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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (7 page)

BOOK: Sangre fría
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Interpretación. ¿Por qué había escogido aquella palabra? Porque, a pesar de todo, Balfour seguía sospechando de Esterhazy. No tenía nada en qué apoyarse, y las pruebas no parecían darle la razón; sin embargo, si él mismo hubiera planeado matar a alguien haciendo que pareciera un accidente, habría obrado exactamente igual que lo había hecho Esterhazy.

Su mente se entretuvo en esos pensamientos mientras desfilaban una serie de testigos secundarios. Contempló a Esterhazy. Aquel hombre se había esforzado enormemente por presentarse como una persona candorosa, franca y sencilla, el típico estadounidense aturullado. Pero no se aturullaba en absoluto, y de tonto no tenía nada. Según había averiguado, además de ser licenciado en medicina tenía un doctorado.

Ainslie seguía hablando con su voz áspera.

—Como he mencionado anteriormente, el propósito de esta investigación es determinar si se ha producido una muerte. Las pruebas nos dicen lo siguiente: en su declaración, el doctor Esterhazy ha afirmado que disparó accidentalmente contra Aloysius Pendergast; que según su experta opinión médica la herida fue mortal; y que vio con sus propios ojos cómo Pendergast se hundía en las arenas movedizas. Según la declaración del inspector Balfour y los demás, la escena del suceso fue investigada a fondo y las escasas pruebas que se encontraron encajan con el testimonio del doctor Esterhazy. Asimismo, el inspector ha declarado que ni en la ciénaga en cuestión ni en las circundantes se hallaron ni recuperaron efectos personales del desaparecido y que las pesquisas realizadas posteriormente en las aldeas y los pueblos de la zona no han permitido hallar rastro alguno del señor Pendergast ni tampoco testigos que lo vieran, vivo o muerto.

Antes de proseguir, recorrió con la mirada a los reunidos en la sala comunal.

—En estas circunstancias solo hay dos veredictos posibles que concuerden con los hechos presentados aquí: uno, culpable de homicidio involuntario; dos, veredicto abierto. El primero constituye un caso de homicidio salvo por el hecho de que el
corpus delicti
no está presente. Un veredicto abierto es aquel en el que las causas y circunstancias de la muerte, o en este caso la muerte en sí, no pueden determinarse con rotundidad.

Hizo una pausa y volvió a examinar la sala con expresión adusta.

—Basándome en las declaraciones y pruebas aportadas hoy aquí, declaro en este caso un veredicto abierto.

Balfour se puso rápidamente en pie.

—Disculpe, señor, pero disiento de este veredicto.

Ainslie lo miró ceñudo.

—Usted dirá, inspector.

—Bueno... —Balfour vaciló, intentaba poner orden en sus pensamientos—. Aunque el acto en cuestión tal vez no fue un asesinato, sí fue ocasionado por una conducta inadecuada, y ese es un argumento a favor del homicidio involuntario. Además, la propia declaración del doctor Esterhazy refuerza el argumento. Está claro que la negligencia constituyó el elemento determinante de la muerte. No tenemos el menor indicio de que la víctima sobreviviera al tiroteo, pero sí muchas pruebas de que no lo hizo.

—Es cierto que contamos con dicho testimonio —repuso Ainslie—, pero permítame recordarle, inspector, que no hay cadáver. No hemos hallado pruebas que corroboren la existencia de un cadáver. Lo único que tenemos es la declaración de un testigo y, por lo tanto, no podemos confirmar que se produjera una muerte. Por todo ello, esta comisión investigadora no tiene más alternativa que pronunciar un veredicto abierto.

Balfour permaneció de pie.

—Señor, con un veredicto abierto no tendré forma legal de retener al doctor Esterhazy en Escocia.

—Si tiene objeciones, puede solicitar una revisión del caso por los tribunales.

Un murmullo recorrió la sala. Balfour lanzó una mirada a Esterhazy. No podía hacer nada.

—Si eso es todo —dijo Ainslie con expresión severa—, declaro concluida la investigación.

Capítulo 11

Inverkirkton, Escocia

El solitario ciclista pedaleaba con visible esfuerzo por la estrecha y serpenteante carretera. La negra bicicleta de tres marchas estaba equipada con un soporte especial sobre la rueda trasera en el que cargaba con un par de alforjas sujetas con unos pulpos. El ciclista llevaba un cortavientos de color gris oscuro y un pantalón de loneta gris claro; con su bicicleta negra formaba una curiosa figura monocromática que se recortaba contra el brezo y el tojo de las colinas escocesas.

En lo alto de la loma, cerca de unas rocas que surgían como colmillos entre los tojos, la carretera se bifurcaba en un cruce en forma de «T». El ciclista se detuvo en aquel punto, desmontó y, aliviado sin duda por poder descansar, sacó del bolsillo un mapa. Lo extendió sobre el sillín y lo examinó sin prisa.

Sin embargo, por dentro, Judson Esterhazy se sentía cualquier cosa menos relajado. Había perdido el apetito; ingerir alimento le suponía un verdadero esfuerzo. Tenía que reprimir el constante deseo de mirar por encima del hombro. Por las noches no podía conciliar el sueño: cada vez que cerraba los ojos, veía a Pendergast herido de muerte mirándolo fijamente desde el lodazal con unos ojos que brillaban con implacable intensidad.

Por enésima vez se reprochó haber dejado al agente del FBI en las marismas. Tendría que haberse quedado hasta que las arenas movedizas lo hubieran engullido. ¿Por qué no lo había hecho? Por aquellos ojos. No había sido capaz de mirar ni un segundo más aquellos ojos grises entrecerrados que lo atravesaban con la agudeza de un bisturí. Una patética e inexcusable debilidad se había adueñado de él en el momento de la verdad. Sabía que Pendergast era un hombre de infinitos recursos. «No tiene ni idea, pero ni idea, de lo peligroso que es Pendergast.» ¿Acaso no habían sido esas sus palabras apenas un año atrás? «Es tenaz y astuto, y esta vez lo mueve la motivación adecuada.» Después de tantos planes como había hecho, seguía sin haber dado carpetazo al asunto.

Maldición no haberlo sabido.

Mientras permanecía junto a la bicicleta fingiendo leer el mapa, con las perneras del pantalón ondeando en la húmeda brisa, se recordó que la herida era mortal. Tenía que serlo. Y aunque Pendergast hubiera logrado salir de las arenas movedizas, tendrían que haber descubierto su cuerpo durante los días y las noches que la policía estuvo examinando minuciosamente la zona. La razón más probable del fracaso en el dragado de la ciénaga era que Pendergast había logrado salir de alguna manera y habría muerto en otro lodazal, lejos de allí.

Pero Esterhazy no lo sabía a ciencia cierta, no podía estar seguro, y eso lo estaba volviendo loco. La alternativa —una vida sumida en el miedo y la paranoia— no era aceptable, de ningún modo.

Una vez concluida la investigación, se había marchado de Escocia de la manera más llamativa posible: incluso había logrado que el contrariado inspector Balfour lo llevara personalmente en su coche hasta Glasgow. Y en esos momentos, una semana después, estaba de vuelta. Se había cortado el pelo muy corto y se lo había teñido de negro, llevaba gafas de montura de concha y había comprado un bigote postizo de buena calidad. En la improbable circunstancia de que se topara con Balfour o alguno de sus hombres, las posibilidades de que lo reconocieran eran prácticamente nulas. No era más que otro turista estadounidense disfrutando de unas tardías vacaciones en bicicleta por las Highlands.

Habían pasado casi tres semanas desde el tiroteo. El rastro, si había habido alguno, habría desaparecido. Pero no tenía alternativa. Durante la investigación lo habían sometido a una estrecha vigilancia que le había impedido investigar por su cuenta. Iba a tener que moverse tan rápidamente como pudiera y no perder el tiempo. Debía demostrar para su propia tranquilidad que Pendergast no había sobrevivido, que no había conseguido salir de las marismas. Si lo lograba, quizá hallara un poco de paz.

Volvió su atención al mapa. Localizó su posición, la del Beinn Dearg y el Foulmire, luego Cairn Barrow, el pueblo más grande de la zona. Señalando con un dedo el punto donde había abatido a Pendergast, examinó atentamente el terreno circundante. El pueblo más cercano era Inverkirkton, a unos cuatro kilómetros y medio del lugar del tiroteo. Aparte de Kilchurn Lodge, no había un lugar habitado más próximo. Si Pendergast había sobrevivido —y si había conseguido llegar a alguna parte—, tenía que haber ido a Inverkirkton. Por allí empezaría.

Dobló el mapa y miró hacia el otro lado de la colina. Desde aquel punto elevado casi podía divisar Inverkirkton. Carraspeó y volvió a montar en la bicicleta. Momentos después pedaleaba colina abajo, en dirección este, con el sol de la tarde a su espalda, sin reparar en el dulzón aroma del brezo que flotaba en el aire.

Inverkirkton era un puñado de casas arracimadas en una curva de la carretera, pero tenía las dos cosas que cualquier pueblo escocés que se precie debe tener: una taberna y una posada. Se detuvo junto a esta última, se apeó de la bicicleta y la dejó apoyada contra la pared de piedra. Luego, sacó un pañuelo del bolsillo y entró.

El pequeño vestíbulo estaba alegremente decorado con fotos de Inverness y del Mull of Kintyre, telas de cuadros escocesas y un mapa de la región. No había nadie más que un hombre de unos sesenta años leyendo el periódico tras un mostrador de reluciente madera. Sin duda se trataba del posadero. Miró al recién llegado con ojos azules e inquisitivos. Esterhazy fingió que se enjugaba el sudor de la cara con el pañuelo y resopló ruidosamente. Estaba seguro de que la noticia del tiroteo había corrido como la pólvora en aquella pequeña aldea, y le agradó comprobar que el hombre no daba señales de reconocerlo.

—Buenas tardes, señor —dijo el posadero, con marcado acento escocés.

—Buenas —repuso Esterhazy fingiendo recuperar el aliento.

El posadero miró por encima del hombro de Esterhazy; la rueda delantera de la bicicleta resultaba visible a través de la puerta.

—¿De vacaciones?

Esterhazy asintió.

—Me gustaría una habitación, si le queda alguna.

—Una me queda. ¿Su nombre, señor?

—Edmund Draper. —Respiró hondo un par de veces más y se enjugó nuevamente el rostro con el pañuelo.

El posadero sacó un libro de registro de una estantería situada a su espalda.

—Parece fatigado, amigo.

Esterhazy asintió otra vez.

—He venido en bicicleta desde Fraserburgh.

La mano del posadero se detuvo con el libro a medio abrir.

—¿Fraserburgh? Pero si está casi a sesenta kilómetros de aquí... y encima hay que atravesar las montañas...

—Sí, ahora ya lo sé. Es solo mi segundo día de vacaciones, y me temo que me he excedido. Típico de mí.

El posadero meneó la cabeza.

—Bueno, lo único que puedo decirle es que esta noche dormirá como un tronco. Más vale que mañana se lo tome con calma.

—No creo que tenga elección. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Dígame, ¿en la taberna de al lado dan de cenar?

—Desde luego, y muy bien. Y si no le importa aceptar un consejo, le recomiendo nuestro malta local, que se llama Glen...

El hombre se interrumpió. En el rostro de Esterhazy aparecía una expresión de preocupación y después de dolor.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

—No lo sé —contestó Esterhazy con un tono de angustia—. Noto una presión, un dolor en el pecho...

El posadero salió rápidamente de detrás del mostrador y acompañó al recién llegado hasta el salón contiguo, donde lo sentó en un mullido butacón.

—Ahora me baja por el brazo..., oh, Dios mío, duele. —Esterhazy apretó los dientes y se llevó la mano al pecho.

—¿Quiere que le traiga un trago? —se ofreció el posadero, solícito.

—No..., llame a un médico. Rápido... —dijo; luego dejó caer la cabeza y cerró los ojos.

Capítulo 12

Nueva York

El camino de acceso que conducía hasta el pórtico del 891 de Riverside Drive tenía mucho mejor aspecto que cuando D'Agosta lo había visto por primera vez. En aquel entonces el suelo estaba lleno de basura; los arbustos que lo rodeaban estaban secos o moribundos; y la mansión modernista, tapiada y cubierta de pintadas. En esos momentos la propiedad estaba limpia y pulcra. Los cuatro pisos de su estructura de piedra, junto con su tejado de mansardas y torreones, habían sido completamente restaurados conforme al estilo de la época. Sin embargo, mientras D'Agosta la contemplaba desde el camino, el lugar le pareció extrañamente frío y vacío.

No estaba seguro de por qué había ido hasta allí. En más de una ocasión se había dicho que se había acabado el ser paranoico y el comportarse como una vieja supersticiosa. No obstante, la visita de Corrie Swanson no había cesado de reconcomerlo. Y esa vez, cuando sintió nuevamente el impulso de visitar la mansión de Pendergast, decidió hacerle caso.

Permaneció de pie un minuto, recobrando el aliento. Había tomado el tren número 1 hasta la calle Ciento treinta y siete y caminado en dirección al río, un breve paseo que lo había dejado agotado. Odiaba aquella larga convalecencia, odiaba cómo la herida de bala, la válvula de cerdo que le habían implantado y la lenta recuperación le habían robado todas sus energías. Lo único bueno era que había perdido peso. Pero por desgracia, estaba recuperándolo a marchas forzadas y por el momento no podía combatirlo haciendo ejercicio.

Enfiló el camino de acceso y subió hasta la puerta de roble macizo. Cogió la aldaba y llamó.

Silencio.

Esperó un momento y volvió a llamar. Nada. Se apoyó contra la puerta y aguzó el oído, pero la casa estaba demasiado bien construida para dejar escapar sonido alguno. Cabía la posibilidad de que, con Constance Greene en el sanatorio, el lugar estuviera realmente tan desierto como aparentaba. Pero eso no tenía sentido: Pendergast contaba con ayuda tanto allí como en el Dakota.

Oyó el ruido de una llave al girar en una cerradura bien engrasada, luego la recia puerta se abrió lentamente. La entrada estaba débilmente iluminada, pero D'Agosta pudo ver las facciones de Proctor, chófer y ocasional mayordomo de Pendergast. Por lo general impasible e imperturbable, en ese momento Proctor tenía un aspecto severo, casi intimidatorio.

—Señor D'Agosta... ¿Quiere pasar?

D'Agosta entró, y Proctor cerró la puerta tras él.

—Haga el favor de seguirme a la biblioteca —dijo.

D'Agosta tuvo la inquietante sensación de que lo estaban esperando. Lo siguió por un largo pasillo hasta un vestíbulo, con una alta bóveda decorada con azul Wedgwood, donde unos apliques iluminaban discretamente los numerosos aparadores de cristal y su curioso contenido.

BOOK: Sangre fría
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