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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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37

—¡¿Este cacharro no puede ir más deprisa?!

La pregunta de Ned estaba envuelta en pánico. Los cazas que perseguían al WEAV trataban de derribarlo sin ninguna contemplación. Ahora, el piloto y Ned compartían destino. Al menos por el momento.

—¡Es sólo un prototipo! —gritó el piloto, mientras maniobraba para esquivar las ametralladoras.

—¿Y tampoco es posible responder al fuego?

—No dispone de armamento: ¡es sólo un jodido prototipo!

Estaban en una situación desesperada. El impacto de una ráfaga no hizo sino confirmar esa realidad. Los disparos atravesaron una parte del fuselaje y alteraron el campo magnético del WEAV. La nave se inclinó hacia un lado y descendió hasta casi rozar el suelo. El piloto logró compensarlo y recuperar altura, pero la aeronave se movía como un disco de vinilo alabeado surcando el cielo del crepúsculo.

—Debo tomar tierra o nos estrellaremos —dijo el piloto.

—¡No!

—No le estoy engañando. No podré mantenerlo mucho más tiempo en el aire.

Eso era una opción impensable para Ned. Si aterrizaban en medio del desierto, sus pocas posibilidades de huida se reducirían a cero. Entonces, la refulgente ciudad de Las Vegas surgió frente a ellos.

—Ponga rumbo a la ciudad. Allí no se atreverán a disparar contra nosotros.

Ned no estaba seguro de que fuera cierto lo que acababa de decir. Pero más valía una opción improbable de salvarse que una muerte segura.

—No quiero hacerle daño —añadió—. Lo crea o no, yo soy el bueno de esta historia.

El piloto obedeció sin oponer resistencia. Estaba empezando a pensar que lo que Ned decía era cierto. Sus propios compañeros seguían intentando derribarlo. Los cazas describieron a su alrededor una amplia trayectoria para colocarse de nuevo en posición de ataque. A pesar de los daños, los giros del WEAV seguían siendo más rápidos, lo que había conseguido salvarles hasta el momento. Pero eso no evitó que una nueva andanada de proyectiles les pasara rozando.

Las Vegas estaba a un tiro de piedra de distancia a su velocidad actual. En el Área 51, el control de los cazas tomó una decisión y les ordenó que usaran cualquier medio para derribarlo, sin reparar en los posibles daños colaterales.

—¡Nos sigue un misil! —gritó el piloto del WEAV—. Nos alcanzará en cinco segundos. No podré esquivarlo.

Ned miraba la pantalla de radar, en la que se veía un indicador luminoso que representaba al cohete, aproximándose rápidamente.

—¡Haga algo! —le gritó a su vez al piloto.

El hombre dio un bandazo tan seco que a Ned se le subió a la cabeza toda la sangre del cuerpo. Los ojos le estallaban y el mareo lo invadió. Pero con esa maniobra casi suicida había logrado esquivar el misil. El piloto consiguió interponer una torre de alta tensión entre ellos y su trayectoria. La explosión la destrozó, aunque también alcanzó una parte del fuselaje del WEAV con la onda expansiva.

—¡Tengo que aterrizar! —repitió el piloto, angustiado.

—Busque una intersección entre calles.

Acababan de sobrepasar el límite norte de la ciudad. El piloto vio una vía ancha y se dirigió por ella hasta su confluencia con otra igual de amplia. Ya era de noche. Los automóviles que circulaban en ese momento se desbandaron como hormigas al verlo aparecer. Algunos colisionaron entre ellos o se salieron de la vía. Un surtidor de agua se elevó al cielo cuando un autobús destrozó la boca de riego. La gente que llenaba las aceras se dispersó y buscó un lugar seguro desde el que contemplar, embobada, la aparición de lo que, a todas luces, parecía un auténtico ovni.

Ned y el piloto se prepararon para el impacto contra el suelo. Aún así saltaron como muñecos en el interior de la cabina cuando el artilugio volador chocó contra el asfalto. La aeronave se deslizó a lo largo produciendo un quejido metálico ensordecedor. Como en un sueño, Ned vio a los incautos espectadores corriendo otra vez para ponerse a cubierto y alzando sus brazos en un intento de protegerse de aquella bestia llegada del cielo.

Después de arrollar varios coches, el WEAV por fin se detuvo. Por unos segundos, Ned no fue capaz de moverse. Le dolían todas las partes de su cuerpo y la cabeza le daba vueltas, amenazando con hacerle vomitar. El rugido cercano de los cazas le obligó a volver en sí. Con una voz tan fuerte que le sorprendió a él mismo, gritó:

—¡Abra esta maldita cabina!

Los dos hombres se precipitaron por la escalerilla abajo y empezaron a correr en direcciones opuestas. De repente, Ned sintió una detonación y luego una terrible oleada de calor que impactó contra su espalda y lo lanzó hacia delante contra el suelo. El WEAV quedó totalmente destruido. Se había salvado por muy poco. A pesar del dolor se levantó a toda prisa y empezó a correr de nuevo sin plantearse siquiera adónde iba. Su único deseo era confundirse con la gente atónita y convertirse en una sombra más de la auténtica ciudad de las luces.

—¡Maldita sea! ¡Maldito Ned Horton!

El jefe militar del Área 51 dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar todos los objetos que había encima. Frente a él estaba la comandante Taylor, con un apósito en el cuello. La herida no tardaría en curarse, pero la militar nunca podría olvidar ni perdonar las heridas que Ned había infligido en su orgullo.

—General, le doy mi palabra de que Horton será mío pronto. Y entonces sólo le ruego que no me pida explicaciones sobre lo que voy a hacer con él.

Cuando lo cogiera, pensaba disfrutar de cada segundo que pasara haciéndole sufrir. Y ella sabía cómo prolongar el dolor.

—La única prioridad —dijo el general, más calmado— es evitar que llegue a establecer contacto con Lightman. Todo lo demás no importa. Ni tampoco lo que usted haga con él. No debía haber cedido a su petición de implantarle el microchip de control mental…

Había un reproche muy duro en esas palabras, aunque no era momento para discutir ni expresar sus argumentos. La comandante estaba dispuesta a aceptar su parte de responsabilidad en todo aquello. Le repugnaba que otros no hicieran lo mismo. Sus pensamientos al completo, como los soldados de un ejército, estaban enfocados en Ned. Se le había escapado dos veces. No lo lograría una tercera.

—¡Gracias a Dios!

La voz de Olga se quebró al recibir por fin un mensaje de Ned en su teléfono móvil. Sus ojos se llenaron de lágrimas por la tensión acumulada y la alegría de la noticia. En el mensaje le decía que estaba bien y que iba a llamarla enseguida, pero que ella no debía decir nada, sólo escuchar. Tenían que ser más cautos que nunca para evitar que interceptaran sus huellas sónicas.

El móvil de Olga sonó y ella se apresuró a cogerlo, aún con lágrimas en los ojos. No dijo nada al descolgar, como Ned le había pedido, pero su gesto fue suficientemente locuaz al oír la voz de un desconocido que empezó a hablarle en inglés. Su voz sonaba nerviosa, por razones que Olga no podía sospechar.

—Él no puede hablar directamente contigo para que no le reconozcan. Pero me pide que te recuerde la noche en que hicisteis el amor después de encontrar el maletín. Así sabrás que esto no es ninguna trampa.

Ya lejos del lugar donde el WEAV aterrizó forzosamente y fue destruido, Ned se había topado con un hombre que paseaba a su pequeño caniche por un parque. Cuando estuvo en una zona oscura, fuera de la vista de otras personas, le apuntó con la pistola y le pidió que lo acompañara hasta un lugar apartado. El animal ladró un par de veces, pero el dueño lo calmó. Ned le dijo que no pretendía hacerle nada malo. Sólo necesitaba su teléfono y su voz.

Olga estuvo a punto de preguntar al desconocido qué era lo que había pasado, pero se mordió a tiempo la lengua.

—Él me dice que no debes preocuparte. Cumple estas instrucciones tal y como siguen. Toma nota. El tiempo corre. Debes comprar un billete de avión al país de los relojes y el chocolate. No le es posible usar palabras más específicas. También es el país de la Cruz Roja y de las cuentas bancarias secretas. Comprueba qué aeropuerto está más cerca del centro científico más importante del país. Es un laboratorio gigantesco y muy importante. Hay un túnel subterráneo de varios kilómetros de perímetro. Saca lo que tú sabes de su escondite. Pero no pases por tu casa. Llévalo contigo. Cuando tengas localizada la ciudad, busca su ayuntamiento. Hospédate en el hotel que esté más cerca de él, sea cual sea. Él te buscará allí en cuento llegue. Y, sobre todo, no digas a nadie nada de lo que vas a hacer. Te manda besos. Volverá a ponerse en contacto contigo en cuanto le sea posible.

Olga lo anotó todo en una libreta. Estaba claro que el país era Suiza, y el centro de investigación, el CERN. Ella sabía esto último porque últimamente habían aparecido numerosas noticias en los medios sobre la puesta en marcha del gran acelerador de partículas.

El desconocido interrumpió la llamada sin decir nada más. Olga ardía en deseos de hablar con Ned. De decirle que le quería y que tuviera cuidado. Pero no lo hizo.

—Necesito pedirle otro favor… —dijo Ned al hombre cuando éste finalizó la comunicación.

El favor era quitarse la camisa y cambiársela por la suya. La que llevaba puesta la conocía quien iba a tras él y era demasiado florida para que no la reconocieran. El desconocido obedeció a regañadientes. Después ya no tuvo tiempo de cruzar ninguna otra frase con Ned. Éste desapareció entre los arbustos como si nunca hubiera estado allí.

Hasta el momento, Ned había conseguido evitar que le frieran el cerebro, había escapado de la inexpugnable Área 51 y hasta se había estrellado en plena ciudad de Las Vegas en un aparato que parecía un objeto volante no identificado. Eran demasiadas emociones para un mismo día. Incluso para una vida entera, pero su misión aún no había acabado. Tenía que pensar cómo salir cuanto antes de Estados Unidos para llegar a Suiza y al profesor Stephen Lightman. Iba a ser complicado, pues carecía de dinero y de documentos de identidad. Todo eso seguía, esperaba Ned, en las alforjas de la Harley Davidson de Rocambole, en el pueblo del desierto donde la dejó escondida; pero no podía volver a buscarla y no tenía nadie a quien recurrir salvo al propio Rocambole.

Aquel tipo era de fiar o, en todo caso, Ned se fiaba de él. Pero acudir de nuevo a Rocambole tenía sus riesgos. Si los militares habían encontrado la Harley, ahora estarían en la tienda del gordo falsificador, haciendo averiguaciones. Debía pensar rápido. Si hubiera un modo de contactar con Rocambole sin exponerse a ser detenido…

—¡Qué estúpido soy! —exclamó entre dientes, reprendiéndose a sí mismo.

Claro que había un modo de conseguirlo. Era tan sencillo que le parecía increíble no haberlo pensando antes. La clave estaba en provocar una vacilación de Rocambole que éste no pudiera controlar. Ned había leído muchas veces la obra Hamlet, de William Shakespeare. No es que pensara calzarse unos leotardos negros y aparecer en la tienda de Rocambole con una calavera en la mano. Hamlet usaba a unos comediantes para representar una obra teatral en la que su padre, el rey, moría envenenado por su propio hermano, compinchado con la reina. Eso era exactamente lo que había sucedido, si las revelaciones del espectro eran auténticas. Así, al verse el hermano, y nuevo rey, frente a su propio crimen recreado en la ficción, Hamlet pudo comprobar que su reacción involuntaria le delataba.

Con Rocambole, el plan no tendría por qué ser tan aparatoso. Le bastaba con llamar por teléfono a su tienda desde un teléfono público, distorsionar mucho su voz para impedir su reconocimiento, y ponerle el cebo que había ideado. Pero antes le convenía alejarse un poco más de la zona. Los agentes del gobierno no tardarían en establecer un cerco de seguridad y, como le había dicho al general la comandante Taylor, no iban a permitir que Ned se les escapara una tercera vez.

Caminó a paso ligero por las calles más concurridas, mezclándose con la gente. Muchos comentaban el aterrizaje del ovni y se dirigían hacia la confluencia de las calles en que había ocurrido el suceso. Ned se detuvo frente al escaparate de una tienda de electrónica. Varias pantallas mostraban las mismas imágenes: las fuerzas de seguridad acordonando los restos del supuesto ovni con decenas de coches que tenían sus sirenas luminosas encendidas, varios camiones de bomberos y un sinfín de personas apelotonadas fuera del perímetro policial. Parecía la escena de una película de Hollywood.

Ned siguió su camino durante media hora más. Al lado de un parque había una fila de cabinas telefónicas. Todas ellas exhibían pegatinas diversas con números de telefonía a través de internet. Se colocó en la que estaba en el medio. No había nadie más usándolas. Descolgó el auricular y se metió mecánicamente la mano en un bolsillo. Entonces recordó que no tenía dinero; ni tan siquiera una humilde moneda.

—¡Maldita sea!

Tendría que conseguirlo a la vieja usanza. Atravesó el parque y esperó al otro lado, oculto detrás de unos arbustos raquíticos. La zona estaba desierta y escasamente iluminada. En varios minutos sólo pasaron algunos transeúntes, que no fueron de su agrado. Hasta que apareció una señora mayor y pequeñita, con aspecto frágil. Le repugnaba de veras lo que iba a hacer, pero no era momento para remilgos morales. Sólo esperaba que a la pobre vieja no le diera un infarto por la impresión.

—¡Alto ahí! ¡Estoy loco! Necesito un dólar en monedas.

Ned se plantó delante de ella de un salto. La mujer paró en seco, levantó la vista hacia Ned y abrió mucho los ojos. Durante unos segundos pareció haberse quedado petrificada. Pero sólo fue una impresión. Y extremadamente errónea, además.

—¡¿Que estás loco?! —le replicó ella—. ¡Te voy a curar yo la locura!

La anciana se abalanzó sobre Ned con los brazos en alto, al tiempo que lanzaba una de sus piernas, con inesperada agilidad, contra la entrepierna de su agresor. La patada fue seca y certera. Ned se aovilló con ambas manos en los testículos. La mujer aprovechó ese movimiento para agarrarle de una oreja y propinarle una bofetada en pleno rostro.

—¡Yo… no!

Ned cayó al suelo dolorido y desconcertado. Por encima de él, la vieja apretó el puño y lo agitó en señal de triunfo.

—¿Creías que ibas a poder conmigo, eh? Debes saber, miserable ratero, que fui campeona de kárate en mi juventud.

—Lo… siento… —dijo Ned, aún retorciéndose de dolor.

—¿Un dólar…? ¡Qué vergüenza! Pues aquí lo tienes.

La mujer metió la mano en su bolso y cogió un monedero, del que extrajo siete u ocho monedas de veinticinco centavos y las dejó caer sobre Ned.

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