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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

El caballero del jubón amarillo (6 page)

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!

que es sol, y, si se enoja, lloverá;

y ése tu Don Quijote baladí

de culo en culo por el mundo va

vendiendo especias y azafrán romí,

y al fin en muladares parará.

…Como le escribió en una carta que, para más escarnio, envió a su adversario con un real de portes debidos, para que le costara el dinero —«
Lo que me pesó fue pagar el real
», escribiría después Cervantes—. De modo que el pobre don Miguel, desterrado de los corrales, consumido en trabajos, miserias, cárceles, vejaciones y antesalas, ignorante de la inmortalidad que ya cabalgaba a lomos de Rocinante, él, que nunca pretendió mercedes adulando con descaro a los poderosos, como sí hicieron Góngora, Quevedo y el propio Lope, terminó asumiendo el espejismo de su propio fracaso al confesar, honrado como siempre:

Yo que siempre me afano y me desvelo

por parecer que tengo de poeta

la gracia que no quiso darme el cielo.

En fin. Así fue aquel mundo irrepetible que narro, cuando al solo nombre de España se estremecía la tierra: peleas de ciegos geniales, arrogancia, inquina, crueldad, miseria. Pero también, del mismo modo que el imperio donde no se ponía el sol fue poco a poco cayéndose a pedazos, borrado de la faz de la tierra por nuestro infortunio y nuestra vileza, entre sus despojos y ruinas quedó la huella poderosa de hombres singulares, talentos nunca antes vistos que explican, cuando no justifican, aquella época de tanta grandeza y tanta gloria. Hijos de su tiempo en lo malo, que fue mucho. Hijos del genio en lo mejor que dieron de sí mismos, que no fue poco. Ninguna nación alumbró nunca tantos a la vez, ni registró tan fielmente, como ellos hicieron, hasta los menudos pormenores de su época. Por fortuna, todos siguen vivos en los plúteos de las bibliotecas, en las páginas de los libros; a mano de quien se aproxime a ellos y escuche, admirado, el rumor heroico y terrible de nuestro siglo y de nuestras vidas. Sólo así es posible comprender lo que fuimos y lo que somos. Y al cabo, que el diablo nos lleve a todos.

Quedó Lope en su casa, despidióse el secretario Prado y nos atardeció a los demás, Lopito incluido, en la taberna de Juan Lepre, esquina a la calle del Lobo con Huertas, estrujando un pellejo de vino de Lucena. Fue animada parla aquella, con el capitán don Alonso de Contreras, que era en extremo simpático, tragafuegos y hablador, contando episodios de su vida militar y la de mi amo, incluido lo de Nápoles en el año quince, cuando, después de que éste despachase a un hombre en duelo por causa de una mujer, fue el mismo Contreras quien lo ayudó a precaverse de la justicia y regresar a España.

—Tampoco la dama salió bien parada del lance -añadió, riendo—. Diego le dejó una linda marca en la cara como recuerdo… Y por vida del rey, que la daifa merecía eso y más.

—Conozco a muchas —remachó Quevedo, misógino como siempre— que lo merecen.

Y nos regaló, al filo del concepto, unos versos repentizados allí mismo:

Vuela, pensamiento, y dile

a los ojos que más quiero

que hay dinero.

Yo observaba a mi amo, incapaz de imaginarlo acuchillando el rostro de una mujer. Pero éste permanecía inexpresivo, inclinado sobre la mesa, los ojos fijos en el vino de su jarra. Don Francisco sorprendió mi mirada, echó un vistazo de soslayo a Alatriste y no dijo más. Cuántas cosas que ignoro, me interrogué de pronto, habrá tras esos silencios. Y como cada vez que vislumbraba la condición oscura del capitán, me estremecí en los adentros. Nunca es grato ganar en años y lucidez, y penetrar así en los rincones ocultos de tus héroes. En lo que se refiere a Diego Alatriste, a medida que pasaba el tiempo y mis ojos se hacían más despiertos, yo veía cosas que habría preferido no ver.

—Por supuesto —puntualizó Contreras, mirándome también como si temiera haber ido demasiado lejos— éramos briosos y mozos. Recuerdo cierta ocasión, en Corfú…

Y se puso a contar. Al hilo salieron a relucir nombres de amigos comunes, como Diego Duque de Estrada, con el que mi amo había estado de camarada cuando la desastrosa jornada de las Querquenes, donde ambos se vieron a pique de dejar la piel salvando la de Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Quien, por cierto, había trocado los arreos de antaño por el puesto de confidente del cuarto Felipe, a quien acompañaba cada noche, informó Quevedo, en sus correrías galantes. Yo los oía hablar, borradas ya mis últimas reflexiones, fascinado por aquellos relatos de galeras, abordajes, esclavos y botines, que en boca del capitán Contreras adquirían rasgos fabulosos, como el famoso incendio de la escuadra berberisca frente a La Goleta con el marqués de Santa Cruz y la descripción de gratos lugares en la falda del Vesubio, orgías y bernardinas de juventud, cuando Contreras y mi amo se gastaban en pocos días el dinero obtenido corseando por las islas griegas y la costa turca. Todo eso hizo que, al cabo, entre dos tientos al vino que derramábamos con mano torpe sobre la mesa, el capitán Contreras recitara unos versos que Lope de Vega había escrito en su alabanza, donde ahora él intercalaba otros propios en regalo de mi amo:

Probó el natural valor

la fama, laurel y honor

de Contreras para España;

con Alatriste en campaña

del turco fueron pavor.

Y por la menor hazaña

(
que el acero nunca engaña
)

hubo sentencia en favor.

El capitán Alatriste seguía callado, la toledana en el respaldo de la silla y el sombrero en el suelo, sobre la capa doblada, limitándose a asentir de vez en cuando, a intercalar monosílabos y a esbozar una sonrisa cortés bajo el mostacho cuando Contreras, Quevedo o Lopito de Vega se referían a él. Yo asistía a todo bebiendo las palabras, atento cada anécdota y cada recuerdo, sintiéndome uno de ello con pleno derecho; a fin de cuentas, a los dieciséis años era ya veterano de Flandes y de otras campañas más turbias tenía cicatrices propias y manejaba la espada con razonable soltura. Eso me afianzaba en la intención de abrazar la milicia en cuanto fuera posible, y ganar laureles a fin de que un día, narrando mis hazañas en torno a la mesa de una taberna, alguien recitara también, en mi honor, unos versos como aquéllos. Ignoraba entonces que mis deseos serían colmados con creces, y que el camino que me disponía a emprender me llevaría también al otro lado de la gloria y de la fama: al donde el verdadero rostro de la guerra —que había conocido en Flandes con la inconsciencia del boquirrubio para quien la milicia supone un magnífico espectáculo— llega a ensombrecer e1 corazón y la memoria. Hoy, desde esta vejez interminable en la que parezco suspendido mientras escribo mis recuerdos, miro atrás; y bajo el rumor de las banderas que ondean al viento, entre el redoble del tambor que marca el paso tranquilo de la vieja infantería que vi morir en Breda, Nordlingen, Fuenterrabía, Cataluña o Rocroi, sólo encuentro rostros de fantasmas y la soledad lúcida, infinita, de quien conoce lo mejor y lo peor que alberga el nombre de España. Y ahora sé, tras pagar el precio que la vida exige, lo que encerraban los silencios y la mirada ausente del capitán Alatriste.

Se despidió de todos, anduvo solo calle del Lobo arriba y cruzó la carrera de San Jerónimo, arriscado el sombrero y embozado en la capa. Había anochecido, hacía frío y la calle baja de los Peligros estaba desierta, sin otra luz que la vela que ardía en una hornacina de la pared con la imagen de un santo. A medio camino sintió deseos de parar un momento a una necesidad. Demasiado vino, se dijo. Así que fue al más oscuro de los rincones, echó atrás la capa y desabotonó la portañuela de los gregüescos. Así estaba, abiertas las piernas en el rincón, aliviándose, cuando sonó una campanada en el cercano convento de las bernardas de Vallecas. Tenía tiempo de sobra, pensó. Media hora para la cita en una casa del lado alto de la calle, pasada la de Alcalá, donde una vieja dueña zurcidora de honras y tercera contumaz, plática en el oficio, lo tenía todo dispuesto —cama, cena, jofaina y toallas— para su encuentro con María de Castro.

Se abotonaba los calzones cuando oyó el ruido a su espalda. Calle de los Peligros, pensó de pronto. A oscuras y desabrochado. Tendría maldita la gracia terminar de esa manera. Se acomodó la ropa con urgencia, mirando sobre el hombro, y desembarazó el lado izquierdo de la capa, donde pendía la toledana. Por la sangre de Dios. Moverse de noche por Madrid era vivir con el sobresalto en la boca, y quien podía alquilaba escolta con armas y luz para ir de un lado a otro. El consuelo era que, en casos como el de Diego Alatriste, uno mismo podía ser tan peligroso, o más, que cualquiera con quien topase. Todo era cuestión de intenciones. Y las suyas nunca habían sido las de un franciscano.

De momento no vio nada. La noche era negra a boca de sorna, y los aleros de las casas dejaban las fachadas y los portales en sombra cerrada. Sólo a trechos una vela doméstica recortaba una celosía o un postigo entreabierto. Estuvo un rato inmóvil, observando el cruce con la calle de Alcalá como quien estudia un glacis batido por la arcabucería enemiga, y luego caminó con precaución, atento a no pisar cagajones de caballerías ni otras inmundicias de las que apestaban en el albañal. Sólo oía sus pasos. De pronto, ya en el tramo angosto de la calle de los Peligros y al dejar atrás la tapia del huerto de las Vallecas, el eco pareció doblarse. Miró a diestra y siniestra sin detenerse, y al fin advirtió un bulto moviéndose a su derecha, pegado a la fachada de unas casas altas. Podía ser un transeúnte manso como un cordero, o alguien que rondara con mala fe; de modo que siguió camino sin perderlo de vista. Anduvo así veinte o treinta pasos, manteniéndose en el centro de la calle, y al pasar el bulto ante una ventana iluminada vio a un hombre arrebozado, con sombrero de faldas. Siguió camino, ya muy alerta, y a poco distinguió un segundo bulto al otro lado. Demasiados bultos en tan poca luz, se dijo. Sicarios o salteadores. Entonces soltó el fiador de la capa y sacó la centella.

Divide y vencerás, pensaba. Si hay suerte. Y además, al que madruga Dios lo ayuda. De modo que se fue recto al de la derecha, sin más, arrodelándose la capa en el brazo libre, y le dio una cuchillada antes de que el adversario pudiera desembarazarse del paño. Se echó a un lado el otro con un gruñido, traspasada la capa y lo que hubiera detrás; y envuelto aún en ella, la espada virgen en su vaina, reculó por las sombras hasta un portal, doliéndose con muchos resoplidos. Confiando en que el segundo no llevara pistola, Alatriste giró para encararlo, pues lo sentía venir corriendo por la calle. Cerraba a cuerpo, silueta negra con sombrero también a lo valentón, el acero desnudo por delante; así que Alatriste arremolinó la capa, arrojándosela para trabar su espada. Y cuando el otro, con una blasfemia, intentaba liberar la temeraria, el capitán le tiró media docena de hurgonadas en corto y a bulto, casi a ciegas. La última pasó adelante, dando con el jaque en tierra. Miró atrás el capitán, por si peligraba su espalda, mas el de la capa tenía suficiente; alcanzó a distinguirlo calle abajo, perdiéndose de vista. Recogió entonces la suya, que apestaba tras ser pisoteada en el suelo, envainó la blanca, extrajo la daga vizcaína con la urda, y yéndose sobre el caído le puso la punta en la gola.

—Cuéntamelo —dijo— o por Cristo que te mato.

Respiraba entrecortado el otro, maltrecho pero todavía en estado de apreciar las circunstancias. Olía a vino reciente. También a sangre.

—Idos… al diablo —murmuró, débil.

Alatriste lo espulgó de cerca lo mejor que pudo. Barba cerrada. Un aro en la oreja, reluciente en la oscuridad. El hablar era de bravo. Matachín profesional, sin duda. Y por las palabras, crudo.

—El nombre de quien paga —insistió, apretando más la daga.

—Iglesia me llamo —repuso el otro.

—Así me desjarrete el tragar pienso hacerlo.

—Es tal día hará un año.

Rió Alatriste bajo el mostacho, consciente de que el no podía ver su gesto. Tenía hígados el caimán, y allí no iba a sacar nada en limpio. Lo registró —rápido sin encontrar salvo una bolsa, que se guardó, y un cuchillo de buen acero que arrojó lejos.

—Así que no hay bramo? —concluyó.

—No… nes.

El capitán asintió, comprensivo, y se puso en pie. Entre liados del oficio, que tal resultaba el caso, las reglas de anda eran las reglas de la jacaranda. El resto iba a ser pérdida de tiempo, y si asomaba gurullada de corchetes se iba a ver en apuros para dar explicaciones, a esas horas y con un fiambre a los pies. Así que peñas y buen tiempo. Se disponía a envainar la daga y marcharse, cuando lo pensó mejor; y antes, inclinándose de nuevo, le dio al otro un tajo cruzado en la boca. Sonó como en la tabla de un carnicero, y el herido se quedó mudo de veras, por perder el sentido o porque el chirlo le había rebanado la lengua. A saber. Pero poco, pensó Alatriste alejándose, era que la utilizase mucho. Y de cualquier modo, si alguien le remendaba los descosidos y salía de aquélla, eso ayudaría a significarlo otro día, con luz, si se topaban. Y si no, para que el fulano —o lo que quedaba de él después de la mojada y el signum crucis— se acordase toda su vida de la calle de los Peligros.

La luna salió tarde, haciendo halos en los vidrios de la ventana. Diego Alatriste estaba de espaldas a su luz, enmarcado en el rectángulo de claridad plateada que se prolongaba hasta el lecho donde dormía María de Castro. El capitán miraba el contorno de la mujer, escuchando su respiración tranquila, los suaves gemidos que exhalaba al agitarse un poco entre las sábanas que apenas la cubrían, para acomodar mejor el sueño. Olió sus propias manos y la piel de los antebrazos: tenía allí el olor de ella, el aroma de aquel cuerpo que descansaba exhausto tras el largo intercambio de besos y caricias. Se movió, y su sombra pareció deslizarse como la de un espectro sobre la pálida desnudez de ella. Por Cristo que era hermosa.

Fue hasta la mesa y se sirvió un poco de vino. Al hacerlo pasó de la estera a las losas del suelo, y el frío le erizó la piel curtida, de soldado viejo. Bebió sin dejar de mirar a la mujer. Cientos de hombres de toda condición, de calidad y con la bolsa bien repleta, habrían dado cualquier cosa por gozarla unos minutos; y era él quien estaba allí, ahíto de su carne y de su boca. Sin otra fortuna que su espada y sin más futuro que el olvido. Eran extraños, pensó una vez más, los mecanismos que movían el pensamiento de las mujeres. O al menos de las mujeres como aquélla. La bolsa del sicario que él había puesto sin palabras sobre la mesa —sin duda el precio de su propia vida— contenía apenas lo necesario para que se adornara con unos chapines, un abanico y unas cintas. Y sin embargo, allí estaba él. Y allí estaba ella.

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