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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (3 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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No era la primera vez, y Diego Alatriste conocía el camino. Bajó los peldaños de las gradas, y frente al pasillo de la alojería giró a la izquierda, por el corredor que bajo los aposentos conducía al tablado y a los vestuarios de representantes. Al fondo, en la escalera, su viejo amigo el teniente de alguaciles Martín Saldaña platicaba con el arrendador del corral y un par de conocidos, también gente de teatro. Alatriste se entretuvo un momento a saludarlos, advirtiendo la expresión preocupada de Saldaña. Se despedía ya cuando el teniente de alguaciles lo reclamó un instante, y con aire casual, como si acabara de recordar algún negocio leve, le puso la mano en un brazo mientras susurraba, inquieto:

—Gonzalo Moscatel está dentro.

—¿Y qué?

—Tengamos la fiesta en paz.

Alatriste lo miraba, inescrutable.

—No me jodas tú también —dijo.

Y siguió adelante mientras el otro se rascaba la barba, preguntándose sin duda en compañía de quién acababa de incluirlo su viejo camarada de Flandes. Diez pasos más allá, Alatriste apartó la cortina del vestuario, viéndose en un cuarto sin ventanas donde se guardaban la madera y las telas pintadas que se utilizaban para la tramoya y las apariencias. Al otro lado había varios camarines con más cortinas, destinados a vestuario de las comediantes, pues el de los hombres estaba en el piso de abajo. El cuarto, que también comunicaba con el tablado a través del paño, servía para que los miembros de la compañía esperasen el momento de salir a escena, y también como sala de visita de admiradores. En ese momento lo ocupaban media docena de hombres, entre representantes vestidos para salir apenas concluyese la jácara —se oía a Jacinta Rueda cantando al otro lado del paño la estrofa famosa
De la gura perseguida / y de esbirros acosada
— y tres o cuatro caballeros que estaban allí por privilegio de calidad o bolsa, para cumplimentar a las actrices. Y entre ellos, naturalmente, se hallaba don Gonzalo Moscatel.

Me asomé al vestuario tras el capitán, notando la mirada de Martín Saldaña, a quien saludé con buena crianza. Por cierto que las facciones de uno de sus acompañantes en el rellano de la escalera me fueron familiares, aunque no supe determinar de qué. Desde el pasillo, donde me quedé apoyado en la pared, vi que mi amo y los caballeros que aguardaban dentro se saludaban con frialdad, sin destocarse ninguno. El único que no respondió al saludo fue don Gonzalo Moscatel, personaje pintoresco que no estará de más presentar a vuestras mercedes. El señor Moscatel parecía salido de una comedia de capa y espada: era corpulento, terrible, con mostacho feroz de guías muy altas, desaforadas, y su indumentaria era una mezcla de galanura y valentía, mitad y mitad, con algo cómico y fiero a la vez. Vestía como lindo, valona de mucho pico y encaje sobre jubón morado, folladillos a la antigua, herreruelo francés, medias de seda, botines de fieltro negro, sombrero de lo mismo con toquilla de mucha pluma, y la pretina, de la que pendía una larguísima tizona, iba tachonada de reales antiguos de plata; porque también se las daba de matasiete, de los que se pasean con mucho voto a Dios y pese a tal, retorciéndose el bigote y metiendo ruido de acero. Por añadidura se apellidaba de poeta: hacía alarde de amistad con Góngora, sin el menor fundamento, y perpetraba versos con ripios infames que publicaba a su propia costa, pues era hombre de posibles. Sólo un poetastro infame y rascapuertas le había hecho la corte, pregonando las excelencias de su estro; pero al desdichado, un tal Garciposadas que gastaba mucho Calepino —
pira le erige y le construye muro
, etcétera—, escribía con la pluma de un ala del ángel que fue a Sodoma y medraba lamiendo suelas en la Corte, lo quemaron por fisgón, o sea, sujeto paciente de pecado nefando, en uno de los últimos autos de fe; de modo que don Gonzalo Moscatel se había quedado sin nadie que le bailara el agua de las musas hasta que tomó el relevo del quemado un viscoso leguleyo llamado Saturnino Apolo, conocido por adulador famoso y comadreja de bolsas, que le sacaba el dinero con harta desvergüenza y sobre quien volveremos más adelante. Por lo demás, Moscatel había logrado su posición como obligado del abasto de las carnicerías y tablas francas de la ciudad, tocino fresco incluido; y también, cohechos propios aparte, gracias a la dote de su difunta esposa, hija de un juez de los de justicia más tuerta que ciega, proclive a que los platillos de la balanza se los cargaran con doblones de a cuatro. El viudo Moscatel no tenía descendencia, pero sí una sobrina huérfana y doncella a la que guardaba como el can Cerbero en su casa de la calle de la Madera. También andaba detrás de un hábito de lo que fuera, y lo más probable era que tarde o temprano terminase luciendo una cruz en el jubón. En aquella España de funcionarios inmorales y rapaces, todo estaba a mano si habías robado lo suficiente para tener con qué pagarlo.

Por el rabillo del ojo, el capitán Alatriste comprobó que Gonzalo Moscatel lo fulminaba con la mirada fiera, apoyada la mano en el pomo de la espada. Se conocían bien a su pesar; y cada vez que se cruzaban, las ojeadas rencorosas del carnicero expresaban mucho y claro sobre la naturaleza de su relación. Databa ésta de dos meses atrás, cierta noche en que el capitán regresaba a la taberna del Turco a la hora del agua va, alumbrado por un poco de luna y envuelto en su capa hasta los ojos, cuando oyó rumor de disputa en la calle de las Huertas. Sonaba voz de mujer, y mientras se acercaba advirtió dos bultos en un portal. No era aficionado a lances galantes ni amigo de meter espadas en barajas ajenas; pero su camino lo llevaba en esa dirección, y no halló motivo para tomar otro. Al fin topóse con un hombre y una mujer que discutían ante la puerta de una casa. Aunque había familiaridad en la conversación, la dama, o lo que fuera, parecía irritada, y el hombre porfiaba con intenciones de pasar más allá, o por lo menos al zaguán. Buena voz, la de ella. Sonaba a mujer hermosa, o cuando menos joven. Así que el capitán se entretuvo un instante para lanzar un vistazo curioso. Al advertir su presencia, el otro se le encaró con un «siga vuestra merced su camino, que nada se le ha perdido aquí». La sugerencia era razonable, y Alatriste se disponía a aceptarla, cuando la mujer, en tono sereno y de mucho mundo, dijo: «salvo que ese hidalgo os convenza de dejarme en paz e iros también enhorabuena». Aquello situaba la cuestión en terreno resbaladizo; de manera que Alatriste, tras reflexionar un instante, preguntó a la dama si aquélla era su casa. Respondió ésta que sí, que era casada, y que el caballero que la incomodaba no tenía malas intenciones y era conocido de ella y de su marido. Que la había acompañado hasta el portal tras un sarao en casa de amigos, pero que ya era hora de que cada mochuelo retornase a su olivo. Meditaba el capitán sobre el misterio de que no fuera el marido de la mujer quien estuviese en la puerta para zanjar la cuestión, cuando el otro hombre interrumpió sus pensamientos, desabrido, insistiendo en que despejara el campo de una vez, voto a tal y voto a cual. Y en la oscuridad, el capitán oyó el sonido de un palmo de acero saliendo de la vaina. Aquello era cosa hecha, y el frío invitaba a calentarse; de manera que se movió a un lado, a fin de buscar la sombra y situar al otro en la claridad lunar que asomaba entre los tejados, soltó el fiador de la capa, y arrodelándosela en el brazo izquierdo sacó la toledana. Metió mano a su vez el otro, tirándose ambos unas pocas estocadas de lejos y sin muchas ganas, callado Alatriste y jurando su adversario por veinte, hasta que al ruido de la bulla acudieron un criado de la casa, que traía luz, y el marido de la dama. Venía éste en camisa de dormir, con pantuflas, gorrillo de borla y un estoque en la diestra, diciendo qué pasa aquí, ténganse que yo lo digo, quién pone en verbos mi casa y mi honra, amén de otras expresiones semejantes, dichas de un modo en el que Alatriste sospechó latía no poca guasa. Resultó individuo simpático y de mucha política, menudo de estatura y con un poblado bigote a la tudesca que se le juntaba con las patillas. Salvadas las apariencias de todos, esposo incluido, púsose paz con buenas palabras. El caballero noctámbulo era don Gonzalo Moscatel, y a él se refirió el marido —tras darle el estoque al criado para que se lo guardase— como amigo de la familia, en la certeza, añadió conciliador, de que todo se debía a un lamentable equívoco. Aquello adoptaba aires de lance de teatro, y Alatriste estuvo a punto de soltar la carcajada cuando supo que el del gorrillo de borla era el famoso representante Rafael de Cózar, hombre de mucha chispa y de sazonado arte —andaluz por más señas—, y su mujer la conocida actriz María de Castro. A ambos había visto en los corrales de comedias, pero nunca a la Castro tan de cerca como aquella noche, a la luz del velón que sostenía en alto el criado, apenas tapada con el manto, bellísima y sonriendo divertida con la situación. Que sin duda no era la primera de ese género a que se enfrentaba, pues las comediantas no solían ser hembras de virtud acrisolada; rumoreándose que el marido, una vez dadas las voces de rigor y tras pasear el famoso estoque, conocido de toda España, solía volverse muy tolerante con los admiradores, tanto de su legítima como del resto de las mujeres de la compañía; en especial cuando, como era el caso del abastecedor de carne de Madrid, tenían cumquibus. Resultaba universal que, genio teatral aparte, Cózar también era un águila en no dejar bolsa segura de piante ni maman te. Eso aclaraba, tal vez, su tardanza en salir a la puerta en procura de su honra. Pues como solía decirse:

Doce cornudos, digo comediantes,

que todo diz que es uno, y otra media

docena de mujeres de comedia,

medias mujeres de los doce de antes.

Se disponía el capitán a presentar excusas y seguir su camino, algo corrido por el enredo, cuando la esposa, con intención de picar a su acosador dándole celos o por ese juego sutil y peligroso en que a menudo se complacen las mujeres, agradeció con palabras dulces la intervención de Alatriste, mirándolo de abajo arriba mientras lo invitaba a visitarla alguna vez en el teatro de la Cruz, donde esos días se daban las últimas representaciones de una comedia de Rojas Zorrilla. Sonreía mucho al decirlo, mostrando sus dientes blanquísimos y el óvalo perfecto de la cara, que sin duda Luis de Góngora, el enemigo mortal de don Francisco de Quevedo, habría trocado en nácar y aljófares menudos. Y Alatriste, perro viejo en ése y otros lances, entrevió en su mirada una promesa.

El caso es que allí estaba ahora, dos meses después, en el vestuario del corral de la Cruz, tras haber gozado varias veces de aquella promesa —el estoque del representante Cózar no salió a relucir más— y dispuesto a seguir haciéndolo, mientras don Gonzalo Moscatel, con quien se había cruzado en ocasiones sin otras consecuencias, lo fulminaba con mirada fiera traspasada de celos. María de Castro no era de las que cuecen la olla con un solo carbón: seguía sacándole dinero a Moscatel, con mucho martelo pero sin dejarlo llegar a mayores —cada encuentro en la puerta de Guadalajara le; costaba al carnicero una sangría en joyas y telas finas—, y al mismo tiempo recurría a Alatriste, de quien el otro ya. Conocía de sobras la reputación, para tenerlo a distancia. Y así, siempre esperanzado y siempre en ayunas, el carnicero —alentado por el marido de la Castro, que amén del gran actor era pícaro redomado y también le escurría la bolsa, como a otros, con veladas promesas— porfiaba contumaz, sin renunciar a su dicha. Por supuesto, Alatriste sabía que, Moscatel al margen, él no era el único en gozar de los favores de la representante. Otros hombres la frecuentaban, y se decía que hasta el conde de Guadalmedina y el duque de Sessa habían tenido más que verbos con ella; que, como decía don Francisco de Quevedo, era hembra de a mil ducados el tropezón. El capitán no podía competir con ninguno en calidad ni en dineros; sólo era un soldado veterano que se ganaba la vida como espadachín. Mas, por alguna razón que se le escapaba —el alma de las mujeres siempre le había parecido insondable—, María de Castro le concedía gratis lo que a otros negaba o cobraba al valor de su peso en oro:

Mas hay un punto, y notadle:

es que se da sin más fueros,

a los moros por dineros

y a los cristianos, de balde.

Y así, Diego Alatriste descorrió la cortina. No estaba enamorado de aquella mujer, ni de ninguna otra. Pero María de Castro era la más hermosa que en su tiempo pisara los corrales de comedias, y él tenía el privilegio de que a veces fuera suya. Nadie iba a ofrecerle un beso como el que en ese instante le ponían en la boca, cuando un acero, una bala, la enfermedad o los años lo hicieran dormir para siempre en una tumba.

II. LA CASA DE LA CALLE FRANCOS

A la mañana siguiente tuvimos granizada de arcabucería. Aunque más bien la tuvo el capitán Alatriste con Caridad la Lebrijana, en el piso superior de la taberna del Turco, mientras abajo oíamos las voces. O la voz, pues el gasto de pólvora corría por cuenta de la buena mujer. El asunto, naturalmente, iba a circo de la afición de mi amo al teatro, y el nombre de María de Castro salió a relucir con epítetos —atizacandiles, tusona, barragana fueron los más comedidos que oí— que en boca de la Lebrijana no dejaban de tener su miga, pues a fin de cuentas la tabernera, que a los casi cuarenta años conservaba morenos encantos de quien tuvo y retuvo, había ejercido sin empacho de puta varios años, antes de establecerse, con dineros ahorrados en afanes y trabajos, como honesta propietaria de la taberna situada entre las calles de Toledo y el Arcabuz. Y aunque el capitán nunca hubiese hecho promesas ni propuestas de otra cosa, lo cierto es que al regreso de Flandes y Sevilla mi amo había vuelto a instalarse, conmigo, en su antigua habitación de la casa que la Lebrijana poseía sobre la taberna; aparte que ella le había calentado los pies y algo más en su propia cama durante el invierno. Eso no era de extrañar, pues todo el mundo sabía que la tabernera seguía enamorada del capitán hasta las cachas, e incluso le guardó ausencia rigurosa cuando lo de Flandes; que no hay mujer más virtuosa y fiel que la que deja el cantón a tiempo, vía convento o puchero, antes de acabar llena de bubas y recogida en Atocha. A diferencia de muchas casadas que son honestas a la fuerza y sueñan con dejar de serlo, la que pateó calles sabe lo que deja atrás, y cuánto, con lo que pierde, gana. Lo malo era que, además de ejemplar, enamorada, aún jarifa y hermosa de carnes, la Lebrijana también era mujer brava, y los devaneos de mi amo con la representante le habían removido la hiel.

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