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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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Ned tomó una comida ligera en la zona de plaza de Castilla, hizo algo de tiempo y luego se dirigió hacia allí con la ayuda del GPS del automóvil. Había vivido en Madrid durante varios años, pero las afueras no le resultaban tan conocidas como el centro de la capital. Desde donde estaba, y gracias a que el tráfico le dio un respiro, tardó apenas media hora en llegar.

Olga ya lo esperaba ante la puerta del edificio. Se veía en su cara que aquello era un mal trago para ella. Aun así, se mostraba tan hermosa como cuando Ned la conoció, el día anterior.

—Le presentaré como un amigo de la familia —dijo a Ned, levantando su mano hacia la bonita construcción principal—. A los administradores no les gustaría saber que un periodista entra aquí. Podrían sentir amenazada la paz de la residencia.

—Como quiera.

La mirada de Ned seguía fija en el edificio y las instalaciones. De pronto dijo:

—Espero que no se ofenda, Olga, pero esto es… Es como un cementerio para vivos.

—Puede… Pero no hay sitio mejor donde mi padre pueda pasar los últimos años de su vida. Éste es un lugar tranquilo. Aquí le cuidan muy bien y se siente protegido.

La entrada estaba formada por un falso arco sobre una gran puerta de cristal. A ambos lados había maceteros con una especie de arbustos de tronco recto y copa perfectamente esférica. En el interior, un hombre de mediana edad, que ocupaba su puesto detrás de un mostrador, les dirigió una sonrisa tan amplia como falsa. En realidad tenía cara de pocos amigos, pero se esforzaba por disimularlo.

—Buenas tardes, señorita Durán —saludó—. Veo que hoy ha venido acompañada.

A Ned le complació escuchar que el hombre se había dirigido a Olga como «señorita». Aunque él ya se había fijado, desde el primer momento, en que no llevaba anillo de casada.

—Buenas tardes, Sebastián. Le presento a Ned. Es hijo de un viejo amigo americano de mi padre. Ha venido a saludarle de su parte, aprovechando un viaje a España.

El gesto de indiferencia del hombre molestó a Ned. Quizá más de lo debido, pero así fue. Aquel tipo se comportaba con él como si se creyera una especie de relamido mayordomo inglés. Descolgó un teléfono y marcó una tecla de comunicación interna.

—Su padre está en el jardín, disfrutando del espléndido día —anunció, mirando hacia Olga y sin perder un ápice de su sonrisa.

—Gracias, Sebastián. Supongo que estará junto a la fuente, como siempre.

—Es su rincón favorito.

Ned siguió a Olga a través de un pasillo que comunicaba con la parte trasera del edificio.

—Le recuerdo que mi padre está muy limitado en sus facultades cognitivas. Apenas tiene conciencia del mundo que le rodea.

—Bueno, confiemos en que, si apenas tiene conciencia del mundo, quizá mantenga alguna conciencia…

Salieron a un cuidado jardín donde un paseo de adoquinado francés se extendía a ambos lados y rodeaba una fuente en el centro. Un poco más adelante, bajo la sombra de un sauce, se encontraba Antonio Durán. Estaba dormido en su silla de ruedas. Su aspecto era impresionante, a pesar de la edad. Si no fuera por la decrepitud de su cerebro, físicamente parecería quince o veinte años más joven.

—Papá… —susurró Olga al oído del anciano, al tiempo que le sacudía levemente el hombro.

Durán movió la cabeza y abrió un solo ojo.

—Hola, guapísima —dijo.

Al menos parecía haber reconocido a su hija. Era un buen comienzo. Olga le dio un beso y sacó del bolso un ejemplar de la revista Avion Revue, que le entregó, con una selección de los mejores cazas del siglo XX. Su padre abrió por fin el otro ojo y frunció el ceño. Hasta ese momento no daba la impresión de estar tan mal como lo había pintado Olga. Pero esa buena impresión duró poco.

—¿Me has traído la vela? —preguntó de pronto a su hija.

Ella se quedó extrañada.

—¿Una vela? ¿Qué vela…?

—No, eso no. ¡Eso nunca! ¿Quiénes son ustedes?

El rostro de Olga se ensombreció con un gesto resignado. Después de la extraña reacción, Antonio Durán recobró la compostura igual de abruptamente. Ned se acercó a él y se agachó delante de la silla de ruedas, para ponerse a su mismo nivel.

—Señor Durán. Soy periodista y me gustaría hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente.

—¿Periodista? ¿Unas preguntas…?

—Sólo quiero saber qué sucedió en 1969, cuando usted ingresó en La Paz a un coronel de la fuerza aérea de Estados Unidos.

—¡Dominic Johnson! Lo recuerdo…

Ned miró a Olga con aquiescencia. Sacó su libreta de notas y un bolígrafo.

—Eso es, señor Durán: Dominic Johnson. ¿Qué fue lo que pasó con su maletín?

—Hace tanto tiempo…

—Por favor, haga un esfuerzo. Es muy importante.

—¿Para qué? ¿Qué quiere usted averiguar?

—El coronel Johnson salió de la Estación de Seguimiento Espacial de Fresnedillas con un maletín, en dirección a la base de Torrejón —dijo Ned, en un intento de avivar su memoria.

—Yo era agente de la inteligencia militar.

—Sí, eso lo sé. Pero ¿qué pasó con el maletín del coronel?

Los ojos del anciano se tornaron vidriosos. Era cierto que su mente estaba en el ocaso. Sin embargo, Ned habría podido jurar que en su mirada había un claro atisbo de lucidez aunque empezara de nuevo a decir cosas sin sentido. Ahora estaba fingiendo, se dijo Ned, que creyó saber el porqué. No podía estar seguro, pero pensaba que aquel hombre escondía algo que, ni siquiera en sus últimos días, estaba dispuesto a revelar.

—Tengan cuidado con las serpientes —dijo el antiguo agente secreto—. Se esconden en la tierra, en los huecos más recónditos. Son maliciosas… Saben qué les conviene…

O quizá tratara de comunicar algo mediante una especie de extrañas metáforas. «Tener cuidado» y «saber lo que a uno le conviene» podría significar precisamente lo que parecía. Ned insistió de nuevo. No iba a darse aún por vencido.

—Lo tendré en cuenta. No hay que acercarse a ninguna clase de serpiente. Pero volvamos a 1969 y al coronel Johnson. ¿Qué hizo usted con el maletín?

El viejo no respondió. Cerró los ojos como si durmiera, aunque era evidente que no lo hacía. La voz que en su lugar contestó fue la de su hija.

—No creo que mi padre pueda o quiera decir nada más.

Ned se incorporó. Ella estaba en lo cierto. O bien aquel anciano se había sumido completamente en la demencia, o bien no deseaba revelarle nada. En cualquiera de los dos casos, la situación era definitiva.

—¡¿Quién es usted?! —preguntó de pronto Durán a su propia hija, muy alterado.

—Soy yo, papá, Olga. He venido a ver cómo estabas.

—Ah, Olga, sí, sí…

Durán dijo esto de un modo vacío. Se notaba que era incapaz de reconocerla. Dos lágrimas afloraron a sus ojos y causaron el mismo efecto en su hija, que se puso a llorar suavemente. Olga se inclinó hacia su padre y le abrazó, al tiempo que lo besaba de nuevo en una mejilla. Durán reparó entonces de nuevo en la revista que Olga le había llevado, que estaba sobre su regazo. La abrió y se puso a ojearla con avidez, ya distraído y ajeno a Ned y a las muestras de cariño de su hija.

La dulzura con la que la mujer abrazó y besó a su padre mostraron a Ned el lado más amable y cariñoso de la personalidad de Olga Durán. Todo esto debía de estar siendo muy duro para ella. Pero aquel hombre era la única esperanza que Ned tenía de seguir adelante con la investigación. Por más que le doliera en el alma, no le quedaba otro remedio sino insistir.

—Olga, lo siento de veras. ¿No podríamos hacer un último intento?

—Creo que no servirá de nada, pero… ¿Papá? ¿Aún guardas secretos de tu época de espía?

Absorto en las fotografías de un F-14, Antonio Durán no respondió. Una baba se escurría en ese momento desde sus labios y fue a caer sobre las páginas abiertas de la revista. Olga le limpió con un pañuelo y desvió luego la mirada hacia el otro extremo del jardín. Sí, aquella situación estaba siendo extremadamente dura para ella.

—Es inútil… —dijo, y se volvió hacia Ned—. Aunque quizá haya otra opción. Yo sigo viviendo en la casa de mis padres. Desde que mi madre murió y mi padre empezó a mostrar síntomas de Alzheimer, vivo allí sola. Pero he mantenido una parte tal y como estaba. Si quiere, puede acompañarme y consultar el archivo de mi padre. Quizá consiga encontrar algo allí.

—Claro —exclamó Ned tratando de contener su excitación; aquello ofrecía una nueva esperanza—. Quién sabe si ocultó algo, lo que sea, que nos dé una pista para localizar el maletín.

Olga sonrió. Era la primera vez que lo hacía en toda la tarde.

—Es usted tan entusiasta como un adolescente.

A su lado, Ned sintió una leve punzada en el corazón. Una punzada muy pequeña. Pero significaba, claramente, que empezaba a sentir algo por Olga. Apenas la conocía, y sin embargo, tenía la sensación de saber quién era.

—Debe de ser duro ver a un padre que no es capaz de reconocerte —le dijo.

—Sí. Es muy duro. Una vez me preguntaron por qué seguía visitándolo cada día, sin faltar uno solo, salvo por causa de fuerza mayor.

—¿Y qué respondió?

—Es cierto que él ya no sabe quién soy yo. Pero yo sí sé quién es él.

20

La casa en que vivía Olga Durán, heredada de su padre, era un chalé que había visto tiempos mejores. La fachada pedía a gritos un enlucido, y el tejado mostraba algunos parches no demasiado estéticos. Por el contrario, el pequeño jardín, aunque sencillo, se veía muy bien cuidado.

Olga abrió la puerta del garaje e hizo un gesto a Ned para que la siguiera. Dentro había sitio para los coches de ambos.

—El despacho de mi padre está en la primera planta. Pero todo su archivo lo tenía aquí abajo —dijo, señalando la puerta de una estancia contigua.

—Podemos empezar por el archivo —contestó Ned, y la miró para recibir su aprobación.

—¿Le apetece tomar algo? ¿Café, té, un refresco…?

—Prefiero empezar con el archivo cuanto antes, si le parece bien.

—Por supuesto. La puerta está abierta. Yo haré de guía. No es demasiado extenso, pero sí está un poco desordenado. Hace falta saber dónde se encuentra cada cosa.

Entraron en la habitación. Primero Olga, que accionó el interruptor de la luz. Dos tubos de neón amarillentos hicieron varios guiños en el techo y por fin se encendieron. La desagradable luz puso al descubierto las estanterías que cubrían la pared, y también una mesa situada en el extremo opuesto; poco más que una tabla, tosca y sin barnizar, sobre dos patas dobles. Olga puso una mano sobre su mejilla y suspiró, mientras contemplaba el interior de la habitación.

—Hace mucho que no entro aquí. En realidad, desde que ingresé a mi padre en la residencia... ¿Qué es lo que buscamos?

—No tengo ni idea —dijo Ned—: 1969, un coronel americano, víctima de un asalto, acaba ingresado en el hospital gravemente herido, y es su padre quien lo lleva hasta allí. Su maletín desaparece. ¿De qué modo sucedieron los hechos? ¿Por qué su padre no entregó el maletín a las autoridades? ¿Y qué hizo con él? Éstas son las preguntas.

Olga nunca supo por qué su padre fue apartado del servicio activo en la inteligencia militar. Eso sucedió antes de que ella naciera. Aunque recordaba las conversaciones de sus padres. Ellos creían que, por su corta edad, estaban fuera de su comprensión. Así era en parte, pero no por completo. Había sido una niña precoz.

—En una ocasión oí a mi padre mencionar al militar americano. Mi madre estaba muy asustada. Eso debió de ser hacia 1977. Lo sé porque en esas fechas se votó la constitución española. Yo tenía apenas cuatro años, pero se me quedó grabado. Lo que les preocupaba tenía relación con ese hecho, estoy segura. Como si alguien fuera a hacerle algo malo a mi padre. Aunque ignoro por completo si eso puede tener sentido.

—El año 1977 marcó el inicio del verdadero cambio de poder en España. Un cambio de poder siempre supone una conmoción —dijo Ned.

—Sí, eso es lógico —respondió Olga—. Quizá lo que él sabía podría utilizarlo en su provecho quien viniera después.

—¿Recuerda algo más sobre el maletín?

—De eso me enteré mucho más tarde. Yo ya tenía catorce o quince años. Escuché otra conversación sin que mis padres lo supieran. Hablaban de que el maletín estaba seguro. Ya le he dicho que nunca supe qué contenía, pero siempre he creído que se trataba de alguna clase de documentos comprometedores que, en un momento determinado, podrían convertirse en una especie de seguro de vida. Mi padre fue agente secreto, así que eso tenía sentido para mí. Los servicios de inteligencia son como la mafia. Si le expulsaron sin tomar represalias, debía de poseer algo que… Debía de tener la sartén por el mango, como suele decirse. Lo que siento es no conocer más datos. Mi padre muy raramente hablaba de ello, y lo hacía de un modo inconexo. Le he contado todo lo que sé.

Ned, en cambió, aún no lo había hecho.

—Tiene usted razón. Ese maletín contenía documentos comprometedores. Pero no en texto ni en papel.

Olga lo observó con una mezcla de extrañeza y admiración.

—¡¿Ya ha conseguido averiguar qué había dentro?!

—Bueno, es sólo una teoría, pero estoy convencido de que el coronel americano transportaba en el maletín unas cintas en que se grabaron las comunicaciones interrumpidas desde la Luna, en 1969. Lo que no consigo imaginar es qué pueden mostrar esas cintas, aunque, por lo que usted dice y por todo lo que ocurrió, tiene que ser algo importante…

El motivo de que Antonio Durán no entregara el maletín a sus superiores posiblemente seguiría siendo un misterio para siempre. Sin embargo, lo más relevante era el hecho en sí. Debió de esconderlo en un lugar seguro, quizá porque el gobierno de España tramaba algo en lo que él mismo se vio envuelto. Para cualquiera con nociones básicas de historia no resultaría sorprendente algún retorcido plan de Franco al respecto. Incluso una traición a sus supuestos aliados americanos.

Mientras Olga preparaba café, que Ned finalmente había aceptado, él se quedó en el despacho, revisando cajas, carpetas y papeles. Sobre la mesa se alzaba una pila de informes que le llegaba hasta la barbilla. Abrumado, tenía la sensación cada vez más aguda de estar hasta cierto punto dando palos de ciego. Lo peor era su convencimiento de que Durán podría revelarle sin más dónde escondió el dichoso maletín. Pero era obvio que no iba a hacerlo. Y no por falta de lucidez, sino porque no quería. Cuando Ned habló con él percibió que, en cierto momento, entendió perfectamente sus preguntas, pero también tuvo la clara impresión de que le asustaban y de que por eso fingió no enterarse de nada. El muro de la demencia o de su voluntad era igual de infranqueable.

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