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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Tercera parte
Hoy
26

El vuelo procedente de Madrid, con escala en Nueva York, llegó puntualmente y sin contratiempos al LAX, el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Ned llevaba sólo una maleta pequeña, que recogió del portaequipajes superior. Encendió su móvil cuando el Boeing 777 se detuvo junto a la pasarela del punto de atraque. Olga le había pedido que le enviara un mensaje en cuanto llegara, sin importar la hora en España, y lo hizo mientras esperaba a que la tripulación abriera las puertas.

Como ciudadano de Estados Unidos tardó poco en traspasar la aduana. Abandonó la terminal y se encaminó directamente a la agencia de coches de alquiler Dollar, donde había reservado un Pontiac de tamaño medio, un coche cómodo sin excesivos lujos. Con él pensaba desplazarse hasta el hotel, en pleno centro de la caótica capital del estado de California, y luego a casa de Aldrin al día siguiente. Tras una discusión con la señorita del mostrador de la agencia, tuvo que aceptar a regañadientes un Jeep a cambio: era un tipo de vehículo que aborrecía.

Acababa de abandonar el aparcamiento de la agencia cuando el móvil emitió su melodía. Era Olga. En California estaba prohibido hablar por teléfono conduciendo, pero las autoridades no eran tan poco permisivas como en Europa, quizá porque casi todos los vehículos son automáticos y las velocidades máximas muy limitadas. Ned comprobó que no había policías a la vista y respondió a la llamada.

—¡Hola! —contestó en un tono animado.

Ya la echaba de menos.

—¿Has llegado bien?

—Sí. Todo perfecto. Estoy en el coche de alquiler, yendo hacia el hotel.

—Entonces hablamos luego. Llámame cuando te instales.

—OK. Un beso.

Antes de marcharse, Ned había regresado con Olga hasta el Canto de Castrejón para esconder de nuevo las cintas de la Luna. Habían comprado un nuevo maletín, éste sin sistemas de seguridad, metálico y con revestimiento impermeable. En su interior colocaron las cintas, cubiertas con un grueso plástico, y lo dejaron en el mismo lugar en que Antonio Durán lo escondiera en el verano de 1969. Habían llegado a la conclusión de que era la mejor alternativa. Si el maletín original había estado allí oculto tantas décadas, sin ser descubierto, estaba claro que era un escondrijo perfecto. Además, sólo ellos dos conocían su localización exacta.

Ahora Ned llevaba en su maleta las fotografías tomadas de la proyección de las cintas en el archivo de la facultad de periodismo. Momentos culminantes e incontrovertibles del hallazgo. Ardía en deseos de mostrárselas a Aldrin para ver qué cara ponía. Quizá él no tuviera todas las respuestas a sus preguntas, pero sí muchas. Podría situarle en el camino de desentrañar por completo el misterio más increíble de la historia de la humanidad.

Atascado en el infernal tráfico de Los Ángeles, Ned sonrió recordando una vez más las historias de conspiraciones que giraban en torno a la conquista de la Luna: farsa grabada en un estudio con ayuda de Stanley Kubrick, encuentro de unas ruinas extraterrestres, naves alienígenas, fotos trucadas… Una combinación de varias de ellas desembocó en un reportaje moderno, absolutamente genial, un fake elaborado por un equipo francés que logró la colaboración de personalidades como Henry Kissinger, Donald Rumsfeld o Vernon Walters, e incluso de la propia viuda de Kubrick.

Si quienes creían en cualquiera de esas cosas supieran una décima parte de lo que sabía Ned… Como siempre, la realidad superaba a la ficción. Incluso dentro de la ficción.

El aparcamiento del hotel Sheraton era al aire libre. Ned dejó el automóvil cerca de la entrada y sacó su maleta. Tras registrarse en la recepción, subió a su cuarto y tomó una ducha relajante. Habían sido muchas horas de vuelo y de espera en los aeropuertos. Se sentía cansado y con los músculos doloridos. Su mente, por el contrario, estaba activa como nunca. Ned era incapaz de abstraerse un poco de la investigación y darse un saludable respiro.

Volvió a llamar a Olga. Estaba triste por no haber viajado con él a Los Ángeles, aunque supiese que era más prudente y operativo que Ned siguiera allí solo la investigación. Ya habría tiempo después de saborear juntos la gloria. Ned nunca había sido un hombre egoísta, de esos que tratan de acaparar todo para sí. Siempre le resultó mucho más gratificante compartir con personas como Olga, una mujer brillante que se lo merecía.

Ned comió algo y pasó el resto de la tarde en un cine, intentando no darle más vueltas al asunto y conceder un merecido descanso a su cerebro. No funcionó, claro está, y al final del día se encontraba agotado. Después de una cena frugal, se acostó muy pronto. Al día siguiente tendría una de las entrevistas más importantes de toda su vida profesional y personal. Una entrevista que cambiaría su vida y, quizá, la de toda la humanidad.

El sol lucía espléndido sobre Los Ángeles cuando Ned se despertó por la mañana. La noche anterior había preparado su cuaderno de notas, su grabadora y el sobre con las fotografías tomadas de las cintas. Abrió los ojos como si hubiera estado durmiendo una semana y, de pronto, recobrara la consciencia de un solo golpe. La energía renovada inundó sus venas y notó su mente despejada por completo. Estaba en forma para la entrevista con el viejo astronauta.

El trayecto hasta la residencia de Aldrin era relativamente largo, como todas las distancias en la vasta capital de California. Salió con una hora de adelanto por si tardaba más de lo previsto. Prefería esperar a llegar tarde. Tomó la calle Figueroa en dirección sur, para luego dirigirse hacia el este. Aldrin vivía en una bonita y lujosa zona residencial típicamente californiana. A Ned nunca le había atraído demasiado esa parte del país, aunque debía reconocer que poseía grandes encantos. Sobre todo por sus playas y en la forma de voluptuosas mujeres en biquini, bañándose, haciendo surf y tomando el sol.

Había hecho bien en salir con tiempo de sobra. El intenso tráfico no le permitió llegar a la urbanización hasta apenas diez minutos antes de la hora fijada para la entrevista. Había un control de seguridad. Se acreditó ante el guardia, que le indicó cómo llegar a la casa de Aldrin. Era un lugar vigilado, al que circundaba por completo una tapia para aislarlo del resto del mundo, pero resultaba acogedor. Dentro se veían muchos coches de lujo y algunos niños en bicicleta, entre las calles perfectamente rectilíneas y los jardines, todos idénticos y todos cuidados con esmero casi enfermizo.

Ned estacionó su automóvil junto a la rampa de la casa de Aldrin. Miró el reloj. Todavía le quedaban cinco minutos, y le habían enseñado que era más descortés llegar con antelación que con un ligero retraso. Esperó hasta la hora en punto, comprobando una vez más que llevaba consigo todo lo necesario, y se dirigió por fin a la entrada de la casa.

Una mujer vestida de asistenta le abrió la puerta y le hizo pasar a una salita. Segundos después apareció la ayudante personal del ex astronauta. Era joven y agradable. Una mujer rebosante de energía.

—Encantada de conocerle en persona, señor Horton. —Ella y Ned ya habían hablado antes por teléfono, para concertar esa cita—. El señor Aldrin lo recibirá enseguida. Si es tan amable de acompañarme…

Ned la siguió hasta un despacho muy espacioso y lleno de luz. Las estanterías y las paredes estaban repletas de recuerdos de la NASA, de diplomas y de imágenes del espacio. Lo que más llamó la atención de Ned fue una soberbia miniatura del cohete Saturno V, que llevó a los primeros hombres a la Luna con éxito. Aunque lo de miniatura era sólo relativo, ya que la maqueta debía de medir casi dos metros de alto.

—Querido Ned —oyó una voz tras él.

Era Edwin Aldrin, con sus profundos y expresivos ojos azules y aspecto de anciano bonachón; una de esas personas que inspiran confianza inmediata.

—Señor Aldrin, veo que me recuerda de la última entrevista que tuve el honor de hacerle.

—¿Cómo no me iba a acordar? Fue usted como una mosca cojonera… Lo digo en el buen sentido. Me gustan las preguntas difíciles. Aunque no tanto que me tiren encima el café.

Aquel había sido su pequeño incidente con Aldrin. Ned se tropezó al ir hacia él durante un desayuno-entrevista, y el contenido de su taza humeante acabó empapándole la camisa. Ned sonrió recordándolo. Y luego trató de imaginar la cara que pondría el viejo astronauta cuando le revelara el auténtico motivo de aquel encuentro.

—Pero sentémonos.

Aldrin dio a Ned un fuerte apretón de manos y le indicó que podía ocupar una de las butacas en torno a una mesa baja. Él se acomodó enfrente, en un sillón ancho.

—¿Le apetece tomar algo? ¿Café, un refresco…? Yo tomaré un poco de limonada.

—Me encanta la limonada.

La ayudante de Aldrin llamó a la criada y le pidió que llevara al despacho la bebida. Mientras esperaban, el ex astronauta preguntó a Ned por su trabajo actual. Estaba al tanto de su nuevo libro y se alegró sinceramente de que la aceptación entre el público y las ventas estuvieran marchando tan bien.

Cuando por fin se quedaron solos, con sus vasos de limonada en la mano, Ned sintió que ya no podía demorar más el momento de contar a Aldrin la verdad. Había ensayado mentalmente cómo empezar.

—El motivo de haber solicitado una entrevista con usted no tiene nada que ver con sus proyectos espaciales privados.

El gesto del anciano mostró sorpresa.

—Mi secretaria me dijo... Creí que…

—Ella no se ha equivocado. Le dije eso porque me pareció el modo más fácil de acceder a usted. Imagino que apreciará que no me pierda en rodeos y vaya al grano, así es que ahí va: sé lo que encontraron en la Luna.

Si antes Aldrin estaba sorprendido, ahora sus ojos se abrieron como platos y tomó una larga bocanada de aire por la impresión. Incluso se le derramó un poco de limonada al temblarle el pulso. Era la viva imagen de alguien que ha visto una aparición o un fantasma del pasado.

—¿A qué se refiere…? —dijo, tratando de recobrar la calma.

—Al cofre con el sello de Estados Unidos que Neil Armstrong recogió en un cráter cercano a la posición del Águila.

—Usted se… confunde.

De nada iba a servirle a Aldrin negar lo evidente. Sabía que las palabras de Ned no eran un farol. Sólo podía conocer esos datos si realmente estaba al tanto del hallazgo. Lo cierto es que Aldrin llevaba décadas esperando que alguien le preguntara eso. Como ahora, de un modo inesperado, sin previo aviso. Por mucho que los servicios secretos intentaran ocultarla, la verdad siempre se acaba sabiendo. Es como un pedazo de madera. Aunque se sumerja a mil metros de profundidad en el mayor de los océanos, tarde o temprano sale a flote.

—Tengo pruebas de lo que afirmo —dijo Ned, y extrajo de su carpeta el sobre con las fotos.

—¿Qué es eso?

—Véalo usted mismo.

Con el rostro desencajado y manos temblorosas, Aldrin fue pasando lentamente las fotografías.

—La entrevista ha terminado. Debe usted marcharse ahora mismo. No tengo nada que decir.

La voz de Aldrin era severa y su mirada expresaba dureza.

—¿Qué tiene que ver Stephen Lightman en todo esto? —insistió Ned.

—¡Le he dicho que se marche!

El ex astronauta se levantó e hizo un gesto vehemente con la mano, señalando la puerta. Ned dio un paso hacia allí, pero volvió a hablar.

—Stephen Lightman dirigió un proyecto secreto relacionado con los viajes en el tiempo.

—¡¿Qué?! ¿De dónde diablos ha sacado usted eso?

—De los archivos secretos del Área 51. Lightman trabajó allí.

El anciano parecía turbado. Eso era suficiente para Ned, por ahora. Aldrin había vuelto a sentarse, y su anterior enfado se disolvió en un gesto de duda y estupefacción.

—¿Cuándo? —dijo el astronauta, con voz cavernosa.

—No le comprendo…

—¿Cuándo estuvo Lightman trabajando en ese proyecto?

—Hace un par de años.

Ned jugó el farol de asumir que Lightman no estaba muerto cuando vio su ficha en la base de datos del Área 51.

—Eso… No, no puede ser…

La mirada de Aldrin se alzó como si lo hiciera desde una grieta muy profunda. Una grieta oscura y sobrecogedora, capaz de arrastrar hacia ella cualquier sentimiento de esperanza.

—Entonces no le hicieron caso… —añadió.

La imagen del ex astronauta era tan patética que Ned prefirió quedarse callado. No parecía capaz, en ese momento, de responder a ninguna pregunta de un modo coherente. Estaba abismado, con una mano en la frente y la otra caída a un lado.

—Juegan con fuego… —dijo—. No le hicieron caso…

Tras unos minutos en silencio, durante los cuales Aldrin repitió varias frases en tono desesperado y pronunció algunas otras sin aparente sentido o conexión entre ellas, Ned optó por intervenir de nuevo.

—Señor Aldrin. Está claro que se trata de algo grave. Y usted lo sabe.

—¿Algo grave? —suspiró—. Decir eso es muy poco. Creí que harían caso del mensaje, de la advertencia. Nos engañaron a todos. A Neil, a Michael, a mí…

—Pero… ¿De qué se trata?

—Del fin del mundo, hijo, del fin del mundo…

27

La enorme pizarra ocupaba por completo la pared más larga de la sala. Estaba repleta de símbolos imposibles de comprender para un profano. Delante de ella, sin notar siquiera la presencia de otra persona, un científico con bata blanca y aspecto desaliñado, de unos setenta años, escribía nuevos signos con la soltura de un mago que elucubra en sus artes arcanas.

—Profesor Lightman —dijo por fin la mujer que había entrado sin hacer ruido.

El científico se sobresaltó por la interrupción. Estaba agachado para escribir en la parte más baja de la pizarra. Se volvió, sin erguirse, y miró a la mujer por encima de sus estrechas gafas.

—Veo que está usted completamente sumergido en su trabajo —comentó ella.

—Eh, la verdad es que sí. Estoy haciendo unas comprobaciones… Creo que ya consigo vislumbrar la solución, pero…

—¿Pero?

—Nada. Son sólo cosas mías. Y dígame, ¿quién es usted?

—Comandante Demelza Taylor. Soy el enlace militar del proyecto con la administración. Acaban de trasladarme aquí desde Washington.

—Ya veo.

Lightman observó con disimulo el gesto endurecido de la mujer. No le inspiraba la menor confianza.

—Tenía el presentimiento de que hoy iba a ocurrir algo… especial. Y aquí está usted.

—Creía que los científicos no confiaban en los presentimientos.

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