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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (40 page)

BOOK: Sangre fría
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—Hipotermia —dijo a Falkoner—. Tenemos que subir su temperatura interior. ¿Dónde está la mujer?

—¿Gerta? Se ha encerrado en su camarote.

—Dígale que prepare un baño caliente.

Falkoner desapareció mientras Esterhazy quitaba a Constance el chaleco, el vestido empapado, la ropa interior, y la envolvía en una manta que encontró doblada en una butaca cercana. Luego la maniató con una brida y le ató los tobillos con otra muy poco apretada, lo justo para que no le impidiera caminar.

Instantes después, la mujer llegó con Falkoner. Estaba pálida pero serena.

—La bañera se está llenando.

Llevaron a Constance hasta el baño del camarote de proa y la sumergieron en agua caliente. La joven empezaba a recobrar el sentido y murmuró algo mientras la metían en la bañera.

—Voy fuera a vigilar a Pendergast —dijo Esterhazy.

Falkoner lo miró..., una mirada calculadora, inquisitiva. Luego sonrió torvamente.

—Cuando ella haya recobrado el conocimiento, la llevaré fuera... y la utilizaremos para que Pendergast hable.

Esterhazy se estremeció interiormente.

Encontró a Pendergast donde lo había dejado, vigilado por Schultz. Cogió una de las sillas de cubierta y se sentó frente a él, con la pistola en la mano y mirándolo atentamente. No era la primera vez que estaban cara a cara desde que lo había dejado —gravemente herido y hundiéndose— en una ciénaga del Foulmire. Como de costumbre, los plateados ojos de Pendergast, apenas visibles en la tenue luz, eran inescrutables.

Durante diez minutos Esterhazy repasó todas las alternativas de su situación, todos los planes posibles para escapar del
Vergeltung...,
en vano. Iban a matarlo. Lo había visto en la mirada que Falkoner le había dirigido. Gracias a Pendergast, había causado a la Alianza demasiados problemas a demasiados hombres para seguir con vida.

Oyó voces y vio que Constance se acercaba por el pasillo de babor, empujada por Gerta, la mujer pelirroja, y seguida por los amenazadores murmullos de Falkoner. Enseguida llegaron al puente. Zimmermann se les unió. Constance llevaba un largo albornoz blanco y, encima, una chaqueta de hombre. Falkoner le dio un último empujón, y ella cayó al suelo, enfrente de Pendergast.

—Puta peleona —dijo Falkoner al tiempo que se llevaba una mano a la arañada nariz—. Reanimarla no ha sido problema. Átenla ahí.

Gerta y Schultz la arrastraron hasta la borda y la ataron a un candelero. Constance no se resistió, permanecía extrañamente callada y pasiva.

Falkoner lanzó una mirada de triunfo a Esterhazy.

—Yo me ocuparé de esto —dijo en tono cortante—. Al fin y al cabo, es mi especialidad.

Se agachó y arrancó la cinta que cubría la boca de Pendergast.

—No queremos perdernos una palabra de lo que tenga que decirnos, ¿no es verdad?

Esterhazy alzó la vista y observó el puente; una hilera de ventanas débilmente iluminadas en la cubierta superior y detrás del castillo de proa. Divisó al capitán en el timón, y a Gruber, su ayudante, junto a él. Los dos estaban absortos en su trabajo, no prestaban atención al drama que tenía lugar en cubierta. El yate se dirigía hacia el nordeste, en paralelo a la costa sur de Long Island. Se preguntó adonde iban... Falkoner no había sido nada concreto en ese punto.

—De acuerdo —dijo este adoptando una pose chulesca ante Pendergast. Se guardó la pistola, desenvainó el cuchillo de combate y acarició su doble filo ante los ojos del agente del FBI. Entonces se arrodilló, le clavó la punta del cuchillo en la carne y dibujó una delgada línea en la mejilla. La sangre manó con abundancia—. Ahora ya tiene la cicatriz de duelo de Heidelberg, como mi abuelo. Preciosa.

La mujer pelirroja observaba con expresión de deleite.

—¿Ve lo afilado que está? —continuó Falkoner—. Sin embargo, este filo no es para usted. Es para ella.

Se acercó a Constance y se plantó ante ella, de pie, jugando con el cuchillo y hablándole directamente.

—Si él no responde a mis preguntas, rápida y exhaustivamente, tendré que cortarla. Y le dolerá mucho.

—No le dirá una palabra —replicó Constance con voz baja pero firme.

—Lo hará cuando empecemos a arrojar al mar trozos de su cuerpo.

Constance lo miró fijamente. A Esterhazy le sorprendió el poco miedo que vio en sus ojos. Aquella mujer asustaba.

Falkoner soltó una risita y se volvió hacia Pendergast.

—Su pequeña investigación, de la que nos hemos enterado hace poco, ha resultado de lo más instructiva. Por ejemplo, creíamos que Helen llevaba muerta años.

Esterhazy sintió que se le helaba la sangre.

—¿Verdad, Judson?

—Eso es mentira —replicó este con voz débil.

Falkoner hizo un gesto displicente con la mano, como si la cuestión careciera de importancia.

—En cualquier caso, he aquí la primera pregunta. ¿Qué sabe de nuestra organización y cómo se ha enterado?

Pendergast no respondió. Lo que hizo fue volverse hacia Esterhazy con una mirada extrañamente compasiva.

—Tú serás el siguiente. Lo sabes, ¿verdad?

Falkoner fue hasta Constance, le cogió las manos atadas tras el candelero, y despacio, con parsimonia, le hizo un corte a lo largo del pulgar. Ella ahogó un grito y volvió la cabeza a un lado.

—La próxima vez —dijo Falkoner, mirando al agente del FBI—, míreme a mí y conteste a mis preguntas.

—¡No le digas nada! —gritó Constance—. ¡No le digas nada! ¡Nos matará de todas maneras!

—No es cierto —replicó Falkoner—. Si su amigo habla, la dejaremos con vida en la orilla. Él no saldrá vivo de esta, pero puede salvarla a usted. —Se volvió hacia Pendergast—. Conteste a la pregunta.

El agente especial empezó a hablar. Explicó brevemente cómo había descubierto que el rifle de su mujer estaba cargado con balas de fogueo y había comprendido que había sido asesinada en África doce años atrás. Habló lenta y claramente, en un tono neutro.

—Y entonces fue a África —dijo Falkoner— y descubrió nuestra pequeña conspiración para desembarazarnos de ella.

—¿Su conspiración? —Pendergast pareció sopesar aquel comentario.

—¿Por qué hablas con él? —dijo Constance de repente—. ¿Crees que va a dejarme ir? ¡Claro que no! No le digas más, Aloysius..., nos matará de todos modos.

Con el rostro encendido, Falkoner, excitado, volvió a coger la mano de Constance y a hundirle el cuchillo en el pulgar, ampliando el corte y haciéndolo más profundo. Ella se retorció de dolor pero no gritó.

Con el rabillo del ojo, Esterhazy vio que tanto Schultz como Zimmermann habían enfundado sus armas y estaban disfrutando del espectáculo.

—No siga —advirtió Esterhazy a Falkoner—. Si sigue haciéndole daño, él no le dirá nada más.

—Cállese. Sé lo que hago. Llevo años haciendo esto.

—No lo conoce.

Sin embargo, Falkoner se detuvo. Blandió el ensangrentado cuchillo, lo agitó ante los ojos de Pendergast y lo limpió en los labios del agente especial.

—La próxima vez le cortaré el pulgar. —Sonrió sádicamente—. Usted la quiere, ¿verdad? Supongo que sí, tan joven y bonita..., ¿quién no la querría? —Se levantó y dio una vuelta por cubierta—. Estoy esperando, Pendergast. Siga.

Pero Pendergast no siguió. Miraba fijamente a Esterhazy.

Falkoner se detuvo y ladeó la cabeza.

—Está bien. Yo siempre cumplo mis promesas. Schultz, sujeta la mano de la señorita con fuerza.

El marinero agarró la mano de Constance mientras Falkoner blandía el cuchillo. Esterhazy comprendió que se disponía a cortarle el pulgar. Y que si lo hacía, no habría vuelta atrás para Pendergast ni para él.

Capítulo 76

—Un momento —dijo Esterhazy.

Falkoner se detuvo.

—¿Qué pasa?

Esterhazy se acercó rápidamente a Falkoner y le habló al oído.

—Hay algo que había olvidado decirle —susurró—, algo que debe saber. Es muy importante.

—¡Maldita sea, ahora no!

—Vayamos más allá. Nadie debe oírnos. Le repito que es de la mayor importancia.

—No me gusta que me interrumpan cuando estoy haciendo mi trabajo —masculló Falkoner; su sonrisa de sádico placer había dado paso a una mueca de disgusto.

Esterhazy lo llevó al lado de babor, hacia popa, y miró hacia lo alto. Allí, los otros no podían verlos, y tampoco desde el puente de mando.

—¿Qué problema hay? —quiso saber Falkoner.

Esterhazy se inclinó para hablarle al oído y le puso una mano en el hombro. Entonces, sacó su pistola y le disparó una bala en el cráneo. Un chorro de sangre, de sesos y fragmentos de hueso voló por los aires y salpicó a Esterhazy en pleno rostro.

Falkoner dio una sacudida, con los ojos muy abiertos, y cayó en los brazos de Esterhazy. Este lo cogió rápidamente por las axilas y, con un movimiento brusco, lo arrojó por la borda.

Al oír el disparo, Zimmermann se acercó corriendo, pero Esterhazy le metió una bala entre los ojos.

—¡Schultz! —gritó—. ¡Venga a ayudarnos!

Segundos después, Schultz apareció, pistola en mano, y Esterhazy se lo cargó con otra bala.

A continuación, se limpió las salpicaduras de sangre de la cara con un pañuelo y volvió junto al resto del grupo con la pistola preparada. Gerta lo miró con los ojos como platos, paralizada por la sorpresa.

—Acérquese —le ordenó Esterhazy—, y hágalo despacio o ya puede ir despidiéndose.

La mujer obedeció. Cuando llegó a la altura de la cabina, la amordazó y le ató las muñecas y los tobillos con la misma cinta que habían utilizado para inmovilizar a Pendergast. La dejó en el pasillo de cubierta, donde no podían verla desde el puente de mando, y fue hacia popa, donde Hammar estaba recobrando lentamente la conciencia, farfullando y gruñendo. Lo ató y terminó con un rápido recorrido por el puente superior, donde encontró al malherido Eberstark, al que también maniató. Luego, volvió junto a Constance y Pendergast.

Los miró sin decir nada. Ambos habían sido testigos de lo que había hecho. Constance estaba callada, pero él vio la sangre que manaba del pulgar. Se arrodilló y examinó la herida. El segundo corte, más profundo, había llegado hasta el hueso. Metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo limpio y le vendó el dedo. Luego se levantó y se encaró con Pendergast. Sus plateados ojos volvían a brillar. A Esterhazy le pareció detectar en ellos una chispa de sorpresa.

—Una vez me preguntaste cómo había podido matar a mi hermana —dijo Esterhazy—. Entonces te dije la verdad. Y ahora volveré a decirte la verdad. No la maté. Helen está viva.

Capítulo 77

Esterhazy hizo una pausa. En los ojos de Pendergast había una mirada nueva, una mirada que no acababa de comprender. Y sin embargo no decía nada.

—Crees que tu lucha solo tiene que ser conmigo —prosiguió rápidamente—. Pero te equivocas. No soy solo yo. No es solo este yate y su tripulación. Lo cierto es que no tienes idea, ni la menor idea, de contra quién te enfrentas.

Pendergast permaneció en silencio.

—Escucha. Falkoner iba a matarme a mí también. En cuanto hubiera acabado contigo, habría hecho exactamente lo mismo conmigo. No lo he comprendido hasta esta noche, en este barco.

—O sea, que lo ha matado para salvarse usted —dijo Constance—. ¿Y supone que con eso se ganará nuestra confianza?

Esterhazy hizo lo posible por hacer caso omiso de aquellas palabras.

—Maldita sea, Aloysius, escúchame: Helen está viva y me necesitas para que te la devuelva. Ahora no tenemos tiempo para hablar de eso. Más tarde te lo explicaré todo. ¿Vas a cooperar conmigo o no?

Constance rió burlona.

Esterhazy clavó la mirada en los fríos e insondables ojos de Pendergast durante largo rato. Luego respiró hondo.

—Está bien, voy a arriesgarme —dijo—. Voy a arriesgarme a que, en algún rincón de esa extraña cabeza tuya, creas lo que acabo de decirte.

Se agachó, cogió un cuchillo y se inclinó sobre Pendergast para cortarle las ligaduras. No obstante, en el último momento pareció vacilar.

—¿Sabes, Aloysius? —dijo en voz baja—, me he convertido en aquello para lo que nací. Nací en ello..., y eso es algo que escapa a mi control. Si supieras el horror al que Helen y yo nos vimos sometidos, lo comprenderías.

Cortó las ligaduras de Pendergast y lo liberó.

El agente del FBI se puso en pie lentamente, masajeándose los brazos con expresión todavía inescrutable. Esterhazy dudó un momento. Luego le entregó su .45, con la culata por delante. Pendergast cogió la pistola, se la guardó y, sin decir palabra, se acercó a Constance y cortó sus ataduras.

—Vámonos —dijo Esterhazy.

Durante unos segundos nadie se movió.

—Constance —dijo Pendergast—, espéranos junto al bote auxiliar de popa.

—Un momento —replicó ella—. Supongo que no irás a fiarte de...

—Por favor, haz lo que te digo. Nos reuniremos contigo enseguida.

La joven fulminó a Esterhazy con la mirada antes de dar media vuelta y desaparecer en la oscuridad.

—Hay dos hombres en el puente de mando —explicó Esterhazy—. De modo que antes de subir a ese bote, debemos neutralizarlos.

Al ver que Pendergast no decía nada, Esterhazy tomó la delantera, abrió la puerta de la cabina y pasó por encima de un cuerpo inmóvil. Cruzaron el salón principal y subieron por una escalerilla. Cuando llegaron al puente superior, abrió unas puertas correderas y atravesaron la sala hasta la puerta del puente de mando. Pendergast se situó junto a ella y desenfundó su pistola. Esterhazy llamó con los nudillos.

Al cabo de un momento, la voz del capitán sonó a través del intercomunicador.

—¿Quién es? ¿Qué está pasando? ¿Qué han sido esos disparos?

—Soy Judson, capitán —contestó Esterhazy en tono tranquilo—. Todo ha terminado. Falkoner y yo los tenemos inmovilizados en el salón.

—¿Y el resto de la tripulación?

—Ha caído. La mayoría están muertos, otros están heridos o... han caído por la borda. Pero ahora todo está bajo control.

—¡Dios mío!

—Falkoner quiere que Gruber baje un momento.

—Llevo rato intentando contactar con Falkoner por radio.

—Se ha quitado el intercomunicador. Ese Pendergast se había hecho con uno y estaba oyendo nuestras conversaciones. Escuche, capitán, no tenemos mucho tiempo. Falkoner quiere que Gruber baje ahora mismo.

—¿Cuánto rato? Lo necesito en el puente.

—Cinco minutos, como mucho.

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