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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—Como le dijo usted mismo hoy al profesor, mañana será un gran día.

—El día en que se romperá la barrera del espacio-tiempo y dejaremos de estar prisioneros de la cuarta dimensión. El gran sueño de muchos científicos y pensadores.

La comandante sonrió, pero su boca era incapaz de mostrar auténtico humor.

—Y de algunos hombres y mujeres poderosos, Lenard. No lo olvide. Porque ellos serán, con nosotros, quienes dominarán esa cuarta dimensión de la que habla.

Las farolas arrojaban su luz amarillenta sobre la calle. A un lado, la casa de Lightman cobraba un aspecto irreal, como si perteneciera a otra época. Enfrente, el coche con los hombres enviados por la comandante Taylor se mantenía firme en su puesto. Olga apareció por la calle dando tumbos. Lo hizo de modo que pudieran verla durante todo su tambaleante camino hasta ellos.

Cuando estaba ya muy cerca, se agarró a una farola y dejó sus pies deslizarse sobre el suelo. Luego cambió de posición hacia ellos, simulando que se desequilibraba hasta desplomarse en el capó del automóvil. Ned, oculto entre las sombras, esperaba el momento de correr hacia la trampilla de la antigua carbonera.

Según lo planeado, los agentes observaban a Olga desde su vehículo. Uno de ellos tenía un café entre las manos, que se le derramó parcialmente encima cuando ella se lanzó sobre el coche. El agente farfulló una maldición y salió. El otro, sentado al volante, mantuvo la vista entre la joven y la casa del profesor, como si asistiera a un partido de tenis.

Olga era consciente de que tenía que hacerlo salir a él también. Cuando el otro la agarró para ver cómo estaba, se puso a darle golpes y patadas.

—¡Socorro! ¡Quieren violarme! —gritó en francés, imitando la voz de una borracha histérica cerca de un coma etílico.

El primer agente la zarandeó sin saber qué hacer. Su compañero puso una mueca de contrariedad y salió por fin del coche. Ambos estaban allí de incógnito y armados. Si aparecía la policía suiza, les sería muy difícil dar explicaciones.

—Señorita, está usted ebria. ¿Quiere que llame a un taxi para que la lleve a su casa?

Era el momento. Ned dudó un instante y luego corrió sin hacer ruido, agachado junto a las paredes, hasta alcanzar la escalera que conducía a la antigua carbonera de la vivienda de Lightman. Allí se agachó fuera ya del campo visual de los agentes.

Olga lo vio con el rabillo del ojo. Pero aún no había terminado su actuación. Debía darle tiempo a Ned para forzar la cerradura y entrar en el sótano. Se puso a cantar la Marsellesa a voz en cuello.

—¡Vamos, hijos de la Patria, el día de gloria ha llegado …!

—¡Ya basta! —dijo el agente que la tenía agarrada—. Lárguese o se arrepentirá.

—¿Sabe que es usted… muy guapo?

El rostro de aquel hombre, de mirada ojijunta y enorme boca, era una mezcla perfecta entre un bull terrier y un gorila albino. Podía dar miedo, pero en ningún caso ser hermoso. Y su compañero no le iba a la zaga.

—¡Le he dicho que se marche y deje de hacer ruido!

—Está bien —respondió ella, agitando la cabeza y empezando a alejarse—. Ya, ya me voy. ¡A las armas, ciudadanos, formad los batallones…!

Había forzado la situación hasta el límite. Se dio cuenta de que los agentes estaban a punto de tomar una medida drástica, como meterla en el coche y hacer que se callara por la fuerza.

Ojalá Ned hubiera conseguido su objetivo. No tenía modo de saberlo. Siguió dando tumbos hacia el lado contrario de la calle, cruzó la vía y desapareció. Ahora tenía que regresar al coche de alquiler y esperar con los dedos cruzados que nada fallara. Si rezar tenía sentido, ése era sin duda un buen momento para hacerlo.

43

Un leve ruido despertó repentinamente al profesor Lightman. Estaba muy cansado por el intenso trabajo de las últimas semanas. Se había quedado transpuesto en su sillón, leyendo la Bhagavad-Gita y con la mente llena de imágenes que surgían como funestos presagios.

Todavía desorientado, aguzó el oído. ¿Habría sido fruto de su imaginación? ¿O eran los agentes enviados por la comandante Taylor, no contentos con custodiarlo desde el exterior de su casa?

Oyó otro ruido. Ahora estaba seguro de que lo había escuchado realmente. Dejó el libro sobre la mesilla y se levantó. El sonido parecía provenir del sótano. Avanzó lentamente por el pasillo hasta la puerta que daba a él. Se detuvo justo delante, con la oreja pegada a la madera. Al otro lado se oía una cadencia regular, como de pasos sigilosos. Alguien estaba subiendo por la escalera.

No iba a dejarse amedrentar. Abrió la puerta de un golpe y gritó hacia la oscuridad:

—¡¿Quién anda ahí?!

La puerta se abría hacia el interior del sótano. Al empujarla con fuerza, ésta rebotó con algo y volvió a su posición. El profesor evitó que se cerrara, deteniéndola con ambas manos. Un ahogado grito de dolor le llegó con claridad en ese momento.

—¡Cielo Santo! ¿Quién es usted?

Ned se cubría el rostro con las manos. La hoja de la puerta le había alcanzado de lleno. Un reguero de sangre brotaba de su nariz y se deslizaba hacia la barbilla. La luz del corredor le iluminó débilmente.

—No tema, profesor Lightman —dijo como pudo—. Soy periodista. Mi nombre es Ned Horton.

—¿Un periodista? ¿Y acostumbra a allanar las viviendas ajenas?

—No estoy aquí como periodista, profesor. Se trata de un asunto muy grave del que debo advertirle. He tenido que burlar a los agentes que están afuera.

—¿Un asunto muy grave? ¿Advertirme? Explíquese antes de que los llame. Y tome, límpiese la sangre.

Lightman dio a Ned su pañuelo. Éste se limpió la cara y luego lo mantuvo en la nariz, presionándola para cortar la hemorragia.

—Sé que usted trabaja en los viajes en el tiempo —dijo Ned al profesor, que abrió los ojos con incredulidad. Su actividad era del máximo secreto—. Está a punto de conseguirlo, pero hay un error en sus cálculos y eso va a provocar una catástrofe sin precedentes. La destrucción del planeta.

—¿Cómo sabe usted eso? ¿Es científico? ¿Ha tenido acceso a mis investigaciones?

—No, profesor. No soy científico ni he tenido acceso a sus investigaciones. La verdad es más compleja. Pero debe creerme si le digo que no puede realizar su último experimento en el CERN. Eso generará un agujero negro.

La expresión de Lightman cambió.

—Eso no debe preocuparle. Hay una sola posibilidad entre un millón de que ocurra algo así. Sería más fácil que un asteroide impactara contra la Tierra que…

—Se equivoca —le cortó Ned—. Y puedo demostrárselo. Conseguirá efectivamente realizar saltos temporales. Eso es justo lo que creará el agujero negro. Y entonces usted mismo enviará un mensaje al pasado para alertar del peligro. Pero nunca llegarán a entregárselo.

—¿Está usted loco…? Quédese ahí quieto. Voy a avisar ahora mismo a los agentes.

Ned dio un salto y cortó el paso al profesor.

—¡Por favor, deme sólo la oportunidad de probarle que no estoy mintiendo! Tengo unas grabaciones en vídeo que debería ver. Muestran que usted se enviará ese mensaje desde el futuro como última esperanza, cuando todo esté ya perdido.

—¿A qué viene toda esta locura…?

—Es una historia muy larga, que no tengo tiempo de contarle… Vea las imágenes y juzgue por usted mismo. Se convencerá de que digo la verdad. Reflexione, profesor. Usted trabaja en los viajes en el tiempo. Eso hace que no sea imposible lo que le he dicho.

—Ha mencionado usted unas imágenes…

—Su mensaje fue hallado en la Luna, el 20 de julio de 1969. Usted eligió ese lugar y esa fecha porque quería asegurarse de que nadie lo encontraría, excepto los astronautas de la misión Apolo XI. He descubierto las grabaciones originales. Las que no se emitieron al mundo cuando la comunicación fue interrumpida entre el satélite y el control de la misión.

—¿Dónde están esas grabaciones?

—Las tiene mi compañera. Hemos localizado un sitio en la ciudad donde poder visionarlas. Se trata de un sistema de vídeo arcaico. Le ruego que las vea y luego tome una decisión.

Los segundos transcurrieron como horas hasta que Lightman respondió:

—Está bien. Lo haré. Pero no sé cómo podremos librarnos de los agentes que me vigilan. En realidad, ignoro cómo ha podido usted entrar aquí sin que lo hayan detenido.

—No se preocupe. Ya hemos pensado en eso.

El taxi se detuvo frente a la casa del profesor Lightman. Casi en ese mismo momento, el científico salió y subió a él. Los agentes, desde el otro lado de la calle, avisaron al control. Sus instrucciones eran seguirlo permanentemente y no perderlo nunca de vista, hiciera lo que hiciese.

El profesor indicó al taxista que diera una vuelta turística por la ciudad, para apreciar sus encantos nocturnos. Le dijo que quería ver desde el coche esos lugares de interés. Mientras, Ned esperó un par de minutos para asegurarse de que los agentes se habían marchado, y salió a su vez de la casa del profesor. Según lo previsto, se encontró con Olga en el coche de alquiler, que habían estacionado en la calle perpendicular y donde ella ya lo esperaba.

—¡Vamos! —dijo al ocupar el asiento del conductor—. Tenemos que darnos prisa.

Ned condujo hasta el aparcamiento del hotel Metropole. Éste tenía varias plantas. Habían convenido encontrarse en media hora con el profesor en la última de todas. Era tiempo suficiente para que ellos dos llegaran allí y lo esperaran discretamente.

—¿Has conseguido convencerle? —preguntó Olga, con el coche enfilando ya la calle principal a toda velocidad.

—Sólo en parte. Y hasta me parece demasiado, la verdad. Hay que tener en cuenta que todo este asunto es difícil de creer. Ha accedido a ver las imágenes de la Luna. Cuando lo haga, ya no tendrá dudas.

—Esperemos que sea así.

El tráfico era denso ahora y Ned tuvo que reducir la marcha. En un cruce, pitó con ímpetu a una furgoneta que le impedía el pasó. Estaba nervioso y alterado. Olga también, aunque se mostrara algo más contenida.

—Tranquilízate —le dijo ella—. Estamos a punto de conseguirlo.

Ned chasqueó la lengua y suspiró.

—Hay algo que no hemos tenido en cuenta y que es fundamental.

—¿El qué?

—Hemos dado por supuesto que el profesor Lightman puede detener el experimento.

—Bueno… Es el padre de la criatura, por así decirlo, ¿no?

—Sí. Pero no creo que los militares que controlan todo el proyecto estén dispuestos a permitir que interfiera para anularlo.

La expresión de Olga se hizo sombría.

—Es cierto… Y más que probable.

—Bueno, primero convenzamos a Lightman y luego ya veremos.

Llegaron a la embocadura del aparcamiento, entraron y fueron descendiendo por las rampas que conducían al nivel inferior. Había un sitio cerca de los ascensores. Ned aparcó marcha atrás para facilitar la maniobra de salida. Ambos se quedaron en el automóvil. No había aún rastro del profesor.

—Espero que no se arrepienta y se eche atrás… —dijo Ned entre dientes.

El profesor Lightman miró la hora en su magnífico reloj alemán Lange & Söhne. Un hombre que pretendía dominar el tiempo merecía llevar en la muñeca el mejor cronómetro del mundo. Ya casi había transcurrido la media hora que convino con aquel hombre misterioso, que se había presentado en su casa como una aparición, con datos de un futuro que quizá por su culpa no llegaría a existir.

Indicó al taxista que lo llevara al Metropole. Pagó la carrera y bajó junto a la entrada. Ned le había descrito el interior. Aunque nunca había estado allí con anterioridad, pudo orientarse por las indicaciones y fue directamente hasta los ascensores. Tomó el primero que se abrió. Acababa de llegar con una señora que dejó un denso tufo a perfume. Oprimió el botón del último sótano y esperó a que las puertas se cerraran.

Arriba, los agentes habían detenido su coche cerca de la entrada del hotel. Uno de ellos bajó para seguir al profesor dentro del edificio. Pero no llegó a verle desaparecer en uno de los ascensores. Se acercó al mostrador de la recepción y preguntó a un empleado por él, dándole su descripción básica.

—Sí, creo que acabo de verlo tomar un ascensor —dijo el joven.

—¿Ha preguntado por algún huésped?

—No, señor.

El agente se dio la vuelta sin darle siquiera las gracias y caminó raudo hacia el exterior.

—Mierda… —musitó.

Ned acababa de decirle a Olga, cada vez más nervioso, que el profesor se retrasaba, cuando éste apareció ante ellos. También él se mostraba serio y alterado.

—Aquí estoy. Espero que lo que van a enseñarme valga la pena. ¿Usted debe de ser Olga, verdad señorita?

—Sí. Pero no hay tiempo para presentaciones, profesor. Debemos irnos antes de que nos encuentren sus dos sombras.

Los tres subieron al coche y Ned recorrió de nuevo, en sentido inverso, las rampas hasta la salida. Introdujo su tarjeta del hotel en la máquina y la barrera se abrió automáticamente.

—Será mejor que se agache para que no le vean, profesor.

Era una medida necesaria. Los agentes que seguían a Lightman estaban arriba, como sabuesos que han perdido el rastro de su presa. Pero la suerte se alió con ellos. El que había entrado en el hotel estaba cruzando la calle cuando pasaron a su lado. No vio a Lightman, tumbado en el asiento trasero, pero reconoció a Olga cuando su rostro quedó iluminado por la luz de una farola.

—¿Ésa no es la mujer de antes…? —se preguntó.

No le costó atar cabos. Para eso estaba entrenado. No podía tratarse de una casualidad. Ignoraba cómo o por qué, pero el profesor Lightman debía de estar también en ese coche. Y eso implicaba que el conductor era…

—¡Ned Horton! ¡Vamos! —gritó a su compañero mientras corría hacia el vehículo.

Éste arrancó y lo recogió casi en marcha, en medio de la calle.

—¿Qué pasa? —dijo el otro hombre.

—¡Sigue a ese Renault gris!

Ned se dio cuenta al instante de que los habían descubierto. Pisó el acelerador a fondo y notó cómo el pequeño motor del utilitario bufaba como un gato constipado.

—¡Esto no tira! —gritó, quejándose de la escasa potencia del vehículo.

Llevaban una mínima ventaja a sus perseguidores. Ned torció por una callejuela adoquinada. La vibración les hacía botar en los asientos. Al desembocar en una vía más ancha, derraparon y un ciclista se lanzó a la acera entre imprecaciones. Otros coches les dirigían ráfagas de luz, hacían sonar el claxon y se apartaban de su camino.

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