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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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El agente pasaba las hojas del pasaporte una a una, con la misma parsimonia con la que hablaba. Ned maldijo a Rocambole por haber estampado todos esos sellos en el documento.

—Sí… Bueno… No hay más remedio que tomar un avión cuando se necesita…

—¿A qué se dedica usted?

La pregunta lo cogió por sorpresa. En su mente se formó una de las ideas más absurdas que había tenido en toda su vida. No sabía por qué, pero sólo se le ocurría decir «piloto; soy piloto de aviones». Pero logró apartar esa especie de acceso de locura, motivado por la tensión.

—Soy periodista.

Era la verdad, sin entrar en detalles, y servía para aclarar cualquier duda del agente.

—Ah, periodista… Bien. Todo está en orden. Debería tomarse algo que lo relaje un poco.

—Gracias. Lo haré —dijo Ned, aliviado aunque, al mismo tiempo, a punto de estallar.

El avión despegó con media hora de retraso. Pero lo había logrado. Estaba dejando el suelo estadounidense, aunque habrían de pasar varias horas hasta abandonar su espacio aéreo.

Y eso implicaba que aún no pudiera considerarse a salvo de la comandante Taylor y sus secuaces.

La amplia sala estaba casi a oscuras. Unas grandes pantallas de plasma cubrían por completo tres de sus cuatro paredes. La comandante Taylor se encontraba de pie, en medio, contemplándolas con la boca torcida. Varios técnicos tecleaban en las consolas, a ritmo desenfrenado, notando en sus nucas la amenazadora presencia de la comandante.

—Lo siento —dijo el técnico jefe—. El sistema es incapaz de arrojar un resultado positivo.

—¿Un billón de dólares gastado y esto es todo lo que puede hacer?

La crítica de la comandante fue seca. Aquel sistema de seguimiento era la joya de la corona del espionaje norteamericano. Se basaba en tres premisas: Determinar, localizar y neutralizar. Espiar todas las comunicaciones mundiales era sólo el primer paso. Con ello se determinaba qué personas resultaban de un interés especial, por la razón que fuera. Si alguna de ellas pasaba a un estado de peligrosidad más elevado, la segunda fase del sistema se encargaba de localizarla, no sólo a través de la señal de su teléfono móvil, la ubicación de un teléfono fijo que estuviera utilizando el uso de una tarjeta de crédito, sino también por medio de una infinidad de cámaras de seguridad repartidas por todo el país. Éste era su mayor potencial: el acceso invisible e ilimitado a cualquier cámara conectada a un sistema informático. Por último, localizado el objetivo, bastaba con seleccionar un medio de anulación, que podía ir desde el envío de agentes de policía hasta un bombardeo selectivo, en función de las circunstancias.

Pero ahora todo ese poder casi divino, ese ojo y ese oído capaz de verlo y escucharlo todo, se mostraba ineficaz frente a un simple civil sin adiestramiento especial de ninguna clase. Un simple periodista de investigación que, no obstante, había sido hasta el momento capaz de burlarlo.

—Señora —titubeó el técnico jefe—, el sistema ha encontrado algunas coincidencias superiores al cincuenta por ciento de probabilidad.

La comandante acentuó el gesto de desprecio dirigido hacia su personal.

—Conozco el funcionamiento del sistema tan bien como usted. Una coincidencia inferior al noventa por ciento resulta inútil. Lo contrario es dar palos de ciego.

—Tiene razón —aceptó el hombre—. Pero creo que, de todos modos, debería comprobar los resultados.

Sin decir nada más, la comandante asintió. El técnico jefe hizo a su vez un gesto a sus subordinados y las pantallas mostraron cinco rostros, captados por el sistema.

—No es ninguno de ellos —dijo la militar sin atisbo de duda.

—Creemos que el número 1 podría…

—¡No es Horton!

El grito hizo que el técnico jefe agachara la cabeza.

—Seguiremos trabajando, señora.

—Esto ha sido una pérdida de tiempo —le respondió ella. Y luego para sí, mientras abandonaba la sala, añadió—: Pero yo sé lo que hay que hacer.

La llamada sonó varias veces en el despacho del profesor Stephen Lightman. A no mucha distancia, poco después, otro teléfono emitió su desagradable zumbido. Lo cogió uno de los científicos del proyecto.

—Soy Lenard —le dijo el ayudante personal de Lightman a quien había descolgado—. Tengo que hablar inmediatamente con el profesor.

—Lo siento, pero eso va a ser imposible. Ahora mismo está en mitad de un experimento.

—¿Cuánto tardará?

—Sólo unos pocos minutos, está a punto de finalizar. ¿Quiere que le diga que lo llame después?

—No. Prefiero esperar a que vuelva el profesor. Es muy urgente.

El científico dejó el auricular descolgado sobre la mesa. A través de una cristalera vio cómo el profesor Lightman apretaba los puños, cargado de tensión. Poco después, su rostro mostró una gran sonrisa y levantó los brazos. Felicitó a los demás por el éxito en el ensayo y salió de la sala de experimentación. Estaba quitándose la bata cuando el científico le avisó de la llamada.

—Martin, ¿eres tú? —dijo, ya al teléfono—. Acabamos de conseguir un éxito total en la penúltima prueba. Ya sólo nos queda efectuar la definitiva. Estamos a un paso, amigo mío…

—Es una gran noticia, Stephen. La trasladaré inmediatamente al mando. Pero yo te llamo por otra cosa. Me han dado permiso para estar allí contigo, en el CERN, durante el último experimento.

—Esa sí que es una buena noticia, Martin. Te esperaré con los brazos abiertos. ¿Cuándo llegarás?

—Mañana a primera hora. Por cierto, Stephen, no te alarmes, pero creo que debes saber que han decidido reforzar las medidas de seguridad y asignarte una escolta.

—¿Por qué motivo? ¿Sucede algo que yo deba saber?

—No. No tienes de qué preocuparte. Es sólo una medida de precaución. Estás a las puertas de un descubrimiento de proporciones gausianas, y las altas esferas han creído que es conveniente. Nada más.

—No me gusta tener sombras pisándome los talones.

—Lo sé. Pero tendrás que adaptarte. Oh, conmigo viajará alguien que creo que ya conoces, la comandante Demelza Taylor. Es una mujer con muchos talentos.

Lightman se quedó en silencio unos segundos. La conocía y no le gustaba en absoluto. Había oído hablar mucho de ella en el Área 51. Y nunca cosas buenas.

—¿Estás seguro de que no sucede nada, Martin?

—Te doy mi palabra de que únicamente es una cuestión de seguridad reforzada. Puedes estar tranquilo.

—Bien. Entonces, nos veremos mañana.

El profesor colgó el teléfono y se quedó unos momentos reflexionando. No quería que nada interfiriera en su trabajo. Aquellas medidas inesperadas le ponían nervioso. No por su seguridad, sino por la seguridad del viaje en el tiempo. A menudo pensaba en las consecuencias que tendría su descubrimiento. Las garantías que le habían ofrecido parecían suficientes. Pero sólo el propio tiempo, inexorable, demostraría si aquello era realmente cierto.

Cuarta parte
Hoy
41

Una llamada al teléfono de su habitación despertó a Olga del inquieto letargo en que se había sumido, tumbada en la cama de la lujosa habitación del hotel Metropole. Saltó como un resorte y se lanzó hacia el auricular. Tenía los nervios desquiciados y deseaba con toda su alma que quien llamaba fuera Ned.

—¡Dígame! —contestó en español.

—Aquí hay un caballero que pregunta por usted —dijo el recepcionista en francés. Y luego en voz más baja añadió—: Tiene un aspecto algo peculiar. Dice que se llama Antonio Durán.

Olga sólo dudó una fracción de segundo. Tenía que ser Ned bajo la identidad de su padre. No pudo evitar proferir un grito de alegría, que sobresaltó al estirado recepcionista. El corazón de Olga estaba desbocado y sólo acertó a decir, en un vehemente hilo de voz:

—¡Dígale que suba!

El encuentro fue apasionado. Por un momento, todo lo que no fueran ellos dos, fundiéndose en un beso y un abrazo, quedó olvidado. Nadie que los hubiera visto habría podido pensar que se trataba de otra cosa que el reencuentro de una pareja de enamorados. Y, en cierto modo, era verdad. Aunque había mucho más.

—Qué alegría —dijo Olga, separando sus labios de los de Ned.

—Creí que no lo lograría. Pero aquí estoy al fin.

—Sí. Aquí estás. ¿Qué ha pasado? He estado tan preocupada por ti. Menuda pinta tienes.

—Es muy largo de explicar… He tenido que usar documentos falsos y disfrazarme de este modo. Lo único que importa es que he descubierto que Lightman sigue vivo y que está aquí, cerca de Ginebra. Él desconoce las consecuencias de sus investigaciones. Nunca le entregaron la carta que había en el cofre de la Luna.

Eso le había contado ya Ned, pero a Olga seguía pareciéndole increíble.

—¿Cómo pudieron hacer algo así? —dijo—. Es una auténtica locura.

—Supongo que no quisieron aceptar la gravedad de la advertencia. Viajar en el tiempo es algo demasiado poderoso para desdeñarlo. Por eso se han dedicado a buscar vías alternativas que eviten un agujero negro. Aunque si Lightman tenía razón, hagan lo que hagan se generará de todos modos y eso será el fin de la película humana.

—¿Cuándo crees que sucederá? ¿Aún estaremos a tiempo de evitarlo?

—No lo sé. Pero Lightman trabaja en el CERN preparando el ensayo definitivo. Puede que eso sea lo que desencadene el agujero.

—¡Entonces hay que avisarle lo antes posible!

—Para eso estamos aquí. ¿Has traído las cintas?

—Están en mi maleta.

—Bien. Espero que basten para convencerle de que todo esto es cierto.

—Vamos a necesitar un Ampex o algo similar para enseñárselas.

—Sí, es verdad. Y me temo que no va a ser fácil llegar hasta Lightman. Saben que voy tras él y estoy seguro de que ahora lo tendrán vigilado, si es que no lo estaba ya antes. Quiero que te quedes en el hotel y que no salgas hasta que yo vuelva.

Olga se levantó bruscamente de la cama, donde estaban los dos sentados.

—¡No! Se acabó eso de que vayas tú solo por ahí como un caballero andante. Yo no soy ninguna princesa mojigata que necesite que la rescaten de un castillo.

—Ya lo sé. Pero no pienso dejar que arriesgues tu vida.

—Si nos enfrentamos a un hipotético agujero negro, creo que mi vida ya está en peligro. Además, soy capaz de elegir por mí misma. Y elijo acompañarte. Los dos juntos tendremos más posibilidades de éxito.

Ned no tenía argumentos con los que discutir nada de eso. Se le veía completamente agotado. Olga volvió a sentarse en la cama y le besó con dulzura.

—Deberías dormir un poco.

—Ojalá pudiera. Esa gente es muy peligrosa, Olga. Muy peligrosa… —La voz de Ned se convirtió en un susurro—. Sólo necesito tumbarme un… momento.

Recostado en la cama, Ned no tardó ni un minuto en quedarse dormido. Olga decidió despertarle sólo al cabo de un par de horas. Dijera lo que dijese, necesitaba recuperar las fuerzas. Lo tapó con una manta y se dirigió a la ventana con vistas al lago. Allí, un pensamiento terrible la estremeció: quizá el mundo ya no existiera dentro de dos horas.

Martin Lenard y la comandante Taylor entraron en uno de los edificios del CERN. Vestían de paisano. Con esas ropas, la Comandante incluso parecía una atractiva mujer madura. Aunque su mirada era como la de Medusa, capaz de convertirle a uno en piedra.

El profesor Lightman los esperaba en su despacho. Estaba ubicado en una zona restringida de las instalaciones. Un supuesto proyecto privado era la fachada bajo la que se escondían los experimentos fundamentales de viajes en el tiempo, que no podían hacerse en ningún otro lugar salvo en el acelerador de partículas LHC.

—Me alegro de verlo, profesor —dijo Lenard, respetuosamente de usted, como hacía siempre en presencia de otros, y estrechó la mano de su mentor.

Lightman notó que había algo forzado en su sonrisa, pero lo achacó a la presencia de la Comandante. Ella también le estrechó la mano.

—Quiero que sepa —dijo el profesor— que no apruebo su presencia aquí.

—Siento oírle decir eso —respondió la comandante, en un tono que dejaba patente que no lo sentía en absoluto—. Es imprescindible que garanticemos su seguridad. Y para eso precisamente he venido yo.

—¿Mi seguridad? ¿Frente a qué o frente a quién?

Lightman escrutó a Lenard en busca de algún tipo de apoyo a sus palabras. No lo hubo. Fue la comandante quien habló otra vez.

—Usted dedíquese a su trabajo y no se preocupe por nada más. He establecido un turno doble de vigilancia a tiempo completo, tanto aquí como en su residencia fuera del CERN. Estará permanentemente custodiado por un par de agentes secretos. Usted no los verá a ellos, pero ellos siempre lo tendrán controlado y protegido.

—Ejem… Y bien, Stephen —intervino Lenard para rebajar la tensión—, ¿cuándo se llevará a cabo el ensayo definitivo?

—Mañana. Todo está listo, pero me gustaría que revisaras el proceso. Yo necesito descansar. Pasaré la tarde solo en casa. Quiero decir, todo lo solo que pueda estar…

—Bien, Stephen. Comprobaré todos los cálculos. Mañana será un gran día.

—Eso espero, Martin. Eso espero.

El profesor entregó a su ayudante una gruesa carpeta y le dio la clave del ordenador en que había estado trabajando. Luego recogió su maletín y se marchó del despacho sin mirar atrás.

—Es un hombre peculiar —dijo la comandante cuando Lightman hubo abandonado la estancia.

—No debe preocuparse por él. Es un científico de los pies a la cabeza. Vive en un mundo ajeno al nuestro.

—Eso es justo lo que me preocupa. Si Horton consigue hablar con él, podría hacernos mucho daño. Aunque esa posibilidad es remota.

—¿Está segura?

La pregunta de Lenard provocó una nueva mirada de desprecio en la militar.

—Horton puede haber escapado de nosotros en Estados Unidos. Pero nunca llegará hasta el profesor Lightman. Si lo intenta, ése será su fin. Ya nos ha causado demasiadas molestias.

—Es aquí —dijo Ned.

Había tomado un baño en el hotel y recuperado su aspecto habitual. Después de un par de horas de sueño se sentía revigorizado. Todos los segundos contaban ahora, pero no tuvo valor de recriminar a Olga que le hubiera dejado dormir. Tampoco que insistiera en acompañarle hasta aquel edificio cochambroso que parecía impropio de una ciudad como Ginebra.

—¡Uf! —exclamó Olga—. Espero que por dentro sea mejor.

No lo era. La entrada del portal daba acceso a una especie de túnel de paredes desconchadas y llenas de mugre. En uno de los buzones de correo, herrumbrosos y desvencijados como la dentadura de un anciano, comprobaron que la dirección era correcta

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