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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (12 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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El silencio era ensordecedor.

—Lo conseguiste, cariño —susurró Paulette, besando a Sonya en la coronilla bañada en sudor.

Sonya contemplaba con un nerviosismo sobrecogedor cómo Croft trabajaba en su hijo. Recordaba a su madre explicándole, cuando se hubo quedado embarazada, que ésa era la peor parte: la espera para comprobar que el bebé había nacido bien, y para que empezase a respirar y a reaccionar por sí mismo. Había intentado prepararse, pero era imposible. Cada largo segundo de silencio le pareció una hora. Y entonces ocurrió al fin: un grito repentino, estridente y agudo, de sorpresa y comprensión, procedente del niño en la cuna. Croft miró a Sonya y sonrió.

—Una niñita perfecta —informó—. Muy bien hecho.

Durante unos instantes nada más importó. Con unos ojos grandes, muy abiertos y llenos de lágrimas de alegría y alivio, Sonya contempló cómo el médico envolvía a su bebé en una sábana suave y atravesaba con ella la habitación. Sin pensar en el dolor y la incomodidad que sentía, se incorporó en la cama y cogió el pequeño fardo en brazos. Dejó fuera al resto del mundo, y se quedó mirando un rostro bonito, arrugado y lleno de manchas azules y rosadas. Acarició la mejilla del bebé con un dedo y se deleitó con la calidez, el movimiento y el ruido que esta niña minúscula había traído inocentemente a su mundo, por otra parte sin vida.

—¿Cómo la vas a llamar? —le preguntó Paulette, mirando por encima del hombro de la madre.

—No lo sé —respondió Sonya en voz baja—. Teníamos algunas ideas, pero no habíamos decidido nada definitivo.

—Tómate tu tiempo y descubre el nombre correcto. Siempre digo que es más fácil ponerles nombre cuando ves cómo son y los conoces. Hasta entonces...

Paulette se calló de repente. El bebé había dejado de llorar. La habitación se quedó en silencio. Los tres adultos en el cuarto se intercambiaron miradas nerviosas. Las dos mujeres miraron a Croft pidiendo una explicación. Cuando él siguió en silencio, Sonya bajó la mirada y apretó con suavidad la mano de la pequeña. Nada. Y entonces el bebé abrió mucho la boca y dejó escapar un grito repentino y ronco. El grito se convirtió en un resoplido de impotencia y después pasó a una tos aguda. Después otra tos, y otra y otra hasta que el ruido se convirtió prácticamente en un chillido constante de dolor impotente. Sonya apretó a su hija contra su pecho, desesperada por ayudarla, pero sabía que no había nada que pudiera hacer. Croft intentó coger el bebé, pero ella no lo dejó. Sabían lo que estaba ocurriendo.

El contagio mortal seguía aún muy presente en el aire.

Sólo unos minutos después de haber nacido, el bebé de Sonya estaba muerto.

15

Croft llevó la noticia a los pocos supervivientes que quedaban en la sala de reuniones y luego regresó al piso superior para cuidar a su paciente, fuertemente sedada. La variedad de fármacos que tenía a su disposición era desesperantemente limitada, pero había atiborrado a la destrozada muchacha de todo lo que había podido encontrar, hasta que finalmente ésta dejó de llorar
y
cayó en la inconsciencia.

Jack Baxter estaba sentado con Bernard Heath en un rincón de la sala. Clare estaba tendida a su lado sobre un fino colchón de espuma. Habían estado hablando de forma intermitente durante unas pocas horas, pues ninguno de los dos hombres podía pensar ni siquiera en dormir. Durante ese tiempo, Jack tuvo finalmente la oportunidad de plantear algunas de las preguntas que se le repetían incesantes en la cabeza desde el pasado martes por la mañana. Bernard, por supuesto, no fue capaz de contestar ninguna de ellas, pero aun así parecía que la conversación les había ayudado.

Al saber la noticia de que el bebé había muerto, Bernard empezó a llorar. Parecía avergonzado por mostrar en público sus emociones e intentó sin éxito esconder sus lágrimas.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad? —preguntó con voz temblorosa después de unos pocos minutos de un silencio incómodo.

—¿Qué? —replicó Jack.

—Significa que esto es definitivamente el fin.

—¿Por qué lo dices?

—Es lo más lógico. A estas alturas ya debería haber pasado, ¿no te parece? Sólo quedamos un puñado, Jack, y si no nos podemos reproducir, entonces me parece que éste es el fin de la raza humana.

Jack se quedó mirando la oscuridad.

—No puedes estar seguro —contestó en voz baja.

—No podemos estar seguros de nada, pero tendrás que admitir que no tiene buena pinta, ¿no te parece? Había empezado a pensar que podría haber un poco de esperanza. Había estado pensando que lo que sea que hace que personas como tú y yo seamos inmunes, haría inmunes a nuestros hijos o a nuestros hermanos o...

Las lágrimas siguieron cayendo por su rostro cansado.

—Aún puedes tener razón.

Bernard negó tristemente con la cabeza.

—Yo tengo un hijo —explicó, limpiándose de nuevo los ojos—. Yo tenía un hijo —se corrigió—. Vivía en Australia. Mi esposa se fue para estar con ellos. Voló hace tres semanas para ver a los nietos. Sé que está...

—Probablemente ahora esté con ellos y bien —le interrumpió Jack, anticipando lo que iba a decir y expresando instintivamente lo opuesto—. Por lo que sabemos, todos podrían encontrarse perfectamente. Es posible que sólo esté afectado este país. Podríamos...

—Sé que están muertos —le interrumpió Bernard con tristeza—. No importa lo que digas, sé que están muertos.

Jack se restregó los ojos y miró hacia el techo. No tenía sentido discutir, pero lo intentó de todas formas.

—Hasta que no estemos seguros... —empezó.

—No pierdas el tiempo, Jack —le interrumpió Bernard, enderezándose y mirando al otro hombre directamente a la cara—. No tiene sentido albergar esperanzas o sueños o ideas medio elaboradas o...

—Pero no puedes rechazarlo todo de un simple plumazo...

—Puedo. Escucha, ¿te das cuenta de lo insignificantes que somos tú
y yo
en este momento?

Jack lo miró, sorprendido e indignado.

—No, pero yo...

—¿Puedes decir realmente que te has parado a valorar la magnitud de lo que ha ocurrido aquí? —Se calló en espera de una respuesta que no llegó—. Yo no lo he hecho. Pero hace un par de días se me ocurrió algo que lo puso todo en perspectiva. ¿Tienes coche?

—Nunca he aprendido a conducir —respondió Jack, sorprendido por la pregunta—. ¿Por qué?

—Recuerdo cuando conduje a casa mi primer coche. Mi madre pensaba que era una trampa mortal, y mi anciano padre se pasó todo el día intentando ajustar el motor. Nunca lo he podido olvidar...

—¿Qué quieres decir?

—¿Cuántos coches accidentados has visto desde que ocurrió? ¿Cuántos coches abandonados has visto por los alrededores?

—Cientos. Probablemente miles. ¿Por qué?

—Porque alguien era el propietario de cada uno de esos coches. Cada uno de ellos era el orgullo y la alegría de alguien.

—No estoy seguro de comprender lo que estás diciendo...

—¿Y tu casa? ¿Eras propietario de tu casa?

—Sí.

—¿Recuerdas la sensación cuando cogías la llave y entrabas en ella? ¿Recuerdas tu primera noche en ella, cuando se había convertido en tu casa y podías cerrar la puerta y olvidarte de todo lo demás?

Una ligera sonrisa recorrió el rostro de Jack mientras recordaba cómo había amueblado la casa con su querida Denise.

—Dios santo, sí —respondió en voz baja—. Nos reímos tanto. Casi no teníamos nada. Nos sentamos sobre las cajas de embalaje y comimos patatas fritas de una bolsa directamente con las manos y...

—Piensa ahora en que alguien tiene recuerdos como ésos de cada una de las casas ante las que has pasado, y lo más probable es que ahora estén todos muertos. Cientos de ellos. Millones de ellos.

—No vale la pena pensar en eso.

—Pero debemos hacerlo. ¿Y tus hijos? ¿Tenías hijos, Jack?

El negó tristemente con la cabeza.

—No, los queríamos, pero...

—Cada uno de los cadáveres que sigue tendido y pudriéndose en las calles, y cada una de esas malditas cosas que vagan por el exterior de este edificio, una vez fueron alguien. Fueron el hijo o la hija, o el hermano o la hermana, o la madre o el padre de alguien... —Bernard se detuvo de nuevo. Más lágrimas le corrieron por el rostro cansado—. Este es el fin —concluyó—. No hay la más mínima duda, Jack, éste es el fin.

16

El cansancio físico y emocional habían vaciado a Sonya hasta llevarla casi al borde del colapso. El cóctel de fármacos prescritos deprisa y corriendo por el doctor Croft la habían dejado fuera de combate durante casi cuatro horas, dando tiempo a que su cuerpo recuperase un poco de fuerza. Cuando se despertó pasaban pocos minutos de las cinco de la madrugada y estaba oscuro, excepto por los primeros rayos de luz matinal que se empezaban a filtrar tímidamente en la habitación. Seguía tendida en la cama en la que había dado a luz, con las sábanas aún empapadas de sangre. El cuerpo de su bebé yacía en la cuna a su lado, envuelto en una sábana muy blanca. En cuanto hubo recuperado la conciencia, alargó los brazos, cogió a la pequeña y la sostuvo con fuerza, ofreciéndole seguridad. Instintivamente, aunque ya no tenía sentido, seguía queriendo proteger a su hija sin vida.

Cualquier movimiento que hiciera le producía dolor, pero el dolor físico y los efectos secundarios del parto no eran nada en comparación con la angustia y la agonía que sentía por dentro. Se sentía vacía, como si todo lo que tenía valor en su interior se lo hubieran arrancado y tirado a la basura. Se sentía distante de su entorno, casi como si se estuviera viendo y contemplando desde fuera. No sabía si tenía calor o frío. No sabía si estaba cansada o muy despierta. Se sentía como si todo, su habilidad para comunicarse, para tomar decisiones, para reír o llorar, para reaccionar o retirarse, hubiera desaparecido. Su cuerpo dolorido estaba lleno nada más que de dolor sin fin, teñido de rabia y amargura. ¿Por qué había tenido que ocurrir eso?

Croft estaba dormido en una silla en el pasillo, delante de la habitación. Sonya podía verle los pies a través de la puerta medio abierta.

El dolor que sentía dentro parecía aumentar con cada segundo que pasaba. Gimiendo a causa del esfuerzo y la incomodidad, se incorporó y sacó las piernas por el lado de la cama. Sangraba con fuerza y tuvo que esperar a que parase la hemorragia antes de ponerse en pie. El suelo bajo sus pies era duro y frío. Cogió un albornoz de toalla de un colgador en la parte interior de la puerta e intentó ponérselo mientras seguía acunando a su hija sin vida. Primero un brazo, después el otro, y después se envolvió a sí misma y a su bebé con la gruesa tela.

El pasillo estaba aún más frío.

Arrastrando los pies, Sonya pasó lentamente al lado del doctor Croft. Pudo oír a Paulette moviéndose en la habitación contigua. Excepto por los movimientos apagados de la mujer y el sonido de otra alma solitaria que sollozaba en otra planta, el edificio estaba en silencio. «Qué sabrás tú del dolor», lanzó Sonya en silencio a quien fuera que estuviera llorando. Si supieran cómo se sentía ella...

La escalera estaba aún más fría.

Sonya tuvo dificultades para subir los escalones. Estaba cansada, dolorida y sentía náuseas. El médico le había dado todas las drogas que había sido capaz de encontrar para ayudarla a soportar el parto, el alumbramiento y, después, la pena. Eso, combinado con la pérdida de sangre, la somnolencia y el agotamiento, hacía que se sintiese descompuesta y débil. Pero de alguna forma consiguió prescindir de todo y seguir en movimiento.

El quinto piso, después el sexto, a continuación el séptimo. No estaba segura de la altura del edificio, pero tenía claro que se encontraba cerca del último piso. En cualquier caso, ése ya valdría. Se detuvo y recorrió un pasillo, dejando a su paso un reguero de gotas de sangre, y probó unas cuantas puertas hasta que una de ellas se abrió. Daba paso a una habitación pequeña y cuadrada, copia exacta del cuarto en el que había pasado la noche.

En una esquina se encontraba una cama individual con una maleta encima, a su lado un escritorio barato de fórmica. Sobre el escritorio había una colección de cartas y un par de fotografías de un grupo de personas felices y sonrientes, posando en un jardín bañado de sol en alguna parte. Presumiblemente, las imágenes eran del ocupante, ya fallecido, de la habitación y de su familia muerta.

Sonya acunó con ternura el bebé contra su pecho y bajó la mirada hacia el rostro gris, pero aún hermoso. Estaba de pie en el centro de la habitación, acunándola con suavidad, tranquilizando instintivamente a su hija muerta. Con lentitud abrió el albornoz y se alzó al bebé hasta la cara. La besó en lo alto de la fría cabeza, le acarició el cabello revuelto y entonces la depositó con cuidado en la cama junto a la maleta. Antes de seguir, le echó encima las sábanas para mantenerla caliente.

Cogió una silla de metal y la lanzó a través de la ventana.

El mundo silencioso se llenó de repente con el ruido del cristal al romperse y la silla sobre la multitud en descomposición que se encontraba abajo. De inmediato, se despertó su indeseado interés, y miles de criaturas se aproximaron de nuevo al edificio. Sonya no las miró, ni siquiera pensó en ellas. De repente pudo oír a otros supervivientes en los pisos inferiores, corriendo frenéticamente, intentando buscar con desesperación el origen del ruido, aterrorizados porque la seguridad de su refugio se había visto comprometida.

Indiferente al pánico repentino que había desencadenado, tanto dentro como fuera del edificio, Sonya arrastró otra silla hasta la ventana rota. Recogió a su hija de la cama y entonces, apretándola de nuevo con fuerza contra su pecho, subió a la silla, se sentó en el alféizar y se volvió hacia fuera. Con las piernas desnudas colgando y oscilando en el frío aire matinal, se quedó sentada en silencio e inspeccionó lo que quedaba de su mundo y de su población devastada. A sus pies se extendía una enorme multitud de cuerpos, las cáscaras vacías de personas normales como ella, que la semana anterior habían caído y muerto antes de que algo las hiciera levantar de sus indignos lugares de descanso. Los miró y se preguntó si se sentirían como ella. Y más allá de ellos había millones de cadáveres, tendidos y pudriéndose donde se hubieran desplomado aquella primera mañana. Pero ninguno de ellos importaba. Incluso los cuerpos de las personas que Sonya había conocido y querido, y que debían de estar allí fuera, ya no importaban. No importaba nada.

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