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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Ned se dio la vuelta de nuevo. Terminó de abrir el hueco con los brazos. Al otro lado apareció una especie de jardín. Lo que había producido el sonido era una montaña de paquetes de abono al caer. Estaban apilados encima de la trampilla y por eso le había costado tanto abrirla.

Salió al exterior, entre los arbustos. Era incapaz de estimar la longitud de la galería por la que había gateado desde el sótano de la tienda de Rocambole. Quizá cien metros. Quizá sólo cincuenta. En todo caso, debía tener mucho cuidado y mantenerse oculto hasta estar seguro de que nadie se fijaba en él. Miró desde donde estaba hacia el otro lado de la calle. Todo parecía normal y él ya no se parecía sí mismo.

Esperó unos segundos, hasta calmarse un poco y normalizar su respiración, y luego salió de su escondrijo. Atravesó la zona verde y después caminó por la acera hasta que vio pasar un taxi. Tenía dinero y documentos. Lo paró y pidió al conductor que lo llevara directamente al aeropuerto, aunque nada más empezar la carrera se dio cuenta de que ésa no era una buena idea. Pensó en la ciudad más próxima que contara con un aeropuerto internacional importante. Sólo se le ocurría una: Phoenix, en el vecino estado de Arizona, a más de cuatrocientos kilómetros de Las Vegas.

—¿Cuánto me costaría que me llevara hasta Phoenix? —dijo Ned al taxista.

A través del retrovisor, pudo ver su cara de pez.

—¿A Phoenix, jefe? ¿Phoenix, en Arizona? Pero eso está muy lejos…

—Sí, ya sé que está lejos. Pero ¿puede usted llevarme hasta allí o no?

—Son varias horas de viaje. Y luego el regreso a Las Vegas… Sí, puedo llevarle, pero será caro. ¿No prefiere ir en avión?

—Me da miedo volar.

El gesto del hombre se hizo paternal.

—Ah, eso lo explica todo. Bueno, déjeme calcular un momento… Creo que con cuatrocientos pavos será suficiente.

—Le daré quinientos si conduce rápido.

—Todo lo rápido que las circunstancias permitan, jefe.

—¡Maldita sea! ¡Malditos incompetentes!

En la parte trasera del vehículo de mando la comandante Taylor dio un golpe sobre una de las consolas electrónicas que hizo saltar chispas. El chisporroteo eléctrico fue acompañado del apagón de uno de los monitores.

—Señora, trate de compren…

—¡¿Cómo ha podido escapárseles?! ¡Lo tenían en las manos!

El bufido de la comandante era continuo. Su asistente no trató de dar nuevas explicaciones. Se limitó a llamar a un técnico para que reparase de inmediato el sistema averiado.

Mientras, la comandante imaginaba ya lo que iba a hacer con ese gordo repugnante que había ayudado a Ned Horton. Había ordenado que lo llevaran a cierto lugar perdido en mitad del desierto, donde tendría una conversación privada con él.

—Lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas —musitó la militar.

Su asistente la miró inquisitivamente. Apenas había oído sus palabras. Ella le devolvió la mirada con la dureza habitual. Sonrió gélidamente.

—Que nadie toque al señor Pyatt hasta que yo llegue. Quiero interrogarlo personalmente.

El vehículo se puso en movimiento en cuanto el técnico sustituyó la consola destrozada por el golpe. La noche era muy oscura. Sobre el cielo de Nevada, sin una sola nube, se veían algunas estrellas que ni la exuberante luz de la ciudad del juego lograba ofuscar.

El trayecto duró pocos minutos. Frente a una loma desnuda y apartada, a la que se accedía por un camino de tierra, el vehículo de la comandante se detuvo. Ella descendió acompañada de su asistente. A pocos metros se hallaba estacionado otro vehículo militar. Dos agentes esperaban fuera. Ambos se cuadraron al verla aparecer ante ellos.

—Quiero charlar un momento con el detenido —dijo, sin ocultar la ironía de sus palabras.

Uno de los agentes sacó a Rocambole de la parte trasera y lo puso delante de la comandante. Su rostro exhibía varios cortes y contusiones. Era incapaz de mantenerse totalmente erguido por los golpes que le habían propinado al detenerlo y realizarle el primer interrogatorio. Su formidable envergadura había quedado reducida a una especie de monigote asustado y dolorido.

—Conozco mis derechos… —dijo con voz trémula.

—Yo también los conozco —respondió la comandante—. Y ya ves por dónde me los paso. —Hizo una pausa—. Podemos hacer esto fácil o difícil. Tú decides.

—¿Qué quiere de mí?

—Saber lo que tú sabes. En tu local ha sido encontrado material para falsificar documentos. Has estado en la cárcel por falsificación. ¿Qué identidad usa Ned Horton ahora? ¿Cuál es su aspecto?

—Yo no he…

—¡No! No trates de engañarme. Por tu bien.

La comandante sacó la pistola reglamentaria del cinto. Se acercó a Rocambole hasta que pudo notar su respiración en el cuello encogido. Ella también podía notar la respiración entrecortada de su presa. Y oler su miedo. Le colocó el cañón del arma en el mentón y, sin especificar hasta dónde llegaría antes de apretar el gatillo, empezó a contar.

—Uno, dos…

—Lleva una peluca negra y lisa. Las cejas casi depiladas. Algodones en la boca. Lentillas marrones. También lleva gafas, y las orejas levantadas. La piel con maquillaje, más oscura —dijo Rocambole atropelladamente, aterrorizado.

—¿Y su nueva identidad?

—Escojo los nombres al azar de una lista. No lo recuerdo…

—No te creo.

—¡Le juro que es cierto!

Rocambole se puso a llorar como un niño. Aquel gigantón encorvado daba lástima en manos de sus captores. La comandante apretó aún más el cañón de su pistola.

—¡No te creo!

—¡Se lo juro por Dios! ¡No lo recuerdo!

Seguramente no mentía. Pero la comandante tenía que asegurarse. Volvió a contar otra vez. Pero en esta ocasión avisó a Rocambole del momento en que dispararía si no confesaba.

—Voy a contar hasta tres. Lo haré muy despacio. Te daré tiempo para responder. Si no lo haces, tus sesos quedarán desparramados por este puto desierto para que se los coman los buitres.

Rocambole seguía lloriqueando y suplicando.

—Uno… Dos…

—No lo sé…

—Tres.

La detonación fue seca. Su sonido se perdió en la noche. Un reguero de sangre y pedazos de hueso saltaron como de un surtidor de la cabeza de Rocambole. Sus ojos se quedaron abiertos completamente. Cuando se desplomó, todavía mostraban la expresión de pánico que ahora ya no podía sentir. Porque estaba muerto.

—Háganlo desaparecer —dijo la comandante a los agentes mientras guardaba el arma.

Luego regresó en silencio a su vehículo.

Apenas amanecía cuando el taxi en que viajaba Ned llegó a las estribaciones de Phoenix. El conductor le preguntó dónde quería que lo dejara. Ned no había estado nunca en esa ciudad, salvo en una escala técnica en su aeropuerto internacional.

—Siga adelante por aquí —dijo al conductor.

Al ver una tienda de telefonía, le pidió que se detuviera. Necesitaba un nuevo móvil para contactar con Olga a través de mensajes de texto. Antes de bajarse del coche, pagó al taxista el precio convenido más los cien dólares extra por superar los límites de velocidad.

—Si me espera aquí cinco minutos, puede llevarme al aeropuerto.

—Claro, jefe.

Ned entró en la tienda y adquirió un terminal sencillo, con la batería de mayor duración. Imaginaba que en los últimos tiempos se había convertido en uno de los mejores clientes de las empresas de telefonía celular. Salió de nuevo a la calle, donde le llegó un olor delicioso desde un sitio indeterminado. Estaba hambriento, y de buena gana habría entrado en cualquier restaurante a comer algo, pero no había tiempo para eso. Cada segundo que pasara en suelo americano reducía sus opciones de salir con vida de aquello. Volvió al taxi.

—Al aeropuerto, por favor.

Ya en la terminal internacional, pagó al simpático taxista y se despidió. Nada más quedarse solo, se apoderó de él un gran nerviosismo. Sabía que todas aquellas cámaras de seguridad habían ya empezado a escudriñarlo, al igual que al resto de personas que se disponían a entran en el aeropuerto. Sólo que él sí tenía algo que ocultar. Si el sistema de identificación facial lograba reconocerlo a pesar de su disfraz, sería detenido al instante. Pero no podía hacer nada más que rezar para que no fuera así.

De momento todo parecía ir bien. Se dirigió a la ventanilla de información. Por desgracia, no había vuelos sin escalas a Ginebra de ninguna de las compañías aéreas que operaban en el aeropuerto. Era una contrariedad, aunque ya imaginaba que no sería fácil dar con un vuelo directo de la capital de Arizona a la ciudad suiza. De hecho, no había vuelos directos a ninguna ciudad europea.

En todo caso, Ned quería salir de Estados Unidos sin hacer escalas domésticas para evitar riesgos. Optó por comprar un billete con destino a Montreal, en Canadá. Desde allí podría tomar otro avión que lo llevara por fin a Ginebra. Su vuelo salía dentro de tres cuartos de hora. Ned sacó el teléfono móvil nuevo y escribió un mensaje dirigido a Olga:

Estoy bien. En cuanto llegue a nuestro punto de encuentro, te enviaré otro mensaje. Sólo contéstame con un OK si todo va bien.

El agudo pitido del mensaje de respuesta de ella no se hizo esperar. En él, Olga había escrito obedientemente las letras OK.

El suspiro de alivio de Ned no fue lo profundo que le habría gustado. Le quedaba pasar la prueba más difícil: el control de pasaportes. Si Rocambole había hecho bien su trabajo, no habría contratiempos. De lo contrario, todo acabaría en cuestión de segundos.

Ahora sólo dependía del destino. Y de sus inextricables hilos.

40

Olga recibió el mensaje de Ned en el aeropuerto de Ginebra. Su vuelo, procedente de Madrid, acababa de aterrizar y ella estaba saliendo ya de la terminal para tomar un taxi que la llevara al centro de la ciudad. Antes de partir, en España, había recogido las cintas del maletín oculto en el Canto de Castrejón. Las llevaba consigo en una pequeña maleta de mano.

Ned le había dado instrucciones para que se alojara en el hotel más cercano al ayuntamiento de Ginebra. Olga pidió al conductor que la llevara hasta allí. Su francés era algo rudimentario, pero sabía defenderse gracias a un curso de esa lengua que había hecho en su adolescencia y algún que otro viaje romántico a París.

—El hotel que está más cerca del ayuntamiento es el Metropole —dijo el taxista sin dudar—. Pero es muy caro, señora. Déjeme que le recomiende el Excelsior. Es más barato, muy acogedor, y está casi igual de cerca del ayuntamiento que el Metropole.

—Le agradezco su amabilidad —dijo Olga al solícito taxista—. Pero tengo que hospedarme en el más próximo. Es una especie de juego…

—Ah, comprendo. C’est l’amour…

Olga sonrió ante el comentario del hombre, y le devolvió la sonrisa a través del retrovisor.

El hotel Metropole apareció como un imponente edificio clásico en medio de la avenida del General Guisan. La ancha calle separaba el hotel de un precioso jardín que lindaba con el gran lago de Ginebra. Olga nunca había estado en Suiza, pero se sentía abrumada por la belleza del entorno.

El taxista le abrió la puerta trasera y se despidió de ella con un guiño.

—Espero que disfrute de su estancia.

La recepción del Metropole no desmerecía su aspecto exterior. Había sido reformada sin estridencias, para mantener un aire elegante, lujoso y sobrio a la vez. Olga se acercó al mostrador y pidió una habitación. El empleado analizó de arriba abajo su aspecto algo desaliñado y sus ropas descuidadas. No le parecía que los vaqueros gastados y la chaqueta de corte militar concordaran con la clientela habitual del elegante hotel.

—Disponemos de habitaciones simples y dobles. Supongo que no desea una suite especial…

—No —dijo Olga un poco molesta por el descarado escrutinio del hombre y su actitud ofensiva—. Con una habitación doble normal bastará.

—Bien. Déjeme ver… Puedo ofrecerle una habitación en el primer piso. Serán seiscientos diez francos suizos por noche. Al cambio, cuatrocientos veinte euros.

El empleado dijo el precio ralentizando las palabras. Luego volvió a mirar a Olga para comprobar su reacción. Era realmente caro hospedarse allí, pero ella mantuvo su expresión neutra.

—Bien. Aquí tiene mi tarjeta de crédito y mi documentación.

Al hombre pareció molestarle la displicencia de aquella mujer extranjera. Aunque al ver que era española cambió su actitud.

—Oh, mi padre es español. Vino a trabajar a Suiza, conoció a mi madre y se estableció aquí… Un momento. Tengo una habitación mejor por el mismo precio, con magníficas vistas al lago Ginebra.

La habitación estaba en el piso superior. Olga subió inmediatamente. Dejó su maleta sobre la cama y miró por la ventana. Numerosas embarcaciones surcaban las tranquilas aguas del lago.

Estuvo un rato allí, sin soltar el teléfono móvil. Quería poder comunicarse con Ned, y ardía en deseos de verlo en persona. Estaba muy preocupada. Desde que se marchó a Estados Unidos para entrevistarse con Aldrin, todo se había complicado de un modo que ella aún no comprendía.

Ned no llevaba equipaje de ninguna clase. Dejó sus objetos personales en una bandeja del control de pasaportes y esperó pacientemente en la fila de viajeros. Cuando le llegó el turno, colocó la bandeja en la cinta del detector de metales y pasó bajo el arco. Le sudaba todo el cuerpo y temía que su rostro mostrara una delatora expresión de desasosiego. Así era. El agente de seguridad le dedicó una mirada aviesa, pero la máquina no emitió ningún pitido y le dejó seguir sin mayores consecuencias.

Ned volvió a pasar un mal rato mientras otro agente comprobaba su pasaporte. Notó que se detenía más tiempo del habitual, escrutando la fotografía y contrastándola varias veces con su cara. Hizo un gesto de desagrado. Ned estaba cada vez más nervioso. El agente lo miró fijamente un instante, con expresión severa. ¿Lo habría descubierto? ¿Habrían captado las cámaras su imagen reconociéndolo? Ned dejó por un momento de respirar.

—¿Le sucede algo? —dijo el agente.

—No, nada —contestó, obligándose a soltar el aire y con el corazón a punto de estallarle—. ¿Hay algún problema?

—Ninguno. Sólo que se le ve muy nervioso.

—Tengo pánico a volar.

Recurrió otra vez a la misma excusa que empleó con el taxista. No se le ocurría otro modo de explicar su estado alterado.

—Sin embargo, veo que ha visitado usted muchos países.

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