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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (12 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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Al mirar hacia arriba, tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar, lleno de horror. El casco del balandro, con su figura oscura aunque moteada de burbujas, parecía encontrarse siete veces más arriba que la distancia que él había descendido por los nudos que había contado. Sin embargo, mirando directamente hacia arriba, vio que el círculo de cielo de un azul profundo no había disminuido de un modo correspondiente, mientras que el bauprés seguía siendo grueso. La curva del tubo había hecho disminuir el tamaño del balandro, de la misma forma que sucediera con el tiburón. La ilusión era más extraña y Preocupante, nada más.

Y ahora, mientras el Ratonero continuaba suavemente su descenso, el círculo existente sobre él se hizo cada vez más pequeño y más profundamente azul, convirtiéndose en una fuente de cobalto, en un plato ^y finalmente en algo poco más grande que una extraña moneda ultramarina formada por el punto convergente del tubo y de la cuerda y en la que el Ratonero creyó ver brillar una estrella. Arrojó hacia ella unos pocos besos rápidos, pensando en lo mucho que se parecían a las últimas burbujas emitidas por un hombre. La luz se debilitó. Alrededor de él, los colores se desvanecieron, las algas festoneadas de marrón se volvieron grises, el pez perdió sus anillos amarillos, y las propias manos del Ratonero se hicieron azules, como las de un cadáver. Y entonces empezó a distinguir débilmente el fondo del mar, a la misma distancia extravagante por debajo de él a la que se encontraba el balandro por encima, aunque inmediatamente debajo de él el fondo parecía estar extrañamente velado o alfombrado y sólo más lejos podía distinguir rocas y crestas de arena.

Le dolían los brazos y los hombros. Las palmas de las manos le quemaban. Un mero, monstruosamente grueso, nadó hasta el tubo y le siguió hacia abajo, trazando círculos. El Ratonero le miró amenazadoramente y el animal abrió una boca enormemente grande, de luna llena. El Ratonero observó los afilados dientes y se dio cuenta entonces de que se trataba del tiburón que había visto antes, o de otro similar, empequeñecido por la lente del tubo. Los dientes se cerraron, algunos de ellos en el interior del tubo, a sólo unos centímetros de él. La «piel» del agua no se rompió desastrosamente, aunque el Ratonero tuvo la extraña impresión de que el «bocado» derramó un poco de agua en el interior del tubo. El tiburón continuó nadando en círculo a una distancia moderada y el Ratonero se guardó mucho de dirigirle otra mirada amenazadora.

Mientras tanto, el olor a pescado se había hecho mucho más fuerte, como también había aumentado la cantidad de humo existente en el tubo, pues ahora el Ratonero tuvo que toser a pesar de sí mismo, enviando arriba y abajo las ondas circulares de agua. Luchó consigo mismo para suprimir una sensación de angustia..., y en aquel preciso momento sus pies ya no tocaron más cuerda. Se desató la cuerda extra que llevaba atada al cinturón, descendió otros tres nudos, ató la cuerda al segundo nudo y continuó descendiendo hacia el fondo.

Cinco nudos más abajo, sus pies se posaron sobre una fría suciedad. Desprendió las agarrotadas manos de la cuerda, moviendo los dedos, al mismo tiempo que llamaba, con suavidad, pero con enojo:

—¡Fafhrd!

Después, miró a su alrededor.

Se encontraba en el centro de una gran y baja tienda de aire, cuyo piso estaba formado por la suciedad aterciopelada del fondo, en la que se hundió hasta los tobillos; el techo estaba formado por la superficie inferior del agua, de un color plomizo brillante; aunque pareciera extraño, poseía abultamientos y huecos, con importantes protuberancias hacia abajo aquí y allá. La tienda de aire tenía aproximadamente unos tres metros y medio de altura al pie del tubo. Su diámetro parecía ser por lo menos veinte veces superior, aunque era imposible juzgar hasta dónde se extendían sus bordes, por varias razones: la gran irregularidad del techo de la tienda; la dificultad de suponer siquiera la extensión de algunas zonas externas, en las que la distancia entre el techo de agua y el fondo de suciedad sólo se podía medir por centímetros; el hecho de que la luz gris transmitida desde arriba apenas permitía una visión decente a más de una docena de metros de distancia; y finalmente la circunstancia de que había por allí bastante humo de antorcha, que se acumulaba en algunos lugares cerca del techo, formando bolsas, aunque también se deslizaba poco a poco por el tubo, hacia arriba.

El Ratonero no podía concebir cuáles eran las fabulosas fuerzas que mantenían el pesado techo del océano, del mismo modo que tampoco podía imaginar cuál era la fuerza que mantenía abierto el tubo.

Retorciendo desagradablemente las ventanas de la nariz, tanto a causa del humo como por el fuerte olor a pescado, el Ratonero recorrió con la mirada toda la circunferencia de la tienda. Vio por fin un débil resplandor rojizo en la mancha negra más espesa, y un poco después apareció Fafhrd. La humeante llama de la antorcha de pino, que sólo estaba medio consumida, mostró al norteño enfangado de suciedad hasta los muslos, apretujando contra un costado, con su brazo izquierdo libre, una goteante mezcolanza de diversos objetos brillantes. Se había inclinado algo, pues el techo se abombaba hacia abajo donde él se encontraba.

—¡Cerebro de grasa de ballena! —le saludó el Ratonero—. ¡Apaga esa antorcha antes de que nos ahoguemos de humo! Podemos ver mucho mejor sin ella. ¿O es que prefieres cegarte con el humo con tal de tener luz? ¡Zoquete!

Para el Ratonero sólo había una forma evidente de apagar la antorcha, introduciéndola en el fango humedecido del suelo, pero Fafhrd, aunque sonrió muy agradablemente y de un modo ausente ante la sugerencia del Ratonero, tenía otra idea. A pesar del angustioso grito de advertencia de su compañero, elevó la llama, introduciéndola en el techo acuoso.

Se produjo un fuerte silbido y una gran humareda de vapor y, por un instante, el Ratonero creyó ver realizados sus más terribles presentimientos, pues el chorro de agua surgió del punto donde se apagó la antorcha, cayendo sobre el cuello de Fafhrd. Pero cuando empezó a desaparecer el vapor, fue evidente que el resto del mar no iba a descender del mismo modo que aquel chorro, al menos por el momento. Sin embargo, ahora había una amenazadora protuberancia, como un tumor redondeado, en el techo, allí donde Fafhrd apagara la antorcha, y por allí descendía continuamente un chorro del grueso de— una pluma, que abría un pequeño cráter en el fango del suelo.

—¡No hagas eso! —le ordenó el Ratonero, lleno de furia.

—¿Esto? —preguntó Fafhrd, introduciendo un dedo por el techo de agua, cerca de donde se encontraba el chorro.

Se produjo una nueva fisura, que se convirtió inmediatamente en un nuevo chorro de agua, de modo que ahora había dos bultos chorreantes, uno al lado del otro, como dos pechos.

—Sí,
eso...
No lo vuelvas a hacer —se las arregló para contestar el Ratonero con una voz distante y elevada a causa del control de sí mismo que tuvo que esforzarse por mantener para no enojarse con Fafhrd, provocando quizá más pruebas irresponsables.»

—Muy bien, no lo haré —le aseguró el norteño—. Aunque estos dos chorros tardarían años en llenar de agua esta cavidad —añadió, mirando pensativamente los dos hilillos de agua.

—¿A quién se le ocurre hablar de años aquí abajo? —espetó el Ratonero—. ¡Imbécil! ¡Cabeza de hierro! ¿Por qué me has mentido? Me has dicho que aquí había «de todo». Que había «todo un mundo». ¿Y qué es lo que me encuentro? ¡Nada! ¡Una zona miserablemente pequeña y llena de fango maloliente!

Y el Ratonero dio una patada en el suelo, lleno de rabia, lo que sólo sirvió para llenarle de fango, mientras que un pez jadeante y fosforescente, que se encontraba enterrado en el lodo, le miró con aire acusador.

—Esa patada tan basta —dijo Fafhrd con suavidad— puede haber reventado el afiligranado cráneo plateado de una princesa. ¿Dices que «nada»? ¡Mira, Ratonero! Mira qué tesoros he encontrado en esta zona maloliente como tú dices.

Al acercarse hacia el Ratonero, deslizándose suavemente con sus grandes pies a través de la parte superior del fango, a pesar de sus botas claveteadas, sacudió los objetos brillantes que llevaba en el brazo izquierdo e introdujo los dedos de la mano derecha entre ellos.

—¡Mira! —dijo—. Joyas como jamás fueron soñadas por los que navegaban allá arriba. Sólo he tenido que recogerlas del fango mientras estaba buscando otra cosa.

—¿Qué otra cosa andabas buscando? —preguntó el Ratonero con aspereza, aunque mirando ávidamente los objetos brillantes.

—El camino —contestó Fafhrd en tono algo quejumbroso, como si el Ratonero tuviera que saber ya de qué se trataba—. El camino que desde alguna esquina o pliegue de esta tienda de aire debe conducir hacia donde se encuentran las mujeres del rey del mar. Estas cosas son una promesa segura de que ese camino existe. Mira, Ratonero.

Abrió el brazo izquierdo, que mantenía doblado, y con una gran delicadeza, utilizando sólo las yemas de dos dedos, levantó una máscara metálica.

Bajo aquella tenebrosa luz gris resultaba imposible decir si el metal era oro o plata, o estaño o incluso bronce, como tampoco se podía saber si las anchas y onduladas vetas que mostraba, como los trazos de gotas de sudor o de lágrimas, de un color verde—azulado, eran cardenillo o lodo. Sin embargo, estaba claro que se trataba de un objeto femenino, patricio, seductor, atractivo aunque cruel, inolvidablemente hernioso. El Ratonero lo agarró con avidez, aunque con enojo, y toda la parte inferior del rostro de la máscara se encogió en su mano, dejando solamente la orgullosa frente y las órbitas de los ojos, que le miraban mucho más trágicamente que unos ojos verdaderos.

El Ratonero retrocedió, esperando quizá que Fafhrd le pegara, pero, al mismo tiempo, vio que el norteño se volvía y, elevando su brazo derecho, señalaba algo con el índice, como si fuera un semáforo de baja altura.

—¡Tenías razón, oh, Ratonero! —gritó Fafhrd con júbilo—. No sólo el humo de la antorcha, sino la propia luz era lo que me cegaba. ¡Mira! ¡Mira él camino!

La
mirada del Ratonero se volvió hacia donde indicaba Fafhrd. Ahora que había desaparecido algo el humo y que la antorcha ya no arrojaba sus rayos de luz anaranjados, la desigual fosforescencia del fango y de los pequeños animales marinos moribundos, desparramados por allí, empezaron a verse con cierta claridad, a pesar de la apagada luz que se filtraba desde arriba.

La fosforescencia, sin embargo, no era desigual en todas partes. Empezando por el hueco del que colgaba la cuerda, un camino de un ininterrumpido brillo amarillo—verdoso se dirigía hacia una poco prometedora esquina de la tienda de aire, donde parecía desaparecer.

—No lo sigas, Fafhrd —dijo automáticamente el Ratonero.

Pero el norteño ya había empezado a moverse. Pasó junto a él, dando largas zancadas. Poco a poco, su brazo doblado comenzó a abrirse y los tesoros que había recogido del fango fueron cayendo uno tras otro sobre el lodo. Llegó al camino y empezó a seguirlo, colocando sus pies, con botas claveteadas, en el centro mismo.

—No lo sigas, Fafhrd —repitió el Ratonero sin ninguna esperanza, de un modo casi implorante, como él mismo tuvo que admitir—. Te digo que no lo sigas. Sólo conduce a una muerte segura. Aún podemos regresar, subiendo por la cuerda. Y nos podemos llevar lo que has recogido...

—Pero, mientras hablaba, él mismo estaba siguiendo el túnel a Fafhrd, recogiendo
los
objetos que su camarada dejaba caer, aunque con mucho mayor cuidado de lo que había cogido la máscara. Mientras continuaba haciéndolo, el Ratonero se dijo que no valía la pena hacer aquel esfuerzo; aunque brillaron muy atractivamente, los collares, tiaras, petos afiligranados y broches no pesaban más ni eran más gruesos que trenzas de helechos muertos. No podía imitar la —delicadeza con que los cogiera Fafhrd y se deshacían en cuanto los tocaba.

Fafhrd volvió hacia él un rostro radiante, como quien está soñando en un último éxtasis. Cuando se deslizó de entre sus manos el último objeto que le quedaba, dijo:

—Eso no es nada..., no es más que la máscara..., simples hilillos de un tesoro. ¡Pero y la promesa que eso nos ofrece, Ratonero! ¡Oh, esa promesa!

Y, al decir esto, se volvió de nuevo hacia adelante y se detuvo bajo una gran protuberancia que formaba el techo.

El Ratonero lanzó una mirada hacia el brillante camino y el pequeño trozo circular de luz del cielo, con la cuerda de nudos que caía en el centro. Los delgados chorros de agua que caían de las dos «heridas» abiertas en el techo parecían ser cada vez más fuertes..., allí donde caían, el fango salpicaba en todas direcciones. Después, volviéndose, siguió a Fafhrd.

Al otro lado de la protuberancia, el techo volvía a elevarse por encima de la altura de la cabeza, pero las paredes de la tienda de aire se estrechaban mucho más. No tardaron en encontrarse avanzando a lo largo de un verdadero túnel abierto en el agua, un paso de color plomizo, de techo arqueado, no mucho más ancho que el camino de fosforescencia amarillo—verdosa que cubría el suelo. El túnel doblaba ahora a la izquierda, luego a la derecha, de modo que no podían ver una gran distancia por delante de ellos. De vez en cuando, el Ratonero creía escuchar débiles silbidos y gemidos que producían un eco a lo largo del túnel. Pisó un gran cangrejo que se retiraba a toda prisa y vio junto a él la mano de un hombre muerto, que surgía del fango brillante y, con un dedo de carne putrefacta, señalaba hacia el camino que ellos estaban siguiendo ahora.

Fafhrd se giró a medias hacia él y murmuró gravemente :

—Sígueme, Ratonero. ¡Hay algo de mágico en todo esto!

El Ratonero pensó que en su vida había escuchado una observación menos necesaria que aquélla. Se sentía muy deprimido. Ya hacía tiempo que había abandonado sus ruegos pueriles para que Fafhrd regresara... Sabía que no había forma de detener a Fafhrd, a no ser que se enzarzara en una pelea con él, lo cual les enviaría inevitablemente a ambos a través de las paredes acuosas del túnel, y ésa no era, en modo alguno, su intención. Claro que siempre podría volverse y regresar él solo. Sin embargo...

Con la monotonía del túnel y la de avanzar un pie detrás del otro, dejándolo caer con un suave chapoteo sobre el lodo, el Ratonero encontró tiempo para sentirse oprimido, pensando en el peso del agua que tenían sobre sus cabezas. Era como si estuviera andando mientras era perseguido por todas las naves del mundo. Su imaginación no podía pensar en otra cosa, excepto en el derrumbamiento repentino de las paredes del túnel. Encogía la cabeza, metiéndola entre los hombros, y eso era todo lo que podía hacer para no doblar los codos y las rodillas y dejarse caer sobre el fango, con la propia anticipación del acontecimiento que tanto temía.

BOOK: Espadas entre la niebla
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