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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (27 page)

BOOK: Sangre fría
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Contempló de nuevo la partida de nacimiento. Al final de la página había un recuadro titulado
OBSERVAÇÕES /AVERBAÇÕES
(observaciones/anotaciones). Lo examinó con detenimiento y acto seguido sacó una lupa de bolsillo para verlo más de cerca.

Lo que había habido en el interior de aquel recuadro no había sido simplemente borrado: habían recortado con mucho cuidado el papel y lo habían sustituido por un fragmento en blanco del mismo tipo, con la misma marca de agua, que habían cosido microscópicamente con la mayor precisión. Era el trabajo de un verdadero profesional.

En ese momento aceptó por fin que en realidad no había conocido a su amada esposa. Como a tantos otros seres humanos, el amor lo había cegado. Ni siquiera había logrado penetrar el misterio de su identidad.

Con un cuidado rayano en la reverencia, dobló el certificado y se lo guardó en lo más profundo de un bolsillo de su traje.

Capítulo 45

Nueva York

El doctor John Felder subió lentamente la escalera de la sucursal de la calle Cuarenta y dos de la Biblioteca Pública de Nueva York. Era por la tarde, y la escalinata estaba abarrotada de estudiantes y turistas cámara en ristre. Felder hizo caso omiso de su presencia, pasó entre los leones de mármol que montaban guardia ante la fachada, y entró en el amplio y resonante vestíbulo.

Durante años había utilizado aquella sucursal de la biblioteca como lugar de recogimiento. Le encantaba cómo convivían allí la investigación erudita y una sensación de elegancia y riqueza. Había crecido siendo un ratón de biblioteca pobre, su padre había sido vendedor de productos textiles, y su madre, maestra, y aquella biblioteca siempre había constituido su refugio del barullo de Jewel Avenue. Ahora tenía a su alcance todo el material del Departamento de Salud, y aun así volvía a la biblioteca una y otra vez. El mero hecho de entrar en sus confines con olor a libros era un acto reconfortante, sentía que dejaba el sórdido mundo atrás y entraba en un mundo mejor.

Pero no ese día. La sensación ese día fue diferente.

Subió los dos tramos de escalera que llevaban a la sala de lectura principal y pasó ante un sinfín de largas mesas de roble hasta que llegó a un rincón alejado. Dejó su maletín en la arañada superficie de madera, acercó un teclado cercano y luego se quedó quieto.

Hacía más o menos medio año desde que se había implicado en el caso de Constance Greene. Al principio había sido simple rutina: una entrevista más ordenada por los tribunales con una criminal con trastornos mentales. Pero enseguida se convirtió en algo más. Constance no se parecía a ninguna otra paciente que hubiera tenido, y Felder se había sentido fascinado, asombrado, desorientado, intrigado y... caliente.

«Caliente.» Sí, eso también. Al final no había tenido más remedio que admitirlo. Pero no se trataba únicamente de la belleza de Constance, era también su extraña naturaleza, como de otro mundo. Había algo único en ella, algo que iba más allá de su evidente demencia. Y ese algo era lo que guiaba a Felder, lo que lo impulsaba a intentar comprenderla. De un modo que no acertaba a comprender, Felder sentía la imperiosa necesidad de ayudarla, de curarla; una necesidad que el aparente desinterés de Constance en recibir ayuda no hacía más que acrecentar.

Y en ese confuso polvorín de emociones acababa de introducirse el doctor Ernest Poole. Felder tenía plena conciencia de que sus sentimientos hacia aquel colega eran encontrados. Hasta cierto punto sentía que Constance le pertenecía, y la idea de que otro psiquiatra la hubiera tenido como paciente le resultaba turbadoramente molesta. Sin embargo, la experiencia de Poole con ella, tan distinta en apariencia de la suya, parecía brindarle una oportunidad única de adentrarse en sus misterios. El hecho de que las evaluaciones clínicas de Poole fueran tan diferentes resultaba a la vez sorprendente y estimulante, ya que podían ofrecerle una ventajosa perspectiva de lo que sin duda iba a ser el caso más importante de su carrera.

Apoyó los dedos en el teclado y volvió a quedarse quieto. «Es cierto que nací en Water Street en la década de los setenta..., de 1870.» Tenía gracia: la convicción de Constance unida a su conocimiento casi fotográfico —aunque inexplicado— del viejo vecindario había estado a punto de hacerle creer que realmente tenía ciento cuarenta años. Pero los comentarios de Poole acerca de sus lagunas de memoria
y
su fuga disociativa lo habían devuelto a la realidad. No obstante, creía que debía conceder a Constance el beneficio de la duda y llevar a cabo una última investigación.

Tecleó rápidamente y accedió a la hemeroteca de la biblioteca. Haría una búsqueda en los años setenta del siglo XIX y en adelante, la época en que Constance afirmaba haber nacido.

Movió el cursor hacia «Parámetros de búsqueda» e hizo una pausa para consultar sus notas. «Cuando mis padres y mi hermana murieron, me convertí en una huérfana sin hogar. En aquella época, la casa del señor Pendergast, del 891 de Riverside Drive, estaba ocupada por un tal señor Leng. Al final quedó libre y viví allí.»

Centraría su búsqueda en tres asuntos: Greene, Water Street y Leng. Sin embargo, sabía por experiencia que era mejor no concretar demasiado los términos de la búsqueda. Los diarios escaneados eran famosos por sus erratas, de modo que creó una búsqueda y tecleó:

SELECT WHERE (match) = = "Green*" &&"Wat*St*"&&"Leng*"

El resultado fue inmediato, pero solo daba una concordancia: un artículo publicado tres años antes ni más ni menos que en el
New York Times.
Lo hizo aparecer en pantalla, empezó a leerlo y la incredulidad le hizo contener la respiración.

Carta recién descubierta arroja luz sobre asesinatos del siglo XIX

Por William Smithback Jr.

Nueva York, 8 de octubre. En los archivos del Museo de Historia Natural de Nueva York se ha encontrado una carta que puede explicar el macabro osario hallado la semana pasada en el Bajo Manhattan.

Una cuadrilla de operarios que trabajaba en la construcción de un edificio residencial en la esquina de Henry Street con Catherine Street desenterró accidentalmente un túnel subterráneo que contenía los restos de treinta y seis hombres y mujeres. Un análisis forense preliminar demostró que las víctimas habían sido diseccionadas —o que se les había practicado una autopsia— y posteriormente desmembradas. Una datación inicial efectuada por Nora Kelly, arqueóloga del Museo de Historia Natural, indica que los asesinatos ocurrieron entre 1872 y 1881, cuando en la esquina se levantaba un edificio de tres plantas que albergaba un museo particular conocido como «El gabinete de producciones naturales y curiosidades de J. C. Shottum». El museo desapareció en un incendio, en 1881, en el que también pereció el señor Shottum.

En las investigación posteriores, la doctora Kelly descubrió la carta, la cual había sido escrita de puño y letra por el propio señor Shottum poco antes de su muerte. En ella este describe su descubrimiento de los experimentos médicos llevados a cabo por su inquilino, un químico y taxonomista llamado Enoch Leng. En la carta, Shottum alegaba que Leng realizaba experimentos quirúrgicos con seres humanos en el intento de hallar el modo de prolongar su propia vida.

Los restos humanos hallados fueron trasladados a la oficina del forense, pero no están disponibles para ser examinados. El túnel subterráneo fue destruido poco después por Moegen-Fairhaven Inc., la empresa constructora del edificio, durante el desarrollo normal de las obras.

En el lugar se encontró una prenda de ropa, un vestido, que fue llevado al museo para que fuera examinado por la doctora Kelly. Esta encontró un trozo de papel cosido entre los pliegues de la prenda, seguramente una nota de autoidentificación escrita por una joven que, al parecer, creía que le quedaba poco tiempo de vida. La nota decía lo siguiente: «Me llamo Mary Greene, tengo [sic] diecinueve años y soy del n.° 16 de Watter [sic] Street». Las pruebas han demostrado que la nota estaba escrita con sangre.

El FBI se ha interesado en el caso. El agente especial Pendergast, de la oficina de Nueva Orleans, ha sido visto en el lugar de los hechos. Ni las oficinas de Nueva York ni las de Nueva Orleans han querido hacer comentarios al respecto.

«El n.° 16 de Watter Street.» Mary Greene había escrito mal el nombre de la calle. Por eso él no lo había encontrado antes.

Felder leyó el artículo varias veces. Luego, se echó hacia atrás lentamente y se agarró a los brazos de la silla con tanta fuerza que le dolieron los nudillos.

Capítulo 46

Nueve pisos y exactamente cuarenta y ocho metros por debajo de la mesa de la sala principal de lectura, en la que se hallaba el doctor Felder, el agente especial Pendergast escuchaba atentamente al viejo investigador y bibliófilo llamado Wren. Si este tenía un nombre de pila, nadie, ni siquiera Pendergast, sabía cuál era. Toda la historia de Wren —dónde vivía, de dónde venía, qué hacía exactamente todas las noches y la mayor parte de los días en los sótanos más profundos de la biblioteca— constituía un misterio. Años sin la luz del sol habían dado a su piel el color del pergamino, y todo él olía ligeramente a polvo y cola de encuadernar. Sus cabellos formaban un halo blanco alrededor de su cabeza, y sus ojos eran tan negros y chispeantes como los de un pájaro. Pero a pesar de su excéntrico aspecto, tenía dos cualidades que Pendergast valoraba por encima de todo: un don innato para la investigación y un profundo conocimiento de los aparentemente inagotables archivos que albergaba la Biblioteca Pública de Nueva York.

En esos momentos, sentado en una pila de papeles como un escuálido Buda, Wren hablaba rápida y animadamente, acompañando sus palabras con gestos breves y secos.

—He rastreado su linaje —dijo—, lo he rastreado cuidadosamente,
hypocrite lecteur.
Y ha resultado un trabajo considerable. Según parece, la familia se ha tomado grandes molestias para que no se hicieran públicos los detalles de su ascendencia.

Gracias a Dios que contamos con la Heiligenstadt Aggregation.

—¿La Heiligenstadt Aggregation? —repitió Pendergast.

Wren hizo un rápido asentimiento de cabeza.

—Se trata de una colección mundial de genealogías que fue donada a la biblioteca a comienzos de los años ochenta por un genealogista bastante excéntrico que vivía en Heiligenstadt, Alemania. En realidad, la biblioteca no la quería, pero cuando el coleccionista donó unos cuantos millones para el cuidado de la colección, los administradores la aceptaron. Huelga decir que la relegaron de inmediato a un rincón oscuro y olvidado para que languideciera allí. Pero ya conoces mi afición a los rincones oscuros y olvidados. —Rió y dio una cariñosa palmada al montón de hojas impresas que había junto a él—. La colección es especialmente exhaustiva cuando se trata de familias alemanas, austríacas y estonias, y me fue de gran ayuda.

—Muy interesante —dijo Pendergast con mal disimulada impaciencia—. Tal vez podrías iluminarme con tus descubrimientos...

—Por supuesto. Pero... —Wren se interrumpió brevemente—, temo que lo que voy a contarte no te guste.

Pendergast entornó los ojos.

—Mis gustos aquí son irrelevantes. Los detalles, por favor.

—¡Claro, claro! —Wren se frotó las manos, estaba disfrutando del momento—. ¡Uno vive para los detalles! Verás, la madre de Wolfgang Faust era la bisabuela de Helen. El parentesco funciona de la siguiente manera: Leni, la madre de Helen, se casó con András Esterhazy que, casualmente, también era médico. En aquella época, los padres de Helen hacía tiempo que habían muerto. —Titubeó—. Por cierto, ¿sabías que Esterhazy es un apellido húngaro de abolengo? Durante el reinado de los Habsburgo...

—Mejor dejamos los Habsburgo para otro momento.

—Como quieras. La abuela de Helen era Mareike Schmid —Wren levantaba un huesudo dedo para subrayar cada detalle—, nacida Von Fuchs. Wolfgang Faust era el hermano de Mareike. El pariente que compartían era la bisabuela de Helen, Klara von Fuchs. Fíjate en la línea materna de sucesión.

—Sigue —dijo Pendergast.

—En otras palabras —Wren extendió las manos—, el doctor Wolfgang Faust, criminal de guerra médico de las SS en Dachau y fugitivo nazi en Sudamérica era... el tío abuelo de tu mujer.

Pendergast pareció no reaccionar.

—Te he hecho un esquema del árbol genealógico de la familia.

El agente del FBI cogió el papel lleno de diagramas, lo dobló
y
lo guardó en el bolsillo de su chaqueta sin mirarlo siquiera.

—Aloysius...

—¿Sí?

—Esta vez casi habría preferido que mi búsqueda no hubiera dado frutos.

Capítulo 47

Coral Creek, Mississippi

Ned Betterton detuvo el coche en el aparcamiento de YouSave Rent-A-Car, se apeó y caminó a paso vivo, con su mejor sonrisa, hacia el edificio. Durante los últimos días no había dejado de toparse con todo tipo de revelaciones afortunadas. Y una de aquellas revelaciones era esta: Ned Betterton era un periodista de la hostia. Los años que había pasado cubriendo almuerzos del Club Rotario, reuniones de la parroquia, concursos de barbacoas, funerales y desfiles del Cuatro de Julio habían sido un entrenamiento mejor que dos años en la escuela de periodismo de Columbia. Increíble. Kranston había protestado como un loco por el tiempo que Betterton estaba dedicando a aquella historia, pero Ned había conseguido acallar, aunque temporalmente, al viejo tomándose unas vacaciones. Eso Kranston no podía impedírselo. Hacía años que ese cabronazo tenía que haber contratado a un segundo periodista. Si ahora tenía que encargarse él mismo de todo el trabajo, era culpa suya.

Cogió el tirador de la puerta de cristal y la abrió. Había llegado el momento de seguir la pista a otra de sus corazonadas y ver si la suerte le seguía acompañando.

Hugh Fourier, detrás de uno de los dos mostradores rojos, acababa de atender a un cliente de última hora. Betterton había compartido habitación con él durante el primer año en la Universidad de Jackson, y ahora Fourier dirigía la única empresa de alquiler de coches que había en un radio de cien kilómetros de Malfourche, otra feliz coincidencia que convenció a Betterton de que estaba en racha.

Aguardó a que Fourier entregara los papeles y las llaves a su cliente y luego se acercó al mostrador.

—¡Ned, tío! —La sonrisa profesional de Fourier se convirtió en una expresión de genuino afecto cuando reconoció a su antiguo compañero de habitación—. ¿Cómo te va?

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