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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (5 page)

BOOK: Sangre fría
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El hedor era espantoso; Esterhazy notó que la bilis le subía a la garganta. La mayoría de los agentes habían encendido cigarrillos y puros.

Balfour se puso en pie bruscamente.

—Es una oveja —anunció sin darle mayor importancia—. Déjenla a un lado y sigamos.

Los hombres trabajaron en silencio, y el garfio no tardó en rastrillar de nuevo el fondo de la charca. Una y otra vez repitieron el proceso, y una y otra vez el rezón salió cargado con nada más que maleza. El hedor de la oveja putrefacta invadía la escena. La tensión empezó a resultar insoportable para Esterhazy. ¿Por qué no encontraban el cuerpo?

Cuando los agentes llegaron al otro extremo de la charca, Balfour los llamó a un aparte y conversó un momento con ellos. Luego se volvió hacia Esterhazy.

—¿Está seguro de que fue aquí donde se hundió su cuñado?

—Claro que estoy seguro —respondió Esterhazy, intentando controlar su voz, que estaba a punto de quebrarse.

—Pues parece que no hay nada.

—¡Se hundió ahí! —dijo Esterhazy alzando la voz—. Usted mismo ha encontrado el casquillo y ha visto las pisadas en la hierba. Usted sabe que este es el lugar.

El detective lo miró con curiosidad.

—Sin duda lo parece, pero...

—¡Tiene que encontrarlo! ¡Vuelvan a dragar, por el amor de Dios!

—Lo haremos, pero ya ha visto lo meticulosos que hemos sido. Si ahí abajo hubiera un cuerpo...

—Las corrientes —lo interrumpió Esterhazy—. Quizá lo hayan arrastrado las corrientes...

—Aquí no hay corrientes.

Esterhazy respiró hondo e hizo un supremo esfuerzo por no perder los nervios. Intentó hablar con calma, pero fue incapaz de borrar el temblor de su voz.

—Escuche, señor Balfour, sé que el cuerpo está ahí abajo. Lo vi hundirse.

El inspector asintió y se volvió hacia sus hombres.

—Vamos a dragar otra vez, pero ahora lo haremos perpendicularmente.

Se oyó un murmullo de protestas, pero la tarea de dragado se reanudó enseguida, esta vez desde la orilla más corta. El garfio fue lanzado una y otra vez bajo la mirada de Esterhazy, que se consumía por dentro. A medida que el cielo se iba oscureciendo, la niebla se fue haciendo más densa y las lámparas de sodio empezaron a arrojar inquietantes sombras que parecían cobrar vida propia. Aquello no podía ser, se dijo. Era imposible que Pendergast hubiera sobrevivido y hubiera escapado de allí. Imposible.

Tendría que haberse quedado. Tendría que haber presenciado el amargo final. Se volvió hacia Balfour y le preguntó:

—¿Cree que alguien podría salir de una ciénaga como esta?

El policía lo miró con su afilado rostro.

—Pero usted lo vio hundirse, ¿no es cierto?

—¡Sí, sí! Pero estaba tan alterado, y la niebla era tan densa... Quizá logró salir.

—Es poco probable —repuso Balfour mirándolo con los ojos entrecerrados—. A menos, claro está, que lo dejara aquí mientras seguía debatiéndose.

—No, no, intenté ayudarlo, ya se lo dije. Pero la cuestión es que mi cuñado es una persona de grandes recursos. Tal vez... —Intentó dar a su voz un tono esperanzado que camuflara el pánico que sentía—. Tal vez logró salir. Quiero pensar que logró salir.

—Doctor Esterhazy —dijo Balfour en tono compasivo—, me temo que no hay demasiadas esperanzas. Pero tiene usted razón: debemos considerar seriamente esa posibilidad. Por desgracia el único sabueso que nos queda está demasiado traumatizado para servirnos de algo, pero contamos con dos expertos que pueden ayudarnos. —Se volvió—. Señor Grant, señor Chase...

El guardabosques se acercó con otro individuo al que Esterhazy reconoció como el jefe del equipo forense.

—¿Sí, señor?

—Me gustaría que examinaran los alrededores de esta ciénaga. Quiero que busquen indicios, lo que sea que pueda indicar que la víctima consiguió salir de ella por sus propios medios.

—Sí, señor.

Desaparecieron en la oscuridad, solo se veía la luz de sus linternas en la niebla.

Esterhazy aguardó en silencio. Al cabo de un rato, ambos hombres regresaron.

—No hemos encontrado el menor rastro, señor—dijo Chase—. Claro que la fuerte lluvia puede haber borrado las huellas. Pero un hombre con una herida de bala, quizá arrastrándose, sangrando profusamente, cubierto de barro..., tendría que haber dejado algún rastro. No es posible que escapara de las marismas.

Balfour se volvió hacia Esterhazy.

—Aquí tiene su respuesta. —Luego añadió—: Creo que debemos dar por finalizado nuestro trabajo aquí. Doctor Esterhazy, debo pedirle que se quede por los alrededores hasta que haya concluido la investigación. —Sacó el pañuelo y se sonó la nariz—. ¿Me ha comprendido?

—No se preocupe —se apresuró a responder Esterhazy—. No tengo la menor intención de moverme de aquí hasta que sepa exactamente qué ha sido de mi... de mi querido cuñado.

Capítulo 8

Nueva York

El doctor John Felder siguió la furgoneta de la policía mientras esta realizaba su trayecto por la carretera que atravesaba Little Governor's Island. Hacía calor para una tarde de principios de octubre, y las marismas que flanqueaban ambos lados del camino estaban salpicadas de bancos de niebla. El trayecto en dirección sur desde Bedford Hills apenas había durado una hora, y en esos momentos su destino lo esperaba justo delante.

La furgoneta se internó por una carretera bordeada de nogales muertos tiempo atrás, y Felder la siguió. A través de los árboles divisaba el East River y el perfil de los incontables edificios del East Side de Manhattan, tan cerca y a la vez tan, tan lejos.

La furgoneta aminoró y se detuvo frente a una alta verja de hierro. Un guardia salió de la garita de entrada y se acercó al conductor. Este le entregó unos papeles. El guardia los examinó, asintió y regresó a la garita, desde donde abrió la verja apretando un botón. Los dos vehículos entraron en el recinto. Al pasar, Felder contempló la placa de bronce de la verja: hospital Mount mercy para criminales dementes. En los últimos tiempos se habían hecho algunos intentos para cambiar aquel nombre por otro menos conspicuo y estigmatizante, pero aquella gran placa de bronce parecía inamovible.

El vehículo entró en la pequeña zona adoquinada del aparcamiento y Felder estacionó su Volvo junto a ella. Se apeó y contempló el imponente edificio de estilo gótico, con sus grandes y antiguas ventanas cubiertas por barrotes. Sin duda era el sanatorio más pintoresco —por no decir insólito— de Estados Unidos. El traslado de aquel día le había supuesto mucho tiempo y papeleo, y el hecho de que el hombre que le había prometido revelárselo todo acerca de la prisionera a cambio de ese favor pareciera haber desaparecido de la faz de la tierra lo irritaba sobremanera.

Su mirada pasó rápidamente del edificio a la furgoneta de policía. Un celador salió del lado del pasajero, se dirigió a las puertas traseras y las abrió con una llave sujeta al extremo de una cadena. Un centinela uniformado y armado con una escopeta saltó al suelo desde el interior. Esperó con el arma preparada mientras el celador tendía el brazo para ayudar a salir al otro ocupante del furgón.

Felder vio que una mujer de unos veintitantos años salía al aire del atardecer. Tenía el cabello castaño oscuro y lo llevaba corto y peinado a la moda. Su voz, cuando dio las gracias al celador, sonó tranquila y grave, con una cadencia antigua y reservada. Iba vestida con el uniforme de la cárcel y tenía las manos esposadas ante ella, pero cuando la condujeron hacia la entrada, caminó erguida, con un porte elegante y digno.

Felder se unió al grupo cuando este pasó junto a él.

—Doctor Felder... —dijo la mujer, saludándolo con un gesto de la cabeza—. Es un placer verlo de nuevo.

—Lo mismo digo, Constance —contestó él.

Cuando se acercaron a la puerta principal, un hombre de aspecto atildado, vestido con una bata blanca encima de un caro traje, la abrió desde dentro.

—Buenas tardes, señorita Greene —dijo con voz serena y pausada, como si se dirigiera a un niño—. La estábamos esperando.

Constance le correspondió con una leve inclinación de cabeza.

—Soy el doctor Ostrom, seré su médico aquí, en Mount Mercy.

—Es un placer conocerlo, doctor. Por favor, llámeme Constance.

Entraron en el vestíbulo. Hacía calor y olía ligeramente a desinfectante.

—Conozco a su... tutor, Aloysius Pendergast —prosiguió el doctor Ostrom—. Lamento de veras no haber conseguido que la trasladaran aquí antes, pero completar el papeleo llevó más tiempo de lo previsto.

Cuando Ostrom dijo aquello, cruzó una breve mirada con Felder. Este sabía que la habitación que Constance tenía asignada en Mount Mercy había sido meticulosamente limpiada, primero con lejía y después con antiséptico, antes de que le aplicaran tres capas de esmalte. Aquellas medidas se habían considerado necesarias debido a la conocida afición a los venenos de su anterior ocupante.

—Le agradezco enormemente sus atenciones, doctor Ostrom —dijo Constance de manera melindrosa.

Esperaron un momento mientras Ostrom firmaba los impresos que le entregó el celador.

—Ahora ya puede quitarle las esposas —dijo el médico devolviéndole el sujetapapeles.

El celador obedeció. Un ordenanza acompañó a la salida al centinela y al celador y cerró la puerta tras ellos.

—Muy bien —dijo Ostrom, frotándose las manos como si acabara de concluir una provechosa operación comercial—. Ahora el doctor Felder y yo le mostraremos su habitación. Creo que le parecerá bastante agradable.

—No tengo la menor duda de que así será, doctor Ostrom —repuso Constance—. Es usted muy amable.

Se adentraron por un largo y resonante pasillo mientras el doctor Ostrom explicaba las normas de Mount Mercy y expresaba su deseo de que Constance se encontrara cómoda. Felder lanzó una discreta mirada a la joven. Sin duda, cualquiera habría pensado que era una mujer poco corriente: su dicción anticuada, sus inexpresivos ojos que parecían mucho más viejos que el cuerpo que los albergaba... Sin embargo, no había nada en su aspecto ni en sus modales que hiciera sospechar la verdad: Constance Greene estaba loca de remate. Su presentación, hasta donde llegaba la experiencia de Felder, era única. Constance aseguraba haber nacido en la década de los setenta del siglo XIX, en el seno de una familia desaparecida y olvidada tiempo atrás, salvo por los escasos datos que todavía figuraban en los registros. Recientemente había regresado en barco desde Inglaterra y, durante el trayecto, según su propia confesión, había arrojado por la borda a su bebé porque, según insistía, era la encarnación del diablo.

En los dos meses que Felder llevaba implicado en el caso, había tratado a Constance, primero en Bellevue y después en el correccional de Bedford Hills. Y aunque a lo largo de ese tiempo su fascinación por el caso no había dejado de aumentar, debía reconocer que no había hecho progresos en la comprensión de Constance ni de su enfermedad.

Aguardaron mientras un ordenanza abría una pesada puerta de hierro y luego recorrieron otro pasillo hasta que por fin se detuvieron ante una puerta sin distintivo alguno. El ordenanza la abrió, y el doctor Ostrom los invitó a pasar con un gesto. Se trataba de una habitación pequeña, sin ventanas y amueblada de forma espartana. Los únicos muebles que había —una mesa, una silla y una cama— estaban firmemente atornillados al suelo. En la pared colgaba una estantería con una docena de libros. Un jarrón de plástico con unos narcisos del jardín del sanatorio descansaba en la mesa.

—Bueno —dijo Ostrom—. ¿Qué le parece, Constance?

La joven miró en derredor, fijándose en todo con detalle.

—Perfectamente satisfactorio, muchas gracias.

—Me alegra oírlo. El doctor Felder y yo le daremos un poco de tiempo para que se instale. Enviaré una asistenta para que le traiga ropa adecuada.

—Le estoy muy agradecida. —Su mirada se posó en los libros del estante—. Dios mío...
Magnalia Christi Americana,
de Cotton Mather.
Autobiografía
, de Benjamin Franklin.
Clarissa,
de Richardson. ¿Acaso son los libros de mi tía abuela Cornelia?

El doctor Ostrom asintió.

—Son nuevos ejemplares. Esta solía ser su habitación, ¿sabe? Su supervisor nos pidió que compráramos estos libros para usted.

—Ah... —Por un momento Constance se ruborizó, parecía contenta—. Es casi como volver a casa. —Se volvió hacia Felder—. Resulta agradable seguir con la tradición familiar.

A pesar del calor que reinaba en la habitación, Felder sintió un escalofrío.

Capítulo 9

El teniente Vincent D'Agosta miraba con la cabeza baja su escritorio y hacía esfuerzos para no deprimirse. Desde que había regresado de su baja por enfermedad, su jefe, el capitán Singleton, le había asignado trabajos de rutina. Todo lo que parecía tener que hacer era pasar papeles de un lado del escritorio al otro. Echó una mirada a través de la puerta hacia la sala de mandos. Allí todo el mundo estaba muy atareado yendo de un lado para otro; los teléfonos no dejaban de sonar; los delincuentes eran perseguidos. Allí ocurrían cosas. Suspiró y contempló nuevamente su mesa. Odiaba el papeleo, pero lo cierto era que Singleton lo había hecho por su bien. Al fin y al cabo, seis meses atrás se encontraba en la cama de un hospital de Baton Rouge luchando entre la vida y la muerte después de que una bala le hubiera pasado rozando el corazón. Tenía suerte de seguir con vida, y aún más de poder ponerse en pie e ir a trabajar. Por otra parte, aquel trabajo de despacho no duraría siempre. Solo tenía que recobrar sus anteriores fuerzas.

En cualquier caso, se dijo, debía mirar el lado bueno. Su relación con Laura Hayward nunca había ido tan bien como en esos momentos. El hecho de que hubiera estado a punto de perderlo la había cambiado de algún modo, la había ablandado, la había hecho más afectuosa y efusiva. Lo cierto era que pensaba proponerle matrimonio tan pronto como se hubiera recuperado al cien por cien. No creía que ningún asesor matrimonial recomendara recibir un tiro en el corazón para mejorar una relación, pero desde luego que en su caso había funcionado.

Se dio cuenta de que había alguien de pie en la puerta de su despacho, alzó la vista y vio a una joven que lo miraba. Tendría unos diecinueve o veinte años, era menuda e iba vestida con vaqueros y una camiseta descolorida de los Ramones. Un bolso de cuero negro con tachuelas le colgaba del brazo. Llevaba el cabello teñido de negro azabache, y de la manga de la camiseta asomaba un tatuaje que reproducía un diseño de M. C. Escher.

BOOK: Sangre fría
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