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Authors: John Irving

Una mujer difícil (4 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—¿Y están debajo de la tierra?

—Sí, sus cuerpos están bajo tierra.

—Pero ¿no se han ido del todo?

—Pues… no, mientras nosotros los recordemos —dijo su padre—. No se han ido de nuestros corazones ni de nuestras mentes.

—¿Es como si estuvieran dentro de nosotros?

—Algo así.

Ésa fue toda la explicación que le dio su padre, pero era una respuesta más amplia que cualquiera de las de su madre, la cual jamás pronunciaba la palabra «muerto». Y ni Ted ni Marion Cole eran religiosos. Aportar los detalles necesarios para el concepto del cielo no era una opción en su caso, aunque cada uno de ellos, en otras conversaciones con Ruth sobre el mismo tema, se habían referido misteriosamente al firmamento y las estrellas, dando a entender que algo de los muchachos vivía en algún lugar que no era bajo el suelo en el que estaban sus cuerpos deshechos.

—Entonces… —dijo Ruth.

—Escúchame, Ruthie…

—Vale.

—Cuando miras a Thomas y Timothy en las fotografías, ¿recuerdas las explicaciones de lo que estaban haciendo? —le preguntó su padre—. Quiero decir en las fotos. ¿Recuerdas lo que estaban haciendo en las fotos?

—Sí —respondió Ruth, aunque no estaba segura de recordar lo que hacían en cada una de ellas.

—Bueno, pues… Thomas y Timothy están vivos en tu imaginación —le dijo su padre—. Cuando alguien se muere, cuando su cuerpo se ha deshecho, eso sólo significa que ya no podemos verlo. El cuerpo ha desaparecido.

—Está debajo de la tierra —le corrigió Ruth.

—No podemos ver más a Thomas y Timothy —insistió su padre—, pero no han abandonado nuestras mentes. Cuando pensamos en ellos, los vemos ahí.

—Sólo se han ido de este mundo —dijo Ruth. (En general, repetía lo que había oído antes)—. ¿Están en otro mundo?

—Sí, Ruthie.

—¿Voy a morirme? —preguntó la niña de cuatro años—. ¿Estaré toda deshecha?

—¡No hasta dentro de mucho, muchísimo tiempo! —respondió su padre—. Yo estaré deshecho antes que tú, e incluso yo tardaré muchísimo tiempo en deshacerme.

—¿Muchísimo tiempo? —repitió la niña.

—Te lo prometo, Ruthie.

—De acuerdo —dijo Ruth.

Tenían esta clase de conversaciones casi a diario. Ruth mantenía conversaciones similares con su madre, pero eran más breves. En cierta ocasión, cuando Ruth le comentó a su padre que pensar en Thomas y Timothy ponía triste a su madre, Ted admitió que también a él le ponía triste.

—Pero mamá está más triste —añadió Ruth.

—Bueno…, sí —admitió Ted.

Y así Ruth permaneció despierta en la casa con «algo» que se arrastraba entre las paredes, algo más grande que un ratón, y escuchaba el único sonido que siempre la consolaba y, al mismo tiempo, le hacía sentirse melancólica. Esto sucedía antes incluso de que conociera el significado de la palabra «melancólica». Ese sonido era el tecleo de una máquina de escribir, el sonido que se produce al escribir una historia. Cuando fuese novelista, Ruth jamás utilizaría el ordenador; o escribiría a mano, o con una máquina que produjera el ruido más anticuado de todas las máquinas de escribir que pudiera encontrar.

Entonces, aquella noche de verano de 1958, no sabía que su padre había dado comienzo al que sería su relato favorito. Trabajaría en él durante todo el verano, y sería la única obra en la que le «ayudaría» Eddie O'Hare, el asistente de Ted Cole que no tardaría en llegar. Y aunque ninguno de los libros infantiles de Ted Cole alcanzaría jamás el éxito comercial o el renombre internacional de
El ratón que se arrastra entre las paredes
, el libro que Ted comenzó aquella noche era el que más le gustaba a Ruth. Se titulaba, naturalmente,
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
, y para Ruth siempre sería especial, porque ella lo había inspirado.

Los libros de relatos infantiles que escribía Ted Cole no podían clasificarse con respecto a la edad del público al que iban destinados.
El ratón que se arrastra entre las paredes
se anunciaba como un libro para leerlo en voz alta a niños de edades comprendidas entre cuatro y seis años; el relato tuvo éxito en esa franja del mercado, al igual que las obras posteriores de Ted. Pero, por ejemplo, a menudo chicos de doce años volvían a sentirse atraídos por los relatos de Ted Cole. Estos lectores más sutiles escribían con frecuencia al autor y le contaban que, antes de descubrir los niveles de significado más profundo de sus libros, le habían considerado un escritor para niños. Tales cartas, que revelaban toda una gama de competencia e incompetencia en estilo y ortografía, llegaron a convertirse casi por completo en el papel que cubría las paredes del cuarto de trabajo de Ted.

Él lo llamaba su «cuarto de trabajo», y más adelante Ruth se preguntaría si esto no definía la opinión que su padre tenía de sí mismo, y más agudamente de lo que ella lo había percibido de pequeña. Nunca llamaron «estudio» a la habitación, porque hacía mucho tiempo que su padre había dejado de considerar sus libros como obras de arte; sin embargo, «cuarto de trabajo» era una expresión más pretenciosa que «despacho», nombre que tampoco le daban jamás, porque su padre parecía enorgullecerse en extremo de su creatividad. Le afectaba la creencia ampliamente difundida de que sus libros no eran más que un negocio. Más adelante Ruth comprendería que su padre valoraba más su habilidad para dibujar que su escritura, aunque nadie hubiera dicho que
El ratón que se arrastra entre las paredes
o los demás libros de Ted Cole tuvieron éxito o se distinguieron gracias a las ilustraciones.

En comparación con el hechizo que tenían los relatos —que siempre daban miedo, eran breves y estaban escritos con lucidez—, las ilustraciones eran rudimentarias y, según opinaban todos los editores, demasiado escasas. No obstante, el público de Ted, aquellos millones de niños de edades comprendidas entre cuatro y catorce años, y a veces algo mayores, por no mencionar los millones de jóvenes madres que eran las principales compradoras de los libros de Ted Cole, jamás se quejaron. Aquellos lectores nunca podrían haber adivinado que el padre de Ruth se pasaba mucho más tiempo dibujando que escribiendo y que había cientos de dibujos por cada ilustración que aparecía en sus libros. En cuanto a los relatos por los que era famoso…, en fin, Ruth estaba acostumbrada a oír el tecleo de la máquina de escribir sólo por la noche.

No nos olvidemos del pobre Eddie O'Hare. Una mañana veraniega, en junio de 1958, se hallaba cerca de los muelles de la avenida Pequod de New London, Connecticut, esperando el transbordador que le transportaría a Orient Point, en Long Island. Eddie pensaba en su trabajo como ayudante de un escritor, sin sospechar que la escritura sería mínima. (Eddie nunca había pensado en la posibilidad de dedicarse a las artes gráficas.)

Se decía de Ted Cole que había abandonado sus estudios en Harvard para matricularse en una escuela de arte no muy prestigiosa. En realidad, era una escuela de diseño en la que estudiaban sobre todo alumnos de talento mediocre y modestas ambiciones en las artes comerciales. Ted nunca quiso probar suerte con el grabado o la litografía, y prefirió dedicarse al dibujo. Solía decir que la oscuridad era su color favorito.

Ruth siempre relacionaría el aspecto físico de su padre con los lápices y las gomas de borrar. Tenía manchas negras y grises en las manos, y las migas de la goma de borrar nunca faltaban en sus prendas de vestir. Pero las marcas de identificación más permanentes de Ted, incluso cuando acababa de bañarse y se había cambiado de ropa, eran los dedos manchados de tinta. Su elección de la tinta cambiaba de un libro a otro. «¿Es éste un libro negro o marrón, papá?», le preguntaba Ruth.

El ratón que se arrastra entre las paredes
era un libro negro.

Los dibujos originales habían sido trazados con tinta china, el negro favorito de Ted.
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
sería un libro marrón, y esto fue la causa del olor imperante durante el verano de 1958, pues el marrón favorito de Ted era el de la tinta fresca de calamar, el cual, aunque mas negro que marrón, tiene una tonalidad sepia y, en ciertas condiciones, huele a pescado.

Los experimentos de Ted con la tinta fresca de calamar crearon una nueva tensión en su ya tensa relación con Marion, quien tuvo que aprender a evitar los tarros de cristal ennegrecidos en el frigorífico; estaban también en el congelador, peligrosamente cerca de las bandejas del hielo. (Más adelante, ese mismo verano, Ted intentó preservar la tinta en las bandejas del hielo, con resultados cómicos aunque inquietantes.)

Y una de las primeras responsabilidades de Eddie O'Hare, no en calidad de ayudante de un escritor, sino en calidad de chofer designado por Ted Cole, sería efectuar el viaje de ida y vuelta a Montauk, un trayecto que duraba tres cuartos de hora, pues sólo en la pescadería de Montauk tenían tinta de calamar para el famoso autor e ilustrador de libros infantiles. (La mujer del pescadero, cuando éste no podía oírla, le decía a Eddie que ella era «la mayor admiradora» de Ted.)

El cuarto de trabajo del padre de Ruth era la única habitación de la casa donde ni una sola fotografía de Thomas o Timothy adornaba las paredes. Ruth se preguntaba si tal vez su padre no podía trabajar o pensar si veía ante él a sus hijos fallecidos.

Y a menos que el padre estuviera en su cuarto de trabajo, era la única habitación de la casa en la que Ruth no tenía permitida la entrada. ¿Había allí algo que podía dañarla? ¿Había acaso un buen número de herramientas afiladas? Lo que sí había eran innumerables plumillas que una niña pequeña podría tragarse, aunque Ruth no era una chiquilla que se metiera objetos extraños en la boca. Pero al margen de los peligros que contuviera el cuarto de trabajo de su padre, si es que realmente los había, no hacía falta imponer a la niña de cuatro años ninguna restricción física: el olor de la tinta de calamar bastaba para mantenerla alejada de allí.

Marion nunca osaba acercarse al cuarto de trabajo de Ted, pero Ruth cumpliría los veinte años antes de comprender que era algo más que la tinta de calamar lo que repelía a su madre. Marion no quería encontrarse con las modelos de Ted, no quería ni verlas…, ni siquiera a los niños, pues éstos nunca acudían para posar sin sus madres. Sólo después de que los niños hubieran posado media docena de veces o más, sus madres iban a posar solas. De niña, Ruth nunca preguntó por qué aparecían tan pocos dibujos de las madres con sus hijos en cualquiera de los libros de su padre. Desde luego, puesto que sus libros eran para niños, nunca había en ellos ningún desnudo, aunque Ted dibujaba muchos. Había, literalmente, centenares de dibujos en los que las jóvenes madres aparecían desnudas.

Con respecto a los desnudos, su padre decía: «Es un requisito, Ruthie, un ejercicio fundamental para todo dibujante». Igual que los paisajes, suponía ella al principio, aunque Ted dibujaba pocos paisajes. Ruth pensaba que la relativa falta de interés que mostraba su padre hacia los paisajes se debía quizás a la uniformidad y al carácter extremadamente llano de la zona, que semejaba una superficie asfaltada que avanzara hacia el mar, o lo que le parecía a ella la uniformidad y el carácter tan llano del mismo mar, por no mencionar la enorme y con frecuencia apagada extensión del cielo.

A su padre parecía interesarle tan poco el paisaje que, más adelante, a Ruth le sorprendió que se quejara de las casas nuevas, esas «monstruosidades arquitectónicas», como él las llamaba. Sin previo aviso, las casas nuevas se alzaban como intrusas en la llanura de los patatales que en otro tiempo habían sido el paisaje principal de los Cole.

—Un edificio de fealdad tan experimental como ése no tiene ninguna justificación —afirmaba Ted durante la cena a quienquiera que le quisiera oír—. No estamos en guerra, no hay necesidad de construir un edificio que disuada a los paracaidistas.

Pero la queja de su padre se volvía trillada; la arquitectura de las casas de los veraneantes en aquella parte del mundo llamada los Hamptons no tenía, ni para Ruth ni para su padre, un interés comparable al de los desnudos, más inmutables.

¿Por qué jóvenes casadas? ¿Por qué todas aquellas jóvenes madres? Cuando Ruth iba a la universidad, formulaba a su padre preguntas más directas que en cualquier otra época de su vida. Fue también por entonces, en el período universitario, cuando se le ocurrió por primera vez un pensamiento turbador. ¿Quiénes, si no, serían sus modelos o, planteado de un modo más crudo, sus amantes? ¿Con quién se veía continuamente? Por supuesto, las madres jóvenes eran las que le reconocían y le abordaban.

—¿Señor Cole? Sí, le conozco… ¡Es usted Ted Cole! Sólo quería decirle, porque mi hija es demasiado tímida, que es usted su autor favorito. Ha escrito el libro que más le gusta…

Y entonces la mamá empujaba hacia delante a la niña reacia (o al niño azorado) para que estrechara la mano de Ted. Si a éste le atraía la madre, le sugería que posara para él junto con la niña, tal vez para el próximo libro. (Más adelante abordaría la cuestión de que la madre posara sola y desnuda.)

—Pero normalmente son mujeres casadas, papá —le decía Ruth.

—Sí… Supongo que por eso son tan infelices, Ruthie.

—Si te importaran tus desnudos, quiero decir los dibujos, buscarías modelos profesionales —seguía Ruth—. Pero supongo que siempre te han interesado más las mujeres en sí que tus desnudos.

—A un padre le resulta difícil explicar estas cosas, Ruthie, pero… si la desnudez, me refiero a la sensación de desnudez, es lo que debe transmitir un desnudo, no hay ninguna desnudez comparable a lo que uno siente cuando está desnudo ante alguien por primera vez.

—¡Pues están aviadas las modelos profesionales! —replicaba Ruth—. Por Dios, papá, ¿es necesario que hagas eso?

Pero él sabía, por supuesto, que ni los desnudos ni tampoco los retratos de las madres con sus hijos le interesaban lo suficiente para conservarlos. No los vendía en privado ni los daba a su galería. Cuando la relación sentimental terminaba, cosa que solía suceder muy rápidamente, Ted Cole regalaba los dibujos acumulados a la joven madre en cuestión. Y Ruth solía preguntarse: si las jóvenes madres eran, en general, tan infelices en su matrimonio, o simplemente infelices, ¿acaso el regalo artístico las hacía, por lo menos momentáneamente, más felices? Pero su padre nunca llamaba «arte» a lo que hacía ni se refería a sí mismo como un artista. Tampoco se consideraba un escritor.

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