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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Los agentes, a la zaga, no les perdían de vista. Su vehículo era más potente y no les costaba seguirlos. También derraparon en la calle donde varias personas ayudaban a levantarse al ciclista. Todos ahora se pegaron a la pared. El segundo coche les pasó rozando.

—¡¿Por dónde vamos?! —dijo Ned a Olga.

—¡No lo sé! —respondió ella, asustada, con una mano en el asidero de la puerta y la otra sobre el salpicadero.

Atravesaban las calles sin rumbo. Giraron varias veces, pero los agentes seguían tras ellos. La luz roja de un semáforo se encendió justo cuando cruzaban. Sus perseguidores tampoco la respetaron. Ambos automóviles tomaron una vía de sentido prohibido. Esquivaban los coches que venían de frente como si fuera un videojuego. El profesor iba de un lado a otro en el asiento de atrás.

De pronto, una sirena de policía empezó a sonar a su espalda. Un coche celular los vio pasar como centellas y se unió a la persecución.

—¡Joder! Lo que nos faltaba… —exclamó Ned, mirando por el retrovisor.

Sus perseguidores tampoco se alegraron de la imprevista aparición de los policías. Si obligaban al coche de Horton a detenerse, él y los demás quedarían fuera de su alcance. Llamaron al control. La comandante Taylor les ordenó que abandonaran la persecución de inmediato. Cuando obedecieron, los seguían ya dos coches de policía. Tomaron una salida de la ciudad en dirección a la autopista. Allí, su potente BMW logró dejar atrás al que fue tras ellos. Pero Ned, Olga y el profesor Lightman continuaban por las calles de Ginebra, sembrando el pánico entre los demás vehículos y los transeúntes.

—¡No consigo despistarlos! —gritó Ned.

—¡Gira por ahí a la izquierda!

Olga reconoció uno de los puentes por los que había estado paseando el día anterior, cuando esperaba a Ned. En la parte inferior había un paso que daba a un amarradero del lago.

—¡Hacia abajo! —le indicó de nuevo.

El coche saltó sobre un escalón y Ned estuvo a poco de perder el control. Atravesaron el pequeño túnel oscuro y llegaron al borde del agua. El frenazo hizo que el vehículo hiciera un trompo junto a las embarcaciones.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Ned, que ignoraba las intenciones de Olga para haberlos hecho llegar hasta allí.

—Cojamos una de esas lanchas. Si cruzamos el lago, la policía no tendrá tiempo de alcanzarnos.

Los tres subieron a una de las pequeñas embarcaciones, de un solo motor. El profesor se sentó junto a Olga, que tomó el volante, mientras Ned tiraba con todas sus fuerzas del arranque del motor fueraborda. Éste ronroneó un instante y al fin se puso en marcha. Luego soltó la amarra que lo unía al embarcadero. Olga empujó la palanca del acelerador a tope. Muy cerca se oían los gritos de alto de los policías, que corrían hacia ellos por el muelle.

La lancha cabeceó en las tranquilas aguas. Ned miró atrás. Distinguía en la penumbra a uno de los policías usando su intercomunicador. Estaba pidiendo refuerzos.

—¡Hay que llegar al otro lado cuanto antes! —le gritó a Olga por encima del ruido del motor.

La joven sorteó otras embarcaciones que cruzaban el lago y siguió hacia un puente al otro lado. Ya muy cerca, se volvió hacia Ned con angustia. Iban muy rápido.

—¡No sé frenar!

Ned tomó el volante e invirtió la posición de la palanca de aceleración. La hélice del fueraborda se puso en contramarcha. Pero seguían avanzando demasiado deprisa. En el último momento, Ned dio un golpe de volante. La lancha se cruzó en el agua. Una ola bañó una de las zapatas del puente antes de que impactaran contra ella.

—Olga, ¿estás bien? ¿Y usted, profesor?

Ambos se hallaban algo aturdidos por el golpe, pero no estaban heridos. Una columna de humo emergía del motor. El combustible salía del depósito roto.

—Esto va a incendiarse —dijo Ned.

Saltaron a la zapata del puente desde lo que quedaba de la embarcación y corrieron luego hacia el lado contrario para protegerse de la explosión inminente. El profesor se había hecho daño en una pierna y tuvieron que ayudarle a avanzar.

Mientras subían por una escalera de piedra, les llegó el destello luminoso que precedió a una gran detonación. La lancha quedó reducida a un amasijo informe, entre llamaradas y una densa nube de humo negro que se alzaba hacia el cielo de la noche.

—Por si no nos habían visto… —dijo Ned en voz baja. Y luego más alto, añadió—: ¡Rápido, hay que alejarse de aquí!

44

Los agentes que se vieron obligados a abandonar la persecución de Lightman estaban ahora ocultos cerca de una granja, en una pequeña localidad al norte de Ginebra. Se aseguraron de que la policía les había perdido el rastro y llamaron otra vez al control. 

—Lobo Gris llamando a Madre. Cambio.

Usaban nombres en clave, a pesar de que el canal de comunicación estaba encriptado, como protección adicional.

—Aquí Madre —respondió una voz masculina—. Cambio.

—Hemos evitado intercepción Cantantes de Blues. Oso Pardo fuera de la madriguera. Caballo Blanco está con él. Repito: Caballo Blanco está con él. Esperamos instrucciones. Corto.

La comandante Taylor recibió de inmediato la información. Una vez más, los agentes le habían fallado. Su asistente personal se lo comunicó.

—Señora, han perdido el rastro del profesor Lightman y de Ned Horton.

Estaba rodeada de incompetentes, pero aún guardaba un as en la manga.

—Ellos han perdido el rastro. Yo no. Hice bien en no confiarme demasiado —dijo enigmáticamente. Y sonrió como solía hacerlo, con la frialdad de un glaciar.

El timbre del mugriento sótano en que vivía y trabajaba Benoit Marçais resonaba en el interior como un aullido. Ned lo oprimió con más fuerza a medida que su desesperación iba en aumento.

—Maldita sea —masculló, temiendo que aquel extraño hombre no estuviera en casa como les había prometido.

—Ya va, ya va... Se va a quemar el timbre.

La voz de Benoit se fundió con el sonido. Aunque a Ned aquella disfonía le pareció casi melódica.

—¡Ya están ustedes aquí! —dijo al abrir la puerta, y sonrió como un niño—. Pasen, pasen. Lo tengo todo preparado.

Benoit les condujo de nuevo hasta su sala de máquinas. El profesor se mostraba taciturno, como si las reflexiones de su mente lo llenaran por completo. Caminaba, absorto, detrás de los otros.

—Me he procurado un monitor más grande, como querían —dijo Benoit, mostrando la especie de sala de proyecciones que había instalado, con varias sillas en hilera. Estaba excitado por descubrir, también él, el contenido de las cintas. Y, en realidad, ya no había ninguna razón para evitar que las viera.

Olga sacó del bolso las cintas y se las dio a Benoit, que colocó la primera en el Ampex.

—Usted siéntese aquí delante, profesor —le dijo Ned a Lightman.

—¿Cómo…? —respondió éste, saliendo de su trance—. Ah, sí, sí.

Mientras Benoit colocaba la cinta en el Ampex, el profesor ocupó una de las sillas de la primera fila. Ned y Olga se sentaron detrás, expectantes.

Cuando el profesor viera las imágenes, y comprendiera su trascendencia, ya no le quedaría ninguna duda de que todo lo que le habían contado era cierto.

—El localizador indica que estamos a menos de cien metros, señora.

El asistente de la comandante Taylor comprobó en una pantalla la ubicación del profesor Lightman. La idea de instalarle en secreto localizadores en todos sus zapatos había sido de la comandante. Así garantizaban que no pudiera escabullirse, aunque los agentes encargados de su vigilancia fallaran y perdieran su rastro.

—¿Está quieto o en movimiento? —preguntó la comandante.

—Lleva algunos minutos detenido, señora.

La señal indicaba un punto de los arrabales de la ciudad.

—Avise a los hombres. Ha llegado el momento de actuar.

—¿Nos cree ahora, profesor?

La proyección de la cinta acababa de terminar. La pantalla, ahora desnuda de imágenes, enmarcaba el rostro cansado y expectante de Ned. Sus palabras se disiparon en el silencio. Lightman no respondió. Tenía la mirada fija en el suelo desde el final de la película. Había juntado las manos, con los dedos extendidos. Su expresión era grave.

—Santo Dios —susurró por fin—. ¿Qué he hecho?

Eso respondía a la pregunta de Ned. Pero por si tuvieran dudas al respecto, el desolado Lightman añadió:

—Sí, claro que les creo… Aunque no sé qué podemos hacer… —El profesor dirigió hacia Ned y Olga unos ojos atormentados—. El mundo va a destruirse y el único responsable de ello soy yo.

Los peores temores de Ned se habían hecho realidad. Si Lightman no sabía cómo detener aquella locura, ¿qué esperanzas les restaban?

—Usted es el científico que lo ha ideado todo, ¿no es así? —dijo Olga.

—En efecto, señorita. Pero no está en mis manos… —El profesor se detuvo. Luego hizo un gesto vehemente—. Primero deben comprender el peligro al que nos enfrentamos. ¿Hay un ordenador aquí con conexión a internet?

Ned miró a Benoit. Éste no tenía ni idea de lo que estaban hablando y por eso se mostraba entusiasmado en lugar de compungido y al borde del pánico. Desde que acabó la proyección estaba mudo, aunque su mente bullía en preguntas tan imposibles como sus hipotéticas respuestas.

—Pueden usar mi portátil —dijo, y salió a toda prisa en busca del equipo.

—Un agujero negro es la fuerza más irresistible del universo —afirmó Lightman con voz sombría—. Ni siquiera la más sutil de las energías, la radiación electromagnética, la luz, puede escapar a él. Absorbe todo lo que está en su campo de acción y no existe modo de neutralizarlo. Si una de estas singularidades cósmicas se generase durante el experimento… Dios mío, no quiero ni pensar en lo que ocurriría. Un agujero negro no sólo destruiría la Tierra y a todos nosotros, sino que haría desaparecer cualquier vestigio de que los seres humanos hemos existido. Destruiría el pasado y el futuro, que ya nunca llegaría a existir… ¿Lo comprenden?

Los ojos del profesor estaban ahora trémulos por las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—¡Es horrible! —dijo Olga, en un grito ahogado. También ella estaba llorando.

Benoit regresó con el portátil. Había escuchado desde la zona contigua la explicación del profesor.

Ahora empezaba a comprender lo que los otros ya sabían. En un instante, su exaltación se tornó en un miedo que le hizo palidecer.

—Quiero que vean una recreación de este peligro —dijo Lightman mientras accedía a una página de Youtube—. Algunos científicos han alzado su voz contra los experimentos que estamos llevando a cabo en el acelerador de partículas del CERN. Todos creímos que se trataba de alarmismos exagerados y erróneos, una posibilidad entre un millón…

En Youtube el profesor escribió las palabras «AGUJERO NEGRO LHC». Cuando aparecieron los resultados de la búsqueda, pinchó en uno que mostraba una imagen de la Tierra sobre la ubicación del CERN.

El vídeo era una simulación digital de los efectos de un agujero negro que se generara en el acelerador LHC. Comenzaba con una especie de embudo parecido a un sumidero. Luego iba haciéndose mayor rápidamente. En veinte segundos había devorado Europa. En medio minuto, casi la mitad de la Tierra. A los cuarenta segundos, ya no había otra cosa que oscuridad y silencio.

Los gestos de asombro de todos duraron el tiempo que tardan los ojos en parpadear.

Un ruido siniestro inundó la vivienda. Sin apenas darse cuenta ni poder reaccionar, Ned, Olga, el profesor y Benoit se quedaron como estatuas bajo los haces cruzados de una decena de miras láser.

Al poco, apareció la comandante Taylor.

—Volvemos a vernos, Horton —dijo.

Su rostro brillaba de satisfacción, aunque nunca había dudado de que ese momento llegaría.

—A usted le llevarán de nuevo a su casa, profesor. Le conviene descansar. Hoy tiene mucho trabajo que hacer. Una labor crucial que marcará un antes y un después en la historia de la humanidad.

—¡Pero hay que abortar la prueba, comandante! ¡Va a provocar un agujero negro que devorará todo el planeta! Nuestro propio gobierno nos ha estado engañando. Esas cintas lo prueban. ¡Tiene que verlas! —dijo Lightman, y señaló el Ampex.

La militar se aproximó al aparato y cogió las cintas.

—¿Se refiere a estas cintas?

—¡Sí! Contienen unas grabac…

—¡Basta! No quiero saber nada de eso. Son engaños de un periodista falsario y truculento.

Ante la mirada de todos, la comandante arrojó las cintas a una papelera, en medio del montón de papeles que la llenaban, y les prendió fuego.

—¡Nooo…! —gritó Ned, y corrió para intentar apagarlo.

Un culatazo en la nuca le hizo perder el conocimiento. Las cintas se consumieron entre llamas anaranjadas y un humo pestilente.

—Llevad al profesor, a la mujer y a Horton a la furgoneta —ordenó la comandante a sus hombres—. A ese otro atadlo a una de las mesas.

Se refería a Benoit. No les hacía falta llevarlo con ellos. Cuando estuvo bien amarrado, la comandante en persona lo amordazó. Cerca de la entrada había visto una bien nutrida estantería con botellas de licor. Pidió a sus hombres que la dejaran sola. Luego cogió dos botellas de whisky y las vació sobre el cuerpo de Benoit. Éste ni siquiera pudo gritar cuando las llamas empezaron a consumirlo también a él.

—Ha sido un accidente —musitó la coronel, abandonando la casa—. El accidente de conocer a las personas equivocadas en el momento equivocado.

Fuera esperaban dos vehículos, un furgón de gran tamaño y un automóvil normal. El primero estaba camuflado con los distintivos de la compañía ficticia que servía de tapadera a los experimentos del ejército y el gobierno norteamericanos en el CERN.

—¿Qué vamos a hacer con Lightman, señora? —preguntó el asistente a su superior— ¿Y con Horton y esa mujer?

Estaba empezando a salir el sol.

—Necesitamos al profesor. Los otros serán su incentivo para hacerle colaborar. No voy a permitir que nadie nos ponga más obstáculos. Antes de que vuelva a anochecer, todos ellos habrán dejado para siempre de ser un problema…

45

El sol de la mañana lucía ya, espléndido, sobre la amplia extensión en que estaba situado el CERN. A un lado, la frontera entre Suiza y Francia dividía el paisaje de un modo caprichoso. En un día despejado como aquél, podía vislumbrarse con un par de prismáticos la cima del Montblanc, la cumbre más alta de toda Europa, a unos ochenta kilómetros de Ginebra.

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