Read El caballero del jubón amarillo Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (2 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Éstos que tienen ya el hacer por gala

que sea una comedia buena o mala.

Y lo cierto es que en aquella pintoresca España nuestra, tan extrema en lo bueno como en lo malo, ningún médico era castigado por matar al enfermo con sangrías e incompetencia, ningún letrado perdía el ejercicio de su oficio por enredador, corrupto e inútil, ningún funcionario real se veía privado de sus privilegios por meter la mano en el arca; pero no se perdonaba a un poeta errar con sus versos y no dar en el blanco. Que a veces parecía holgarse más el público con las comedias malas que con las buenas; pues en las segundas se limitaba a disfrutar y aplaudirlas, sin otro aliciente; mientras que las primeras permitían silbar, hablar, gritar e insultar, pardiez, a fe mía, habrase visto, ni entre turcos y luteranos diérase tal desafuero, etcétera. Los más ruines tarugos alardeaban de entendidos, y hasta las dueñas y maritornes hacían sonar las llaves en la cazuela, dándoselas de versadas y discretas. Y así dábase rienda a una de las mayores aficiones de los españoles, que es vaciar la hiel amargada por los malos gobiernos mostrándose bellacos en la impunidad del tumulto. Pues de todos es sabido que Caín, naturalmente, fue hidalgo, cristiano viejo y nació en España.

El caso es que vino, como decía, el capitán Alatriste hasta nosotros, que le habíamos estado reservando asiento hasta que uno del público exigió ocuparlo; y don Francisco de Quevedo, eludiendo reñir, no por pusilánime sino por reparo del lugar y la circunstancia, dejó estar al importuno advirtiéndole, sin embargo, que el sitio estaba alquilado y que en llegando el titular debería ahuecar el ala. El displicente «a fe que ya veremos» con que respondió el otro, acomodándose, se tornó ahora expresión de receloso respeto cuando el capitán apareció en las gradas, don Francisco se encogió de hombros señalando el asiento ocupado, y mi amo clavó al intruso los dos círculos de escarcha glauca de sus pupilas. La mirada del individuo, un menestral adinerado —arrendador de los pozos de nieve de Fuencarral, creí entender luego— a quien la espada colgante de su pretina le cuadraba lo que a un Cristo un arcabuz, fue de los ojos helados del capitán al mostacho de soldado viejo, y luego a la cazoleta de la toledana, toda llena de mellas y marcas, y a la vizcaína cuya empuñadura asomaba detrás de la cadera. Después, sin decir palabra y mudo como una almeja, tragó saliva y, pretextando solicitar un vaso de aguamiel a un alojero, se hizo a un lado, ganándole medio espacio a otro vecino, y dejó a mi amo la totalidad del asiento libre.

—Creí que no llegabais —comentó don Francisco de Quevedo.

—Tuve un tropiezo —repuso el capitán, acomodando la espada al sentarse.

Olía a sudor y a metal, como en tiempo de guerra. Don Francisco reparó en la manga manchada del jubón.

—¿La sangre es vuestra? —preguntó solícito, enarcando las cejas tras los lentes.

—No.

Asintió grave el poeta, miró a otra parte y no dijo nada. Como él mismo había sostenido alguna vez, la amistad se nutre de rondas de vino, estocadas hombro con hombro y silencios oportunos. Yo también observaba a mi amo, preocupado, y éste me dirigió un vistazo tranquilizador, esbozando un apunte de sonrisa distraída bajo el mostacho.

—¿Todo en orden, Iñigo?

—Todo en orden, capitán. ¿Qué tal estuvo el entremés?

—Fue bueno.
Daca el coche
, se llamaba. De Quiñones de Benavente, y reímos hasta llorar.

No hubo más parla, porque en ese momento callaban las guitarras. Sisearon destemplados los mosqueteros en la trasera del patio, reclamando silencio con los malos modos de costumbre, palabras gruesas y talante poco sufrido. Aletearon los abanicos en las cazuelas alta y baja, dejaron las mujeres de hacer señas a los hombres y viceversa, retiráronse limeros y alojeros con sus cestos y damajuanas, y tras las celosías de los aposentos la gente de calidad ocupó de nuevo sus escabeles. Vi arriba al conde de Guadalmedina en uno de los mejores sitios, en compañía de unos amigos y unas damas —pagaba por disponer del lugar en comedias nuevas la sangría de dos mil reales al año— y en otra ventana contigua, a don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, acompañado de su familia. Se echaba de menos al rey nuestro señor, pues el cuarto Felipe era muy aficionado y a veces acudía, al descubierto o de incógnito; pero estaba cansado de la reciente jornada de Aragón y Cataluña, viaje fatigoso donde, por cierto, don Francisco de Quevedo, cuya estrella seguía ascendente en la Corte, había formado parte del séquito, como ocurriera en Andalucía. Sin duda el poeta habría podido ocupar cualquier lugar como invitado en los aposentos superiores; pero era hombre dado a mezclarse con el pueblo, prefería el ambiente vivo de la parte baja del corral, y además le gustaba ir a la Cruz o al Príncipe con su amigo Diego Alatriste. Que soldado y espadachín como era, amén de parco en palabras, resultaba hombre razonablemente instruido, había leído buenos libros y visto mucho teatro; y aunque no se las diera de tal y reservase casi todo juicio para sí, tenía buen golpe de vista para las virtudes de una comedia sin dejarse arrastrar por los efectos fáciles que ciertos autores extremaban para ganarse el favor del vulgo. Tal no era el caso de los grandes como Lope, Tirso o Calderón; incluso cuando éstos recurrían a la destreza del oficio, su ingenio marcaba la diferencia, yendo no poco trecho de los recursos nobles de unos a los trucos innobles de otros. El mismo Lope pisaba ese terreno mejor que nadie.

Y cuando he de escribir una comedia

encierro los preceptos con seis llaves;

saco a Terencio y Plauto de mi estudio,

para que voces no me den, que suele

dar gritos la verdad en libros mudos.

Lo que, por cierto, no debe entenderse como mea culpa del Fénix de los Ingenios por emplear recursos de mala ley, sino como explicación de no acomodarse al gusto de los doctos academicistas neoaristotélicos, que censuraban sus triunfales comedias pero hubieran dado un brazo por firmarlas y, sobre todo, por cobrarlas. En cualquier caso, aquella tarde no se trataba de Lope, sino de Tirso; pero el resultado era parejo. La obra, de las llamadas de capa y espada, venía compuesta con hermosos versos, manejando, aparte amor e intriga, conceptos de adecuada hondura como el engaño y espejismo de Madrid, lugar de falsedad donde acude el soldado valiente a pretender el premio a su valor, y del que siempre acaba defraudado; aparte de criticar el desdén al trabajo y el afán de lujo por encima de la propia clase: inclinación esa también muy española, por cierto, que ya nos había arrastrado al abismo varias veces y persistiría en los años venideros, empeorando la enfermedad moral que destruyó el imperio de dos mundos, herencia de hombres duros, arrogantes y valerosos, salidos de ocho siglos de degollar moros sin nada que perder y con todo por ganar. Una España donde en el año de mil seiscientos y veintiséis, cuando ocurrió lo que ahora cuento, aún no se ponía el sol, pero estaba a punto. Que diecisiete años después, alférez en Rocroi, sosteniendo en alto los jirones de una bandera bajo la metralla de los cañones franceses, yo mismo sería testigo del triste ocaso de la antigua gloria, en el centro del último cuadro formado por nuestra pobre y fiel infantería. —«Contad los muertos», dije luego al oficial enemigo que preguntaba cuántos éramos en el viejo tercio aniquilado—, cuando cerré para siempre los ojos del capitán Alatriste.

Pero cada cosa la diré a su tiempo. Vayamos ahora al corral de la Cruz y a aquella tarde de comedia nueva en Madrid. Lo cierto es que la reanudación de la obra de Tirso suscitaba en unos y otros toda esa expectación que antes describí. Desde nuestra grada, el capitán, don Francisco y yo mirábamos el tablado donde empezaba la segunda jornada de la comedia: Petronila y Tomasa salían de nuevo a escena, dejando a la imaginación de los espectadores la belleza del jardín, apenas insinuada por una celosía con hojas de hiedra en una puerta del escenario. Por el rabillo del ojo vi cómo el capitán se inclinaba hasta apoyar los brazos en el antepecho, recortado el perfil aguileño por un rayo de sol que se filtraba por un roto del toldo extendido para que no se deslumbrara el público, pues el corral estaba orientado hacia el sol de la tarde y cuesta arriba. Las dos representantes seguían muy gallardas en sus trajes de hombre, variedad esta que ni las presiones de la Inquisición ni las premáticas reales conseguían desterrar del teatro, al ser muy del agrado de la gente. De igual manera, cuando el fariseísmo de algunos consejeros de Castilla azuzados por clérigos fanáticos pretendió abolir las comedias en España, el intento fue desbaratado por el vulgo mismo, reacio a qué le arrebataran su gusto, argumentándose además, con razón, que parte de los ingresos de cada comedia se destinaba al sostenimiento de cofradías piadosas y hospitales.

Volviendo al corral de la Cruz y lo de Tirso, salieron, como digo, las dos mujeres vestidas de hombre, aplaudieron cerrado patio, gradas, cazuela y aposentos, y cuando María de Castro, en su papel de Petronila, dijo lo de:

Por muerta, Bargas, me cuenta.

No tengo seso, no estoy…

… los mosqueteros, como ya mencioné gente descontentadiza, mostraron signos de aprobación, aupándose en la punta de los pies para ver mejor, y las mujeres dejaron de masticar avellanas, limas y ciruelas en la cazuela. María de Castro era la más linda y famosa representante de su época; en ella como en ninguna otra se hacía carne esa magnífica y extraña realidad humana que fue nuestro teatro, oscilante siempre entre el espejo —a veces satírico y deformante— de la vida cotidiana, de una parte, y la hermosura de los más aventurados sueños, de la otra. La Castro era hembra briosa, de buenas partes y mejor cara: ojos rasgados y negros, dientes blancos como su tez, hermosa y proporcionada boca. Las mujeres envidiaban su belleza, sus vestidos y su forma de decir el verso. Los hombres la admiraban en escena y la codiciaban fuera de ella; asunto este al que no oponía reparos su marido, Rafael de Cózar, gloria de la escena española, comediante famosísimo de quien tendré ocasión de hablar en detalle más adelante, limitándome a avanzar por el momento que, aparte su talento teatral —los personajes de barba y caballero gracioso, criado pícaro o alcalde sayagués, que interpretaba con mucho donaire y desparpajo, eran adorados por el público—, Cózar no tenía reparos en facilitar, previo pago de su importe, acceso discreto a los encantos de las cuatro o cinco mujeres de su compañía; que por supuesto eran todas casadas, o al menos pasaban como tales para cumplir con las premáticas en vigor desde los tiempos del gran Felipe II. Pues sería pecado de egoísmo y faltar a la caridad, virtud teologal —decía Cózar con simpática desvergüenza—, no compartir el arte con quien alcanza a pagarlo. Y en tales lances, aunque reservada como bocado exquisito, su legítima María de Castro —tiempo después se supo que no estaban de verdad casados y todo era flor para encubrir las cosas—, aragonesa y bellísima, con cabellos castaños y dulce metal de voz, resultaba una mina más rentable que las del Inca. De manera, para resumir, que en pocos como en el despejado Cózar se cumplía aquel guiño lopesco de:

La honra del casado es fortaleza

donde está por alcaide el enemigo.

Pero seamos justos, que además conviene a la presente historia. Lo cierto es que a veces la Castro tenía ideas y gustos menos venales, y no siempre era una alhaja lo que hacía chispear sus hermosos ojos. Uno para el gusto, decía el refrán; otro para el gasto, y otro para llevar los cuernos al Rastro. En lo que toca al gusto, y a fin de situar a vuestras mercedes, diré que María de Castro y Diego Alatriste no eran desconocidos uno para el otro —la regañina de aquel domingo con Caridad la Lebrijana y el malhumor del capitán tampoco resultaban ajenos al negocio—, y que esa tarde en el corral de la Cruz, mientras avanzaba la jornada segunda, el capitán dirigía muy fijas miradas a la comedianta mientras yo alternaba las mías entre ella y él. Preocupado por mi amo, de una parte, y apesadumbrado por la Lebrijana, a la que quería mucho. También fascinado hasta la médula, en lo que a mí se refiere, reavivándose la impresión que ya me había producido la Castro tres o cuatro años atrás, la primera vez que presencié una comedia,
El arenal de Sevilla
, interpretada por ella en el corral del Príncipe, el día notable en que todos, incluido Carlos de Gales y el entonces marqués de Buckingham, anduvieron a cuchilladas en presencia del mismísimo Felipe IV Porque si la hermosa representante no me parecía, en rigor, la mujer más bella de la tierra —ésa era otra que conocen vuestras mercedes, con los ojos azules del diablo—, contemplarla en escena me turbaba como a cualquier varón. Aun así estaba lejos de imaginar hasta qué punto María de Castro iba a complicar mi vida y la de mi amo, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro; por no hablar de la corona del rey nuestro señor, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada. Todo lo cual me propongo contar en esta nueva aventura, probando así que no hay locura a la que el hombre no llegue, abismo al que no se asome, y lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio.

Entre la segunda y tercera jornadas hubo jácara, muy exigida a voces por los mosqueteros, que fue
Doña Isabel la ladrona
, canción famosa dicha en lenguaje de germanía, que una representante madura y todavía apetecible, llamada Jacinta Rueda, nos regaló con mucho donaire. No pude disfrutarla, sin embargo, porque apenas empezada vino a las gradas un tramoyista con el recado de que al señor Diego Alatriste se le aguardaba en el vestuario. Cambiaron una mirada el capitán y don Francisco de Quevedo, y mientras mi amo se ponía en pie y acomodaba la espada al costado izquierdo, el poeta movió desaprobador la cabeza y dijo:

Felices los que mueren por dejallas,

o los que viven sin amores dellas,

o, por su dicha, llegan a enterrallas.

Se encogió de hombros el capitán, requirió sombrero y herreruelo, murmuró un seco «no me jodáis, don Francisco», caló el fieltro y se abrió paso por las gradas. Quevedo me dirigió una mirada elocuente que interpreté como era debido, pues dejé el asiento para seguir a mi amo. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé yo también la daga de misericordia que llevaba atravesada atrás en el cinto, y fuime en pos del capitán, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia en paz. Que habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sterling by Emily June Street
Shaking the Sugar Tree by Wilgus, Nick
Seduction by the Book by Linda Conrad
Sue-Ellen Welfonder - MacKenzie 07 by Highlanders Temptation A
Eminencia by Morris West
Stolen by John Wilson