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Authors: John Irving

Una mujer difícil (3 page)

BOOK: Una mujer difícil
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La nostalgia de la inocencia que perdura en la mente de un hombre adulto era un tema del que Eddie O'Hare, a sus dieciséis años, sólo tenía conocimiento por las novelas, y los libros embarazosamente autobiográficos de Ted Cole no eran ni lo primero ni lo mejor que Eddie había leído sobre el particular. No obstante, la valoración crítica que Eddie hacía de la escritura de Ted Cole no disminuía los anhelos del muchacho por convertirse en su ayudante. No dudaba de que podría aprender un arte o un oficio de alguien que no llegaba a la maestría. Al fin y al cabo, en Exeter, Eddie había aprendido mucho de una considerable variedad de maestros, que eran en su mayoría excelentes. Sólo unos pocos profesores de Exeter eran tan aburridos en clase como Minty O'Hare. Incluso su hijo percibía que Minty hubiera destacado por su mediocridad en una mala escuela, y no digamos ya en Exeter.

Dado que Eddie O'Hare había crecido en el recinto y en el entorno casi constante de una buena escuela, sabía que es posible aprender mucho de los adultos que trabajan con ahínco y siguen ciertas normas. Pero ignoraba que Ted Cole había dejado de trabajar con ahínco, y que el resto de las discutibles «normas» de Ted empezaban a peligrar a causa del insoportable fracaso de su matrimonio con Marion, todo ello combinado con aquellas muertes inaceptables.

Para Eddie, los libros infantiles de Cole tenían más interés intelectual, psicológico e incluso emocional que las novelas. Los relatos aleccionadores para niños se le ocurrían a Ted con naturalidad, y era capaz de imaginar y expresar los temores de los pequeños. Si Thomas y Timothy hubieran llegado a la edad adulta, sin duda su padre les habría decepcionado. Y sólo cuando llegara a la edad adulta, Ruth se sentiría decepcionada con Ted, pues de niña le adoraba.

A los dieciséis años, Eddie O'Hare se hallaba en algún punto entre la infancia y la edad adulta. En opinión de Eddie, no había mejor comienzo para un relato que la primera frase de
El ratón que se arrastra entre las paredes
: «Tom se despertó, pero Tim no». Ruth Cole envidiaría siempre esa frase, a pesar de que sería mejor escritora que su padre, en todos los aspectos, y jamás olvidaría la primera vez que la oyó, mucho antes de que supiera que era la primera frase de un libro famoso.

Ocurrió aquel mismo verano de 1958, cuando Ruth tenía cuatro años, poco antes de que Eddie se instalara en su casa. Esta vez no fue el ruido que producen dos personas al hacer el amor lo que la despertó, sino un ruido que había oído en sueños y que recordó al despertar. En el sueño de Ruth, su cama sufría sacudidas, pero al despertar vio que era ella quien temblaba, y por lo tanto la cama también parecía temblar. Y por unos instantes, incluso cuando Ruth estaba despierta del todo, el ruido procedente del sueño persistía. Entonces, bruscamente, se quedó quieta. Era un ruido como el de alguien que quiere pasar desapercibido.

—¡Papá! —susurró Ruth.

Había recordado que esa noche le tocaba a su padre quedarse con ella, pero le llamó en voz tan baja que ni siquiera ella misma se oyó. Además, Ted Cole dormía como un tronco. Como les sucede a la mayoría de los grandes bebedores, más que dormirse se caía redondo, por lo menos hasta las cuatro o las cinco de la madrugada; entonces se despertaba y ya no podía volver a conciliar el sueño.

Ruth bajó de la cama, cruzó de puntillas el baño y entró en el dormitorio principal, donde su padre estaba acostado. Desprendía un olor a whisky o a ginebra, un olor tan intenso como el de un coche que huele a aceite de motor y gasolina en un garaje cerrado.

—¡Papá! —volvió a llamarle—. He tenido un sueño. He oído un ruido.

—¿Qué clase de ruido era, Ruthie? —le preguntó su padre. No se había movido, pero estaba despierto.

—Ha entrado en la casa —dijo Ruth.

—¿Qué es lo que ha entrado? ¿El ruido?

—Está en la casa, pero intenta estarse quieto —le explicó Ruth.

—Entonces vamos a buscarlo —dijo su padre—. Un ruido que intenta estarse quieto. Tengo que ver eso.

La tomó en brazos y recorrió el largo pasillo del piso superior, de cuyas paredes colgaban más fotografías de Thomas y Timothy que en cualquier otra parte de la casa, y, cuando Ted encendió las luces, los hermanos muertos de Ruth parecieron rogarle a la niña que les dispensara toda su atención, como una hilera de príncipes que solicitaran el favor de una princesa.

—¿Dónde estás, ruido? —preguntó Ted.

—Mira en las habitaciones de los invitados —le pidió Ruth. Su padre la llevó al extremo del pasillo, donde había tres dormitorios y dos baños para los invitados, cada uno con más fotos. Encendieron todas las luces, miraron en los armarios y detrás de las cortinas de las duchas.

—¡Sal, ruido! —ordenó Ted.

—¡Sal, ruido! —repitió Ruth.

—Tal vez esté abajo —sugirió su padre.

—No, estaba arriba con nosotros —le dijo Ruth.

—Entonces creo que se ha ido —concluyó Ted—. ¿Qué clase de ruido era?

—Era como el ruido de alguien que no quiere hacer ruido —le explicó Ruth.

Él la depositó en una de las camas para los invitados, y tomó de la mesilla de noche un bloc y un bolígrafo. Le gustaba tanto lo que la niña había dicho que debía anotarlo. Pero no llevaba puesto el pijama y, por lo tanto, carecía de bolsillos para guardar la hoja de papel, de modo que sostuvo la hoja entre los dientes cuando tomó de nuevo a Ruth en brazos. Ella, como de costumbre, sólo mostró un interés pasajero por la desnudez de su padre.

—Tu pene es gracioso —le dijo.

—Sí, mi pene es gracioso —convino su padre.

Era lo que siempre le decía. Esta vez, con la hoja de papel entre los dientes, la naturalidad de esa observación parecía todavía más natural.

—¿Adónde ha ido el ruido? —le preguntó Ruth.

Su padre la llevaba a través de los dormitorios y baños de los invitados, apagando las luces al pasar, pero en uno de los baños se detuvo tan en seco que Ruth imaginó que Thomas o Timothy, o tal vez los dos, habían alargado la mano desde una de las fotografías para agarrar a Ted.

—Voy a contarte un cuento sobre un ruido —le dijo su padre, y, al hablar, la hoja de papel que sostenía entre los dientes se ondulaba.

Entonces, con la niña todavía en los brazos, se sentó en el borde de la bañera.

En la fotografía que le había llamado la atención, Thomas tenía cuatro años, exactamente la edad que tenía Ruth ahora. Todos aparecían en poses desgarbadas: Thomas, sentado en un gran sofá con un confuso diseño floral en la tapicería, y Timothy, con dos años, a quien parecía inundar el exceso botánico del sofá, y que permanecía a la fuerza en el regazo de Ted. La foto debía de datar de 1940, dos años antes de que naciera Eddie O'Hare.

—Una noche, cuando Thomas tenía tu edad, Ruthie… —le contó su padre—, y Timothy aún estaba en pañales…, Thomas oyó un ruido.

Ruth siempre recordaría a su padre en el acto de quitarse la hoja de papel de la boca.

—¿Los dos se despertaron? —le preguntó Ruth, mirando la fotografía.

Y eso fue lo que puso en movimiento el viejo y memorable relato. Ted Cole se lo sabía de memoria desde la primera línea. «Tom se despertó, pero Tim no.» Ruth se estremeció en los brazos de su padre. Incluso de mayor, convertida ya en una novelista de éxito, Ruth Cole no podría oír o pronunciar esas palabras sin estremecerse.

—Tom se despertó, pero Tim no. Era noche cerrada. «¿Has oído eso?», le preguntó Tom a su hermano, pero Tim sólo tenía dos años e, incluso cuando estaba despierto, no hablaba mucho.

Tom despertó a su padre y le preguntó: «¿Has oído ese ruido?»

«¿Qué clase de ruido?», preguntó su padre.

«Era como el de un monstruo sin brazos ni piernas, pero que intenta moverse», dijo Tom.

«¿Cómo puede moverse sin brazos ni piernas?»

«Pues se arrastra», dijo Tom. «Se desliza sobre su pelaje.»

«¡Ah!, pero ¿tiene pelaje?», preguntó el padre.

«Avanza apoyándose en los dientes.»

«¡También tiene dientes!», exclamó el padre.

«Ya te lo he dicho… ¡Es un monstruo!», insistió Tom.

«Pero ¿cómo era exactamente el ruido que te ha despertado?», le preguntó su padre.

«Era un ruido como si…, como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador», dijo Tom.

Durante el resto de su vida, Ruth Cole tendría miedo de los armarios. No podría dormirse en una habitación si la puerta del armario estaba abierta. No le gustaba ver los vestidos allí colgados. No le gustaban los vestidos, y punto. De niña jamás abría la puerta de un armario si la habitación estaba a oscuras, por temor a que un vestido tirase de ella y la arrastrara dentro del armario.

«Volvamos a tu habitación y escuchemos el ruido», dijo el padre de Tom.

«Y allí estaba Tim, que seguía dormido y aún no había oído ningún ruido. Era un ruido como si alguien quitara los clavos de las tablas, en el suelo, debajo de la cama. Era un ruido como el de un perro que intentara abrir una puerta: tenía la boca húmeda, y por lo tanto no podía agarrar bien el pomo, pero no dejaba de intentarlo, y Tom pensó que al final el perro entraría. Era un ruido como el de un fantasma en el desván, que dejara caer al suelo los cacahuetes que había robado en la cocina.»

Y al llegar ahí, la primera vez que escuchó el cuento, Ruth interrumpió a su padre para preguntarle qué era un desván…

—Es una habitación muy grande encima de los dormitorios —le dijo.

La existencia incomprensible de semejante habitación la llenó de espanto. La casa donde Ruth creció carecía de desván.

«¡Ahí está otra vez el ruido!», susurró Tom a su padre. «¿Lo has oído?»

«Esta vez Tim también se despertó. Era un ruido como el de algo atrapado dentro de la cabecera de la cama. Se estaba comiendo el material para salir de allí, roía la madera.»

Ruth interrumpió a su padre de nuevo. Su litera no tenía cabecera, y no sabía lo que significaba «roía». Su padre se lo explicó.

«A Tom le parecía que el sonido era claramente el de un monstruo sin brazos ni piernas que arrastraba su espeso y húmedo pelaje.»

«¡Es un monstruo!», exclamó.

«Es un ratón que se arrastra entre las paredes», dijo su padre.

«Tim lanzó un grito. No sabía qué era un ratón, y le asustaba la idea de un ser con pelaje espeso y húmedo, sin brazos ni piernas, arrastrándose entre las paredes. Además, ¿cómo algo así podía meterse entre las paredes?»

«Pero Tom le preguntó a su padre si de veras sólo era un ratón.»

«El padre golpeó la pared con la mano y oyeron cómo el ratón se escabullía.»

«Si vuelve», les dijo a Tom y a Tim, «sólo tenéis que golpear la pared»

«¡Un ratón que se arrastra, Tom. ¡No era más que eso!»

«Se durmió enseguida, y su padre regresó a la cama y también se durmió, pero Tim se pasó toda la noche en vela, porque no sabía lo que era un ratón y quería estar despierto cuando la criatura que se arrastraba entre las paredes volviera a arrastrarse. Cada vez que creía oír al ratón moviéndose entre las paredes, Tim golpeaba la pared con la mano y el ratón se escabullía, arrastrando su espeso y húmedo pelaje, sin patas delanteras ni traseras.»

—Y éste… —le dijo Ted a Ruth, porque terminaba todos sus relatos de la misma manera.

—Y éste es el final del cuento —concluyó la pequeña.

Cuando su padre se levantó del borde de la bañera, Ruth oyó el crujido de sus rodillas. Apagó la luz del baño de invitados, donde Eddie O'Hare no tardaría en pasar una absurda cantidad de tiempo, dándose largas duchas hasta que se terminaba el agua caliente o haciendo alguna otra cosa propia de los adolescentes.

El padre de Ruth apagó las luces del largo pasillo, donde las fotografías de Thomas y Timothy se sucedían en una hilera perfecta. A Ruth, sobre todo aquel verano en que ella tenía cuatro años, le parecía que abundaban las fotografías de sus dos hermanos a la edad de cuatro años. Más adelante especularía con la posibilidad de que su madre hubiera preferido los niños de cuatro años a los de cualquier otra edad, y se preguntaría si ésa fue la razón de que su madre la abandonara al final del verano, precisamente cuando ella tenía cuatro años.

Después de que su padre la acostara en la litera, Ruth le preguntó:

—¿Hay ratones en esta casa?

—No, Ruthie, no hay nada que se arrastre entre nuestras paredes —respondió él.

Pero la niña permaneció despierta después de que su padre le diera las buenas noches con un beso, y aunque el ruido que la había seguido desde su sueño no la siguió, o por lo menos no lo hizo esa misma noche, Ruth sabía ya que algo se arrastraba entre las paredes de la casa. Sus hermanos muertos no limitaban su residencia a aquellas fotografías. Se movían de un lado a otro, y era posible detectar en numerosos detalles su presencia fantasmal.

Aquella misma noche, antes incluso de oír el tecleo de la máquina de escribir, Ruth supo que su padre seguía despierto y que no volvería a acostarse. Primero le oyó mientras se cepillaba los dientes, luego le oyó vestirse, el breve ruidito metálico de la cremallera al cerrarse, el taconeo de los zapatos.

—¿Papá? —le llamó.

—Dime, Ruthie.

—Quiero agua.

En realidad no quería agua, pero le intrigaba el que su padre siempre dejara correr el agua hasta que salía fría. Su madre le servía el agua que empezaba a salir del grifo; estaba caliente y sabía como el interior de la cañería.

«No bebas mucho o tendrás que hacer pipí», le decía el padre, pero la madre dejaba que bebiera cuanto le apeteciera, y a veces ni siquiera la miraba beber.

—Háblame de Thomas y Timothy —le dijo Ruth a su padre al tiempo que le devolvía el vaso.

Ted suspiró. En los últimos seis meses Ruth había mostrado un interés inagotable por el tema de la muerte, y no era difícil adivinar el motivo. Gracias a las fotografías, Ruth sabía distinguir a Thomas de Timothy desde los tres años. Sólo sus fotos de cuando eran pequeños la confundían alguna vez. Y sus padres le habían contado las circunstancias que rodeaban a cada imagen: si mamá o papá habían tomado esta foto, si Thomas o Timothy habían llorado. Pero que los chicos estuvieran muertos era un concepto que Ruth trataba de comprender desde hacía poco.

—Dime —repitió a su padre—. ¿Están muertos?

—Sí, Ruthie.

—¿Y muertos significa que están deshechos? —inquirió Ruth.

—Bueno…, sí, sus cuerpos están deshechos —respondió Ted.

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