Read Siempre el mismo día Online

Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (51 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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Barbara tiene la cabeza inclinada, y la mirada fija en las manos, devotamente unidas en su regazo, como si rezase. Al principio Dexter piensa que la ha conmovido con su historia, a la bella desconocida; que por algo le ha llegado al alma. Quizá esté rezando por él. Puede incluso que esté llorando. Pobre, la ha hecho llorar. Siente un profundo afecto por la tal Barbara. Al ponerle una mano en las suyas, en un gesto de gratitud, se da cuenta de que está escribiendo un SMS. Mientras él hablaba de Emma, ella tenía el teléfono móvil en las piernas y está escribiendo un mensaje. Sufre un ataque de rabia y repulsión.

–¿Qué haces? –pregunta con voz temblorosa.

–¿Qué?

Se pone a gritar.

–Te he preguntado que qué coño haces. –Un brusco manotazo hace salir disparado el móvil por el suelo–. ¡Te estaba hablando!

Pero ahora también grita ella, llamándole pirado, diciéndole que está como una cabra y haciéndole gestos al segurata. Es el mismo armario con perilla que tan amable ha estado en la puerta, aunque ahora se limita a rodear los hombros de Dexter con un brazo enorme, cogerle la cintura con el otro, levantarle como si fuera un niño y llevárselo por la sala. Se giran cabezas, divertidas, mientras Dexter berrea por encima de su hombro «burra, más que burra, no entiendes nada», y lo último que ve de Barbara es que le enseña el dedo del medio, riéndose de él. De una patada se abre la salida de incendios, y Dexter vuelve a estar en la calle.

–¡Mi tarjeta de crédito! ¡Tenéis mi tarjeta de crédito, coño! –grita; pero el segurata se limita a reírse de él, como todo el mundo, y cierra la salida de incendios.

Dexter, que ahora está furioso, baja de la acera y agita sus brazos a los muchos taxis negros que van hacia el oeste, pero no se paran, y menos para uno que hace eses en plena calle. Respira hondo, sube otra vez a la acera y se apoya en la pared para buscar en los bolsillos. Ya no tiene la cartera. Tampoco las llaves, ni las del piso ni las del coche. Quien se haya quedado las llaves y la cartera también tendrá su dirección, que figura en el carné de conducir. Tendrá que cambiar la cerradura, y a la hora de comer ha quedado con Sylvie, que vendrá a traer a Jasmine. Da patadas en la pared, y apoya la cabeza en los ladrillos. Al buscar otra vez en los bolsillos, se encuentra en los pantalones un billete de veinte libras arrugado, mojado por su propia orina. Veinte dan para llegar a casa sin problemas. Puede despertar a los vecinos, pedirles la llave de repuesto y dormir la mona.

Pero veinte también dan para ir al centro, y el cambio, para una o dos copas más. ¿A casa o al olvido? Levantándose a la fuerza, para un taxi y lo hace ir al Soho.

Por una puerta roja sin letrero en un callejón que da a la calle Berwick, encuentra un sótano ilegal que hace diez o quince años era su último recurso. Es una sala sucia, sin ventanas, oscura, llena de humo y de gente que bebe latas de Red Stripe. Se acerca a la mesa de formica que sirve de barra, apoyándose en la gente, pero descubre que no tiene dinero, que le ha dado al taxista todo lo que le quedaba, y ha perdido el cambio. Tendrá que hacer lo que solía hacer cuando se quedaba sin dinero: coger la copa que tenga más cerca y bebérsela de un trago. Se aleja de la barra, sin hacer caso a los insultos que provoca al chocar con los demás. Coge una lata que parece que se haya olvidado alguien y se bebe lo que queda. Después coge otra, descaradamente, y se encaja en un rincón, sudando, con la cabeza apoyada en un altavoz y los ojos cerrados, manchándose de cerveza la barbilla y la camisa. De repente una mano le empuja por el pecho, pegándole contra la pared, y alguien quiere saber a qué coño se cree que está jugando, bebiéndose lo de los demás. Abre los ojos: es un viejo con los ojos rojos y cuerpo cuadrado de sapo.

–Creo que si preguntas te dirán que es mío –dice Dexter, y se ríe de lo poco convincente de su propia mentira.

El otro gruñe, le enseña los dientes amarillos y levanta el puño. Dexter se da cuenta de qué quiere: quiere que le peguen.

–Suéltame, viejo de mierda –farfulla.

Un movimiento borroso, y un ruido como de estática. Dexter se encuentra de bruces en el suelo, tapándose la cara con las manos mientras el otro le da patadas en la barriga y pisotones en la espalda. Le llueven golpes, mientras nota en la boca el asqueroso sabor de la moqueta. De repente está flotando, boca abajo, cogido de piernas y brazos por seis hombres, como en el cole, cuando era su cumpleaños y todos sus colegas le tiraron a la piscina; grita y se ríe, dejándose llevar por un pasillo, una cocina de restaurante y, por último, al callejón, donde aterriza en un montón de cubos de basura. Rueda entre risas hasta el suelo, duro y sucio; reconoce el sabor de la sangre, un regusto de hierro caliente, y piensa: bueno, es lo que habría querido ella. Es lo que habría querido.

15 de julio de 2005

¡Hola, Dexter!
:

Espero que no te moleste que te escriba. Qué raro, ¿no? ¡Escribir cartas ahora que todo es Internet! Pero lo he visto más pertinente. Quería sentarme, hacer algo especial en esta fecha, y me ha parecido lo mejor
.

¿Qué, cómo estás? ¿Cómo lo llevas? Hablamos un poco en el entierro, pero no quise molestar. Estaba claro que para ti era un día muy duro. Brutal, ¿verdad? Llevo todo el día pensando en Emma; como tú, seguro. La verdad es que siempre me sorprendo pensando en ella, pero hoy es especialmente duro; ya sé que para ti también lo será mucho, pero quería escribirte unas palabras, con mis pensamientos, por el interés que puedan tener (¡¡¡¡o sea, no mucho!!!!). Allá van
.

Hace años, cuando Emma me dejó, pensé que me destrozaba la vida, y la verdad es que la tuve destrozada un par de años. Para serte sincero, creo que me volví un poco loco. Pero luego, en la tienda donde trabajaba, conocí a una chica, y al salir con ella por primera vez la invité a verme en unos monólogos. Después, ella me dijo que no me lo tomara mal, por favor, pero que yo era un humorista rematadamente malo, y que lo mejor que podía hacer era dejarlo y ser yo mismo. Fue el momento en que me enamoré de ella. Ahora llevamos cuatro años casados, y tenemos tres hijos increíbles (¡uno de cada! Ja ja). Vivimos en Taunton, esa metrópolis que nunca duerme, para estar cerca de mis padres (¡¡¡o sea, canguro gratis!!!). Ahora trabajo en una compañía de seguros de las grandes, en el departamento de Atención al Cliente. Seguro que te suena un poco soso, pero se me da bien, y la verdad es que nos reímos mucho. Bien mirado, soy feliz de verdad. Tenemos un niño y dos niñas. Sé que tú también tienes una hija. Qué agotador, ¿eh?

Pero ¿por qué te cuento todo esto? Nunca hemos sido especialmente amigos, y probablemente no te importe mucho lo que hago. Supongo que si te escribo por alguna razón, es por lo siguiente
.

Después de que me abandonara Emma, me sentí acabado, pero no lo estaba, porque conocí a Jacqui, mi mujer. Ahora tú también has perdido a Emma, aunque en este caso no puedes recuperarla, ni tú ni nadie. Sólo quería animarte a que no te rindas. Emma siempre te quiso, mucho, mucho. Es algo que a mí, durante años, me provocó mucho dolor y muchos celos. La oía hablar contigo por teléfono, os veía juntos en las fiestas, y siempre estaba radiante, cosa que conmigo no le pasaba. Aunque me dé vergüenza, reconozco que cuando Emma no estaba en casa yo leía sus cuadernos, y me sentaba fatal, porque casi todo era sobre ti y vuestra amistad. Si te soy sincero, no creo que te la merecieras, tío, pero bueno, en el fondo tampoco creo que se la mereciera nadie. Siempre habría sido la persona más lista, más buena, más divertida y más leal que conociéramos, y que no esté aquí… pues no está bien, qué quieres que te diga
.

En fin, lo dicho: no creo que te la merecieras, pero sé, por mi breve contacto con Emma, que eso al final cambió. Primero eras un mierda y luego ya no. Sé que durante los años que acabasteis pasando juntos la hiciste muy, muy feliz. ¿A que estaba radiante? Luminosa, toda ella. Eso quiero agradecértelo, tío; y aprovechar para decirte que no te guardo rencor, y que te deseo lo mejor de lo mejor el resto de tu vida
.

Perdona que la carta se esté poniendo sensiblera. Estos aniversarios son difíciles para todos, especialmente para su familia y para ti, pero yo es una fecha que odio, y a partir de ahora, cada año, siempre la odiaré. Hoy te tengo en el pensamiento. Sé que tienes una hija preciosa, y espero que ella te consuele y te dé muchas alegrías
.

¡Bueno, tengo que ir acabando! ¡A ser feliz, a ser bueno, y a seguir viviendo!
Carpe diem
y todo eso. Creo que es lo que habría querido Emma
.

Un saludo (o esforzándome un poco, supongo que un abrazo)
,

Ian Whitehead


D
exter, ¿me oyes? Pero ¿qué has hecho, por Dios? ¿Me oyes, Dex? ¡Haz el favor de abrir los ojos!

Al despertarse ve a Sylvie. Sin saber cómo, está en el suelo de su casa, entre el sofá y la mesa. Ella está de pie a su lado, intentando desencajarle, y sentarle. Dexter tiene la ropa mojada y pegajosa. Comprende que al dormir se ha vomitado encima. Le horroriza, y le avergüenza, pero no puede moverse, mientras Sylvie gruñe y jadea, cogiéndole por las axilas.

–Ay, Sylvie –dice, intentando ayudarla–, perdona. La he vuelto a cagar.

–Tú siéntate, cariño. Hazme ese favor, ¿vale?

–Estoy jodido, Sylvie. Estoy tan jodido…

–Ya se te pasará. Sólo es cuestión de que duermas la mona. No, Dexter, no llores… Venga, escúchame. –Sylvie se ha puesto de rodillas. Le coge la cara entre las manos, con una ternura en la mirada que cuando estaban casados casi nunca demostraba–. Ahora te lavas, te vas a la cama y descansas, ¿vale?

Al girar la cabeza, Dexter ve a alguien en la puerta: su hija. Gime, y le parece que va a volver a vomitar, de lo fuerte que es el espasmo de vergüenza.

Sylvie sigue su mirada.

–Jasmine, cielo, por favor, espera en la habitación de al lado. –dice, con toda la serenidad que puede–. Papá no se encuentra muy bien. –Jasmine no se mueve–. ¡Te he dicho que te vayas a la habitación de al lado! –dice Sylvie, con algo de pánico.

Dexter tiene muchas ganas de tranquilizar a Jasmine, pero tiene la boca hinchada y amoratada, y no parece que le salgan las palabras. Lo que hace es acostarse, derrotado.

–No te muevas –dice Sylvie–. Tú quédate tal como estás.

Sale de la habitación, llevándose a la niña. Dexter cierra los ojos y espera, rezando por que pase todo. Se oyen voces en el pasillo, y llamadas telefónicas.

Lo siguiente que tiene claro es que está en el asiento trasero de un coche, debajo de una manta a cuadros, encogido e incómodo. Al arrebujarse –parece que no pueda parar de temblar, pese al calor–, se da cuenta de que es la vieja manta de picnic que le recuerda a excursiones en familia, como el olor de la tapicería granate desgastada. Levanta la cabeza con algo de dificultad, para mirar por la ventanilla. Van por la autopista. En la radio suena algo de Mozart. Ve el cogote de su padre, con el pelo gris plata bien cortado, menos el de las orejas.

–¿Adónde vamos?

–Te llevo a casa. A que duermas.

Su padre le ha raptado. Al principio se le ocurre protestar: llévame otra vez a Londres, que estoy bien y ya no soy un niño. Pero el cuero, en su cara, está caliente, y no tiene fuerzas para moverse, y menos para discutir. Siente otro escalofrío. Se sube la manta hasta la barbilla y se queda dormido.

Le despierta el ruido de los neumáticos en la grava de la casa familiar, grande y maciza.

–Venga, adentro –dice su padre, abriendo la puerta del coche como un chófer–. ¡De merienda, sopa!

Al caminar hacia la casa, lanza las llaves al aire y las recoge con desenvoltura. Está claro que ha decidido fingir que no ha pasado nada fuera de lo normal. Dexter se lo agradece. Encorvado, inestable, baja del coche, encoge los hombros para quitarse de encima la manta de picnic y entra detrás de su padre.

En el aseo de la planta baja, se inspecciona la cara en el espejo. Tiene el labio inferior cortado e inflado, y un moratón grande, entre amarillo y marrón, en todo un lado de la cara. Intenta girar los hombros, pero le duele la espalda; tiene toda la musculatura estirada y desgarrada. Hace una mueca y se examina la lengua, ulcerada, mordida por los lados y revestida de un moho gris. Se pasa la punta por los dientes. Últimamente nunca se los nota limpios. Reconoce el olor de su aliento, que rebota en el espejo. Tiene un toque fecal, como si se le estuviera pudriendo algo por dentro. En su nariz y su mejilla hay venas rotas. Está bebiendo con una entrega renovada, de noche, y a menudo de día, y ha ganado mucho peso; tiene la cara fofa y rechoncha, y los ojos constantemente rojos y legañosos.

Apoya la cabeza en el espejo y suspira. En sus años con Emma, a veces, por pensar algo, se preguntaba cómo sería vivir sin ella; no de manera morbosa, sino por puro pragmatismo, por especular, como todos los enamorados, ¿no? ¿Que cómo sería sin ella? Ahora tiene la respuesta en el espejo. El luto no le ha imbuido de ningún tipo de grandeza trágica; sólo le ha vuelto estúpido y banal. Sin ella, no tiene mérito, virtud ni sentido; es un borracho de mediana edad, desharrapado y solo, emponzoñado de tristeza y de vergüenza. Se acuerda sin querer de esta mañana, de su propio padre y su ex mujer desvistiéndole y ayudándole a meterse en la bañera. Le faltan dos semanas para cumplir cuarenta y dos años, y su padre le ha ayudado a meterse en la bañera. ¿Y no podían llevarle al hospital, para un vaciado de estómago? Habría sido más digno.

Oye a su padre en el pasillo, hablando a gritos con su hermana por teléfono. Se sienta en el borde de la bañera. No hay que esforzarse para espiar. De hecho, es imposible no oírlo.

–Ha despertado a los vecinos intentando reventar su propia puerta a patadas. Le han dejado entrar… Se lo ha encontrado Sylvie en el suelo… Parece que bebió demasiado, pero ya está… Sólo cortes y morados… Ni la menor idea. Pero bueno, le hemos lavado. Por la mañana estará bien. ¿Quieres venir a saludarlo? –En el cuarto de baño, Dexter reza por un no, pero está claro que su hermana tampoco le ve ninguna gracia–. Lo entiendo, Cassie. Pero ¿le llamarás por la mañana?

Una vez seguro de que su padre ya no está, Dexter sale al pasillo y va descalzo a la cocina. Bebe agua caliente del grifo en un vaso grande cubierto de polvo, y ve ponerse el sol en el jardín. La piscina está vacía, tapada con una lona azul que se hunde por el centro; la pista de tenis, descuidada y llena de hierbajos. En la cocina también huele a moho. La gran casa familiar se ha ido cerrando cuarto por cuarto; ahora su padre sólo ocupa la cocina, la sala de estar y su dormitorio, y aun así es demasiado grande para él. La hermana de Dexter dice que a veces duerme en el sofá. Como están preocupados, le han propuesto irse a vivir a otro sitio, comprarse algo más manejable, un pisito en Oxford o Londres, pero él se cierra en banda. «Si no os importa, tengo la intención de morirme en mi propia casa», dice, argumentación demasiado emotiva para refutarla.

BOOK: Siempre el mismo día
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