Read 97 segundos Online

Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

97 segundos (23 page)

BOOK: 97 segundos
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Algunos experimentos, como el que Lightman se disponía a realizar, sólo podían llevarse a cabo en el CERN. No había otro lugar sobre la faz de la tierra capaz de llevar a las partículas subatómicas hasta los niveles de energía que él necesitaba. El tejido mismo del universo podía quedar al descubierto a esos niveles, mostrando su urdimbre más íntima, la que entrelaza misteriosamente el espacio y el tiempo como un todo continuo e inseparable.

Las posibilidades eran inmensas. Sin embargo, existían voces en la comunidad científica que se alzaron contra algunos de los experimentos del CERN. Auguraban desastres inimaginables si se seguía investigando por ese camino, y los recelos habían llegado incluso a convertirse en demandas ante los tribunales de justicia en Estados Unidos, aunque ningún juez las admitió. Si todos esos detractores del CERN supieran lo que Lightman se proponía…

Desde luego no le faltaba razón a alguno de ellos. Lightman había conocido a un científico muy respetado que defendía esas ideas catastrofistas. Su nombre era Richard Wilson, profesor de física en la prestigiosa Universidad de Harvard. Consideró seriamente que en los grandes aceleradores de partículas pudiera generarse materia densa en un estado desconocido, capaz de atraer hacia sí la materia circundante hasta convertirse en un agujero negro.

El mismo profesor Wilson realizó los cálculos para establecer un modelo matemático, y llegó a la conclusión de que el peligro, aunque real, era improbable. Lo mismo pensaba Lightman. Se trataba de un peligro inferior en probabilidad al de que la Tierra sufriera un suceso ELE[1] o que el cambio climático llevara al planeta al borde del desastre.

Los riesgos eran pequeños y las posibilidades gigantescas. ¿Quién no habría seguido adelante?

En la oscuridad del maletero, Ned apretó el puño y musitó un «¡bien!» inaudible. Lo había conseguido. Estaba dentro. Oyó las voces del soldado de guardia en el control de acceso y del científico acreditándose. La rutina se había aliado de nuevo con él, como dos años antes. El dueño del coche debía de ir a la base a diario y eso hacía que los soldados bajaran la guardia. Nadie habría imaginado que llevaba en el maletero un polizón como Ned.

Ahora sólo tenía que esperar a que estacionara en el aparcamiento y luego, en el momento propicio, salir del maletero. Conocía lo bastante las instalaciones. No le sería difícil conseguir un uniforme y confundirse entre los centenares de hombres y mujeres que poblaban la base.

El automóvil frenó bruscamente. Ned rodó en el maletero hasta chocar con el asiento por su parte interior. Qué forma de conducir, se quejó mentalmente. Oyó cómo el motor se apagaba y luego el ruido de la puerta al cerrarse. Estaban en el aparcamiento. Ned había tenido la precaución de entreabrir un poco el maletero antes de que el hombre pulsara el mando a distancia. De otro modo se habría quedado allí dentro encerrado. Después de un tiempo prudencial, empujó levemente el portón y echó una ojeada a su alrededor. El aparcamiento parecía desierto y, de haber cámaras de seguridad, no lograba verlas. Tenía que jugársela a todo o nada.

Justo al bajar del maletero, antes de empezar a moverse agachado hacia una de las puertas de salida, una voz le inmovilizó. El corazón de Ned se desbocó.

—¡No se mueva, Horton!

Su sonido fue autoritario pero tranquilo al mismo tiempo. Era una voz de mujer, nada dulce, capaz de helar la sangre, y que a Ned no le resultaba en absoluto desconocida.

—Dese la vuelta y ponga las manos sobre la cabeza.

Ned obedeció. Al volverse, vio por fin a la dueña de la voz.

—¡Ka… Karen! ¡Eres tú…! —exclamó sorprendido, y un movimiento involuntario de su garganta ahogó sus palabras.

El rostro de la mujer estaba más arrugado de lo que sugería su edad, y su expresión era terriblemente dura. Ned la recordaba más joven y menos aterradora. A su lado estaban dos soldados apuntándole con sus armas. Y también el hombre en cuyo maletero había entrado en la base. Sonreía maliciosamente.

Eso hizo que Ned lo comprendiese todo al instante. Lo que dijo la comandante Taylor no sirvió más que para corroborarlo.

—Sí, para ti soy Karen Carpenter. Pero mi verdadero nombre es Demelza Taylor, comandante de la fuerza aérea de Estados Unidos. Has hecho justo lo que yo sabía que ibas a hacer. Con precisión militar. Pobre iluso… ¿Creías que la otra ocasión en que estuviste aquí nosotros no lo sabíamos? Nosotros lo sabemos todo. Queríamos que accedieras a la base. Yo misma me encargué de ello. Nos interesaba desinformar a través de un periodista prestigioso. Ahora te has metido tú solito en nuestras fauces.

A un gesto de la mujer, los soldados se aproximaron a Ned. Uno de ellos lo esposó y el otro le dio un empujón en la espalda para que caminara.

—Luego iré a hacerte una pequeña visita a tus aposentos —añadió la comandante en tono burlesco—. Espero que sepas apreciar nuestra hospitalidad.

35

El descenso hacia las profundidades del Área 51 no duró mucho. Ned iba esposado y custodiado por los dos soldados que lo habían detenido. Aún no había salido de su asombro. Se preguntó cómo había podido ser tan estúpido. Tenía que haberse dado cuenta de que todo había sido demasiado fácil cuando, dos años atrás, logró traspasar la seguridad de la base más segura y vigilada del mundo. Pero ya era tarde para lamentaciones.

—Hemos llegado—dijo uno de los militares, con voz autoritaria—. Salga.

Ned dio un paso y se vio en medio de un pasillo gigantesco y completamente blanco, que se extendía a ambos lados como las entrañas de un gusano sin fin. Las lámparas de neón, integradas en el techo, lo hacían parecer aún más frío.

—Hacia la derecha —volvió a hablar el soldado.

Avanzaron unos cien metros por el corredor, jalonado de puertas casi invisibles, también blancas. No había ninguna ventana, ningún adorno. Sólo el piso, de color negro, marcaba una especie de carretera hacia lo desconocido.

Pero sí tenía un final. Al aproximarse a la compuerta metálica que cortaba el camino, ésta emitió un quejido metálico y se abrió lentamente. Al otro lado el panorama era muy distinto. Un enorme espacio se hallaba dividido por muros cuya parte superior era por entero de vidrio ahumado. Se podía ver a través de los cristales a un numeroso grupo de personas trabajando, todas ellas vestidas con trajes blancos y las cabezas cubiertas con gorros del mismo color.

A Ned no le dio tiempo a descubrir lo que hacían, pero algunos se inclinaban junto a máquinas que parecían robots de cadena de montaje, con brazos diversos y lámparas por todas partes. También había muchos monitores encendidos y otra clase de pantallas e indicadores.

Los soldados condujeron a Ned hasta una zona separada del resto y lo dejaron confinado en una pequeña habitación, a modo de celda, en la que únicamente había un camastro, un lavabo y dos neones en el techo. Le quitaron las esposas y lo dejaron solo.

Tras unos momentos en que estuvo recorriendo la exigua estancia como un animal enjaulado, Ned se sentó en el camastro, adherido a la pared como un saliente.

Sólo entonces tomó verdadera conciencia de que todo estaba perdido.

Olga se sentía muy intranquila. Había estado enviando a Ned un mensaje cada hora, pero él no había contestado a ninguno de ellos. Su amiga de Segovia también estaba preocupada. La había sorprendido mucho la visita de Olga, su mejor amiga del instituto con la que, sin embargo, no hablaba desde hacía más de diez años. Ignoraba qué le sucedía, y Olga no quería contárselo. Simplemente se había limitado a pedirle que la acogiera unos días en su casa.

La angustia de Olga aumentaba poco a poco. Ned le había dicho que no le llamara bajo ninguna circunstancia. Si quería ponerse en contacto con él, debía hacerlo empleando únicamente mensajes de texto y sin utilizar palabras demasiado específicas, para evitar que pudieran interceptarlas y reconocer su procedencia. Pero estaba tan alterada que, finalmente, no pudo aguantar más la tensión y optó por contravenir aquellas sensatas instrucciones de seguridad.

Marcó el número de Ned y pulsó la tecla de llamada. Cada segundo pareció durar diez veces más de lo habitual, mientras su corazón latía acelerado. Sólo se escuchaba un silencio sucio, como si la red tratara de establecer la comunicación pero resultara imposible. Quizá ese retardo se debiera a la distancia, pensó Olga. Aunque la duda quedó resuelta cuando una voz pregrabada dijo, en inglés, que el teléfono no se hallaba disponible.

La precaución de Ned de dejar su mochila y el teléfono apagado en una de las alforjas de la Harley Davidson había sido acertada. De otro modo, la comandante Taylor y aquellos para los que trabajaba tendrían ahora el número de Olga y el modo de localizarla. Sin saber esto, por la imaginación de Olga cruzaron, con la fugacidad de un resplandor, decenas de ideas funestas. Que no iban del todo desencaminadas…

El ruido de la puerta al abrirse sobresaltó a Ned. Estaba tan agotado por el nerviosismo que había quedado sumido en una duermevela delirante. Las imágenes más extrañas ocupaban su mente, en la frontera entre el sueño y la vigilia. Imágenes turbadoras y llenas de malos presagios.

—¿Estás cómodo en nuestra suite? —dijo la comandante Taylor desde el umbral de la celda.

Ned se incorporó sudoroso. Miró a aquella mujer en la que había confiado en otro tiempo, dudando acerca de lo que le iba a ocurrir.

—Has sido un pobre estúpido… ¿Creías que ibas a poder penetrar la seguridad de esta base impunemente? Los que lo intentaron están muertos o aún siguen aquí. Los muertos tuvieron más suerte.

—Karen… O como sea su nombre… No estoy llevando a cabo una investigación. Esto es mucho más importante.

La única posibilidad era poner todas las cartas sobre la mesa, tratar de convencer a aquella mujer de aspecto gélido de que estaba en juego algo mucho más importante que la seguridad nacional, o que cualquier secreto del pasado.

—No nos subestimes. Como te he dicho, lo sabemos todo. Y tú no vas a interponerte en nuestros planes.

Una duda aún mayor asaltó a Ned, y se convirtió casi instantáneamente en turbación.

—Pero… Entonces… ¿Conocen el peligro que…?

—No hay ningún peligro. Hemos hecho todo lo necesario para evitarlo. Hay caminos indirectos para lograr lo…

Ahora fue Ned quien cortó a la comandante. Ella le dedicó una mirada asesina.

—¡No hay caminos indirectos! ¡Ése es el error!

—¡Ya basta! Preocúpate de ti mismo y déjanos a nosotros que nos ocupemos de cuestiones más allá de tu comprensión. Nuestros científicos están a punto de lograr el objetivo de Lightman. Y tú, entrometido, no habrías logrado nada aunque no te hubiéramos atrapado. —La mujer esbozó entonces una sonrisa que habría resultado maternal en un rostro menos inquietante—. Lightman está en Suiza ultimando los preparativos de su último experimento.

—¿En Suiza…? —dijo Ned para sí. Lightman estaba vivo.

—En cuanto termine ese experimento, si es que tiene éxito, volverá y nos dará la llave para dominar el tiempo. El sueño de la humanidad en nuestras manos. Y sólo en las nuestras.

—Eso es… inmoral. Horrible.

—Desahógate cuanto quieras. Te garantizo que en unas horas pensarás todo lo contrario.

El tono de la última frase fue enigmático. Por la expresión de Ned, la comandante supo que lo había captado.

—Resulta irónico, pero serás precisamente tú quien nos preste un servicio inestimable. El idealista profesor Lightman tiene la ilusa idea de que los saltos temporales se regirán por una lista de normas que parece elaborada por un personaje de Walt Disney. No será así. Aunque antes tendremos que librarnos de su molesta carga. El pobre hombre sufrirá un desgraciado accidente, del que tú serás testigo para contarlo al mundo. Puedo asegurarte que te convertirás en un fiel servidor nuestro. Para eso te he hecho traer a este laboratorio.

—¿Qué van a hacerme?

—Apenas nada. Un pequeño implante en la médula ósea. Sólo una minúscula joya tecnológica que navegará por tu columna vertebral hasta situarse en la base de tu cerebro. A partir de ahí, te transformarás en un chico obediente. Es una suerte que hayas venido. Un periodista tan respetado como tú nos será muy útil. Ya lo fuiste una vez. Pero ahora seguirás nuestras instrucciones tan fielmente como un perro detrás de su amo. Si supieras una pequeña parte de lo que realmente hacemos aquí…

Una náusea de pánico ahogó la voz de Ned. Aún así, logró decir:

—Alguien me buscará…

—Pero si no vas a desaparecer. Sólo desaparecerá tu voluntad y esas tontas ideas que se te han metido en la cabeza. En el fondo es mejor para ti. Serás mucho más feliz.

Sin decir nada más, la comandante se aproximó a Ned y le cruzó la cara de un bofetón.

—Eso por haberte atrevido a interrumpirme cuando te estaba hablando.

Sólo al darse la vuelta, sin mirarle, se detuvo en el umbral de la celda y añadió mientras Ned se acariciaba la mejilla donde había recibido la bofetada:

—No te preocupes, dentro de muy poco no recordarás nada de esto.

Ned se quedó solo otra vez. La comandante abandonó la estancia y un soldado cerró la puerta, protegida por una cerradura electrónica. No había modo de escapar de allí. Incluso a un comando, con entrenamiento militar, le sería imposible. Aunque no podía dejar que le hicieran lo que había dicho la comandante ni permitir que Lightman llevara a cabo su experimento.

La militar había mencionado que el profesor estaba en Suiza. Era extraño que fuera a realizar su experimento en un país extranjero. Tenía que ser por una buena razón. A Ned sólo se le ocurría un lugar en Suiza donde pudiera llevarse a cabo un experimento tan especial y relacionado con la física: el CERN.

Aún estaba dándole vueltas a eso cuando la puerta de su celda se abrió de nuevo. Entraron dos soldados, acompañados de un hombre con aspecto de médico y preparado para entrar en quirófano. Los soldados agarraron a Ned por los brazos y lo pusieron en pie. El otro hombre lo contemplaba como un naturalista frente a un raro espécimen al que estuviera a punto de diseccionar. Su mirada era tan fría como la de la comandante.

—Llévenlo al laboratorio A-1 —dijo sin ninguna muestra de emoción.

En aquel momento, Ned comprendió lo que sienten los condenados cuando los conducen hacia el patíbulo. Porque eso era justo lo que sentía: que lo llevaban a un lugar del que ya nunca iba a regresar, al menos como Ned Horton. No había ninguna dignidad en aceptar ese destino. Él era un inocente en manos de personas sin escrúpulos, dispuestas a todo para conseguir sus fines.

BOOK: 97 segundos
3.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Narcissus in Chains by Laurell K. Hamilton
London Calling by Barry Miles
Sammy Keyes and the Hotel Thief by Wendelin Van Draanen
Heart's Safe Passage by Laurie Alice Eakes
Secrets to Seducing a Scot by Michelle Marcos
Operation Foreplay by Christine Hughes