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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (50 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–¡Te iba a escribir una nota!

–¿Y qué habrías puesto, en tu famosa nota?

–Iba a poner: «Me he llevado tu bolso».

Emma se rio, una risa grave de recién despierta que se le atragantó un poco. Su sonrisa tenía algo tan gratificante, los dos hondos paréntesis en las comisuras de su boca, y aquel no despegar los labios, como si se callase algo, que Dexter casi se arrepintió de haberle dicho una mentira. No tenía ninguna intención de irse a la hora de comer. Sus padres se quedaban a dormir en Edimburgo. Saldrían juntos a cenar, y se irían por la mañana. Había sido una mentira instintiva, para facilitar una huida rápida y limpia; sin embargo, al inclinarse para darle un beso se preguntó si había alguna forma de anular el engaño. La boca de Emma era suave. Ella se recostó en la cama, que aún olía a vino, a su cuerpo caliente y a suavizante de ropa. Dexter pensó que en el futuro debería esforzarse en ser más sincero.

Emma rodó, apartándose del beso.

–Me voy un momento al cuarto de baño –dijo al levantar los brazos de Dexter, para pasar por debajo.

Se levantó, metiendo dos dedos por la goma de las bragas para taparse el culo.

–¿Hay teléfono, para hacer una llamada? –preguntó él, mientras la veía cruzar descalza el cuarto.

–En el pasillo. Lo siento, pero es un teléfono de broma. Muy estrafalario. Tilly lo encuentra «hilarante». Tú mismo. No te olvides de dejar diez peniques.

Salió al pasillo y se fue al baño.

Ya estaba abierto el grifo, para uno de los épicos baños calientes de verano de su compañera de piso, que duraban todo el día. Tilly Killick, en bata, esperaba a Emma con los ojos muy abiertos tras los grandes cristales empañados de sus gafas rojas, formando una O escandalizada con la boca.

–¡Vaya con la mosquita muerta de Emma Morley!

–¿Qué?

–¿Tienes a alguien en tu cuarto?

–¡Puede ser!

–No será quien yo creo…

–¡Sólo Dexter Mayhew! –dijo Emma con indiferencia; y las dos chicas se empezaron a reír, a reír, a reír…

Dexter encontró en el pasillo el teléfono con forma de hamburguesa, de un realismo sorprendente. Se quedó con el panecillo de sésamo abierto en la mano, escuchando los susurros del baño, con la satisfacción que experimentaba siempre que hablaban de él. A través del tabique se oían palabras y frases sueltas: «¿Qué, sí o no?». «¡No!» «Pues ¿qué ha pasado?» «Sólo hemos hablado, y cosas.» «¿Cosas?» «¿Qué quiere decir eso de cosas?» «¡Nada!» «¿Y se queda a desayunar?» «No lo sé.» «Pues procura que se quede a desayunar.»

Miró pacientemente la puerta, en espera de que reapareciese Emma. Marcó 123, el servicio de información horaria. Después se apretó el panecillo a la oreja y habló a través de la ternera picada.

«… la hora, patrocinada por Accurist, será las nueve horas, treinta y dos minutos, veinte segundos.»

Esperó a la tercera señal para iniciar su interpretación.

–Hola, mamá, soy yo… ¡Sí, un poco hecho polvo! –Se despeinó con la mano, gesto que creía entrañable–. No, me he quedado a dormir en casa de un amigo…

Miró a Emma, que estaba cerca, con camiseta y bragas, fingiendo leer el correo.

«… la hora, patrocinada por Accurist, será las nueve horas, treinta y tres minutos, cero segundos.»

–Escucha, me ha surgido algo. Quería preguntaros si no podríamos dejar la vuelta para mañana a primera hora, en vez de salir hoy… Es que he pensado que así papá no se cansaría tanto… No, si a ti te parece bien, a mí también… ¿Papá está contigo? Pues pregúntaselo ahora.

Esperó treinta segundos, dejando hablar al servicio horario, mientras le sonreía a Emma con todo su afecto. Ella también le sonrió, pensando: qué simpático, cambia de planes sólo para mí. Quizá le haya juzgado mal. Sí, es un idiota, pero no necesariamente. No siempre.

–¡Perdona! –articuló él con los labios.

–No quiero que cambies de planes por mí… –dijo ella, en tono de disculpa.

–No, es que me apetece…

–En serio que si tienes que irte a casa…

–No, qué va, mejor así…

«… a la tercera señal, la hora patrocinada por Accurist será las nueve, treinta y cuatro minutos, cero segundos.»

–No me molesta, ¿eh? No estoy ofendida, ni nada…

Dexter levantó la mano para que se callase.

–¿Hola? ¿Mamá?… –Una pausa; crea expectación, pero sin exagerar–. ¿De verdad? ¡Ah, pues perfecto! ¡Vale, paso luego a veros por el piso! Vale. Hasta ahora. Adiós.

Cerró de golpe la hamburguesa, como una castañuela. Se quedaron donde estaban, sonriéndose.

–Muy chulo, el teléfono.

–Deprimente, ¿verdad? Cada vez que lo uso me dan ganas de llorar.

–¿Todavía quieres los diez peniques?

–Qué va. Te invito.

–¡Bueno! –dijo él.

–Bueno –dijo Emma–, ¿cómo aprovechamos el día?

Capítulo 20

Primer aniversario

Una celebración

VIERNES 15 DE JULIO DE 2005

Londres y Oxfordshire

Divertirse, divertirse y divertirse. La solución es divertirse. Siempre adelante, sin permitirse ni una pausa, ni mirar alrededor, ni pensar, porque el truco es no ponerse morboso, divertirse y ver el día, este primer aniversario, como… ¿qué? ¡Una celebración! De la vida de ella, y de los buenos tiempos, los recuerdos. Las risas. Tantas risas.

Con esta idea, ignorando las protestas de Maddy, su encargada, ha cogido doscientas libras de la caja del café y ha invitado a salir a sus tres empleados –Maddy, Jack y Pete, que trabaja los sábados–, para recibir a lo grande este día especial. A fin de cuentas, es lo que habría querido ella.

Por eso los primeros momentos de este día de san Suituno le encuentran en un bar de Camden, por debajo del nivel de la calle, con su quinto martini en una mano y un cigarrillo en la otra, porque… ¿Por qué no? ¿Por qué no divertirse un poco, y celebrar la vida de ella? Es lo que les dice, lo que se le traba en la lengua frente a sus amigos, que le sonríen sin mucha convicción, bebiendo tan despacio de sus copas que Dexter se empieza a arrepentir de haber venido con ellos. Son tan estirados, tan aburridos… Acompañándole de bar en bar, pero no como colegas, sino como auxiliares sanitarios, siguiéndole la corriente, procurando que no choque con nadie ni se abra la cabeza al caerse del taxi… Pues ya está harto. Él lo que quiere es relajarse, y soltarse el pelo; se lo merece, después del año que ha tenido. Con esta idea, les propone ir a un club que conoce de hace tiempo, de una despedida de soltero. Un club de
strippers
.

–¡Venga, Maddy! ¿Por qué no? –dice, rodeándole los hombros–. ¡Es lo que habría querido! –Riéndose de lo que ha dicho, levanta el vaso otra vez, y al buscarlo con la boca se queda un poco corto y se le manchan los zapatos de ginebra–. ¡Será la monda!

Maddy tantea a sus espaldas, en busca del abrigo.

–¡Eres una sosa, Maddy! –brama Dexter.

–Creo que te tendrías que ir a casa, Dexter. De verdad –dice Pete.

–¡Pero si sólo son las doce y pico!

–Buenas noches, Dex. Ya nos veremos.

Dexter sigue a Maddy hasta la puerta. Él quiere que se divierta, pero se la ve llorosa y disgustada.

–¡Quédate y toma otra copa! –le exige, tirándole del codo.

–Tendrás cuidado, ¿verdad? Por favor.

–¡No te vayas, que eres la única chica!

–Tengo que irme. Te recuerdo que por la mañana abro yo. –Maddy se gira, y le coge las manos de esa manera exasperante que tiene, cariñosa y compasiva–. Y tú… ten cuidado.

Pero Dexter no quiere compasión, él lo que quiere es otra copa, así que le suelta las manos de golpe y vuelve a la barra. No tardan nada en servirle. Sólo hace una semana que explotaron bombas en el transporte público. Extraños que matan indiscriminadamente, y a pesar de las agallas, a pesar de las declaraciones de entereza, esta noche la ciudad tiene un ambiente como de estado de sitio. Como la gente tiene miedo de salir, Dexter no tiene problemas en parar un taxi para que los lleve a Farringdon Road. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, oye que Pete y Jack se rajan, con las típicas excusas: que es tarde, y que por la mañana trabajan.

–¡Estoy casado y tengo hijos! –dice Pete en broma.

Son como rehenes implorando su liberación. Dexter nota que la fiesta se cae a trozos, pero como no tiene fuerzas para evitarlo, para el taxi en King’s Cross y los suelta.

–Dex, tío, ven con nosotros, ¿vale? –dice Jack, mirando por la ventanilla con cara de tonto preocupado.

–No, qué va, si estoy bien.

–Siempre te puedes quedar a dormir en mi casa –dice Pete–. En el sofá.

Pero Dexter sabe que no lo dice en serio. Él mismo ha dicho que está casado y tiene hijos. ¿Para qué iba a querer en su casa a semejante monstruo? Despatarrado en el sofá, inconsciente, apestoso, llorando mientras los hijos de Pete intentan prepararse para ir al cole… Dexter Mayhew vuelve a hacer el ridículo por culpa del dolor. ¿De qué sirve hacérselo pagar a sus amigos? Esta noche es mejor no estar con nadie conocido. En consecuencia, se despide con la mano y da instrucciones al taxista para que se meta por una callejuela sórdida, al lado de Farringdon Road, y le deje en el club Nero.

Por fuera tiene columnas de mármol negro, como una funeraria. Al caerse del taxi, Dexter teme que los seguratas no le dejen entrar, pero lo cierto es que es su cliente perfecto: bien vestido y borracho perdido. Con una sonrisa halagadora al gigante rapado y con perilla, entrega su dinero y le hacen pasar por la puerta, a la sala principal. Se adentra en la penumbra.

En otros tiempos, no muy lejanos, ir a un club de
strippers
habría parecido algo canalla y posmoderno, irónico y excitante al mismo tiempo, pero no esta noche; esta noche el club Nero recuerda a la zona de salidas de la clase
business
de un aeropuerto de principios de los ochenta. Con sus apliques plateados, sus sofás bajos de piel negra y sus plantas de plástico en macetas, encarna una visión particularmente suburbana de la decadencia. La pared del fondo está cubierta por un mural de esclavas que llevan racimos de uvas, copiado de un libro de texto de primaria por algún aficionado. De vez en cuando surgen columnas romanas de poliestireno; y distribuidas por la sala, en conos de luz anaranjada que no las favorecen, sobre lo que parecen mesas de centro, están las
strippers
, las bailarinas, las artistas, que bailan –cada cual a su manera– música negra a toda pastilla: ésta con lánguidos saltitos, aquélla con una especie de mimo narcoléptico, aquella otra con unas patadas espectaculares al aire, como de aerobic… Todas desnudas, o casi. A sus pies están los hombres, la mayoría con traje y el nudo de la corbata flojo, desplomados en los asientos resbaladizos de los reservados, balanceando la cabeza hacia atrás como si les hubieran partido el cuello en seco: sus semejantes. La vista de Dexter se enfoca y desenfoca, mientras sonríe como un tonto al sentir que el deseo y la vergüenza se combinan en un subidón narcótico. Tropieza por la escalera y, tras sujetarse en la baranda cromada (que está sucia), se yergue, se estira los puños y se abre paso entre los podios hasta la barra, donde una mujer muy seria le dice que no se sirven copas, sólo botellas, de vodka o champán a cien billetes cada una. Riéndose por la impudicia del atraco, le tiende su tarjeta de crédito con una floritura, como si los retase a lo peor.

Coge su botella de champán –una marca polaca, servida en un cubo de agua tibia–, con dos copas de plástico, y se va a un reservado de terciopelo negro, donde enciende un cigarrillo y se pone a beber en serio. El «champán» es dulzón como un caramelo, con sabor a manzana y casi sin burbujas, pero da igual. Ya se han ido sus amigos, y no queda nadie que le quite la copa de la mano o le distraiga con su conversación. A la tercera copa, el propio tiempo empieza a adquirir una elasticidad extraña, con aceleraciones, desaceleraciones y momentos borrados en que se le va la vista. Justo cuando va a quedarse dormido, o inconsciente, nota una mano en el brazo, y ve delante a una chica flaca, con un vestido rojo transparente cortísimo y el pelo largo, rubio, virando al negro junto al cuero cabelludo.

–¿Te importa si me tomo una copa de champán? –dice ella, metiéndose en el reservado.

La gruesa capa de base de maquillaje esconde una piel pésima. Tiene acento sudafricano, por el que Dexter la felicita.

–¡Tienes una voz preciosa! –grita él, con la música a tope.

Ella hace una mueca, arruga la nariz y se presenta como Barbara, de una manera que parece indicar que es el primer nombre que se le ha ocurrido. Es menuda, con los brazos huesudos y unos pechos pequeños que Dexter mira con descaro, aunque a ella no parece molestarle. Cuerpo de bailarina de ballet.

–¿Haces ballet? –dice él.

Ella hace una mueca y se encoge de hombros. Dexter ha decidido que Barbara le cae muy pero que muy bien.

–¿Y qué, por qué has venido? –pregunta ella maquinalmente.

–¡Por mi aniversario! –dice él.

–Felicidades –dice ella ausentemente, mientras se pone un poco de champán y levanta la copa de plástico.

–¿No me vas a preguntar de qué es el aniversario? –dice él, aunque debe de farfullar mucho, porque ella le pide que se lo repita tres veces. Mejor ser más directo–. Hace exactamente un año que mi mujer tuvo un accidente.

Barbara sonríe con nerviosismo, y empieza a mirar a todas partes como si se arrepintiera de haberse sentado. Tratar con borrachos forma parte de su trabajo, pero está claro que éste es muy raro: salir a celebrar un accidente, y empezar luego a quejarse incoherentemente, sin parar, de un conductor que no miraba por dónde iba, y de un juicio del que ella no entiende nada ni quiere entender…

–¿Quieres que baile para ti? –dice, aunque sólo sea para cambiar de tema.

–¿Qué? –Él se cae hacia ella–. ¿Qué has dicho?

Tiene mal aliento. La salpica de saliva.

–Que si quieres que baile para ti, y así te animas un poco. Parece que te haga falta.

–Ahora no. Puede que más tarde –dice, poniéndole una mano en la rodilla, dura e inflexible como una baranda.

Ya vuelve a hablar; no con normalidad, sino encadenando los mismos comentarios inconexos, empalagosos y amargados de antes: sólo treinta y ocho años intentaba quedarse embarazada el conductor se fue sin decir nada a saber qué estará haciendo mira que quitarme a mi mejor amiga espero que sufra sólo treinta y ocho ya me dirás si es justo y yo ahora yo qué hago Barbara dímelo qué tengo que hacer… Se calla de golpe.

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