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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (3 page)

BOOK: Sangre fría
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Vacía.

Saltó por encima del alféizar y entró en el interior. Estaba furioso. Tal como había sospechado, Pendergast había evitado lo obvio. No se había apostado en el estratégico terreno elevado. Pero ¿dónde se había metido? Masculló una maldición. Tratándose de Pendergast, solo cabía esperar lo inesperado.

Otro banco de niebla envolvió las ruinas, y Esterhazy lo aprovechó para examinar los alrededores en busca de huellas de su presa. Le costó, pero al final las encontró. La lluvia había empezado a borrarlas. Continuaban pendiente abajo, en dirección a las marismas. A través de la niebla divisó la lengua de terreno que se adentraba en las ciénagas y que constituía una especie de callejón sin salida. A partir de ahí se extendían las Insh Marshes. Así pues, Pendergast tenía que haberse escondido en algún lugar junto a las aguas estancadas. A través de una brecha en la niebla observó la zona mientras sentía una punzada de miedo. No le pareció probable que se hubiera ocultado entre los juncales, pero aquella lengua de terreno... Sacó el catalejo y vio unas cuantas rocas de origen glacial lo bastante grandes para que un hombre se parapetara tras ellas. Y, por Dios, ¡ahí estaba! Una mancha blanca apenas visible detrás de las rocas.

O sea, que era eso. Pendergast se había atrincherado en el único lugar que proporcionaba refugio y desde allí aguardaba a que Esterhazy se acercara al borde de las ciénagas mientras seguía el rastro de su presa.

Una vez más: la elección menos obvia; Esterhazy creía saber cómo burlarlo.

La niebla lo envolvió todo nuevamente; Esterhazy empezó a descender hacia el traicionero linde de las marismas siguiendo el doble rastro del ciervo y de Pendergast. A medida que se aproximaba, tuvo que saltar de un montículo de hierba a otro para evitar las ciénagas. Llegó a terreno firme y, alejándose del rastro, buscó una buena línea de tiro hacia las rocas tras las que Pendergast se había escondido. Tomó posición detrás de un montículo y esperó a que la bruma se disipara un poco para poder disparar.

Pasó un minuto; un claro se abrió en la bruma y vio la mancha blanca que delataba el escondite de Pendergast; seguramente era su camisa. En cualquier caso era lo bastante grande para que pudiera encajarle una bala. Levantó el rifle y...

—Ponte de pie muy despacio —dijo una voz a su espalda, tan fantasmagórica como si hubiera hablado la mismísima ciénaga.

Capítulo 4

Esterhazy se quedó muy quieto.

—Sostén el rifle con la mano izquierda y el brazo extendido y levántate.

Sin embargo, Esterhazy era incapaz de reaccionar. ¿Cómo podía haber ocurrido?

¡Bang! La bala se hundió en el suelo y removió un puñado de tierra entre sus piernas.

—No lo repetiré.

Sosteniendo el rifle alejado del cuerpo, Esterhazy se puso en pie.

—Suelta el arma y date la vuelta.

Dejó caer el rifle y se volvió. Allí estaba Pendergast, a menos de veinte metros de distancia, empuñando una pistola mientras se alzaba entre los juncos, aparentemente dentro del agua. En ese momento Esterhazy vio que bajo los pies del agente había una losa granítica rodeada de fango.

—Solo tengo una pregunta —dijo Pendergast con una voz apenas audible sobre el gemido del viento—. ¿Cómo pudiste asesinar a tu propia hermana?

Esterhazy lo miró fijamente.

—Exijo una respuesta.

El otro apenas era capaz de articular palabra. Contemplando el rostro de su adversario, sabía que era hombre muerto. Sintió que el miedo a la muerte lo envolvía como un frío sudario y, con él, una mezcla de espanto, alivio y remordimiento. No podía hacer nada, pero al menos no concedería a Pendergast la satisfacción de una muerte indigna. Él iba a morir, pero en los meses venideros de la vida de Pendergast habría dolor más que suficiente.

—Acaba de una vez —dijo.

—¿Sin explicaciones? —preguntó Pendergast—. ¿Sin lacrimógenas justificaciones ni abyectas súplicas de comprensión? Qué decepción...

El dedo del agente acarició el gatillo. Esterhazy cerró los ojos.

Entonces, algo ocurrió de repente: un ruido ensordecedor, acompañado de una explosión de piel rojiza y el centelleo de una gran cornamenta. El ciervo surgió inesperadamente entre los juncos y derribó a Pendergast de una cornada, la pistola voló por los aires y cayó en el agua. El agente trastabilló y agitó brazos y piernas mientras el animal se alejaba a grandes saltos. Esterhazy se dio cuenta de que lo había arrojado a una poza de barro cuya superficie estaba apenas cubierta de agua. Recogió rápidamente el rifle, apuntó y disparó. El balazo acertó a Pendergast en el pecho y lo lanzó de espaldas a la poza. Esterhazy cargó otra bala y se dispuso a disparar de nuevo, pero se contuvo. Un segundo disparo, una segunda bala, resultaría imposible de explicar... en el caso de que hallaran el cuerpo.

Bajó el rifle. Pendergast, atascado en el lodazal, se debatía, pero sus fuerzas menguaban rápidamente. Una mancha oscura se extendía por su torso. El disparo lo había alcanzado en el costado, pero bastaba para causarle daños irreparables. El agente ofrecía un aspecto lastimoso: la ropa sucia y desgarrada, el rubio cabello salpicado de barro y oscurecido por la lluvia. Tosió y un borbotón de sangre le manchó los labios.

Estaba acabado. Como médico que era, Esterhazy sabía que la herida era mortal. La bala le había perforado un pulmón, creando un herida succionante. Además, por su posición, había muchas posibilidades de que le hubiera seccionado la arteria subclavia, y en ese caso esta le llenaría rápidamente de sangre el pulmón. Aunque no se estuviera hundiendo irremisiblemente en aquel lodazal de arenas movedizas, Pendergast sería hombre muerto en cuestión de minutos.

Hundido hasta la cintura en la temblorosa ciénaga, Pendergast dejó de debatirse y miró fijamente a su asesino. El gélido destello de sus ojos grises habló con mayor elocuencia de su odio y desesperación que cualquier palabra que hubiera podido pronunciar. Esterhazy se sintió profundamente impresionado.

—Quieres una respuesta a tu pregunta, ¿verdad? —dijo—. Pues aquí la tienes: yo no asesiné a Helen. Ella sigue viva.

Era incapaz de quedarse para ver el final. Dio media vuelta y se marchó.

Capítulo 5

La hostería surgió entre la oscuridad. Sus ventanas arrojaban una luz borrosa y amarillenta bajo la arreciante lluvia. Judson Esterhazy agarró el pesado picaporte de hierro, abrió la puerta, y, arrastrando los pies, entró en el vestíbulo decorado con numerosas armaduras y cornamentas.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayuda!

Los huéspedes, sentados alrededor de la chimenea en el salón principal, tomando café, té o whisky de malta, se volvieron y lo miraron con expresión de asombro.

—¡Mi amigo ha recibido un tiro!

El retumbar de un trueno ahogó momentáneamente sus palabras, los cristales emplomados de las ventanas temblaron.

—¡Un tiro! —repitió Esterhazy desplomándose en el suelo—. ¡Necesito ayuda!

Tras unos segundos de mudo espanto, varios huéspedes corrieron junto a él. Tumbado en el suelo, con los ojos cerrados, Esterhazy notó que se apelotonaban a su alrededor y oyó el rumor de sus conversaciones en voz baja.

—¡Apártense! —dijo con su característico acento escocés la recia voz de Cromarty, el propietario de la hostería—. Dejen sitio para que pueda respirar.

Esterhazy notó que alguien le acercaba un vaso de whisky a los labios. Bebió un trago, abrió los ojos y se esforzó por incorporarse.

—¿Qué ha dicho que ha ocurrido?

El rostro de Cromarty lo observaba desde lo alto: barba pulcramente recortada, gafas de montura metálica, cabello claro y mandíbula angulosa. El engaño había sido fácil. Esterhazy parecía genuinamente horrorizado, helado hasta los huesos e incapaz de dar un paso. Tomó otro sorbo y el whisky ahumado le abrasó el gaznate y lo reanimó.

—Mi cuñado... Estábamos siguiendo a un ciervo por las marismas...

—¿Por las marismas? —lo cortó Cromarty.

—Era un ciervo enorme... —Esterhazy tragó saliva e intentó sobreponerse.

—Será mejor que venga junto al fuego. —Cromarty le agarró del brazo y le ayudó a levantarse. Robbie Grant, el viejo guardabosques, se abrió paso y cogió a Esterhazy por el otro brazo. Entre los dos lo ayudaron a quitarse la empapada chaqueta de camuflaje y lo llevaron hasta un sillón, junto a la chimenea.

Esterhazy se dejó caer en él.

—Explíquese —pidió el dueño de la hostería mientras los huéspedes lo observaban con rostro demudado.

—Fue en el Beinn Dearg. Localizamos un ciervo. En el Foulmire.

—¡Pero conocen las reglas! —protestó Cromarty.

Esterhazy meneó la cabeza.

—Lo sé, pero era gigantesco. Un trece puntas. Mi cuñado insistió. Lo seguimos un buen rato y nos adentramos en las marismas. Luego nos separamos...

—¿Cómo que se separaron? —exclamó el guardabosques con su voz aguda—. ¿Está loco, señor?

—Queríamos acorralarlo, empujarlo hacia las ciénagas. Entonces apareció la niebla. No se veía casi nada. Mi cuñado debió de levantarse de su puesto de tiro. Yo vi que algo se movía y disparé... —Se interrumpió para recobrar el aliento—. Le di en todo el pecho —concluyó con un sollozo y hundiendo el rostro entre las manos.

—¿Ha abandonado en el páramo a un hombre herido? —inquirió Cromarty, furioso.

—Oh, Dios mío. —Esterhazy sollozaba sin levantar el rostro—. Cayó en un lodazal... Las arenas movedizas se lo tragaron...

—Un momento. —El tono de Cromarty era frío como el hielo. Hablaba despacio, midiendo sus palabras—. ¿Me está diciendo, señor, que se adentró en las marismas, que disparó accidentalmente contra su cuñado y que este cayó en un lodazal? ¿Es eso lo que me está contando?

Esterhazy asintió en silencio, con el rostro entre las manos.

—¡Santo cielo! ¿Hay alguna posibilidad de que siga vivo? —preguntó Cromarty.

Esterhazy negó con la cabeza.

—¿Está completamente seguro?

—Estoy seguro —repuso Esterhazy con voz ahogada—. Lo vi desaparecer. Lo siento..., ¡lo siento tanto...! ¡He matado a mi cuñado! —gimió con voz llorosa—. ¡Que Dios me perdone!

Se produjo un silencio de perplejidad.

—Este hombre está fuera de juicio —dijo el guardabosques—. Es el caso más claro de fiebre de los páramos que he visto en mi vida.

—Escuche, Robbie, saque a esta gente de aquí —dijo Cromarty señalando a los huéspedes—. Luego, llame a la policía. —Se volvió hacia Esterhazy—. ¿Este es el rifle con el que disparó a su cuñado? —Señalaba el arma que yacía en el suelo.

El otro asintió, angustiado.

—Que nadie lo toque —ordenó Cromarty.

Los huéspedes salieron en grupos, hablando en susurros y meneando la cabeza. Un relámpago destelló; le siguió un trueno. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Esterhazy, sentado junto a la chimenea, apartó lentamente las manos de su rostro y notó que el reconfortante calor del fuego traspasaba sus empapadas ropas. Al mismo tiempo, otra sensación igualmente reconfortante iba desplazando en su interior el horror vivido. Experimentó una corriente de liberación, casi de euforia. Se había acabado, acabado del todo. Ya no tenía nada que temer de Pendergast. El genio había vuelto a la lámpara. El hombre estaba muerto. En cuanto a su colega, D'Agosta, y a aquella otra policía de Nueva York, Hayward..., al matar a Pendergast había cortado la cabeza de la serpiente. Aquello suponía realmente el final. Además, esos atontados escoceses se habían tragado su historia de cabo a rabo. No había nada que pudiera salir a la luz y contradecir su relato. Había vuelto sobre sus pasos y recogido todos los casquillos salvo el que deseaba que encontraran. Luego los había arrojado a las ciénagas junto con el rifle de Pendergast. Nunca los encontrarían. Ese sería el único misterio: el rifle desaparecido. Sin embargo, no habría nada extraño en eso: un rifle podía perderse para siempre una vez succionado por un lodazal. Nadie sabía nada de la pistola de Pendergast, y Esterhazy también la había hecho desaparecer. En cuanto a las huellas del ciervo, suponiendo que sobrevivieran a la tormenta, no harían sino confirmar su declaración.

—¡Maldita sea! —masculló Cromarty mientras iba hasta el aparador y se servía un vaso de whisky.

Se lo bebió a pequeños tragos, caminando arriba y abajo, ante la chimenea, haciendo caso omiso de la presencia de Esterhazy.

Grant regresó al poco rato.

—La policía está en camino desde Inverness, señor. También vendrá un equipo de los Servicios Especiales del Northern Constabulary. Han dicho que van a traer rezones.

Cromarty se volvió, apuró el licor, se sirvió un poco más y fulminó a Esterhazy con la mirada.

—Usted, maldito loco, no se mueva de aquí hasta que lleguen.

Otro trueno hizo retumbar las paredes de la vieja hostería mientras el viento aullaba en los páramos.

Capítulo 6

La policía llegó más de una hora después, sus centelleantes luces brillaron en la gravilla del camino de entrada. La tormenta había pasado, nubes plomizas corrían por el cielo empujadas por el viento. Los agentes, vestidos con uniforme azul, botas de agua y fundas impermeables en sus gorras, se paseaban ante la entrada de piedra dándose aires de importancia. Esterhazy los observó a través de la ventana, desde su sillón, y su aparente falta de imaginación y torpeza lo reconfortó.

El último en entrar fue el que estaba al frente de todos, el único que no iba de uniforme. Esterhazy lo examinó discretamente. Medía alrededor de metro noventa, lucía una gran calva solo interrumpida por unos escasos cabellos rubios y caminaba un poco encorvado, como si se abriera paso a través de la vida. Tenía la nariz lo bastante enrojecida como para poner en entredicho su apariencia de seriedad y de vez en cuando se daba unos toques en ella con un pañuelo. Iba vestido con ropa vieja de caza: pantalón de pana, jersey grueso y una gastada chaqueta Barbour que llevaba sin abrochar.

—Hola, Cromarty —saludó al propietario de la hostería tendiéndole la mano.

Los dos se quedaron en un extremo del salón, hablando en voz baja y lanzando ocasionales miradas a Esterhazy.

Al rato, el policía se acercó, se sentó en el butacón contiguo a Esterhazy y se presentó.

—Soy el inspector jefe Balfour, del Northern Constabulary —dijo tranquilamente, sin tenderle la mano pero inclinándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas—. ¿Es usted el señor Judson Esterhazy?

BOOK: Sangre fría
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