Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (30 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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—Hoy debo verme con el Padre Berenice, que es el que lo está arreglando todo. Por de pronto ya mandó una hermosa mesa, sillones dorados y una tribuna o pulpito desde donde se propone amonestar al Diablo y arengar a los presentes que serán los miembros del Comité. Aquí se sentará el encapuchado Incógnito, en seguida, aquí en este otro sillón, Fracas…

—¿Quién es Fracas?

—Fracas es Fracas…

—No entiendo…

—Bueno, todo quieres que se te explique, y éstos son secretos, son secretos. Fracas, es el estudiante fracasado que integra el Comité. Después de Fracas, se sentará el Padre Berenice, aquí yo, aquí Teotimo, otro miembro del Comité, un abogado grasoso, dormilón y abúlico, luego los invitados, el Señor Arzobispo, el Nuncio, el Presidente
Libereitor
de la República…

—Antes que se le olvide, don Estanislao, mi recomendación para la dinamita, por eso vine…

—Te la voy a hacer, te la voy a hacer, déjame buscar recado de escribir en este cajón…

—Está usted muy nervioso —se acercó el calabrés a abrazarlo, al verlo ponerse de pie, con la recomendación escrita, soplándola para que secara la tinta.

—Sí, sí, desde hace días que no puedo dormir. No sé si es el viento que me gasta los nervios y que ha estado soplando muy fuerte estos días, y las preocupaciones que nunca faltan…

—Eso sí que está malo. Vaya por casa y se toma un poco de agua de cogollos de naranja bien cargada.

—Sí, sí, por allá voy a recibir el favor. Toma la recomendación y saluda a tu hijo.

Los ronquidos del alquilador de disfraces, a quien los cogollos de naranja espesados con somnífero hicieron dormir casi seis horas, permitieron a Tizonelli colocar en la cabeza de Carne Cruda un cerebro llamado a estallar al contacto del fuego y a minar la casa con algunas candelas de dinamita.

Tamagás se despertó reposado, el párpado del ojo izquierdo le tecleaba menos y al solo aparecer Tizonelli por su casa, le comunicó su bienestar y gusto por la vida.

—Si en lugar de café cargado para que no nos durmiéramos oyendo leer anónimos, nos hubieran servido cogollos de naranja en el Comité, no estaríamos en este estado de nervios, agotados todos, y es que no es para menos, tanta denuncia, tanta intriga, tanta suciedad, tanta mierda, perdóname la palabra.

—Ahora, lo que su merced me tiene que prometer, es no volver a ver a Carne Cruda.

—Supiste que me le arrodillé…

—¡Es el colmo, un miembro del Comité arrodillándose ante el comunismo!…

—No lo haré más. Con los cogollos de naranja y la gran dormida que me di veo las cosas de distinta manera, y comprendo que es preciso quemar a ese infame fantoche por lo que representa, el comunismo violador de nuestra pequeña india… —le saltó el párpado antes de arrastrar el ojo zurdo desnudo con todo y la cara angulosa hasta Tizonelli y susurrarle a la oreja—: Si quieres asistir al auto de fe buscamos un lugarcito para que te escondas y así te das el gusto de ver de cerca al Prelado, al Presidente
Libereitor
, al Señor Nuncio y a los miembros del Comité de quien nos burlamos, mejor dicho, te burlaste tú por el uso que hacías de las listas…

—De todas maneras, lo que su merced me tiene que prometer y cumplir es no acercarse de hoy en adelante a Carne Cruda, hasta el día de la ceremonia.

—¡Te lo juro por esta cruz! —y en lugar de persignarse, se llevó la cruz a los labios, y la besó pensando en el beso de Judas.

—Sí, porque si se le acerca, por vengarse de su merced, y burlarse del Padre Berenice y sus invitados, que sería como dejar con un palmo de narices a la Iglesia, al Papado, al Gobierno y al «Comité contra el Comunismo», se lo puede llevar con todo y trapos, y adiós ceremonias… —rió Tizonelli.

—Tienes toda la razón del mundo —frunció el ceño Tamagás—, en eso no había pensado, en que me puede llevar… —y sintió una rara cosquilla de timbre de alarma en la almorrana.

—Y como evitar no es cobardía, con no acercársele está arreglado.

—Ya te lo juré…

—Para ayudarlo a cumplir su juramento y que no le entre la tentación de acercarse a Carne Cruda al sentirse solo, voy a venirme a estar con usted los días que faltan para la ceremonia.

—Mejor, porque así buscamos despacio un lugarcico para que te escondas…

—Y porque estando yo lo hago comer. Hace días que el portaviandas se va como viene…

—No me pasa bocado con ese maldito Diablo metido aquí en mi casa.

—Pero conmigo va a tomar sus alimentos, no vayan a creer al verlo trasijado que está triste por el Diablo, y de noche no le faltarán sus cogollitos bien cargados para que duerma de un tirón, como ha estado durmiendo. Vale que nosotros por la tapia nos comunicamos secretamente, sin necesidad de salir a la calle.

— 6 —

El Torotumbo hizo su entrada en la capital. Randas, marimbas, sirenas, campanas, cohetería y ceremonias del encuentro, el saludo, la presentación y entrega de las llaves, entre los lengua de trapo de la ciudad, para quienes todo aquello no pasaba de ser una alegre fiesta de carnaval a destiempo, y los danzarines que llegaban en torrente de hombres de sangres comunicadas a través de ideas y sentimientos.

Al amparo de las ceremonias pasó la primera consigna: ocupar los lugares estratégicos señalados, de boca en boca de los bailarines de piel quemante de ortiga, alfanges de maguey y lanzas de caña brava, escuadrones de guerreros vegetales que hacían reír a los capitalinos, seguidos en formación cerrada por danzarines de máscaras de tierra cocida, de corteza de coco, de piedra porosa más liviana que el agua, sus penachos de tres sangres, roja, verde, negra y calzas de río de espejo que en su bailar parpadeante levantaban polvo de sueño bajo lluvia metálica de cascabeles dormidos.

Monótono, cercano, rotundo, percutía el corazón del Torotumbo en los cuatro ámbitos de la ciudad dorada al frío por el sol, compás de baile de guerra golpeando en una selva de árboles de troncos huecos los testuces de sus toros toronegros, de sus toros tororucios, de sus toros torozainos, de sus toros toropintos, de sus toros torozambos, de sus toros torotoros para sostener el avance de los bailarines que se apoderaban de los lugares señalados danzando en movimientos de sonámbulos despiertos bajo sus máscaras.

Instrumentos de fuego de madera, de fuego de metal, de fuego de cuero, de fuego de carey, de fuego de piedra quemábanles las manos a los que los tocaban como fuera del tiempo, ceniza de volcán hecha música en la que los bailarines del Torotumbo al danzar se iban volviendo pueblo con la geografía de lo profundo bajo sus plantas y la vida del cielo sobre sus hombros.

Pero el hombre que se vuelve pueblo ruge como el mar y ése era el rugido que se oía en el caracol de la ciudad y que no escuchaban las gentes vestidas de carnaval que bailaban, danzas extranjeras, paseaban en automóviles adornados y carruajes de flamantes caballos, soltaban globos desde sus patios o con el horror del populacho se aposentaban en los balcones que daban a la calle a mostrar dentaduras postizas reidoras, satisfechos de la fiesta y de sus personas que al cambiar los tiempos habían pasado del privilegio pretérito al bienestar dineroso. Ninguna alteración del orden, todo a compás. Ningún indicio de lucha, todo juglar, brillante. Color de fruta, las bandas de mensajeros que en sustitución de los que se desplomaban de fatiga, ocupados los lugares estratégicos, correteaban de un punto a otro llevando la consigna de sembrar la confusión entre los que eran y no eran autoridades, en el momento en que aparecieran en los lugares más visibles de la ciudad jefes militares, policías, magistrados, religiosos, forenses disfrazados en forma tan perfecta que se les pudiera tomar por auténticos, dudando de los que en verdad llenaban dichas funciones sólo porque tenían el vestido.

Un torrente de enmascarados arrancó de su casa a Tizonelli, asalto y captura que el italiano, sorprendido por las voces, las risas, los pitos, y matracas, tuvo por broma hasta que se vio fuera de su casa conducido casi en vilo a un
jeep
que arrancó velozmente. Por las cortinillas de lona que el viento levantaba trató de orientarse hacia donde lo llevaban, pero no le fue posible fijar su ruta viendo pasar retazos de edificios, árboles, postes, máxime que sus acompañantes, sin dejar de moverse, le mareaban con sus risas, chillidos y palabras ahogadas por las máscaras. La música del Torotumbo se oía cada vez más lejos, indicio de que se iban alejando de la ciudad a todo lo que daba aquella masa sólida, compacta, lanzada por calles empedradas.
Perduto
, se dijo con el aliento, prendido a alguno de los helados fierros del respaldo, apretados los dientes para no morderse la lengua en uno de los tantos saltos mortales del vehículo, y como si no le fuera bastante alentarlo, se lo respiró encima,
perduto
, cuando uno de los enmascarados dio a entender que lo llevaban a donde el jefe. En un país con más cuerpos de policías que dedos en las manos, desde el infantil hasta el de los jaguares que cazaba campesinos a dentelladas de perro, no cabía duda de que lo conducían ante alguno de los muchos verdugos policiales. Se puso un cigarrillo en los labios, aprovechando que el
jeep
estabilizaba su marcha sobre un camino en cuesta, pero, lejos de serenarse, el humo le radiografió las más negras sospechas en el cielo de la boca, regándole como sombra su sabor amargo, el pensamiento de que se hubiera descubierto el atentado.
Perduto
, no por él, qué importancia tenía un hombre más o menos en un mundo en que todos estaban jugando a la desesperada, sino por el trabajo realizado para hacer volar la casa del alquilador de disfraces. Desechó la idea, de haber descubierto algo iría esposado y lo habrían registrado al capturarlo, consolándose con la creencia de que lo llevaban para interrogarlo sobre lo de las listas de denuncias de comunistas o sospechosos de ideas rojas que le pasó Tamagás. Brevemente sopesó sus posibilidades de hombre duro para soportar cualquier tormento, ya que con aquella gente interrogar y atormentar eran sinónimos. Todo, menos confesar, y prueba de que desafiaría cualquier tortura, era la indiferencia y hasta aparente jovialidad con que acompañaba a los enmascarados, riendo con ellos, para defender con los dientes, a mordidas de risa, lo que con tanto trabajo e ilusión puso en la cabeza de Carne Cruda, una bomba de fabricación casera que inflamada por el fuego purificador del Padre Berenice estallaría con tal violencia que volarían con el demonio y al demonio su Ilustrísima, palidísima, flaquísima, el Presidente
Libereitor
, el frinifrique papal, Fracas, el estudiante, Tamagás, el licenciado abúlico y grasoso, el propio Berenice, el Milico Chacal y el incógnico yanqui, el del capuchón y el silencio, ayudante de aquel Embajador norteamericano que fue carcelero en Nuremberg. Y por si Carne Cruda se portaba mal y no acababa con ellos, la conmoción del estallido haría despertar de su sueño la nitroglicerina enterrada en los cimientos de la casa que iba a volar en pedazos con todo y todo y tan eminentes personajes. ¡Ah, pero no iba a estallar ni a volar nada!… ¡
Perduto
!… ¡
Perduto
!… después de capturarlo deben de haber desmontado aquellas máquinas infernales que con peligro de su vida colocó aprovechando los largos sueños de Tamagás, sometido a la acción de los cogollos de naranja con somnífero. Sólo pensarlo era horrible, horrible. No se presentaría otra vez la oportunidad de tener reunidos a los del Comité, al Arzobispo, al Presidente y al Nuncio. Se le secó la boca, los dientes pesados como tornillos que se le iban saliendo y que no podía volver adentro con el destornillador de la lengua, y un sudor tiritante, helado, casi de mortaja, le empapó en medio del día bochornoso. No sólo la desgracia de que el atentado hubiera sido descubierto, sino las consecuencias: perseguirían a los suyos, arrancarían la hortaliza, quemarían su casa, aunque esto era lo que menos le importaba desde que le decomisaron lo único de valor que tenía, la blusa de voluntario garibaldino que fue de su abuelo, prenda roja que lo condujo a la más ciega mazmorra de la penitenciaría, cuando lo capturaron la vez pasada por denuncia hecha ante el Comité, y prenda que también le valió la libertad al comprobarse que era un recuerdo de familia y no un regalo de Moscú. A él lo soltaron, pero la blusa no volvió. Marchaban hacia el sur, hacia el mar, hacia el puerto. Lo echarían en el primer barco que pasara o, menos deportados y más desaparecidos, se lo echarían a los tiburones. Por eso iban enmascarados. Por eso esperaron para capturarlo a que estuviera solo en su casa. Su mujer y su hija se habían ido a pasar el día adonde el mayor de sus hijos. Lo que le costó que se fueran, sin que se dieran cuenta que él las sacaba, antes que el techo de la casa se les fuera a desplomar encima con la explosión. El
jeep
viró casi en ángulo recto, al apartarse de la carretera troncal, por un camino de tierra zigzagueante y pedregoso, saltando más que rodando sobre tarascadas de llantas sólidas, que, si no devoraban como los tiburones, molían en tal forma que cuando se llegaba a destino, difícilmente se encontraban los movimientos de las piernas y la cintura. Lo bajaron frente a un corredor, en un amplio patio, y se oyó taconear militarmente al que se adelantó por una puerta al interior de una habitación, en la que desde el umbral donde él se detuvo con los otros, no lograba ver nada de lo que ocurría dentro, tanta era afuera la luminosidad del día de diamante. Lo pasaron. Avanzó algunos pasos por un salón desnudo de muebles, especie de granero, las maderas de las ventanas cerradas sangrando luz por las rendijas, y a no creer lo que veía, a manotear frente a sus ojos para disipar lo que se le antojó un sueño. Sin careta ni disfraz, le esperaba en actitud de jefe, uno de los que él salvó de caer en manos de la policía, valiéndose de las listas de Tamagás. Y todos, la mayoría al menos de los que lo rodeaban, habían escapado de la cárcel, y quién sabe de qué torturas, por el camino de las preciosas listas.

El jefe cortó efusiones y abrazos para decir al calabrés:

—Señor Tizonelli, le hemos hecho venir…

—Y venía que no me llegaba la camisa al cuerpo…

—Fue una pesadería, no sé por qué no se dieron a reconocer los muchachos.

—Pero ya estoy aquí, ¿de qué se trata?…

—De pedirle su ayuda. Nuestros efectivos disfrazados de bailarines ocupan ya los puntos claves que se les señalaron y vamos a dar el asalto; pero a última hora hemos sido informados por nuestros servicios especiales que se van a reunir en casa del alquilador de disfraces, los miembros del Comité, el Arzobispo, el Presidente, el Nuncio y necesitamos capturarlos.

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