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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—Y no vuelvas a atemorizar a la gente decente, rufián.

Después de hacerle esa última recriminación, la mujer se atusó el pelo y siguió su camino. No era el modo en que Ned había imaginado que conseguiría el dinero para la llamada, pero el caso es que lo tenía.

Respiró hondo y se levantó, torcido por el dolor. Recogió las monedas desparramadas, como si él fuera realmente el anciano, y luego fue andando con pasitos de geisha de vuelta hacia las cabinas de teléfono. Desde que era un muchacho y jugaba al béisbol en el equipo del instituto, no le habían dado semejante golpe en sus partes.

A pesar de todo, pensó, sería el menor de los tormentos que iba a padecer a manos de la comandante Taylor y sus secuaces.

38

—Hola, deseo hablar con el señor Rocambole —dijo Ned al auricular del teléfono público, tapado con un trozo de tela y con la voz impostada.

No estaba seguro de que haciendo eso evitara ser reconocido por los sistemas automáticos de Echelon, pero tenía que correr el riesgo. La dependienta de la tienda que servía de fachada al falsificador se mostraba tranquila. Eso era una buena señal. Le pidió que esperara un momento mientras avisaba a su jefe, que estaba —cómo no— en la trastienda.

—Rocambole al aparato.

Hasta en la forma de contestar al teléfono aquel hombre era peculiar.

—Hemos encontrado una motocicleta abandonada. La matrícula está a su nombre. Es una Harley Davidson Sportster de color rojo y marfil.

Ése era el plan de Ned; el cebo que le haría saber si la policía había encontrado realmente la moto y llegado hasta Rocambole.

—¡Ese maldito cabrón de…! —gritó el gigante con voz atronadora.

Ned se separó el auricular del oído y colgó de inmediato. Le bastaba esa reacción para sacar sus conclusiones. No quería que aquel tipo empezara a soltar improperios contra él y acabara mencionando su nombre, como había estado a punto de hacer. Si había reaccionado así era porque nadie le había visitado y los perseguidores de Ned no habían encontrado la moto.

—¿Dónde estoy…? —se preguntó a sí mismo, y miró en derredor.

No conocía demasiado bien Las Vegas, pero sabía que estaba en el norte y la tienda de Rocambole también. No podía costarle demasiado encontrarla. Cuando la necesidad aprieta, todo es más fácil.

Preguntó a una pareja por la dirección y agradeció que, en un día tan duro y complicado, la tienda del gigante estuviera más cerca de lo que había pensado. En diez minutos se plantó ante la puerta, aunque antes comprobó a cierta distancia que no había nada extraño en las proximidades.

Cuando entró, la dependienta abrió los ojos y pareció despertarse en ese momento de un sobresalto. No hizo falta que Ned dijera nada.

—Rocambole está…

—… en la trastienda, como siempre, sí.

Ned atravesó la cortina multicolor y volvió a imbuirse en el ambiente brumoso y de penumbra en que Rocambole se sentía a gusto. Miró en todas direcciones, pero no logró verlo entre las sombras. Fue su voz la que le indicó dónde estaba. Emergió de un apartado lateral como un toro bravo a punto de embestir.

—¡Tuuú, malnacido! —le imprecó, agitando el dedo.

—Espera, espera —dijo Ned, al tiempo que retrocedía un paso—. Era yo el que llamó antes. Tenía que cambiar la voz para que no la detectaran.

Rocambole se detuvo. Frunció las cejas y apretó los labios.

—¿Cómo? ¿Que eras tú? ¿Que no detecten tu voz…? ¿De qué coño estás hablando? ¿Te has vuelto majara?

El gigante no entendía nada. Y era lógico. Nadie lo habría entendido sin conocer la historia. Aunque Ned no pensaba contarle la verdad. Al menos, no toda.

—Estoy en un lío. Me persiguen los militares.

La indignación volvió al rostro de Rocambole. Pero esta vez no iba dirigida contra Ned.

—Esos fascistas hijos de mala madre… Has descubierto alguno de sus fregados, ¿verdad?

—Por eso necesito tu ayuda.

—¿Y qué es? Estamos muy cerca del Área 51. Déjame adivinar… Seguro que se trata de extraterrestres, naves alienígenas… ¡Claro, joder! ¡Ha salido en la televisión!

—No saques conclusiones precipitadas…

Los ojos de Rocambole estaban redondos como platos.

—A mí no puedes engañarme. Todo coincide: el accidente del ovni en medio de la ciudad, tu llamada secreta, la persecución de los militares...

—Es muy complicado. Ahora no puedo entrar en detalles. Si me ayudas a escapar, te prometo que algún día te lo contaré todo. Te doy mi palabra.

—¿Y hablarás de mí en tu próximo libro?

—Lo prometo.

—Entonces, cuenta conmigo. ¿Qué necesitas?

—Dinero y nuevos documentos. Y un cambio de cara —dijo Ned.

—Lo primero puedo dártelo —respondió el gigante—. Pero lo último…

—¿No trabajaste en un estudio de efectos especiales?

—Sí, pero como carpintero. No sé nada de caracterizaciones.

Ned estaba al tanto de que los aeropuertos disponían de sistemas de reconocimiento facial capaces de dar la alarma en cuanto apareciera un sospechoso incluido en sus bases de datos. No bastaba simplemente con ir rapado y con gafas oscuras. En cuanto pasara el control de aduanas, le obligarían a quitárselas y el sistema lo reconocería al instante.

—¿Cuánto dinero necesitas?

—Me bastará con un par de miles de pavos.

—¿Y los documentos? ¿Qué has hecho con los que te hice ayer? Ya sé, ya sé, es complicado. Está bien.

—Primero hay que cambiar mi cara de algún modo… Ahora me basta con un pasaporte. Tengo que coger un avión.

—Y yo tengo una idea —dijo Rocambole—. La base del reconocimiento facial automático es un modelo tridimensional que destaca los rasgos y las expresiones.

—¿Cómo sabes tú eso?

Ned estaba perplejo ante la elaborada explicación del gigante.

—Estoy informado de las cosas que atentan contra nuestra libertad individual. ¿Crees que soy un palurdo?

—Jamás habría pensado eso —reconoció Ned, y no mentía. Pensaba que estaba loco, pero no que fuera un ignorante.

—Bien. Podemos cambiar la forma de tus cejas. Colocar algodón en tu boca para deformar las mejillas y en tus fosas nasales para ensancharlas. Oscurecerte los pómulos con maquillaje. Usar unas lentillas para cambiar el color de tus ojos… ¿Se te ocurre algo más?

—Mis orejas están muy pegadas a la cabeza. ¿Se podrían separar un poco?

—Sí, con unas gafas sin graduar que tengan muy abultados los extremos de las patillas.

—¿Será todo eso suficiente?

—Y yo qué coño sé. Pero no tienes muchas más alternativas, salvo ponerte una máscara de Barack Obama y esperar que te tomen por él.

—Tienes razón. Pero ¿no has dicho que no tenías ni idea de maquillaje?

—Yo no, pero Jenny sí.

Jenny era el nombre de la Barbie punky asistente de Rocambole. Envió a la dependienta en busca de las lentillas, las gafas y el maquillaje y echó el cierre de la tienda. Mientras, el propio falsificador se dedicó lo mejor que pudo a perfilar las cejas de Ned. Luego le dio unas bolas de algodón de distintos tamaños para que se las metiera en la boca, entre los mofletes y la dentadura inferior, y otras más pequeñas para los orificios de la nariz.

—No puedfo drespirar con efto… —se quejó Ned.

—Es cierto. No había contado con ese problema. Será mejor utilizar algo rígido y hueco… Por ejemplo, unos capuchones de bolígrafo recortados.

La joven dependienta regresó al poco tiempo con el material que le había encargado su jefe. Rocambole le dijo entonces lo que pretendían de ella y la joven su puso manos a la obra sin discutir o preguntar en ningún momento la razón de algo tan inusual. Retocó las cejas de Ned, que habían quedado fatal, y usó el maquillaje para extenderlas y crearle sombras en diversas partes de la cara. Las lentillas convirtieron los ojos azules de Ned en marrones. Y las gafas, además de alterar un poco más su aspecto, levantaron sus orejas gracias a la cinta adhesiva que Rocambole colocó en el extremo de las patillas.

—Listo —dijo la chica, diez minutos más tarde.

Ned se levantó para ver su nuevo yo en un espejo del cuarto de baño que había en la trastienda. Había quedado perfecto. Ni su propia madre sería capaz de reconocerlo.

—Gracias, Jenny.

—De nada, guapetón. ¿Puedo irme ya? —preguntó a su jefe.

Él asintió y la joven los dejó de nuevo a solas. Ned seguía inspeccionando su cara en el espejo.

—Acabo de caer en la cuenta de que ahora saben que voy rapado —comentó.

—Entonces necesitarás una peluca. Lo que no sé es de dónde vamos a sacarla… O sí. Espera un momento.

Ante la mirada atónita de Ned, Rocambole salió de la estancia y regresó al cabo de unos segundos con una especie de mofeta entre sus manos.

—Tendrás que pegártela al cráneo. Tengo goma arábiga. No te hará daño en el cuero cabelludo. Digo yo.

—¿De dónde has sacado… eso? —preguntó Ned, mirando la peluca negra y lisa que Rocambole le había lanzado para que se la probara.

—Es de Jenny. Habrá que recortarla, o si no parecerás un cantante heavy.

Varios agentes de la inteligencia militar registraban el pueblo donde Ned había dejado la Harley de Rocambole. Uno de ellos acabó descubriéndola detrás de una casa, entre los setos de arizónicas. Al acercarse se clavó un pincho de una chumbera en el dorso de la mano. Soltó una maldición y siguió hasta alcanzar la motocicleta. Abrió las alforjas y encontró la documentación falsa de Ned. El nombre era otro, y aparecía muy distinto en la foto. Pero el agente estaba entrenado para reconocer a un hombre o una mujer por los ojos. Los ojos no pueden mentir…

—Tengo algo —dijo al intercomunicador que portaba en la muñeca, y se frotó la herida dejada por la gruesa aguja.

Segundos más tarde, un soldado entraba a toda prisa en la parte de atrás del vehículo militar en que se hallaba la comandante Taylor. Llevaba un informe en sus manos. En él se especificaban las acciones para la localización y detención de Ned Horton. En una de las hojas se mostraban los datos del dueño de la motocicleta en que se había encontrado su documentación.

—Placa de Nevada NCI-692 —leyó la comandante para sí, mascullando las palabras—. A nombre de Jeremiah Orvil Pyatt. Dueño de un negocio de tatuajes en Las Vegas. Condenado en 1997 por falsificación…

El tono de su voz había ido incrementándose a medida que leía los datos del informe. Miró a su asistente, sentado junto a ella en el vehículo. Apretó los dientes y se golpeó en una pierna con el puño.

—¡Ya es nuestro!

Cuando terminó de colocarse la peluca, Ned se miró otra vez al espejo y no pudo evitar una maldición.

—¡Joder! Parezco un travestí.

—Lo importante —dijo Rocambole— es que nadie te reconozca.

—Con esta facha no me reconozco ni yo mismo…

—Eso era lo que querías y eso es lo que tienes.

Rocambole sacó una foto al nuevo Ned y se dispuso a falsificar el pasaporte que necesitaba para abandonar Estados Unidos. En eso era un auténtico maestro. Lo tuvo listo en pocos minutos, con los sellos oficiales correspondientes, la banda magnética grabada e incluso algunas hojas con la estampación aduanera de varios países supuestamente visitados.

—Aquí lo tienes. Voy por el dinero que me has pedido. Espero recuperarlo, con intereses y con el pago de todo el trabajo de hoy.

—En cuanto me sea posible. Y gracias, amigo.

—Todo para joder a los que quieren controlarnos. Bastardos…

Rocambole salió de nuevo de la trastienda. Poco después regresó corriendo, con el rostro desencajado. En la mano sostenía el fajo de billetes que iba a dar a Ned.

—¡Te han descubierto!

—¡¿Qué…?!

—La policía esta fuera. Tienes que salir de aquí.

—¿Por dónde? —preguntó Ned, visiblemente alterado.

—¡Sígueme, deprisa!

Los dos hombres bajaron por una escalera que conectaba la tienda con el sótano. Atravesaron el garaje de Rocambole, con sus motos y sus trastos, y siguieron hasta una portezuela escondida detrás de un mueble con herramientas.

—Es un pasadizo que discurre por debajo de la calle. Este local perteneció a unos mafiosos, y lo usaban para huir de la policía. Justo como tú ahora.

El gigante descorrió un cerrojo y abrió la puerta metálica. Los goznes, sin engrasar en años, emitieron un chirrido.

—¡Vamos, apresúrate! —dijo Rocambole al tiempo que le daba una linterna.

En cuanto desapareció por el interior, a gatas, el gigante cerró la puerta y la ocultó de nuevo tras el mueble. Arriba se escuchó un fuerte golpe. Rocambole manchó sus manos de grasa y cogió un trapo mugriento y una llave inglesa, y se colocó agachado junto a una de las motos, como si estuviera arreglándola.

Los agentes de paisano aparecieron enseguida por la escalera, apuntándole con sus armas.

—¡Al suelo! —gritó uno de ellos.

Rocambole soltó lo que tenía entre manos y se incorporó.

—¡Al suelo, he dicho!

El falsificador obedeció mientras el agente se aproximaba a él con cuidado.

—¿Dónde está Ned Horton? ¡Conteste!

—No conozco a nadie con ese nombre.

Un reguero de sangre sucedió a las palabras de Rocambole. El agente le había dado una patada en la boca sin contemplaciones. Su misión era encontrar el fugitivo y no iba a perder el tiempo con buenos modales.

Desde el túnel por el que avanzaba en su huida, Ned escuchó los gritos, retumbando en las paredes desnudas del agujero. Se detuvo un instante, temiendo por la vida del hombre que tanto le había ayudado. Pero debía continuar. El objetivo de llegar hasta Lightman y alertarle del peligro superaba cualquier otra consideración.

Trató de dejar su mente en blanco y ocuparla por entero con lo que estaba haciendo: la necesidad inmediata de escapar de sus perseguidores, llegar al aeropuerto y volar de Las Vegas hacia la vieja Europa.

39

La salida del túnel parecía obstruida. Ned empujó la portezuela con todas sus fuerzas. Se dio la vuelta, agachado en el pequeño agujero, y colocó las plantas de sus pies en ella. No tenía dónde cargar el peso de su cuerpo ni quería dar patadas, por si el ruido alertaba a quienquiera que pudiera estar al otro lado. Le faltaba una de las bases de la palanca: el punto de apoyo.

Aun así, logró hacer más fuerza que antes y la vetusta portezuela cedió un poco, oyó un agudo chirrido y un leve haz de luz se coló en la oscura galería. Ya no importaba hacer más ruido. Tumbado en el suelo, levantó una de sus piernas y lanzó una patada. La luz aumentó. La siguiente patada coincidió con el sonido de alguna clase de objeto desmoronándose.

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