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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (8 page)

BOOK: Sangre fría
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—¿Está Pendergast en casa? —preguntó.

Proctor se detuvo y dio media vuelta.

—Lamento mucho tener que decir que no, señor.

—¿Dónde está?

La imperturbabilidad del chófer pareció resquebrajarse.

—Ha muerto, señor.

D'Agosta tuvo la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies.

—¿Muerto? ¿Cómo?

—Estaba de caza, en Escocia, con el doctor Esterhazy.

—¿Con Judson Esterhazy, su cuñado?

—Fue un accidente. En el páramo, mientras perseguían un ciervo. El doctor Esterhazy disparó al señor, y este se hundió en una ciénaga.

Aquello no podía ser verdad. Desde luego que tenía que haber oído mal.

—¿Se puede saber qué demonios me está contando?

—Ocurrió hace unas tres semanas.

—¿Y qué hay de los preparativos para el funeral? ¿Dónde está Esterhazy? ¿Por qué nadie me ha avisado?

—No hay cadáver, señor. Y el doctor Esterhazy no ha aparecido.

—¡Dios mío! ¿Me está diciendo que Esterhazy disparó accidentalmente a Pendergast, que no hay cadáver y que Esterhazy ha desaparecido? —D'Agosta se daba cuenta de que estaba gritando, pero no le importó.

El rostro de Proctor permaneció inescrutable.

—La policía local buscó durante días, dragó la ciénaga y registró los alrededores, pero no encontraron el cuerpo.

—Entonces, ¿por qué dice que está muerto?

—Por las declaraciones del propio doctor Esterhazy durante la investigación. Declaró que le disparó accidentalmente en el pecho y que lo vio hundirse en las arenas movedizas.

D'Agosta sintió que se quedaba sin aliento.

—¿Esterhazy le dijo a usted eso personalmente?

—Yo me enteré por una llamada telefónica del inspector encargado de la investigación. Quería hacerme algunas preguntas sobre el señor.

—¿Y alguien más se lo ha dicho?

—No, señor, nadie más.

—¿Dónde ocurrió exactamente?

—En Kilchurn Lodge, en las Highlands, en Escocia.

D'Agosta apretó los dientes.

—La gente no desaparece así como así. En esta historia hay algo que apesta.

—Lo siento, señor. Es todo lo que sé.

D'Agosta respiró hondo un par de veces.

—Está bien, Proctor. Lamento haberle hablado con brusquedad. Esto me ha alterado.

—Lo entiendo. ¿Desea pasar a la biblioteca y tomar una copa de jerez antes de marcharse?

—¿Bromea? Tengo que hacer algo respecto a esta historia.

Proctor lo miró fijamente.

—¿Y qué podría hacer?

—Todavía no lo sé, pero puede estar seguro de que voy a hacer algo.

Capítulo 13

Inverkirkton, Escocia

Judson Esterhazy estaba sentado ante la gastada barra de la taberna Half Moon con una pinta de Guinness en la mano. El local era pequeño, como correspondía al tamaño de la aldea: tres taburetes en la barra y cuatro reservados, dos en una pared y dos en la pared de enfrente. No había nadie más que él y el viejo MacFlecknoe, el dueño, pero eran casi las cinco y la situación no tardaría en cambiar.

Apuró su cerveza y MacFlecknoe se acercó.

—¿Le apetece otra, señor? —preguntó.

Esterhazy fingió pensárselo.

—¿Por qué no? —respondió al cabo de un momento—. No creo que al doctor Roscommon le importe.

El tabernero soltó una risita ahogada.

—Claro que no, además será nuestro secreto.

En ese momento Esterhazy vio al doctor a través de la gran ventana redonda de la fachada. Roscommon caminaba a paso vivo. Se detuvo ante la puerta de su consulta y abrió la cerradura con un decidido giro de muñeca. Esterhazy lo vio desaparecer en el interior del edificio y cerrar la puerta.

El día anterior, mientras fingía sufrir un ataque al corazón, había imaginado cómo sería el médico local: un tipo corpulento y rubicundo, mayor pero fuerte, acostumbrado a habérselas tanto con vacas y caballos como con personas enfermas. Sin embargo, Roscommon había constituido una sorpresa. Era delgado, rondaba los cuarenta años, tenía unos ojos chispeantes y despiertos y parecía inteligente. Había examinado a su nuevo paciente con una profesionalidad de lo más serena, y Esterhazy lo admiró por ello. Enseguida dictaminó que los dolores en el pecho no eran nada grave. No obstante, le había recomendado unos días de descanso. Esterhazy ya lo esperaba, y de hecho lo agradecía: ahora tenía una excusa para deambular tranquilamente alrededor del pueblo. Ya había conseguido lo principal: conocer al médico. Su intención había sido trabar amistad con él y sonsacarle información, pero Roscommon era la encarnación de la discreción escocesa y no había dicho nada más aparte de los consejos médicos. Quizá ese fuera su carácter..., o quizá tuviera algo que ocultar.

Mientras bebía su segunda Guinness, se preguntó nuevamente qué hacía un hombre como Roscommon en una aldea insignificante como Inverkirkton. Estaba claro que tenía el talento suficiente para abrir una consulta privada en cualquier ciudad importante. Si, contra todo pronóstico, Pendergast había logrado sobrevivir en las marismas, Roscommon era la persona a la que sin duda habría acudido. Él era la única opción en el pueblo.

La puerta de la taberna se abrió y entró una mujer, Jennie Prothero. Esterhazy tenía la sensación de conocer ya a todos los habitantes de la localidad. La señora Prothero era la propietaria de la tienda de souvenirs y, dado que el negocio no resultaba especialmente lucrativo, también hacía trabajos de lavandería. Era gorda y alegre y tenía el rostro casi tan colorado como una langosta. A pesar de la agradable temperatura de octubre, llevaba una gruesa bufanda enrollada al cuello.

—Hola, Paulie —saludó al tabernero y se sentó en uno de los taburetes de la barra con la agilidad que le permitían sus más de cien kilos.

—Buenas tardes, Jennie —respondió MacFlecknoe; pasó el trapo por la vieja barra, delante de la mujer, y luego le sirvió una pinta y la dejó encima de un posavasos.

La mujer se volvió hacia Esterhazy.

—¿Qué tal se encuentra hoy, señor Draper?

Él sonrió.

—Mucho mejor, gracias. Según parece, no ha sido más que un problema muscular.

—Me alegro —repuso ella asintiendo.

—Debo agradecérselo a su doctor Roscommon.

—Es bueno, créame —terció el tabernero—. Somos afortunados de tenerlo entre nosotros.

—Sí, parece un médico excelente.

MacFlecknoe asintió.

—Estudió en Londres y todo eso.

—Francamente, me sorprende que aquí haya trabajo suficiente para mantenerlo ocupado.

—Bueno, es el único médico en treinta kilómetros a la redonda —comentó la señora Prothero—, por lo menos desde que el viejo Crastner pasó a mejor vida la última primavera.

—Entonces, ¿está muy ocupado? —preguntó Esterhazy tomando un trago de cerveza despreocupadamente.

—Sí que lo está —respondió MacFlecknoe—. Recibe llamadas a todas horas.

—¿A todas horas? Me sorprende oír eso, quiero decir, tratándose de una consulta rural.

—Bueno, aquí tenemos emergencias como en cualquier otra parte —dijo el tabernero, que señaló la casa del médico con la cabeza—. A veces las luces de las ventanas permanecen encendidas hasta altas horas de la noche.

—No me diga —repuso Esterhazy—. ¿Y cuándo fue la última vez que ocurrió algo así?

El tabernero lo pensó.

—Hará unas tres semanas, puede que más. No estoy seguro. Lo recuerdo porque vi su coche ir y volver un par de veces. Además, era tarde, pasadas las nueve.

—Debió de ser la pobre señora Bloor —comentó Jennie Prothero—. Estos últimos meses ha estado bastante pachucha.

—No, no fue hacia Hithe —dijo MacFlecknoe—. Oí que su coche se dirigía al oeste.

—¿El oeste? —preguntó la mujer—. Allí no hay nada salvo las marismas.

—Puede que fuera a ver a algún huésped de la hostería —dijo el tabernero.

—Ahora que lo dices, esos días llegó a la lavandería un montón de ropa de la consulta del doctor manchada de sangre. Y bien manchada que estaba, te lo aseguro.

—¿De verdad? —El corazón de Esterhazy se aceleró—. ¿Qué clase de ropa?

—Lo de costumbre. Vendas, sábanas.

—Bueno, Jennie —intervino el tabernero—, eso no es demasiado inusual. Los granjeros que viven por los alrededores sufren continuamente todo tipo de accidentes.

—Sí—dijo Esterhazy hablando más consigo mismo que con los otros—, pero no en plena noche.

—¿Y qué fue lo suyo, señor Draper? —le preguntó la señora Prothero.

—Oh, nada —repuso él, apurando su cerveza.

—¿Le apetece otra? —preguntó el tabernero.

—No, gracias, pero permítame invitarles a una ronda a usted y a la señora Prothero.

—Lo aceptaré con gusto, señor. Es usted muy amable.

Esterhazy asintió, pero no miró a MacFlecknoe. Sus ojos estaban fijos en la ventana circular de la fachada y en la casa color crema donde el doctor Roscommon tenía su consulta, al otro lado de la calle.

Capítulo 14

Malfourche, Mississippi

Ned Betterton aparcó ante la sucia fachada de cristal del Ideal Café, entró en el local, que olía a beicon y cebolla, y pidió un café poco cargado y con azúcar. El Ideal no era gran cosa como café, pero Malfourche tampoco era gran cosa como ciudad: pobre, sucia y medio deshabitada, se venía abajo lentamente. Los jóvenes con un mínimo de talento se marchaban corriendo a la primera ocasión en busca de ciudades mayores y con mejores oportunidades, dejando atrás a los perdedores. Tras cuatro generaciones así, ¿cuál era el resultado? Malfourche. Betterton había crecido en un sitio como ese. El problema era que no había corrido lo bastante. Mentira: seguía corriendo, corriendo como alma que lleva el diablo, pero no llegaba a ninguna parte.

Al menos el café era decente y una vez dentro se sintió como en casa. Tenía que admitirlo, le gustaban los antros como aquel, con sus recias camareras, camioneros vociferando en el mostrador, grasientas hamburguesas, pedidos a cocina reclamados a gritos y fuerte olor a café.

Había sido el primer miembro de su familia en graduarse en el instituto, por no hablar de la universidad. Siendo niño, un niño pobre y raquítico, había crecido con su madre, mientras su padre cumplía condena por haber robado en una planta embotelladora de Coca-Cola: veinte años, gracias a un fiscal ambicioso y a un juez implacable. Su padre había muerto de cáncer en la trena, pero Betterton sabía que el cáncer se lo había provocado la desesperación de verse encerrado. Y a su vez, la muerte de su padre había llevado a su madre a la tumba.

El resultado de todo ello era que Betterton tendía a considerar que todo aquel que disfrutaba de una posición de autoridad era un hijo de puta, mentiroso y egoísta. Por esa razón se había inclinado hacia el periodismo, donde suponía que podría luchar contra esa clase de gente con armas de verdad. El problema era que, con su licenciatura en comunicación de la universidad estatal, el único empleo que había encontrado era en el
Ezerville Bee
y allí llevaba los últimos cinco años, intentando saltar a un periódico más importante. El
Bee
era basura, una simple excusa para colocar anuncios que se distribuía gratuitamente y se amontonaba en gasolineras y supermercados. Su propietario y editor, Zeke Kranston, tenía un miedo atroz a ofender a cualquiera que tuviera la más remota posibilidad de insertar un anuncio en el diario; de modo que nada de reportajes de investigación ni artículos comprometedores. «El trabajo del
Ezerville Bee
es vender anuncios», solía decir Kranston después de quitarse el palillo que parecía pegado a su labio inferior. «No trates de destapar otro Watergate. Solo conseguirás fastidiar a los lectores y cargarte el negocio.» Como resultado, el libro de recortes de Betterton parecía sacado de
Woman's World
: anuncios de perros rescatados, avisos de las ventas de pasteles de la iglesia, resúmenes de los partidos de fútbol del colegio y de las reuniones de amas de casa. Con un currículo así, no era de extrañar que no lo contrataran en ningún periódico de verdad.

Betterton meneó la cabeza. Estaba convencido de que no iba a quedarse el resto de su vida en Ezerville, y la única manera de salir de Ezerville era encontrar una exclusiva. Poco importaba si se trataba de un crimen, de una historia de interés social o de alienígenas con armas que lanzaban rayos. Una historia como Dios manda. Eso era lo único que necesitaba.

Apuró el café, pagó y salió al sol de la mañana. Soplaba una brisa proveniente de las marismas de Black Brake especialmente cálida y maloliente. Subió al coche, puso en marcha el motor y conectó el aire acondicionado a toda potencia. Pero no fue a ninguna parte. Todavía no. Primero debía sumergirse en aquella historia, darle vueltas. Tras muchas promesas y dificultades, había logrado convencer a Kranston para que le dejara cubrirla. Se trataba de un curioso asunto de interés humano y podía convertirse en el primer trabajo de auténtico periodismo de su currículo. Estaba decidido a aprovechar la ocasión cuanto diera de sí.

Se quedó un rato en el frescor del coche repasando lo que iba a decir y las preguntas que iba a formular e intentando anticipar las objeciones que sin duda iba a oír. Cinco minutos después, estaba preparado. Se peinó el lacio cabello y se enjugó el sudor de la frente. Echó un vistazo al mapa que había sacado de internet, arrancó, hizo un giro de ciento ochenta grados y puso rumbo a las afueras de la ciudad.

A pesar de no cubrir más que asuntos triviales, había aprendido a prestar atención a los rumores y cuchicheos más insignificantes; a cualquier cosa, por trivial que fuera. Y así se había enterado de la historia de la misteriosa pareja, de su desaparición, años atrás, y de su repentina reaparición, hacía unos pocos meses, con un fingido suicidio de por medio. Una visita a la comisaría local aquella mañana le había confirmado la veracidad de los rumores; y el informe de la policía, completamente rutinario, más que darle respuestas, le había suscitado aún más preguntas.

Miró el mapa y luego las hileras de patéticas casas de madera que bordeaban ambos lados de la carretera llena de baches. Allí estaba: un pequeño bungalow, pintado de blanco y rodeado de magnolias.

Detuvo el coche en la cuneta, paró el motor y dedicó otro minuto a prepararse mentalmente. Luego salió, se alisó la americana sport y caminó con paso decidido hasta la puerta. No había timbre, solo una aldaba. La cogió y llamó con un golpe firme.

BOOK: Sangre fría
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