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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (9 page)

BOOK: Sangre fría
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Oyó como resonaba en el interior de la vivienda. Por un momento, nada. Al cabo de poco, ruido de pasos que se acercaban. La puerta se abrió y una mujer alta y esbelta apareció en la entrada.

—¿Sí?

Betterton no había supuesto nada, pero lo último que esperaba era que fuera hermosa. No era joven, claro, pero sí muy atractiva.

—¿La señora Brodie? ¿June Brodie?

La mujer lo miró de arriba abajo con sus fríos ojos azules.

—Sí, soy yo.

—Me llamo Betterton. Soy reportero del
Ezerville Bee
y me preguntaba si sería usted tan amable de concederme unos minutos de su tiempo.

—¿Quién es, June? —preguntó una voz masculina y chillona desde el interior.

«Bien, están los dos en casa», pensó Betterton.

—No tenemos nada que decir a la prensa —contestó June Brodie, y a continuación dio un paso atrás y se dispuso a cerrar la puerta.

Betterton metió rápidamente el pie entre ella y el marco.

—Por favor, señora Brodie, ya sé casi todo lo que hay que saber. He estado en la comisaría, y figura todo en los archivos. Es de dominio público, así que voy a publicar la historia. Únicamente quería ofrecerle la oportunidad de que diera su versión.

Ella lo observó un momento. Betterton tuvo la impresión de que lo traspasaba con su inteligente mirada.

—¿De qué historia me está hablando?

—De cómo fingió su suicidio y desapareció sin dejar rastro durante un montón de años.

Se hizo un breve silencio, luego Betterton oyó que la voz del hombre decía:

—¿June?

La señora Brodie abrió la puerta y se hizo a un lado.

Rápidamente, antes de que pudiera desdecirse, Betterton entró. Justo delante había un ordenado salón que olía ligeramente a naftalina y cera de parquet. La habitación estaba prácticamente vacía: un sofá, dos sillas y una mesa auxiliar sobre una pequeña alfombra persa. Sus pisadas resonaron en el parquet. Parecía una casa en la que sus moradores acababan de instalarse. No tardó en comprender que ese era exactamente el caso.

Un hombre menudo, de tez pálida y complexión débil salió al vestíbulo sosteniendo una bandeja en una mano y un trapo en la otra.

—¿Quién era...? —Se interrumpió al ver al desconocido.

—Es el señor Betterton —dijo la señora Brodie—. Es periodista.

El hombre menudo miró a su esposa, luego a Betterton y de nuevo a su esposa con expresión repentinamente hostil.

—¿Y qué quiere?

—Está escribiendo un artículo sobre nosotros, sobre nuestro regreso.

En la voz de la mujer había algo —no era burla, tampoco sarcasmo— que hizo que Betterton se sintiera un tanto nervioso.

El hombre dejó la bandeja en la mesita auxiliar. Era tan tosco como elegante era su mujer.

—¿Es usted Carlton Brodie? —preguntó Betterton.

El otro asintió.

—¿Por qué no nos dice lo que sabe o lo que cree saber? —preguntó June Brodie. No le ofreció asiento ni nada de beber.

Betterton se pasó la lengua por los labios.

—Sé que hace más de doce años su coche apareció abandonado en el puente Archer y que dentro había una nota de suicidio escrita de su puño y letra que decía: «No puedo soportarlo más. Perdóname». Las autoridades dragaron el río pero no encontraron ningún cuerpo. Unas semanas más tarde la policía fue a ver a su marido y se enteró de que había salido de viaje con destino y duración desconocidas. Esa fue la última vez que alguien oyó hablar de los Brodie, hasta que reaparecieron aquí, hace unos meses, como surgidos de la nada.

—Como resumen no está mal —dijo la señora Brodie—, pero como artículo no es gran cosa, ¿no cree?

—Al contrario, señora, es una historia fascinante, y creo que los lectores del
Bee
opinarán lo mismo. ¿Qué pudo llevar a una mujer a cometer semejante acto? ¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Y por qué ha reaparecido de repente después de más de una década?

June Brodie frunció el entrecejo pero no dijo nada. Siguió un silencio breve e incómodo.

El señor Brodie suspiró.

—Escuche, joven, me temo que nada de esto es tan interesante como usted cree.

—No te molestes en aclarárselo, Carlton —dijo la mujer.

—Al contrario, cariño. Creo que es mejor si lo explicamos una vez y después callamos para siempre. Si no cooperamos, solo conseguiremos prolongar el asunto. —Se volvió hacia Betterton—. En aquella época, nuestro matrimonio pasaba por un mal momento.

El reportero asintió.

—Nos iban mal las cosas —siguió el señor Brodie—. El jefe de June murió en un incendio, y ella perdió su trabajo en Longitude Pharmaceuticals cuando la empresa quebró. June estaba desesperada, medio loca. Tenía que alejarse..., alejarse de todo. Y yo también. Fingir un suicidio fue una tontería, pero en aquellos momentos nos pareció que no teníamos otra opción. Yo me reuní con ella más tarde. Decidimos viajar y un día nos detuvimos en un hotelito que nos encantó y que resultó que estaba en venta. Fue amor a primera vista. Lo compramos y lo regentamos durante años. Pero..., bueno, nos hemos hecho mayores y más sabios, y las cosas ya no están tan mal, así que decidimos volver a casa. Eso es todo.

—Eso es todo —repitió Betterton con voz hueca.

—Si ha leído el informe de la policía, ya estará al corriente de todo. Hubo una investigación, por supuesto. Todo ocurrió hace mucho tiempo. No hubo ningún fraude, no fue un intento de eludir deudas ni de burlar a la compañía de seguros. No hicimos nada ilegal, así que dejaron correr el asunto. Ahora lo único que deseamos es vivir aquí, tranquilamente y en paz.

Betterton sopesó todo aquello. El informe de la policía hablaba de un hotel, pero no daba detalles.

—¿Dónde estaba ese hotelito?

—En México.

—¿Dónde de México?

Un breve momento de duda.

—En San Miguel de Allende. Nos enamoramos del lugar en cuanto lo vimos. Es una ciudad de artistas en las montañas del centro de México.

—¿Y cómo se llama el hotel?

—Casa Magnolia. Un sitio precioso. Se podía ir paseando hasta el Mercado de Artesanías.

Betterton suspiró. No se le ocurría nada más que preguntar, y la franqueza del señor Brodie lo había dejado sin pistas que seguir.

—Está bien —dijo—, le agradezco su buena disposición.

Como toda respuesta, Brodie asintió y recogió la bandeja y el trapo.

—Si se me ocurre alguna pregunta..., ¿puedo volver a llamarlos?

—Creo que no —respondió secamente la señora Brodie—. Que tenga un buen día.

Mientras regresaba a su vehículo, Betterton no dejó que el abatimiento lo venciera. Seguía siendo una buena historia. No era la exclusiva del siglo, de acuerdo, pero despertaría el interés de la gente y destacaría en su currículo. Una mujer que fingía suicidarse y cuyo marido se reunía con ella en el extranjero para regresar juntos al cabo de los años. Sí, era una historia de interés humano con una pizca de misterio. Con un poco de suerte, tal vez las agencias de noticias se interesaran por ella.

—Ned, granuja —se dijo mientras abría la puerta del coche—, no será el Watergate, de acuerdo, pero quizá te ayude a sacar tu patético culo de Ezerville.

June Brodie se quedó junto a la ventana, observando impasible con sus fríos ojos azules, hasta que el coche desapareció en la distancia. Luego se volvió hacia su marido.

—¿Crees que se lo habrá tragado? —preguntó.

Carlton Brodie estaba limpiando la bandeja de porcelana.

—La policía se lo tragó, ¿no?

—Con ellos no teníamos elección, pero ahora es del dominio público.

—Ya lo era.

—Sí, pero no del dominio público de los periódicos.

Brodie soltó una risita.

—Creo que estás dando demasiada importancia al
Ezerville Bee.
—Se interrumpió y miró a su mujer—. ¿Qué pasa?

—¿No te acuerdas de lo que decía Charles, lo asustado que estaba? Siempre insistía en que debíamos permanecer escondidos. «No asoméis la cabeza», nos decía. «No deben saber que estamos vivos, de lo contrario vendrán por nosotros.»

—¿Y?

—¿Qué pasará si lo leen en los periódicos?

Brodie rió de nuevo.

—June, por favor. No hay ningún «ellos». Slade era viejo y estaba enfermo, mentalmente enfermo, chalado perdido. Confía en mí, esto nos beneficia. Que se sepa, y que se sepa a nuestra manera: sin demasiados rumores ni especulaciones. Es mejor cortarlo de raíz. —Regresó a la cocina sin dejar de frotar la bandeja.

Capítulo 15

Caira Barrow, Escocia

D'Agosta, sentado al volante del Ford de alquiler, contemplaba desconsoladamente los interminables y parduscos páramos. Desde la altura donde había aparcado, parecían extenderse en un brumoso infinito. Y, a juzgar por la suerte que había tenido hasta el momento, bien podían no acabar nunca y guardar sus siniestros secretos para siempre.

Se sentía más débil que nunca. Incluso entonces, después de siete meses, la herida de bala seguía dejándolo sin aliento tras algo tan sencillo como subir un tramo de escalera o caminar por la terminal de un aeropuerto. Aquellos últimos tres días en Escocia se lo habían recordado continuamente. Gracias al amable y competente inspector jefe Balfour, había visto todo lo que había que ver, había leído todas las transcripciones oficiales, las declaraciones y los informes forenses. Había visitado la escena del tiroteo y había hablado con los empleados de Kilchurn Lodge. Había visitado todas las granjas, graneros, cabañas de piedra, marismas, quebradas y valles en un radio de treinta kilómetros de aquel lugar dejado de la mano de Dios. Todo en vano. Y había resultado agotador. Más que agotador.

El clima, frío y lloviznoso, de Escocia no había constituido una ayuda. Sabía que las islas Británicas podían ser húmedas, pero no había visto el sol desde que había salido de Nueva York.

La comida era espantosa, ni un plato de pasta en kilómetros a la redonda. La noche de su llegada lo habían convencido para que probara una especialidad escocesa llamada
haggish
y su sistema digestivo no había vuelto a ser el mismo desde entonces. Kilchurn Lodge era bastante elegante, pero había corrientes, el frío se le había metido en los huesos y había conseguido que la herida volviera a dolerle.

Miró nuevamente por la ventanilla y dejó escapar un suspiro. Lo último que le apetecía era volver al páramo. Sin embargo, la noche anterior, en una taberna, había oído hablar de una pareja de ancianos —locos o simplemente un poco idos, según quien lo contara— que vivían en una casa de piedra en el páramo, no lejos de las Insh Marshes. Criaban ovejas, cultivaban sus propios alimentos y casi nunca aparecían por el pueblo. Por lo que le habían contado, no había ninguna carretera que llevara a la casa, solo un camino de tierra señalado por mojones de piedra. Se hallaba en medio de ninguna parte, lejos de la carretera y a veinte kilómetros del lugar donde había ocurrido el tiroteo. D'Agosta sabía que era imposible que Pendergast, estando gravemente herido, hubiera podido cubrir semejante distancia. Sin embargo, comprobar aquella pista antes de volver a Nueva York era algo que debía a su viejo amigo y a sí mismo.

Echó un último vistazo al mapa topográfico que llevaba, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Mejor ponerse en marcha lo antes posible. El cielo se estaba encapotando y unas nubes amenazadoras llegaban por el oeste. Vaciló una vez más y, haciendo un esfuerzo enorme, salió del coche, se abrochó el impermeable y echó a andar.

El camino no tenía pérdida: era un sendero de tierra y gravilla que serpenteaba entre la hierba y el brezo. En la distancia divisó el primer mojón. No era el habitual montón de piedras, sino una estrecha losa de granito clavada en el suelo. Al acercarse vio que tenía algo grabado.

GLIMS HOLM

6 KM

Era el nombre de la casa que habían mencionado en la taberna. Soltó un gruñido de satisfacción. Seis kilómetros. Tomándoselo con calma tardaría un par de horas. Siguió caminando; el viento le daba en la cara, la grava crujía bajo sus nuevas botas de montaña. Iba equipado contra el frío y tenía por delante más de siete horas de luz diurna.

Durante el siguiente kilómetro y medio el sendero discurrió por terreno firme, siguiendo una ligera elevación que se adentraba en las marismas. D'Agosta respiraba regularmente, sorprendido y complacido por el hecho de que el ir y venir de aquellos días parecía haberlo fortalecido, a pesar de su debilidad y del dolor de la herida. El sendero estaba bien señalizado: grandes hitos de granito hundidos en el terreno servían de guía.

A medida que se adentraba en las marismas, la pista se fue difuminando, aunque los hitos seguían siendo visibles cada doscientos metros. Cuando llegaba a uno, D'Agosta hacía una pausa, oteaba el paisaje hasta que localizaba el siguiente y reemprendía la marcha. A pesar de que el terreno parecía relativamente llano y abierto, se dio cuenta de que había muchas irregularidades que hacían difícil mantener una línea recta.

Cuando dieron las once, el camino empezó a descender ligeramente hacia una zona de lodazales. A lo lejos, a su izquierda, vio una oscura línea que, según su mapa, señalaba la linde de las Insh Marshes. El viento había cesado. La niebla se acumulaba en las hondonadas y extendía su velo sobre las oscuras ciénagas. El cielo se oscureció con la llegada de más nubes.

«Demonios», se dijo D'Agosta mirando a lo alto. La maldita llovizna escocesa había vuelto a empezar.

Siguió adelante. De repente, una tremenda racha de viento interrumpió la llovizna. La oyó antes de que llegara —un gemido que barría el páramo aplastaba el brezo a su paso—, y entonces el viento lo azotó, tiró de su impermeable y amenazó con arrancarle el sombrero. Gruesas gotas de lluvia empezaron a martillear el suelo. Las brumas, hasta ese momento confinadas en las hondonadas, parecieron convertirse en nubes y empezaron a correr por los páramos; aunque quizá era que el cielo se había desplomado.

D'Agosta miró la hora. Casi mediodía.

Se detuvo a descansar junto a una roca. No había vuelto a ver más indicaciones de Glims Holm, pero calculó que llevaba caminados casi cinco kilómetros. Le quedaba uno. Examinó con la mirada el paisaje que se abría ante él y no vio nada que pudiera parecerse a una casa. Una nueva racha de viento lo zarandeó, y las gotas de lluvia le azotaron el rostro.

«Hijo de puta», maldijo para sí al tiempo que hacía un esfuerzo para levantarse. Comprobó el mapa pero no le sirvió de gran cosa; en el terreno no había marcas visibles ni referencias que le permitieran calcular su avance.

BOOK: Sangre fría
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