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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (2 page)

BOOK: Sangre fría
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Poco a poco consiguieron situarse a distancia de tiro: doscientos cincuenta metros. El ciervo se detuvo una vez más, se colocó de lado y olfateó el aire. Con un gesto mínimo, Pendergast indicó que se detuvieran, se tumbó en el suelo, boca abajo, y apuntó a través de la mira telescópica de su rifle H&H .300. Esterhazy permaneció detrás, a unos diez pasos, en cuclillas, quieto como una estatua.

Pendergast situó el punto de mira justo en la base del cuello del animal y acarició lentamente el gatillo.

Estaba haciendo eso cuando notó el frío contacto del acero en la nuca.

—Lo siento, viejo amigo —dijo Esterhazy—. Coge el rifle con una sola mano y déjalo a un lado. Sin brusquedades.

Pendergast obedeció.

—Ahora, levántate. Despacio.

Pendergast lo hizo.

Esterhazy, sin dejar de apuntar al agente del FBI con su fusil de caza, dio un paso atrás. De repente se echó a reír y sus carcajadas resonaron en el páramo. Con el rabillo del ojo, Pendergast vio que el ciervo, sobresaltado, salía corriendo con grandes saltos y desaparecía en la bruma.

—Había confiado en no tener que llegar hasta este punto —dijo Esterhazy—. Después de tantos años, es una lástima que no lo dejaras correr.

Pendergast no dijo nada.

—Seguramente te estarás preguntando de qué va esto.

—La verdad es que no —repuso Pendergast con voz neutra.

—Soy el hombre al que andabas buscando: el desconocido del Proyecto Aves. La persona de quien Charles Slade no quiso decirte el nombre.

No hubo reacción.

—Te daría una explicación más detallada, pero ¿para qué? Lamento tener que hacer esto. Comprenderás que no es nada personal.

Pendergast seguía sin reaccionar.

—Reza lo que sepas, hermano.

Esterhazy alzó el rifle, apuntó y apretó el gatillo.

Capítulo 2

Un débil clic sonó en el húmedo aire.

—¡Mierda! —exclamó Esterhazy apretando los dientes.

Abrió el cerrojo del rifle, hizo saltar la bala defectuosa y lo cerró rápidamente para cargar una nueva. Clic.

Pendergast recogió su arma de un salto y apuntó con ella a Esterhazy.

—Tu estúpida estratagema ha fallado. Sospeché de ti desde que me enviaste aquella torpe carta preguntándome qué armas llevaría. Me temo que la munición de tu rifle ha sido manipulada. Y así se cierra el círculo: desde las balas de fogueo que metiste en el rifle de Helen, hasta las balas de fogueo que hay en el tuyo.

Esterhazy seguía manipulando desesperadamente el cerrojo; con una mano expulsaba las balas de fogueo y con la otra buscaba munición de recambio en su morral.

—Estate quieto o te mato —dijo Pendergast.

El otro hizo caso omiso, extrajo la última bala, puso una nueva y cerró la escopeta.

—Muy bien. Esto va por Helen. —Pendergast apretó el gatillo.

Se oyó un ruido hueco.

Pendergast comprendió de inmediato lo que pasaba y retrocedió rápidamente; consiguió refugiarse tras unos peñascos justo cuando Esterhazy abría fuego. El proyectil rebotó en la piedra y levantó esquirlas. Pendergast retrocedió aún más, arrojó su rifle y desenfundó el Colt .32 que había cogido por si acaso. Se levantó, apuntó y disparó, pero Esterhazy ya se había puesto a cubierto al otro lado de la colina. Sus disparos de contraataque se estrellaron contra las piedras que Pendergast tenía delante.

Los dos se hallaban a cubierto, cada uno a un lado de la loma. La risa de Esterhazy sonó de nuevo.

—Parece que tu estúpida estratagema también ha fallado. ¿De verdad creías que te dejaría salir con un rifle en condiciones? Lo siento, viejo amigo, pero desmonté el percutor.

Pendergast estaba tumbado de costado, pegado a la roca, respirando pesadamente. Habían llegado a un punto muerto. Cada uno se encontraba a un lado de la pequeña colina. Eso significaba que quien llegara arriba primero...

Se puso en pie ágilmente y empezó a trepar a cuatro patas por la ladera. Alcanzó la cima en el mismo momento que Esterhazy: se enzarzaron en una lucha feroz y cayeron rodando pendiente abajo, en un desesperado abrazo. El agente del FBI apartó de un golpe a Esterhazy y apuntó la pistola hacia él, pero este la desvió con el cañón de su rifle. Ambas armas entrechocaron cual espadas y se dispararon a la vez. Pendergast agarró el cañón del rifle con una mano y después con la otra, para lo cual tuvo que soltar la pistola. Forcejearon.

La lucha continuó. Cuatro manos aferrando el mismo rifle, tirando y empujando, intentando hacerse con él. Pendergast inclinó la cabeza, clavó los dientes en la mano de su rival y le desgarró la carne. Con un aullido, Esterhazy le dio un fuerte cabezazo, obligándolo a retroceder, y le asestó una patada en el costado. Rodaron entre las piedras, su ropa de camuflaje se desgarró.

Pendergast logró meter el dedo en el gatillo del rifle y disparar hasta vaciar la recámara. Luego soltó el arma y lanzó un puñetazo contra la cabeza de Esterhazy en el mismo momento en que este le golpeaba en el pecho con la culata. Pendergast agarró el rifle con ambas manos e intentó arrebatárselo, pero Esterhazy, en un movimiento sorpresa, tiró del agente y le propinó una patada en la cara; faltó poco para que le partiera la nariz. La sangre salpicó en todas direcciones; Pendergast cayó hacia atrás y sacudió la cabeza para recobrar el sentido. Esterhazy se lanzó sobre él y lo golpeó nuevamente en el rostro con la culata. A través del aturdimiento y la sangre, Pendergast vio que sacaba más balas del morral y que cargaba el rifle con ellas.

Apartó el cañón de una patada y el disparo salió desviado. Rodó a un lado para recoger la pistola que había dejado caer y disparó, pero Esterhazy ya se había refugiado tras la loma.

Aprovechando la momentánea tregua, Pendergast se puso en pie de un salto y corrió colina abajo; cada poco se daba la vuelta y disparaba, obligando a Esterhazy a mantenerse a cubierto mientras él seguía corriendo. Cuando llegó a la base de la loma, se dirigió hacia una hondonada y la densa niebla lo envolvió al instante.

Entonces se detuvo. Estaba rodeado de lodazales. El terreno bajo sus pies parecía temblar cual gelatina. Tanteó con el pie hasta que halló tierra firme y siguió adentrándose en el páramo, saltando de montículo en montículo y de roca en roca, intentando esquivar las charcas de arenas movedizas al tiempo que ponía la mayor distancia posible entre él y su perseguidor. Mientras corría y saltaba oyó varios disparos provenientes de la colina, pero ninguno le pasó cerca. Esterhazy disparaba al azar.

Hizo un giro de treinta grados y aminoró el paso. En el páramo, aparte de algunos esporádicos montones de piedras, había pocos lugares con los que cubrirse. La niebla iba a ser su única protección. Eso significaba permanecer agachado.

Siguió caminando todo lo rápidamente que la prudencia le aconsejaba; a menudo se detenía para tantear el terreno con el pie. Sabía que Esterhazy lo estaba siguiendo; no tenía elección. Y era un rastreador formidable, tal vez mejor incluso que él. Mientras avanzaba, sacó un pañuelo del morral y se lo llevó a la nariz para cortar el goteo de sangre. Notaba que tenía una costilla rota, fruto de la pelea. Se maldijo por no haber comprobado su rifle antes de salir. Las armas habían estado cerradas con llave en el armero de la hostería, como exigían las reglas; Esterhazy tenía que haber recurrido a alguna treta para sabotearle el rifle. Bastaban un par de minutos para desmontar un percutor. Había subestimado a su adversario; no volvería a hacerlo.

De pronto se detuvo y examinó el terreno. Allí, en una pequeña extensión arenosa, vio las huellas del ciervo cuyo rastro habían seguido. Aguzó el oído y se volvió para mirar por donde había llegado. La niebla se alzaba en el páramo formando volutas ascendentes que dejaban entrever el interminable y yermo paisaje con las montañas al fondo. La loma donde habían luchado estaba envuelta en bruma; no vio a su perseguidor por ninguna parte. Una penumbra grisácea lo invadía todo, pero hacia el norte reinaba una extraña oscuridad surcada ocasionalmente por algún relámpago. Se avecinaba tormenta.

Recargó el Colt y se adentró en el páramo siguiendo el leve rastro del ciervo. El animal recorría un camino solo conocido por él, esquivando ingeniosamente los lodazales y las charcas de arenas movedizas.

Aquello no había terminado. Esterhazy le pisaba los talones. Solo había un desenlace posible: uno de ellos no saldría de allí con vida.

Capítulo 3

Pendergast siguió las débiles huellas del ciervo, que serpenteaban entre las temblorosas aguas encharcadas del páramo, siempre en terreno firme. A medida que la tormenta se aproximaba, el cielo se oscureció y un trueno distante retumbó en la planicie. Pendergast avivó el paso, solo se detenía para examinar el terreno en busca de indicios de que el ciervo hubiera pasado por allí. El páramo era especialmente traicionero en esa época del año, pues los calores del largo verano habían propiciado que creciera una capa de hierba sobre muchos lodazales, una superficie engañosa que se hundiría bajo el peso de un hombre.

Un relámpago centelleó, y grandes gotas de lluvia empezaron a caer del plomizo cielo. El viento se alzó sobre los brezales arrastrando consigo el hedor de las Insh Marshes, en el oeste, una vasta llanura de agua cubierta de juncales y plantas acuáticas que oscilaban con las rachas de viento. Pendergast siguió el rastro del ciervo durante más de un kilómetro. El terreno que pisaba era cada vez más firme, y entonces, a través de una repentina brecha en la niebla, divisó unas ruinas a lo lejos. Recortados contra el cielo, en lo alto de un montículo, se alzaban un antiguo corral de piedra y la cabaña de un pastor, intermitentemente iluminados por los relámpagos. Más allá del altozano se hallaban los irregulares márgenes de las marismas. Tras examinar unas ramas de tojo pisoteadas, Pendergast comprendió que el ciervo había atravesado las ruinas y había continuado hacia las vastas marismas del otro lado.

Subió al montículo y exploró rápidamente las ruinas. La cabaña carecía de techumbre y sus paredes de piedra estaban desmoronadas y cubiertas de liquen. El viento silbaba y gemía entre las piedras caídas. Más allá, la pendiente descendía hacia una ciénaga que se escondía tras una lóbrega cortina de vapores.

Las ruinas, situadas en un terreno elevado, ofrecían una posición defensiva ideal, con una vista panorámica en todas direcciones: el lugar perfecto para tender una emboscada a un perseguidor o resistir un ataque. Pero por esa misma razón Pendergast las descartó y siguió colina abajo, hacia las Insh Marshes. No tardó en localizar el rastro del ciervo, pero lo que vio lo desconcertó: el animal parecía dirigirse a un callejón sin salida. La persecución de Pendergast debía de haberle puesto nervioso.

El agente rodeó el borde de las marismas y llegó a una zona de densos juncales donde una lengua de terreno cubierto de guijarros se adentraba en el agua. Una hilera de rocas de origen glacial proporcionaban un pequeño pero evidente abrigo. Se detuvo, sacó un pañuelo blanco, lo ató a una piedra y la colocó en un lugar concreto entre las rocas grandes. Siguió adelante. Más allá de la zona de guijarros encontró lo que esperaba, una roca plana justo bajo la superficie del agua y rodeada de juncos. Vio que el ciervo había seguido esa misma ruta, rumbo hacia las marismas.

Aquel callejón sin salida natural no era ni un escondite ideal ni mucho menos un lugar idóneo para plantar cara a un posible agresor. Por todo ello sería perfectamente adecuado.

Pendergast se metió en el agua, fue hasta la losa, teniendo cuidado de evitar el fango de los lados, y se apostó entre los juncos, oculto a la vista. Allí aguardó, agachado e inmóvil. Un relámpago rasgó el cielo y acto seguido se oyó el retumbar de un trueno. Un manto de niebla oscureció temporalmente las ruinas de lo alto de la colina. Sin duda Esterhazy no tardaría en llegar. El final se acercaba.

Judson Esterhazy se detuvo para examinar el terreno. Se agachó y palpó la gravilla que el ciervo había apartado a su paso. Las huellas de Pendergast eran mucho menos evidentes, pero pudo verlas en la hierba y en la tierra aplastadas. Estaba claro que su presa había decidido no correr riesgos y seguir el rastro del ciervo en su serpenteante camino entre las marismas. Astuto. Nadie se aventuraría en semejante terreno sin contar con un guía, y el ciervo era un guía tan bueno o mejor que cualquiera. A medida que la tormenta se acercaba, la bruma se hizo más densa. Se alegró de llevar una linterna, debidamente apantallada, con la que examinar el camino.

Sin duda Pendergast pretendía que Esterhazy se adentrara en las marismas para así poder matarlo. A pesar de sus aires de caballerosidad sureña, era el hombre más implacable que había conocido... y un sucio cabrón cuando se trataba de luchar.

Un relámpago iluminó el desolado páramo, y a través de un hueco en la niebla, Esterhazy divisó unas ruinas recortándose contra el cielo a unos trescientos metros de distancia. Se detuvo. Ese era el lugar lógico donde Pendergast podría haberse apostado para esperarlo. Decidió acercarse a las ruinas y sorprender al emboscado... Sin embargo, mientras sus ojos expertos observaban el lugar, se dijo que Pendergast era un tipo demasiado sutil para tomar una decisión tan obvia.

Esterhazy no podía dar nada por sentado.

El pelado paisaje proporcionaba escaso cobijo, pero si medía bien sus movimientos podría utilizar la espesa niebla que emergía de las marismas para ocultarse. Como obedeciendo a sus deseos, un banco de bruma lo envolvió en un manto desprovisto de color. Se levantó y echó a correr hacia la colina; el terreno era firme y le permitió moverse rápidamente. A unos cien metros de la cima, la rodeó para acercarse desde un ángulo inesperado. La lluvia caía con más fuerza, y los truenos retumbaban sin cesar.

Se agachó y se puso a cubierto cuando la niebla se alzó brevemente y le permitió echar un rápido vistazo a las ruinas. No vio rastro de Pendergast. Cuando el manto de bruma se cerró de nuevo, subió deprisa por la pendiente, con el rifle en la mano, y llegó al corral de piedra. Lo recorrió agachado hasta que un nuevo claro en la niebla le permitió atisbar por una grieta entre las piedras.

El corral estaba vacío, pero más allá se levantaba una cabaña sin techo.

Se aproximó a la estructura desde el perímetro del corral y pegó la espalda al muro de piedra. Se deslizó hasta una ventana rota y esperó a que la bruma se abriera un instante. El viento sopló y su silbido entre las piedras cubrió el sonido de sus movimientos al prepararse. Cuando el aire se despejó un poco, golpeó la ventana y barrió con el rifle el interior de la cabaña de lado a lado.

BOOK: Sangre fría
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