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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (14 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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«Si miro hacia arriba y sigo mirando —se dijo—, entonces todo parecerá normal. Si no miro hacia abajo, entonces puedo pretender que nada de esto es real. Sólo durante unos pocos segundos puedo pretender que nada de esto está ocurriendo».

Después de localizar la habitación y la ventana de la que procedía el ruido, Keith Peterson la abrió y ayudó a entrar a Paul. Utilizando una escalera plegable de metal para cubrir el hueco entre el edificio y la parte posterior del camión, se atrevió a salir con precaución a la mañana fría e inhóspita, y llevó a Donna al refugio.

18

Mediodía.

Donna había conseguido dormir durante un par de horas. Era la primera vez en casi una semana que tenía una cama en condiciones y, aunque era un lugar frío y desconocido, la hacía sentir tranquilizadoramente cómoda y segura. Un hombre al que no había visto antes pasó por delante de la habitación y, al ver que estaba despierta, se detuvo para hablar con ella.

—¿Cómo te sientes? —preguntó.

—Como una mierda —contestó Donna con una honestidad brutal.

—Soy Bernard Heath —se presentó él, mientras daba un par de pasos vacilantes y entraba en la habitación.

—Donna.

—¿Tienes hambre? Tenemos comida en la planta baja y...

Donna estaba de pie antes de que pudiera terminar la frase. Estaba hambrienta. Bernard la condujo por el pasillo y bajaron por las escaleras.

—Maldita sea —exclamó Donna en voz muy baja cuando entró en la sala de reuniones. Empezó a llorar, y consciente del espectáculo que estaba dando, se limpió las lágrimas. No podía evitarlo. La habían llevado allí antes, cuando Paul y ella acababan de llegar, pero estaba tan cansada y aterrorizada que no se había dado cuenta de lo que había visto. Casi había perdido la esperanza de volver a ver a tanta gente junta. Contó al menos diecisiete. En un rincón, un puñado de niños muy poco animados jugaban en silencio. La gente estaba sentada alrededor del borde la sala, en silencio.

Bernard le llevó a Donna algo de comida de un almacén cercano. Al quedarse de pie sola en medio de la sala con una bandeja en las manos, se sintió de repente expuesta y vulnerable. Miró a su alrededor para encontrar un lugar más discreto para sentarse, y vio a Paul Castle sentado y hablando con otro hombre. A pesar de que aún tenía ganas de darle un puñetazo por la proeza estúpida que había cometido aquella mañana, era la única persona que conocía. Cansadamente se sentó a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó Paul.

Ella asintió y gruñó, pero no respondió del todo. Empezó a comer los biscotes y el queso para untar que le habían dado. Las manos le temblaban mientras intentaba extender el queso con un endeble cuchillo de plástico.

—Este es Richard —continuó Paul, presentando al hombre sentado a su lado—. Rich, ésta es Donna.

—¿Qué tal lo llevas? —preguntó cansadamente Richard, consiguiendo esbozar una media sonrisa.

Donna logró emitir otro gruñido.

—¿Sabes?, Rich dice que aquí hay casi cincuenta personas —susurró Paul—. ¡Gracias a Dios que encontramos este lugar! Dice que la mayoría de ellos no salen de sus habitaciones y...

—Encontrarlo no fue difícil —replicó Donna, tragando un bocado de comida seca y reuniendo la energía suficiente para obligarse a hablar—, entrar fue la parte más dura. No habría sido demasiado problema si no hubiera sido por ti, maldito estúpido idiota.

—¿Qué se suponía que tenía que hacer?

—Podrías haber intentado mantenerte en silencio y seguir andando, como habíamos acordado.

—Llegamos, ¿o no?

—No gracias a ti.

Paul le dio la espalda y se puso de cara a Richard, intentando ignorar su enfado.

—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó—. ¿Qué es lo siguiente? ¿Nos quedamos aquí o...?

—Por lo que yo sé, no existe ningún plan, colega —contestó Richard, su voz sonaba tan cansada y monótona como se sentía realmente.

—Aunque lo hubiera, seguro que lo fastidiarías —intervino Donna.

Paul la ignoró de nuevo.

—No creo que nadie sepa lo que tenemos que hacer —prosiguió Richard—. Nada parece tener demasiado sentido, ¿o no? Parece que será igual de malo vayas donde vayas, así que más vale quedarse aquí. Aunque un par de nosotros tenemos algunas ideas, ¿verdad, Nathan?

Nathan Holmes estaba cruzando la sala de regreso a su habitación. Al oír mencionar su nombre se detuvo y se dio la vuelta. Agradecido por la distracción, acercó una silla y se sentó delante de Richard y Paul.

—Le acababa de decir a Paul que hemos establecido nuestras prioridades.

Nathan desplegó una amplia sonrisa de complicidad.

—Desde luego —repuso.

—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Paul.

—Cuando esas cosas ahí fuera se empiecen a alejar —explicó—, saldremos por la ciudad.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que nos vamos a encerrar en uno de los clubes de los alrededores y vamos a celebrar la jodida fiesta más grande que hayas visto nunca. Vamos a acabar con todas las bebidas y con todas las drogas que encontremos. Y cuando se vayan acabando y se empiece a pasar el efecto del colocón, nos iremos al siguiente club y volveremos a empezar. ¡La maldita ronda de bares más grande de la historia!

—Suena bien —asintió Paul, aunque lejos de estar convencido.

—Habéis visto demasiadas películas —intervino Donna—. Ése es el tipo de cosas que la gente cree que va a hacer cuando llegue el fin del mundo. Probablemente vais a pasar el tiempo encerrados aquí dentro como todos los demás.

Nathan la ignoró y prosiguió.

—Vamos a por esta ciudad y...

—¿Has estado fuera recientemente? —lo interrumpió Donna de nuevo.

Nathan se recostó en la silla para mirarla detenidamente. No la había visto antes por allí.

—Sí, ayer estuve fuera. ¿Por qué?

—Porque el mundo está muerto, por eso —suspiró Donna.

—Exactamente. Y por eso lo vamos a hacer. Nada tiene importancia cuando llevas unas cuantas copas.

Ella meneó la cabeza con tristeza y devolvió su atención a la comida. Nathan se inclinó hacia delante y se sirvió un biscote.

—¿Te importa?

—En absoluto —replicó él con una voz petulante y engreída—. No recuerdo haber visto tu cara —comentó, masticando la comida—, ¿cuándo has llegado?

—Esta mañana.

—¿Has estado ahí fuera todo este tiempo?

—Sí.

—Tienes razón. Es deprimente, ¿verdad?

Donna asintió. No quería hablar con Nathan. Realmente no quería hablar con nadie y mucho menos con ese hombrecito descarado e irritante. A pesar de lo mucho que había ansiado la compañía y la conversación, todo lo que quería en ese momento era un poco de espacio y de tiempo a solas. Una vez había encontrado un lugar relativamente seguro para refugiarse, estaba empezando a ser dolorosamente consciente de toda la enormidad de lo que le había ocurrido al resto del mundo. Aún no quería discutirlo, o hablar de forma interminable e inútil sobre los porqués. Tener a otras personas cerca era alivio suficiente, pero lo que más necesitaba era estar sola.

—Te lo digo en serio —continuó Nathan, completamente ajeno a la falta de interés de Donna en él—, no existe ninguna razón para que me quede aquí sentado con toda esta panda durante mucho más tiempo. En cuanto esté preparado, saldré. Tenemos ahí fuera todo el maldito país esperándonos, ¿no es verdad, Rich?

Richard asintió.

—Toda la jodida razón.

Donna miró incrédula a los dos hombres. ¿Emborracharse era realmente todo lo que les quedaba por hacer? Con el mundo destrozado, ¿no tenían ninguna otra prioridad? Por un lado parecía una forma razonable de olvidar todo lo que había ocurrido y disfrutar del tiempo que les quedase, pero esa sugerencia ¿podía ser realmente la única alternativa? Mirando la cara estúpida y sonriente de Nathan, supo que debían existir opciones mejores que la huida sórdida, egoísta y peligrosa que estaba planeando ese tipo.

—Te puedes terminar esto —le sugirió Donna mientras se levantaba y le lanzaba al regazo la bandeja con la comida.

El se la quedó mirando mientras se alejaba.

—¿Adónde vas? —le preguntó Nathan, levantándose y yendo detrás de ella.

—A cualquier parte.

—¿Dónde está cualquier parte?

—Algún sitio lejos de tipos como tú.

—Tengo algunas malas noticias para ti, ricura —le informó mientras andaba a su lado—, tipos como yo es todo lo que queda.

Donna se detuvo y se volvió para encararse con él.

—Si eso es verdad, entonces estamos realmente jodidos.

—Vamos, cariño...

—Escucha —replicó Donna en voz baja; no quería que todo el mundo lo oyese, pero en realidad no le importaba—, tengo veinticuatro años, soy una mujer y rubia. He tenido que tratar con jodidos idiotas como tú desde que puedo recordar. He visto a cientos de tu tipo: sois todo boca, pero no tenéis pelotas. Si realmente eres todo lo que queda, entonces me pasaré sola el resto de mi tiempo. ¡Y ahora esfúmate!

—Entonces te veré por ahí —replicó Nathan con una sonrisita mientras se alejaba rápidamente.

Donna se perdió en el bloque de alojamientos. Las diferentes plantas, pasillos, escaleras y habitaciones parecían todos iguales. Recordaba que su habitación era la tercera o la cuarta desde las escaleras, pero no podía recordar si era en el segundo o en el tercer piso. Abrió una puerta en la tercera planta que le resultaba vagamente familiar. Al instante quedó claro que estaba equivocada: en la cama estaba sentado un joven oriental, mirando al vacío.

—Lo siento —murmuró instintivamente—, habitación equivocada...

El la miró y sonrió. Parecía perdido, impotente y aterrorizado.

—¿Estás bien? —preguntó Donna.

El asintió.

—Creo que estoy en la puerta de al lado —comentó ella con lentitud, señalando hacia el pasillo y con la esperanza de que estuviera en lo cierto—. Llámame si necesitas algo, ¿de acuerdo?

El siguió sonriendo y mirando sin comprender.

—No inglés —dijo simplemente.

Otro asentimiento y otra sonrisa, y Donna dejó al hombre solo y regresó a su habitación. Se tendió en la cama y cerró los ojos. Durante un rato no pudo sacarse el rostro del chico de la cabeza. Como si lo que había ocurrido no fuera ya lo suficientemente duro, ese pobre diablo tenía que sobrellevarlo todo sin la capacidad de comprender ni una sola palabra de lo que le dijeran los demás supervivientes. Si ella se sentía ajena y sola, pensó, ¿cómo demonios debía de sentirse él?

Pensamientos sombríos llenaron la mente de Donna, y cuanto más se alargaba el silencio en su habitación, más sombríos se volvían.

19

Jack Baxter abandonó su habitación y anduvo hasta el final del pasillo. No iba a ningún sitio en particular (tampoco era que tuviera algún sitio al que ir), sólo necesitaba cambiar de entorno. Como la mayoría de los otros individuos que se refugiaban en la universidad, el silencio opresivo y la falta de distracciones en el edificio lo dejaban sin nada más que hacer que pensar en el infierno vacío en que se había transformado su vida. Había pasado la mayor parte del día sentado al borde de la cama pensando. Ni siquiera podía recordar en qué.

En el extremo más alejado del pasillo había un descansillo estrecho y rectangular que daba a las escaleras. Unas ventanas que iban del suelo al techo dejaban que se filtrase en el interior una luz gris y otoñal. Jack se quedó de pie a corta distancia de la ventana más cercana y contempló la apiñada masa de cuerpos oscuros y podridos que se seguía arrastrando hacia la universidad y, en especial, hacia el bloque de alojamientos. ¿Por qué seguían allí?, se preguntó. Dio un precavido paso al frente. Estaba demasiado lejos y demasiado alto para que lo pudiera ver cualquiera de los cuerpos, pero aun así instintivamente quería permanecer fuera de la vista. Sentía terror ante la idea de que uno de ellos lo pudiera ver y empezase a reaccionar, y que eso pudiera provocar que otros hicieran lo mismo. Se imaginaba el efecto de esa reacción individual recorriendo de forma descontrolada a través de la multitud. Durante ese día ya había ocurrido unas cuantas veces: una ligera alteración en una parte de la masa se extendió a través de ella como una onda de choque. Había ocurrido antes, cuando la mujer había saltado de la ventana buscando la muerte. Podía ver de refilón su cuerpo destrozado desde el lugar en que se encontraba. Pobre mujer, pensó. No podía dejar de pensar que estaba mejor allí donde se encontrara.

—Maldito caos, ¿no te parece? —comentó una voz inesperada justo a su espalda.

Jack se dio rápidamente la vuelta para descubrir que se trataba de Bernard. Jack se había dado cuenta de que Bernard parecía tener un serio problema con el hecho de estar solo. Con frecuencia se le podía ver paseando por el edificio en busca de alguien con quien hablar. Jack encontraba un poco agobiantes sus reiteradas preguntas y charlas, pero sabía que sólo era su forma de poder asumir lo que ocurría.

—Lo siento, Jack —continuó Bernard—, no quería molestarte. Sólo que te he visto aquí de pie
y
pensé en comprobar que te encontrabas bien.

—Estoy bien —contestó Jack con rapidez.

Bernard dio unos pasos al frente y se quedó mirando la multitud putrefacta.

—Supongo que todos estos empezarán a desaparecer tarde o temprano —comentó con un tono de inesperado optimismo en la voz—. En cuanto ocurra algo en otra parte que capte su atención, se irán.

—¿Como qué? —preguntó Jack—. Ese es el problema, ¿no te parece? Ahí fuera no ocurre nada más.

—Te voy a decir lo que está empezando a enervarme —comentó Bernard, ya sin ningún rastro de optimismo; pero su voz sonaba tranquila, cansada y sincera—, la lentitud con la que parece que ocurre todo por aquí. Quiero decir que he estado sentado en la planta baja con los otros y nadie pronuncia palabra. Cada vez que miro el reloj parece que han pasado horas, pero sólo han transcurrido un par de minutos...

—Por eso estoy aquí —le interrumpió Jack, sin apartar los ojos de la muchedumbre a sus pies—. Estaba sentado en mi habitación mirando a la pared, volviéndome loco.

—¿Has intentado leer?

—No, ¿y tú?

—Yo sí —respondió, rascándose un lado de su barba desigual—. Solía dar clases aquí. Hace un par de días regresé a mi despacho y recogí unos cuantos libros. Los traje aquí y me senté a leer, pero...

—¿Pero qué?

—No pude hacerlo.

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