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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (5 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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Dejamos a don Pedro Calderón con unos parientes y amigos suyos y seguimos calle Francos abajo hasta la casa de Lope —todos en España lo llamaban así, a secas, sin necesidad del glorioso apellido—, a quien don Francisco de Quevedo debía transmitir ciertos encargos que le habían hecho en palacio. Volvíme a mirar atrás en un par de ocasiones, comprobando que el hombre moreno sin capa y vestido a lo bravo venía en nuestra dirección; hasta que al ojear por tercera vez dejé de verlo. Coincidencia quizás, me dije; aunque mi instinto, hecho a los lances de Madrid, me decía que las coincidencias olían a sangre y acero en una esquina con poca luz. Pero había otras cosas que ocupaban mi atención. Una era que don Francisco, aparte la comedia del conde-duque, tenía el encargo de entregar unas jacarillas suaves, a lo cortesano, que se le antojaban a la reina nuestra señora para un sarao que daba en el salón dorado del alcázar. Quevedo se había comprometido a llevarlas a palacio, la reina en persona iba a hacérselas leer ante ella y sus damas, y el poeta, que ante todo era un buen y leal amigo, habíame invitado a acompañarlo a título de ayudante, o secretario, o paje, o lo que fuera. Cualquier título me cuadraba, con tal de ver allí a Angélica de Alquézar: la menina de la reina de la que, como recordarán vuestras mercedes, yo estaba enamorado hasta los tuétanos.

El otro asunto era la casa de Lope. Llamó don Francisco de Quevedo a la puerta, abrió Lorenza, la criada del poeta, y pasamos del zaguán adentro. Yo conocía ya la vivienda, y con el tiempo llegué a frecuentarla a causa de las amistades que mantenían don Francisco con Lope, y mi amo con algunos amigos del Fénix de los Ingenios, incluidos su íntimo el capitán don Alonso de Contreras y algún otro personaje inesperado que está a punto de salir a escena. El caso es que cruzamos el zaguán y el pasillo, como dije, y dejando atrás la escalera de la planta principal, donde jugaban dos sobrinillas del poeta —años después se confirmarían hijas suyas y de Marta de Nevares—, salimos al jardincito donde Lope estaba sentado en una silla de enea, a la sombra de una parra, junto al brocal del pozo y cerca del famoso naranjo que cuidaba con sus propias manos. Acababa de yantar y había cerca una mesita con restos de comida, algún refresco y vino dulce en jarra de vidrio para atender a las visitas. Tres hombres acompañaban al Fénix: uno era el citado capitán Contreras, con la cruz de Malta en el jubón, habitual de la casa de Lope cuando estaba en Madrid. Mi amo y él se tenían mucho afecto por haber navegado juntos en las galeras de Nápoles, aparte de haberse conocido mozos, casi niños, cuando iban camino de Flandes con las tropas del archiduque Alberto. Tropas de las que, por cierto, Contreras —gran pícaro entonces, pues con sólo doce años había matado a otro pilluelo a cuchilladas— desertó a medio camino. El segundo caballero era un secretario del Consejo de Castilla, por nombre don Luis Alberto de Prado, que era de Cuenca, tenía fama de hacer decentes versos y admiraba sobremanera a Lope. El tercero era un hidalgo joven y bien parecido, bigotillo escaso y poco más de la veintena, que llevaba una venda en torno a la cabeza, y que al vernos aparecer en el patio se levantó con cara de sorpresa; la misma que pude advertir en el capitán Alatriste, quien se detuvo junto al brocal del pozo mientras apoyaba, con gesto mecánico, la palma en el pomo de su toledana.

—A fe —dijo el joven— que Madrid es un pañuelo.

Lo era. El capitán Alatriste y él se habían batido, sin conocerse los nombres, la mañana anterior en las vistillas del Manzanares. Pero lo singular, averiguado ahora con gran admiración de todos, era que el joven reñidor se llamaba Lopito Félix de Vega Carpio, era hijo del poeta y estaba recién llegado a Madrid desde Sicilia, donde servía en las galeras del marqués de Santa Cruz, en las que habíase alistado a los quince años. El mozo —fruto ilegítimo, aunque reconocido, de los amores de Lope con la comedianta Micaela Luján— había peleado contra los corsarios berberiscos, contra los franceses las Hieres y participado en la liberación de Génova, y ahora hallaba en la Corte esperando que se resolviera el papeleo su confirmación en el grado de alférez, y también, al parecer rondando la reja de una dama. La situación era incómoda mientras Lopito contaba lo ocurrido sin omitir detalle, padre, desconcertado, en su silla y con el regazo de la sotana eclesiástica lleno de miguitas de pan, miraba a unos y otros indeciso entre la sorpresa y el enojo. Pese a que el capitán Contreras y don Francisco de Quevedo, tras la inicial sorpresa, terciaron con muy buenas razones y mucha política, culpóse mi amo contrariado y dispuesto a retirarse, seguro que su presencia no podía ser grata en aquella casa.

—Y sin embargo —decía Quevedo— el mozo puede felicitarse… Cruzar su espada con el mejor acero de Madrid y sacar sólo un rasguño, es cosa de buena mano o de buena suerte.

Confirmaba aquello Alonso de Contreras con muchas razones; que él había conocido a Diego Alatriste en los tiempos de Italia, apuntó, y daba fe de que no mataba sólo cuando no quería matar. Ése y otros discursos se sucedieron e un momento; pero mi amo, pese a todo, seguía atento. Inclinó cortés la cabeza ante el viejo Lope, empeñó su palabra afirmando que nunca habría sacado la espada de saber de quién era hijo su oponente, y dio media vuelta para ir antes de que el poeta abriese la boca. A punto estaba de sal cuando intervino Lopito de Vega. Permitid, padre, que se quede este caballero, dijo. Que no le guardaba rencor alguno porque riñó muy hidalgo y de bueno a bueno.

—Y aunque la cuchillada no fue elegante, que pocas lo son, no me dejó tirado como un perro… Vendó mi herida, y tuvo la cortesía de buscar quien me acompañara a un barbero.

Sosegóse todo con aquellas dignas palabras, el padre del herido desarrugó el ceño, congratuláronse Quevedo, Contreras y Prado de la discreción del joven alférez, que decía mucho de él mismo y de su limpia sangre, volvió a contar Lopito el lance, esta vez con más detalles y en tono festivo, y la conversación se hizo grata, disipándose los nubarrones que a punto habían estado de aguarle la sobremesa al Fénix y hacer incurrir en su desagrado a mi amo; cosa que Diego Alatriste habría lamentado en lo más vivo, pues era gran admirador de Lope y lo respetaba como a pocos hombres en el mundo. Al fin el capitán aceptó un vaso de dulcísimo Málaga, hízose por todos la razón, y Lopito y él quedaron amigos. Aún habían de serlo durante ocho años, hasta que el alférez Lope Félix de Vega Carpio encaró su desdichado destino, muriendo al naufragar su nave en la expedición de la isla Margarita. De cualquier modo, sobre él tendré ocasión de hablar más adelante; y quizá también en un futuro episodio, si alguna vez cuento el papel que Lopito, el capitán Alatriste y yo mismo, junto a otros camaradas conocidos o por conocer, tuvimos en el golpe de mano con que los españoles intentamos, por segunda vez en el siglo, tomar la ciudad de Venecia y acuchillar al Dux y a sus figurones, que tanto nos fastidiaban en el Adriático y en Italia dándose el pico con el papa y con Richelieu. Pero cada cosa a su tiempo. Que lo de Venecia requiere, pardiez, un libro aparte.

El caso es que hubo grata charla hasta mediada la tarde, en el jardincillo. Yo aprovechaba la ocasión para observar de cerca a Lope de Vega, que una vez me había puesto la mano en la cabeza, a modo de confirmación, hallándome mozalbete y recién llegado a Madrid, en las gradas de San Felipe. Imagino que ahora resulta difícil hacerse una idea de lo que el gran Lope significaba en ese tiempo. Debía de andar por los sesenta y cuatro años, y conservaba el aire galán, acentuado por los elegantes cabellos grises, el bigote recortado y la perilla que seguía luciendo pese a su hábito eclesiástico. Era discreto: hablaba poco, sonreía mucho, y procuraba agradar a todos, intentando disimular la vanidad de su envidiable posición con una extrema cortesía. Nadie como él —y luego Calderón— conoció de tal modo la fama en vida, forjando un teatro original de una hermosura, variedad y riqueza que no se dio tal, nunca, en Europa. Había sido soldado en su mocedad, en las Terceras, en los sucesos de Aragón y en la empresa de Inglaterra, y por el tiempo que narro tenía escritas ya buena parte de las más de mil quinientas comedias y cuatrocientos autos sacramentales que salieron de su pluma. El estado sacerdotal no lo apartó de una larga y escandalosa vida de desórdenes amorosos, amantes e hijos ilegítimos; todo lo cual influía, y no poco, en que pese a su inmensa gloria literaria nunca fuese visto como hombre virtuoso, y se le mantuviera apartado de beneficios cortesanos a los que aspiraba; como el cargo de cronista real, que quiso ser y nunca fue. Por lo demás gozó de laurel y de fortuna. Y a diferencia del buen don Miguel de Cervantes, que murió, como dije, pobre, solo y olvidado, el entierro de Lope, nueve años después de las fechas que nos ocupan, fue acontecimiento y homenaje de multitudes como nunca habíase visto en España. En cuanto a las razones de su fama, mucho se ha escrito sobre ello, y a esas obras remito al lector. Por mi parte, con el tiempo viajé a Inglaterra y llegué a conocer la parla inglesa, leí, e incluso vi representado el teatro de Guillermo Shakespeare. Tengo opinión propia, y puedo decir que aunque el inglés profundiza mucho en el corazón del hombre, y el desarrollo de sus personajes es a menudo superior al que busca Lope, la carpintería teatral del español, su inventiva y su capacidad para mantener al público en suspenso, la intriga, la amenidad de recursos y el arrebatador planteamiento de cada comedia, resultan siempre insuperables. Y hasta en lo que se refiere a los personajes, tampoco estoy seguro de que el inglés fuera siempre capaz de pintar las dudas y desazones de los enamorados o las aspiraciones pícaras de los criados con tan ingeniosos trazos como lo hizo el Fénix en sus obras. Consideren vuestras mercedes, si no, su poco nombrada
El duque de Viseo
y díganme si esa comedia trágica desmerece de las tragedias del inglés. Además, si resulta cierto que el teatro de Shakespeare fue de algún modo universal y cualquier ser humano puede reconocerse en él —sólo el
Quijote
es tan español como Lope y tan universal como Shakespeare—, no es menos verdad que el Fénix creó con su arte nuevo de hacer comedias un espejo fidelísimo de la España de nuestro siglo, y un teatro cuyas estructuras fueron imitadas en todas partes, merced a que entonces la lengua española, como correspondía al cetro de dos mundos, era admirada, leída y hablada por todos, entre otras cosas porque era la de nuestros temibles tercios y la de nuestros arrogantes y enlutados embajadores. Y a diferencia de tantas naciones —en eso incluyo la de Shakespeare sin el menor complejo—, ninguna puede llegar a conocerse tan a fondo en sus costumbres, valores y parla como la española, merced precisamente al teatro que Lope, Calderón, Tirso, Rojas, Alarcón y otros como ellos hicieron imperar durante tanto tiempo en los tablados del mundo: cuando en Italia, Flandes, las Indias y los mares lejanos de Filipinas se hablaba español, el francés Corneille imitaba las comedias de Guillén de Castro para triunfar en su tierra, y la patria de Shakespeare no era todavía más que una isla de piratas hipócritas en busca de pretextos para medrar, como tantos otros, royendo los zancajos al viejo y cansado león hispano, que todavía era, en versos del mismo Lope, lo que otros no fueron nunca:

Ea, sangre de los godos,

ea, españoles del mar,

henchid las manos de oro,

de cautivos, de tesoros,

pues lo supisteis ganar.

Al fin, en la tertulia del jardincillo hablóse un poco de todo. Refirió el capitán Contreras noticias de los escenarios bélicos, y Lopito puso al corriente a Diego Alatriste de cómo andaban las cosas por el Mediterráneo que mi amo había navegado y reñido en otro tiempo. Pasaron luego a las bellas letras, cosa inevitable: leyó unas décimas don Luis Alberto de Prado, las alabó Quevedo para gran placer del conquense, y salió a relucir Góngora.

—Muriéndose está el cordobés, según dicen —confirmó Contreras.

—No importa —opuso Quevedo—, que relevos tendrá. Pues cada día, de la codicia de la fama, nacen en España tantos poetas cagaversos y pericultos como hongos de la humedad del invierno.

Sonreía Lope desde sus alturas olímpicas, divertido y tolerante. Tampoco él tragaba a Góngora, a quien siempre había pretendido atraerse porque, en el fondo, lo admiraba y temía. Hasta el punto de que llegó a escribir de él cosas como:

Claro cisne del Betis, que sonoro

y grave ennobleciste el instrumento.

Pero el cisne racionero era de aquellos a los que se echa de comer aparte: nunca se dejó camelar. Al principio había soñado con arrebatar el cetro poético a Lope, escribiendo incluso comedias; pero fracasó en esto, como en tantas otras cosas. Por eso profesaba al Fénix constante y manifiesta inquina, burlándose de su relativa cultura clásica —a diferencia de Góngora y de Quevedo, Lope desconocía el griego y apenas se manejaba con el latín—, de sus comedias y de su éxito entre el pueblo adocenado:

Patos del aguachirle castellana,

que de su rudo origen fácil riega,

y tal vez dulce inunda nuestra vega

con razón Vega, por lo siempre llana.

Sin embargo, Lope no descendía a la arena. Procuraba estar a buenas con todo el mundo, y a tales alturas de su vida y de su gloria no era cosa de enredarse en trifulcas. De manera que se contentaba con suaves ataques velados dejando el trabajo sucio a sus amigos, Quevedo entre ellos, que no se andaban con remilgos a la hora de lacerar la desmesura culterana del cordobés, y sobre todo de sus secuaces. Y con el temible Quevedo, que zurraba de lo lindo, Góngora ya no podía.

—Por cierto, leí el
Quijote
en Sicilia —comentó el capitán Contreras, cambiando de tercio—. Y a fe que no me pareció tan malo.

—Ni a mí —apuntó Quevedo—. Ya es novela famosa, y sobrevivirá a muchas otras.

Enarcó Lope una ceja desdeñosa, hizo servir más vino y cambió de conversación. Ésa era otra prueba de que, como cuento, la pluma hacía correr más sangre que la espada en aquella eterna España de envidias y zancadillas, donde el Parnaso resultaba tan codiciado como el oro del Inca; que enemigos del propio oficio son los peores que tiene el hombre. El rencor entre Lope y Cervantes, que a esas alturas, como dije, estaba en el cielo de los hombres justos, sentado a la derecha de Dios, era viejo y coleaba aun después de muerto el infeliz don Miguel. La amistad inicial entre los dos gigantes de nuestras letras se había trocado en odio después de que el ilustre manco, quien también fracasó con sus comedias —«
no hallé autor que me las pidiese
»—, fuese el primero en disparar, incluyendo en la primera parte de su novela un ataque mordaz contra las obras de Lope, en especial la famosa parodia de los rebaños de carneros. Respondió éste con su cruda sentencia: «
De poetas no digo; buen siglo es éste. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote
». En aquellos años, la novela se consideraba arte menor y de poco ingenio, propio sólo para entretener a doncellas; el dinero lo daba el teatro; el lustre y la gloria, la poesía. Por eso Lope respetaba a Quevedo, temía a Góngora y despreciaba a Cervantes:

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