
lob-wedge
—dijo este al poco—. Perdona más que el
pitch.

Pendergast rebuscó entre los Ping, sacó el
wedge
e hizo un par de swings de práctica antes de golpear. La bola salió volando entre una explosión de arena y acabó a medio metro del búnker.

Weiss chasqueó la lengua.

—No piense tanto en el golpe. Intente imaginar la sensación física de un swing bien hecho.

Pendergast volvió a colocarse y dio un golpe mucho más controlado. La bola pareció volar lejos, pero el
backspin
la paró en seco en la parte trasera del
green.

—Mazel tov!
—exclamó Weiss, radiante.

—Pura suerte, me temo —dijo Pendergast.

—Ah, pero usted ha dicho que no cree en la suerte... No ha seguido mi consejo y ya ha visto el resultado.

Weiss eligió un hierro siete y dejó su bola a menos de dos metros de la bandera. Pendergast, que estaba a unos seis metros, falló dos
putts
y acabó firmando un
bogey.
Por su parte, Weiss embocó en uno y consiguió un
eagle.

Pendergast anotó el resultado y entregó la tarjeta a Weiss.

—Ha firmado un recorrido de sesenta y nueve. Felicidades.

—Este campo es mi casa. Estoy seguro de que, si sigue los consejos que le he dado, mejorará rápidamente. Tiene un físico ideal para el golf. Ahora, vayamos a charlar.

Cumplida la formalidad del juego, fueron a descansar a casa de Weiss, que se hallaba frente al
tee
del hoyo quince. Se sentaron en el jardín, y Heidi, la mujer de Weiss, les llevó un par de julepes de menta.

—Y ahora hablemos de asuntos serios —dijo Weiss, dejándose de jovialidades—. Así pues, Wolfgang Faust es la razón de que haya venido a verme.

Pendergast asintió.

—Entonces ha acudido a la persona adecuada, señor Pendergast, porque he dedicado mi vida a perseguir al médico de Dachau. Solo estas me impidieron que diera con él. —Señaló las piernas cubiertas por la manta. Acto seguido, dejó la bebida y cogió una carpeta que había en un extremo de la mesa—. Aquí está el trabajo de toda una vida, señor Pendergast —dijo, dando una palmada en la carpeta—. Me lo sé de memoria. —Tomó un sorbo de su julepe—. Wolfgang Faust nació en Ravensbrück, Alemania, en 1908, y estudió en la Universidad de Munich, donde conoció a Josef Mengele y se convirtió en su protegido; Mengele era tres años mayor que él. En 1940, Faust trabajó durante tres años como ayudante de Mengele en el Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial de Frankfurt. Terminó la carrera de medicina y se unió a la SS. Más adelante, gracias a la recomendación de su maestro, trabajaron juntos en el hospital de Auschwitz. ¿Sabe qué tipo de trabajo hacía Mengele?

—Vagamente.

—Operaciones brutales, crueles, inhumanas, a menudo sin anestesia. —El alegre rostro de Weiss se había transformado en un semblante duro e implacable—. Amputaciones innecesarias. Dolorosísimos experimentos en niños que los mataban o los desfiguraban. Tratamientos de choque. Esterilización. Cirugía del cerebro para alterar la percepción del tiempo. Inyección de venenos y sustancias tóxicas. Congelación hasta la muerte. A Mengele le fascinaba todo lo excepcional y anómalo: la heterocromía, el enanismo, los gemelos, el polidactilismo. Los gitanos eran sus sujetos favoritos. Inyectó la lepra a un centenar de ellos en el intento de desarrollar un arma biológica. Y cada vez que finalizaba uno de sus diabólicos experimentos, mataba a la víctima inyectándole cloroformo en el corazón y le hacía la autopsia para documentar la patología, como a una rata de laboratorio.

Tomó otro trago de su bebida.

—Faust destacó hasta tal punto en Auschwitz que lo enviaron a Dachau para que montara su propio departamento. No se sabe gran cosa de los experimentos que llevó a cabo allí porque fue mucho más expeditivo que Mengele a la hora de destruir los archivos y liquidar a los testigos, pero lo poco que sabemos resulta tan espeluznante o más que las atrocidades de su mentor. Prefiero no entrar en detalles, pero si desea saber hasta qué punto puede llegar la depravación humana, los encontrará en la carpeta. Hablemos de lo que ocurrió después de la guerra. Tras la caída de Berlín, Faust vivió en la clandestinidad en Alemania gracias a la ayuda de simpatizantes nazis. Irónicamente se refugió en una buhardilla, como Anna Frank. Sus amigos estaban bien relacionados y eran gente de recursos.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque eran capaces de proporcionar documentos falsos de la mayor calidad. Certificados de matrimonio, partidas de nacimiento, documentos de identidad y cosas parecidas. Fueron ellos los que proporcionaron a Faust un pasaporte falso con el nombre de Wolfgang Lanser. A finales de la década de 1940, la fecha exacta se desconoce, lo sacaron a escondidas de Alemania y lo llevaron a Sudamérica. Su primer destino allí fue Uruguay. Descubrir todo esto que acabo de explicarle me costó diez años de trabajo.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Faust se instaló en una serie de pueblos apartados
y
se ganó la vida prestando atención médica a los aldeanos, pero parece que no tardó en ganarse la enemistad de la gente. Por lo visto, cobraba unos precios desorbitados y de vez en cuando le daba por aplicar ciertas «curas» que a menudo acababan matando al paciente.

—Un investigador impenitente —murmuró Pendergast.

—En 1958 conseguí localizarlo en Uruguay, pero de alguna manera él se enteró de que iba tras él y cambió nuevamente de identidad: Willy Linden. Se hizo una operación facial y se fue a Brasil. Allí es donde termina su rastro. En 1960 desapareció por completo. No logré averiguar nada más, ni su paradero ni sus actividades. De hecho, no fue hasta veinticinco años más tarde, en 1985, cuando encontré el lugar donde estaba enterrado, y fue más una afortunada coincidencia que el resultado de un concienzudo trabajo de investigación. Los restos fueron identificados por la dentadura y, posteriormente, por un análisis de ADN.

—¿Cuándo murió? —preguntó Pendergast.

—En algún momento de finales de la década de los setenta, en 1978 o 1979, es lo máximo que se ha podido precisar.

—¿Y no tiene idea de qué estuvo haciendo durante esos últimos veinte años?

Weiss se encogió de hombros.

—Dios sabe que intenté averiguarlo, vaya si lo sabe. —Apuró su bebida con una mano ligeramente temblorosa.

Durante unos minutos, los dos hombres permanecieron en silencio. Luego Weiss miró a Pendergast.

—Dígame, señor Pendergast, ¿a qué se debe su interés por Wolfgang Faust?

—Tengo motivos para creer que pudo estar... relacionado con una muerte ocurrida en mi familia.

—Ah, sí. Claro. Faust llevó a la muerte a miles de familias. —Hizo una pausa—. Cuando descubrí sus restos mortales, el caso quedó prácticamente cerrado. Los demás cazadores de nazis ya no tenían interés en aclarar las lagunas que quedaban en la vida de Faust. El hombre estaba muerto, así que ¿para qué molestarse? Pero encontrar un cuerpo o llevar al culpable ante la justicia no basta. Creo que debemos averiguar todo lo que podamos acerca de esos monstruos. Tenemos el deber y la responsabilidad de entender. Y, en cuanto a Faust, siguen habiendo tantas preguntas sin respuesta... ¿Por qué fue enterrado en un lugar medio abandonado y en una simple caja de pino? ¿Por qué nadie de los alrededores sabía quién era? Ninguna de las personas a las que interrogué, en un radio de veinte kilómetros, había oído hablar nunca de Willy Linden. Pero después de mi accidente..., nadie quiso proseguir las investigaciones. Todo el mundo me decía: «Meier, ese hombre está muerto. Encontraste su tumba. ¿Qué más quieres?». Intento no amargarme la vida.

De repente, Weiss dejó el vaso vacío en la mesa y empujó la carpeta hacia Pendergast.

—¿Quiere saber más acerca de ese hombre? ¿Quiere saber qué hizo durante los últimos veinte años de su vida? Pues averígüelo. Prosiga mi trabajo donde yo lo dejé. —Agarró a Pendergast por la muñeca. Era paralítico, pero a pesar de su amable rostro, tenía la fuerza y la ferocidad de un león. Pendergast hizo ademán de zafarse, pero Weiss lo retuvo—. Prosiga mi trabajo —repitió—. Averigüe qué clase de monstruo era Faust y a qué se dedicaba y quizá podamos dar carpetazo al expediente del médico de Dachau. —Lo miró a los ojos—. ¿Lo hará?

—Haré lo que pueda —repuso Pendergast.

Al cabo de un momento, Weiss se relajó y le soltó la muñeca.

—Pero tenga cuidado. Las alimañas como el doctor Faust todavía tienen partidarios..., y esos están dispuestos a guardar los secretos de los nazis incluso más allá de la tumba.

Pendergast asintió.

—Tendré cuidado.

El impetuoso arrebato había pasado, el rostro de Weiss volvía a irradiar calma y amabilidad.

—Entonces, lo único que nos queda por hacer es tomar otra copa, si le apetece.

—Desde luego. Le ruego que le diga a su esposa que prepara unos julepes excelentes.

—Viniendo de alguien del Profundo Sur, eso es todo un cumplido. —Y el anciano rellenó los vasos.

Capítulo 50

Nueva York

El despacho del doctor Ostrom en Mount Mercy había sido la consulta del alienista del hospital, y a Esterhazy le pareció de lo más adecuado. Todavía conservaba algunas características de la época en que el centro había sido un hospital privado para la gente adinerada: una gran chimenea de mármol de estilo rococó, molduras en las paredes y ventanas de cristales emplomados tras los que se apreciaban los barrotes. Esterhazy casi esperaba que en cualquier momento entrara un mayordomo de etiqueta llevando unas copas de jerez en una bandeja de plata.

BOOK: Sangre fría
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