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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (13 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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Sonya presionó los pies con fuerza contra la pared exterior, se inclinó hacia delante y se impulsó fuera de la ventana. Cayó de cabeza, dando tres cuartos de vuelta mientras volaba pesadamente a través del aire cargado de gérmenes; se estampó de espaldas contra el techo de un coche aparcado y se mató al instante.

Los cadáveres más cercanos instintivamente dieron unos pasos lentos y pesados hacia el cuerpo de Sonya. Con ojos apagados y nublados se quedaron mirando los restos aplastados, y después se alejaron, sin que eso despertase su interés. A pesar de la fuerza del impacto, Sonya seguía sosteniendo firmemente al bebé.

El sonido de la rotura de la ventana despertó ecos por toda la ciudad vacía. Paul y Donna lo oyeron y los impulsó a seguir adelante. Habían pasado las últimas tres horas y media sentados en una pizzería con un gran ventanal frontal, situada en un tercer piso, después de alejarse sólo una corta distancia del bloque de oficinas. Su suposición inicial de que los movimientos lentos y el silencio serían suficientes para evitar atraer la atención de los cuerpos en movimiento había resultado correcta, gracias a Dios, pero lo que no habían tenido en cuenta era el esfuerzo mental continuo que se requería para mantener ese paso lento y tedioso en la estrecha proximidad de un peligro tan impredecible. El instinto les impulsaba constantemente a esconderse de los cuerpos o a destruirlos, pero no podían hacer ni lo uno ni lo otro. Las criaturas eran antinaturales, repelentes y, por lo que sabían Paul y Donna, potencialmente letales, pero no podían dejar que sus emociones se apoderaran de ellos. Para Paul, caminar a través de la multitud era como si lo forzasen a meter la mano en una olla de agua hirviendo e ignorar el dolor. Después de pasar varias horas en el exterior, expuestos y vulnerables, Donna y él se habían refugiado en el restaurante para tranquilizarse y descansar un rato.

La mitad del restaurante había quedado destruida por el fuego, y las llamas habían destrozado y derretido las mesas y las sillas de plástico. Una explosión en la cocina había abierto un agujero del tamaño de un coche pequeño en el muro del edificio, y fue a través de ese agujero que oyeron el ruido de la ventana al romperse. Agarrándose en los restos retorcidos y ennegrecidos de un gran horno para no perder el equilibrio, Paul se inclinó hacia el exterior del edificio y miró arriba y abajo de la desolada calle que se extendía a sus pies. La luz de la primera hora de la mañana era mortecina, y un cuerpo aislado que se movía a lo lejos fue todo lo que pudo ver al principio. Gradualmente, los ojos se le fueron acostumbrando a la luz y fue capaz de enfocarlos en la penumbra. Y entonces vio el borde de la multitud. Cientos, posiblemente miles de cuerpos reunidos en una zona de la ciudad a poco menos de un kilómetro. Le llevó unos segundos darse cuenta de la verdadera importancia de su descubrimiento.

—¡Dios santo! —exclamó mientras se impulsaba rápidamente hacia el interior.

—¿Qué?

—Se ha formado una multitud —explicó—. Cientos de esas malditas cosas.

—¿Dónde?

—Al borde del cinturón de circunvalación. Creo que hacia la universidad.

—Entonces por la mañana iremos en dirección contraria.

Cansada, Donna se removió en el asiento e intentó acomodarse. Necesitaba dormir.

—Deberíamos ir hacia allí —sugirió Paul con una certidumbre y seguridad sorprendentes en la voz.

Sabía que lo que estaba diciendo era lo correcto, pero también que correrían un riesgo inmenso.

«Reemplaza lo de meter la mano en una olla de agua hirviendo —pensó, recuperando su anterior analogía—, por tirarte de cabeza a una piscina llena de ella».

—¿Por qué? —preguntó Donna.

—Porque si a estas cosas las atrae el sonido y el movimiento —explicó—, entonces es que por allí hay algo que las mantiene interesadas.

17

Mantén la calma, no pierdas el ritmo y sigue moviéndote.» Donna se repetía una y otra vez ese mantra silencioso mientras caminaba con Paul en medio de la gran masa de cuerpos. Con cada paso que daban, aumentaba en ambos el nerviosismo y la aprensión que sentían. Estaban penetrando en la guarida del león. Rodeados por todas partes de cuerpos en descomposición, sabían que un solo movimiento inesperado o un sonido mal interpretado podía ser suficiente para iniciar una reacción en cadena de la muchedumbre, que podía engullirlos y arrastrarlos, dejándolos sin ningún medio de escape. Por sí mismos los cuerpos eran débiles y hasta el momento habían sido más un inconveniente que una amenaza. Sin embargo, en una multitud de este tamaño, el peligro era innegable y no existía ninguna salida.

El hedor era insoportable. Desde que habían salido al exterior fueron conscientes de un sabor asfixiante y nocivo en el aire, que había ido aumentando paulatinamente a medida que se acercaban a la masa de cuerpos en descomposición. Una combinación de enfermedad, corrupción y destrucción, un olor rancio parecía impregnarlo todo. Luchando por controlar los nervios, Donna contempló por el rabillo del ojo el cadáver que tenía más cerca. En su momento había sido una chica, más o menos de su estatura y quizá de su misma edad, pero estaba prácticamente irreconocible. Incluso era posible que hubiera conocido a la patética criatura antes de que se hubiera visto afectada por lo que fuera que había destruido el mundo hacía menos de una semana. La luz matinal seguía siendo mortecina, pero iluminaba lo suficiente para que Donna fuera capaz de distinguir lo que quedaba de los rasgos de la chica. Su piel, que había sido pálida y suave, iba desapareciendo paulatinamente, devorada por la podredumbre y la descomposición, que daba a su carne un tinte antinatural de manchas azules verdosas. Llagas devastadoras y purulentas le habían surgido alrededor de la boca y la nariz. La boca le colgaba abierta, y un espeso hilo de saliva sanguinolenta le goteaba constantemente por un lado de la cara. Su ropa, que había sido bonita y bien ajustada, estaba muy manchada, y se estrechaba o ensanchaba en las zonas en las que el cuerpo en descomposición se había hinchado y distendido. Donna se forzó a darse la vuelta y bajar la mirada hacia el pavimento. Debía controlar los nervios y prescindir de las grotescas imágenes a su alrededor. Reaccionar en ese momento habría sido un suicidio.

Poco a poco, Paul se había ido hacia delante, el flujo desigual de los muertos lo había hecho avanzar a un ritmo ligeramente superior. Se encontraba a un par de metros por delante de Donna, y había numerosos cuerpos entre ellos. El tamaño de la multitud, de la que formaban parte, era extraordinario; su enormidad sólo resultó evidente cuando se encontraron en medio de ella.

«Debe haber una razón para que se encuentren aquí», pensó Paul, y sin ninguna otra indicación de dónde podrían encontrar ayuda y seguridad, todo lo que podían hacer era seguir el movimiento de la masa de cadáveres. El sol empezaba a alzarse sobre el horizonte a su derecha, y a medida que la brillante luz anaranjada se derramaba en silencio sobre la ciudad, miró hacia delante y creyó vislumbrar movimiento en las ventanas de un edificio grande y moderno al otro lado del cinturón de circunvalación. Se lo quería decir a Donna, pero se obligó a sí mismo a no reaccionar.

Unos pasos más atrás, Donna dejó que la cabeza le colgase pesadamente sobre los hombros, imitando a las apáticas criaturas a su alrededor. Levantar la mirada y moverse con control la habría marcado como diferente. Durante todo el tiempo que le era posible intentaba mantener los ojos centrados en la parte trasera de las piernas de Paul, tratando desesperadamente de seguir sus movimientos. Cuanto más caminaban, más apretada se estaba volviendo la multitud, y la fuerza, la velocidad y el nerviosismo que necesitaba para igualar el paso lento y extraño de los cadáveres resultaba cada vez más difícil. Aunque todos se movían en la misma dirección, la pobre coordinación motora de las criaturas significaba que con frecuencia se daban la vuelta, tropezaban o se tambaleaban a un lado o al otro, colisionando al azar con otros o con ella.

Paul se permitió mirar de nuevo hacia delante. Una luz solar brillante y anaranjada se reflejaba en las ventanas de un extremo del edificio, haciéndole daño en los ojos. ¿Quizá fuera eso todo lo que había visto? Quizá no había existido ningún movimiento, sólo la luz del sol reluciendo en las ventanas con cristales tintados. Pero un momento... no, ahí estaba de nuevo. Consciente del riesgo que corría al mantener en alto la cabeza, se quedó mirando el edificio hasta que volvió a ver movimiento. Dios santo, había personas en las ventanas. Seguían a un centenar de metros, pero ya las podía distinguir con claridad. A diferencia de los miles de cuerpos que lo rodeaban a él y a Donna, supo al instante que las personas en las ventanas eran diferentes. Estaban agrupados en numerosas habitaciones y en su mayor parte permanecían quietas. Tenían control sobre sus movimientos. Se comunicaban entre ellos. Estaban mirando hacia los cuerpos y los restos de la ciudad, y estaban pensando y hablando, señalando y planificando, y... y parecía imposible. Paul no fue totalmente capaz de aceptar lo que estaba viendo hasta que estuvo lo suficientemente cerca para que fuera innegable. ¡Esas personas estaban vivas! Sin pensárselo, reaccionó. Incapaz de contenerse, se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Donna. Se quedó quieto como una roca en medio de la corriente, los cuerpos le pasaban a trompicones por ambos lados. Cuando ella estuvo lo suficientemente cerca para cogerla, le agarró el brazo.

—Allí arriba —le indicó, señalando a las personas en las ventanas—. ¡Mira!

Donna lo miró incrédula, sin escuchar lo que estaba diciendo, asombrada de que fuera tan estúpido como para destruir el camuflaje que habían conseguido mantener durante tanto tiempo. Consciente de que los cuerpos más cercanos estaban empezando a reaccionar, aunque fuera con lentitud, dejó caer de nuevo la cabeza y siguió andando.

—Sigue moviéndote —siseó, su voz con el tono justo para que él la oyera.

—Pero Donna... —empezó a decir.

Dejó de hablar cuando se dio cuenta de que bastantes de los cadáveres que les rodeaban también se habían detenido. De repente, Donna y él se encontraban solos en medio de una zona inesperadamente vacía. Los muertos se revolvieron, arrastrando y volviendo sus torpes pies para darse la vuelta y quedar cara a ellos. Paul intentó seguir adelante arrastrando los pies, pero era demasiado tarde.

—¡Corre, jodido idiota! —le gritó Donna cuando el primer cuerpo se abalanzó sobre ella.

Sin esperar a que él reaccionase, bajó el hombro y empezó a correr hacia el edificio que tenía delante. Colisionó con un cuerpo detrás de otro y con cada impacto enviaba a una de las débiles criaturas al suelo como si fueran bolos, provocando que cada vez reaccionasen más de ellos.

La gran masa de cuerpos que se agolpaba contra la parte frontal del edificio que tenía delante, hacía que la entrada principal pareciese infranqueable desde la distancia. Tragando aire con desesperación, Donna miró ansiosa a su alrededor buscando otra opción mientras corría. Se encontraba rodeada de cuerpos por todos lados, que o se abalanzaban sobre ella o le bloqueaban el paso. Ella siguió moviéndose, con la esperanza de que su fuerza la haría pasar a través de la multitud. Sentía que tenía a Paul muy cerca, pero no se molestó en comprobarlo. Tendría que ocuparse de sí mismo. Jodido idiota.

Donna había llegado al cinturón. Pasó por encima del bordillo alto y empezó a atravesar a la carrera la ancha extensión de asfalto, y de alguna manera siguió apartando cuerpos a empujones mientras evitaba los restos de los coches y de cuerpos putrefactos esparcidos al azar a lo largo de su camino. La multitud seguía a su alrededor inmutable, moviéndose con lentitud, casi como si fuera una sola masa parecida a un líquido espeso y viscoso. Al pasar por encima de la mediana supo que casi había llegado. Podía oír muy cerca a Paul, gruñendo y resollando a causa del esfuerzo, a medida que se abría paso a través de una marea aparentemente interminable de carne muerta.

—¡A la derecha! —le oyó gritar, e inmediatamente cambió de dirección.

El edificio que tenía delante era largo y estrecho, y se encontraban mucho más cerca del extremo derecho que del izquierdo. Parecía que lo más lógico era intentar llegar a la parte trasera, pero ¿quién podía decir que no había una multitud el doble de grande detrás del edificio? Donna siguió corriendo y al dar la vuelta a la esquina vio, para su gran alivio, que allí había pocos cuerpos, porque la mayoría de los muertos se habían aproximado a la parte delantera desde el centro de la ciudad. Pasó agachada por debajo de una barrera de entrada con rayas rojas y blancas, se volvió a enderezar, respiró hondo, empujó a otros dos cuerpos fuera de su camino y siguió corriendo.

—¡Súbete a algo! —oyó que gritaba Paul desde algún punto muy cercano a su espalda—. Sal del camino.

Donna miró impotente a su alrededor, sin estar segura de qué esperaba él que hiciera. Paul pasó a su lado a toda velocidad y se dirigió hacia un gran camión de reparto que se había empotrado contra un lateral del edificio. Se impulsó sobre la parte delantera del vehículo, colgándose de los retrovisores, para subir hasta el techo de la cabina, lejos de las manos engaritadas que quedaban abajo. Colgándose de un lateral del techo, le extendió la mano a Donna.

—Vamos —le chilló.

Exhausta, Donna se abrió paso hasta el camión, le cogió la mano extendida y subió. Cuando consiguió llegar al techo de la cabina, Paul ya estaba recorriendo la extensión del remolque del vehículo en dirección a la parte trasera. Donna le siguió unos pasos, pero entonces se detuvo y cayó de rodillas en cuando estuvo segura de que no corría peligro.

—¡Socorro! —chilló desesperada, rezando por que alguien la oyese.

Paul siguió adelante. El extremo trasero del camión se encontraba a menos de un metro de la pared exterior del edificio. Justo por encima de su cabeza y ligeramente hacia la derecha se encontraba un pequeño balcón cerrado. Sin pararse a pensar en los riesgos, saltó y se agarró a la barandilla de metal que rodeaba el balcón. Hizo una mueca de dolor cuando el peso de su cuerpo amenazó con descoyuntarle los hombros. Lentamente y con mucho esfuerzo consiguió alzarse y pasar las piernas. Donna contemplaba desde el techo del camión cómo Paul escalaba hasta el estrecho balcón y empezaba a golpear furiosamente las ventanas de vidrio doble con los puños.

Donna se dejó caer y rodó sobre la espalda, levantando la mirada hacia el gris cielo matinal que tenía por encima. El ruido que hacía Paul se fue difuminando, así como el rumor constante de la multitud de cuerpos que se arremolinaban alrededor de la parte delantera del edificio y del camión sobre el que ella estaba tendida. Se quedó mirando las nubes que se movían sobre su cabeza y contempló cómo pasaban de izquierda a derecha, intentando con desesperación aislarse de cualquier otra cosa.

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