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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (36 page)

BOOK: Sangre fría
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Corrie volvió a leer el artículo de principio a fin, esta vez más despacio. Betterton. Eso era espantoso. No le había parecido un mal tipo, solo fuera de lugar. Lo cierto era que se arrepentía de haberle echado aquel rapapolvo.

Pero ese brutal asesinato no podía ser una coincidencia. Aunque estuviera totalmente equivocado en lo tocante a Pendergast, Betterton andaba detrás de algo. Un asunto de drogas, había dicho. Intentó recordar la dirección de la casa de la que le había hablado. Se concentró, temerosa de haberla olvidado, y entonces la recordó: el 428 de East End Avenue.

Dejó el tabloide con gesto pensativo. Pendergast. ¿De qué manera estaba implicado? ¿Sabía algo de Betterton? ¿Estaba realmente trabajando por su cuenta, sin apoyo? ¿De verdad había hecho saltar por los aires una tienda de artículos de pesca?

Le había prometido no interferir. Pero ni siquiera Pendergast diría que comprobar algo, simplemente comprobarlo, fuera «interferir».

Capítulo 65

El agente especial Pendergast, sentado en un coche de alquiler aparcado en la rotonda sobre la calle Setenta y nueve, desde donde se divisaba el puerto deportivo, examinaba con unos prismáticos el yate anclado a cierta distancia de los pantalanes. Con sus más de cuarenta metros, era el más grande del puerto y estaba equipado con los últimos adelantos. Cuando el viento roló, el barco osciló alrededor de la boya y le mostró el nombre y el puerto de origen pintados en la popa.

Vergeltung

Orchid Island, Florida

Un viento frío procendente del mar zarandeó el coche y levantó blancas crestas en el ancho Hudson.

El móvil que había en el asiento del pasajero empezó a sonar. Pendergast bajó los prismáticos y contestó.

—Diga...

—¿Hablo con mi agente secreto favorito? —dijo una voz susurrante desde el otro lado de la línea.

—Hola, Mime —repuso Pendergast—. ¿Cómo te va?

—Has encontrado el yate, ¿no?

—Ahora mismo lo estoy observando.

Una risita de satisfacción sonó a través del aparato.

—Estupendo, estupendo. ¿Crees que lo tenemos?

—Desde luego que sí, Mime, y gracias a ti.

—Vergeltung
, que significa «venganza» en alemán. Fue un verdadero reto. Esa red fantasma de ordenadores zombis de la que me he apropiado por todo Cleveland llevaba bastante tiempo inactiva. Ya era hora de que la pusiera a trabajar en algo útil.

—Preferiría no conocer los detalles, pero tienes toda mi gratitud.

—Me alegro de haberte sido de más ayuda esta vez. Mantén la cabeza fría, muchacho.

Se oyó un clic y la comunicación se cortó.

Pendergast se guardó el móvil en el bolsillo y puso el coche en marcha. Se dirigió hacia el puerto deportivo y se detuvo ante la verja de entrada que daba acceso al pantalán principal. Un hombre de impecable uniforme —sin duda un ex policía— se asomó desde la garita.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Vengo a ver al señor Lowe, el director del puerto.

—¿Y usted es...?

Pendergast sacó su placa y se la mostró.

—Soy el agente especial Pendergast.

—¿Tiene una cita?

—No.

—¿Y el motivo de su visita es...?

Pendergast se limitó a mirarlo fijamente. Luego sonrió.

—¿Hay algún problema? Porque si es así, preferiría saberlo ahora.

El guardia parpadeó.

—Un momento. —Se retiró y habló por teléfono con alguien. Luego abrió la verja—. Entre y deje el coche en el aparcamiento. El señor Lowe saldrá enseguida.

El «enseguida» se demoró algo más de lo esperado. Al fin, un hombre alto y fornido, con aspecto de marinero, salió del edificio principal del puerto y se acercó a grandes zancadas. Su aliento dejaba nubecillas de condensación en el frío aire. Pendergast se apeó del coche y lo esperó junto al vehículo.

—Vaya, vaya, conque del FBI... —dijo el hombre tendiéndole la mano con una sonrisa y un destello en sus ojos azules—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Pendergast señaló el gran yate con la cabeza.

—Me gustaría que me diera cierta información sobre ese barco.

—¿A qué se debe su interés? —preguntó Lowe sin perder la sonrisa.

—Un asunto oficial —repuso Pendergast sonriendo a su vez.

—Oficial. Bueno, eso es curioso, porque acabo de hablar con la oficina del FBI de Nueva York para preguntarles si un tal agente Pendergrast está trabajando en algún caso relacionado con este puerto y...

—Pendergast.

—Disculpe. Pendergast. Me han dicho que se ha tomado un permiso y que no está trabajando en ningún caso. Así que debo suponer que está obrando por su cuenta y utilizando su placa de modo indebido, lo cual va en contra de las normas del FBI, si no me equivoco.

La sonrisa de Pendergast no vaciló.

—No se equivoca.

—En ese caso, yo ahora regresaré a mi despacho y usted se marchará con viento fresco. Y si vuelvo a verlo por aquí, llamaré al FBI e informaré de que uno de sus agentes especiales va por ahí utilizando su placa para intimidar a los ciudadanos que respetan la ley.

—¿Intimidar? Cuando empiece a intimidarlo, sabrá lo que es eso.

—¿Es una amenaza?

—Es una predicción. —Pendergast señaló con la cabeza las aguas del puerto—. Supongo que ve ese yate de ahí. Tengo motivos para pensar que se va a cometer un grave delito a bordo. Y si ese delito se produce, yo me haré cargo del caso con todas las prerrogativas de mi cargo, y usted, naturalmente, será investigado como cómplice colaborador.

—Amenaza en vano. Usted sabe perfectamente que no soy ningún cómplice colaborador. Si se va a cometer un delito, señor Prendergast, le recomiendo que llame a la policía.

—Pendergast. —Su tono fue razonable—. Lo único que le estoy pidiendo, señor Lowe, es un poco de información acerca de ese barco, de su tripulación y de sus idas y venidas; información que quedará estrictamente entre nosotros porque veo que es usted una persona amigable a quien le gusta cooperar con los representantes de la ley.

—Si esto es lo que usted llama «intimidación», no le está funcionando. Mi trabajo consiste en proteger la intimidad de los clientes que patrocinan este puerto deportivo, y eso es lo que pretendo hacer. Si usted vuelve con una orden judicial, estupendo. Si viene la policía de Nueva York, estupendo también. Entonces cooperaré. Pero no quiero saber nada de agentes del FBI que enseñan su placa en sus horas libres. Y ahora piérdase.

—Cuando investiguemos este crimen, mis colegas, la sección de Homicidios de la policía de Nueva York, querrán saber por qué aceptó dinero de la gente de ese yate.

Una duda asomó al rostro de Lowe.

—Las propinas forman parte de este negocio. Es como con los taxistas. No hay nada malo en ello.

—Desde luego que no, al menos hasta que la propina alcanza cierta cantidad. Entonces se convierte en un pago. Quizá incluso en un soborno. Y cuando dicho soborno se hace con el propósito de mantener alejadas a las autoridades, entonces quien lo acepta, usted, señor Lowe, se convierte en cómplice colaborador. Más aún si llega a saberse que no solo amenazó con matarme si no me marchaba del puerto, sino que también insultó a lo más granado de la policía con un lenguaje ofensivo.

—¿Qué demonios está diciendo? Yo no lo he amenazado a usted ni a la policía.

—Sus palabras exactas han sido: «Tengo amigos que le meterán una bala en la cabeza si no se larga de aquí, y esto también vale para los cerdos de la pasma».

—¡Yo no he dicho nada parecido! ¡Es usted un cabrón embustero!

—Cierto. Pero eso solo lo sabemos usted y yo. Todos los demás creerán a pies juntillas lo que yo les diga.

—¡No se saldrá con la suya! ¡Se está marcando un farol!

—Soy un hombre desesperado, señor Lowe, y estoy actuando fuera de las normas. Haré lo que sea, mentir, coaccionar y engañar, para obligarlo a cooperar. —Sacó el móvil—. Mire, voy a llamar a Emergencias del FBI para informarles de sus amenazas y solicitar refuerzos. Cuando lo haga, su vida cambiará para siempre, a menos que... —Arqueó una ceja y alzó el móvil.

Lowe lo fulminó con la mirada, temblaba de rabia.

—Maldito hijo de puta.

—Interpretaré eso como un «sí». ¿Qué le parece si vamos a su despacho? Se ha levantado un viento de lo más desagradable procedente del Hudson.

Capítulo 66

El edificio de East End Avenue no era una antigua casa de piedra. Era de ladrillo, estrecho y solo tenía un par de pisos. En todo el East Side no habría sido posible encontrar nada más viejo y abandonado, pensó Corrie mientras lo observaba, apoyada en el árbol de la acera de enfrente, bebiendo café y fingiendo leer un libro.

Las ventanas tenían las persianas echadas y, a juzgar por lo amarillentas que estaban, debían de llevar mucho tiempo así. Los marcos estaban sucios y protegidos por barrotes. El pórtico se veía agrietado, y ante la puerta del sótano se acumulaba la basura. Sin embargo, a pesar de su ruinosa apariencia, el edificio parecía cuidadosamente cerrado: los candados de la puerta principal brillaban de tan nuevos que eran, y tampoco los barrotes de las ventanas parecían viejos.

Acabó el café, guardó el libro y empezó a caminar por la calle. El barrio, en otro tiempo alemán, era conocido con cierta guasa como «el gueto de las chicas» porque se había convertido en la zona favorita de muchas jóvenes licenciadas, recién llegadas a Manhattan, que buscaban un lugar tranquilo donde instalarse. Era limpio, tranquilo y seguro. Las calles estaban llenas de atractivas jóvenes, muchas de ellas con aspecto de trabajar en Wall Street o en los grandes bufetes de abogados de Park Avenue.

Corrie arrugó la nariz y siguió hasta el final de la manzana. Betterton había dicho que había visto a alguien salir del edificio, pero ella tenía la impresión de que hacía lustros que de allí no salía nadie.

Dio media vuelta y caminó en dirección contraria. No estaba convencida. La casa formaba parte de una larga hilera de antiguos edificios de piedra, y sin duda todos tenían su jardín trasero. Si encontrara la manera de echar un vistazo a la parte de atrás de la casa podría valorar mejor la situación. Naturalmente, cabía la posibilidad de que todo fuera fruto de la imaginación desbocada de Betterton. No obstante, había algo creíble en la historia que le había contado de que Pendergast había hecho saltar por los aires un local, arrasado un laboratorio de drogas y hundido unas cuantas barcas. Y aunque Betterton se equivocaba, debía reconocer que le había parecido un tipo duro e inteligente, no de los que se dejaban matar fácilmente. Sin embargo, muerto estaba.

Cuando llegó a mitad de la manzana, contempló los edificios de piedra que flanqueaban la casa del número 428. Eran los típicos edificios del East Side, con varios apartamentos por planta. Los estaba observando cuando una joven salió de uno de ellos; vestía un elegante traje chaqueta y llevaba un maletín. La chica pasó junto a ella mirándola de soslayo y dejó tras de sí un rastro de perfume caro. Otras jóvenes iban y venían por las aceras, y todas parecían cortadas por el mismo patrón: profesionales vestidas con traje o equipadas para hacer jogging. Corrie comprendió entonces que, con su aspecto gótico —pelo en punta, pendientes, anillos y tatuajes—, llamaba penosamente la atención.

«¿Qué puedo hacer?», se preguntó. Entró en una tienda de
bagels
, pidió un
bialy
de salmón y se sentó junto a una ventana desde la que podía observar la calle. Si conseguía trabar amistad con alguno de los inquilinos de los pisos a nivel de calle, quizá podría convencerlo para que le enseñara el jardín trasero. Pero en Nueva York uno no se acercaba así como así a un desconocido y lo saludaba. Ya no estaba en Kansas.

Entonces vio que del edificio situado a la derecha del 428 salía una chica con el pelo largo y negro vestida con una minifalda de cuero y botas altas negras.

Dejó rápidamente unos cuantos billetes encima de la mesa, salió corriendo de la tienda de
bagels
y echó a andar por la acera balanceando el bolso, mirando el cielo y manteniendo una deliberada trayectoria de colisión con la colega gótica que se le acercaba de frente.

Había sido muy fácil. En ese momento el sol se ponía y Corrie estaba tranquilamente sentada en la pequeña cocina del apartamento a nivel de la calle, bebiendo té verde y escuchando a su nueva amiga quejarse de los yuppies del barrio. Se llamaba Maggie y trabajaba de camarera en un club de jazz mientras intentaba abrirse paso en el mundo del teatro. Era simpática, inteligente y estaba hambrienta de compañía.

—Me encantaría mudarme a Long Island o a Brooklyn —decía—, pero mi padre es de los que creen que cualquier sitio de Nueva York que no sea el Upper East Side está lleno de violadores y asesinos.

Corrie rió.

—Quizá tenga razón. El edificio de aquí al lado parece de lo más siniestro. —Se sintió fatal por manipular a una chica a la que le gustaría tener de amiga.

—Creo que está abandonado. Me parece que nunca he visto entrar o salir a nadie. Es raro, porque debe de valer una pasta. Una magnífica propiedad inmobiliaria desaprovechada.

Corrie removió su té y se preguntó cómo se las iba a arreglar para salir al patio trasero, saltar el muro divisorio para acceder a la vieja casa de al lado y... forzar la entrada.

«Forzar la entrada.» ¿De verdad iba a hacer eso? Por primera vez se detuvo a pensar por qué, exactamente, estaba allí y qué se proponía. Se había dicho a sí misma que examinaría la situación, nada más. Estaba estudiando derecho en John Jay, ¿era sensato considerar siquiera cometer allanamiento de morada?

Y eso era solo la mitad de la historia. Desde luego, en Medicine Creek había forzado multitud de puertas porque sí, pero, si Betterton estaba en lo cierto, esa gente eran traficantes de droga realmente peligrosos. Y Betterton estaba muerto. Además, claro, estaba la promesa que le había hecho a Pendergast...

No la rompería, por supuesto que no, pero haría una pequeña comprobación. No se la jugaría, miraría por las ventanas y mantendría la distancia. Al primer indicio de problemas o de peligro, se largaría.

Se volvió hacia Maggie y suspiró.

—Me gusta este piso. Ojalá tuviera algo parecido. Pasado mañana termina mi contrato de alquiler y no tendré el nuevo apartamento hasta dentro de una semana. Supongo que buscaré un hotel barato o algo así.

El rostro de Maggie se iluminó.

—¿Necesitas un sitio donde instalarte unos días?

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