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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Espadas entre la niebla (11 page)

BOOK: Espadas entre la niebla
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El Ratonero pensó que el calor y el aspecto deslumbrante del sol implacable —junto con a los repentinos e intensos anhelos normales de todos los marinos que se encontraban en el mar desde hacía mucho tiempo— tenían que haber descompuesto a Fafhrd, y terminó por abandonar su intento de convencer al norteño para que llevara un sombrero de ala ancha y no se le salieran los ojos de las órbitas. Para el Ratonero, fue un gran alivio ver cómo Fafhrd caía sumido en un profundo sueño con la llegada de la noche, aunque entonces la ilusión —o la realidad— del dulce canto de las sirenas comenzó a perturbar su propia tranquilidad.

Sí, el Ratonero podría haber pensado muy bien en cualquiera de estas cuestiones, y sobre todo en las manifestaciones proféticas de Fafhrd, mientras se encontraba bajo el sol caliente sobre el sólido bauprés del
Tesoro Negro.
Sin embargo, el hecho era que únicamente le preocupaba la maravilla de jade, tan cercana que casi podía extender una mano hacia abajo para tocar el principio.

Resulta conveniente aproximarse a todos los milagros y maravillas por fases o de un modo gradual, y nosotros lo podemos hacer así examinando otro de los aspectos del vítreo paisaje marino en el que el Ratonero también podría estar pensando..., aunque no lo estaba.

Aunque la superficie del mar Interior que rodeaba el balandro no mostraba ninguna onda ni estremecimiento por pequeño que fuera, tampoco aparecía perfectamente plano. Aquí y allá, de un modo disperso, se veía rizada por pequeñas depresiones, del tamaño y la forma aproximadas de un plato llano, como si unos invisibles y gigantescos escarabajos de agua, del peso de una pluma, se encontraran sobre ellas..., aunque las depresiones no estaban configuradas de acuerdo con ningún modelo de seis patas, o de cuatro, o incluso de tres. Más aún, un pequeño tallo de aire parecía descender desde el centro de cada depresión, alcanzando una distancia indefinida en el interior del agua, como los diminutos torbellinos que se forman a veces cuando se estira del tapón turquesa de la bañera, llena hasta el borde, de la Reina del Este... (o como el desagüe incontenible de una bañera hecha con cualquier material pobre, perteneciente a cualquier persona humilde), excepto que en este caso no se producía ningún remolino de agua y los tallos de aire no estaban cortados ni enredados en ninguna parte, sino que eran rectos, como estoques de hoja delgada con unas guardas en forma de pequeños platos, pero todo ello tan invisible como el aire que había penetrado en las aguas inmóviles que rodeaban al
Tesoro Negro;
o como un bosque disperso de invisibles tallos de azucenas que hubiera surgido alrededor del balandro.

Imagínense una depresión, llena de aire, aumentada de tal modo que el plato no tuviera el tamaño de la palma de la mano, sino la longitud de una buena lanza, y que la hoja recta de lo que parecía una espada no tuviera el ancho de una uña, sino su buen metro y medio; imagínense al balandro con toda su proa hacia abajo, introducida en aquella depresión poco profunda, pero deteniéndose justo poco antes de llegar al centro, y flotando inmóvil allí; imagínense el bauprés de la nave ligeramente inclinada, proyectándose sobre el centro exacto del tubo central o pozo de aire; imagínense a un hombre pequeño, fornido, tostado como una nuez, con un taparrabos gris, echado a lo largo del bauprés, con los pies abrazados contra la barandilla de la cubierta de proa y mirando directamente hacia las profundidades del tubo..., y comprenderán con toda exactitud la situación de Ratonero Gris.

Encontrarse en la situación de Ratonero y mirar tubo abajo, resultaba muy fascinante; una experiencia calculada para eliminar cualquier otro tipo de pensamientos de la mente de un hombre..., ¡e incluso de una mujer! Aquí, el agua, a un tiro de flecha de la cremosa pared rocosa, era verde, notablemente clara, pero demasiado profunda para permitir ver el fondo... Las sondas tomadas el día anterior demostraban que el fondo se encontraba a unos cuarenta o cuarenta y cinco metros de distancia. El tubo, del tamaño de un pozo, bajaba a través del agua formando una circunferencia tan perfecta y suave como si estuviera recubierta de vidrio; de hecho, el Ratonero podría haber pensado que estaba recubierta de cristal —que el agua que la rodeaba había quedado de algún modo helada inmediatamente o endurecida sin alterar por ello su transparencia—, excepto por el hecho de que ante el sonido más ligero, como el toser del Ratonero, pequeños estremecimientos corrían arriba y abajo, en forma de series de ondas circulares.

El Ratonero ni siquiera podía empezar a imaginar qué poder era capaz de impedir que el tremendo peso del mar inundara el tubo en un instante.

Sin embargo, era infinitamente fascinante mirar hacia abajo por el tubo. La luz del sol, transmitida a través del agua del mar, lo iluminaba hasta una considerable profundidad, dándole un color verdoso, y el muro circular producía extrañas travesuras con la distancia. Por ejemplo, en este momento en que el Ratonero miraba oblicuamente por la parte lateral del tubo, vio un grueso pez, tan largo como su brazo, nadando alrededor del tubo y acercando su cabeza a él. La figura del pez le resultaba muy familiar y, sin embargo, no podía decir cuál era su nombre. Entonces, ladeando la cabeza y mirando al mismo pez a través del agua clara que rodeaba el tubo, vio que el pez tenía tres veces la longitud de su cuerpo...; en realidad, se trataba de un tiburón. El Ratonero se estremeció y se dijo a sí mismo que la pared curvada del tubo debía actuar como las lentes de reducción utilizadas por unos pocos artistas en Lankhmar. En general, el Ratonero podría haber llegado a la conclusión de que el túnel vertical existente en el agua era una ilusión nacida del brillo del sol y de la autosugestión, y que se le habrían salido los ojos de las cuencas, y se habría llenado los oídos de cera para no escuchar más cantos de sirena y después quizá habría echado un trago del licor prohibido y se habría marchado a dormir, de no haber sido por otras circunstancias que lograban dar a todo el asunto una mayor firmeza de realidad. Por ejemplo, había una cuerda fuertemente atada al bauprés y que colgaba hacia el centro del tubo, y aquella cuerda crujía de vez en cuando con el peso que colgaba de ella y, además, por el hueco del túnel surgían hilillos de humo negro (que eran los que hacían toser al Ratonero), y finalmente, allá abajo, en el hueco, se veía arder una antorcha —tan profunda se encontraba que su llama no se veía mayor que la de un candil—, y justo al lado de la llama, algo oscurecido por el humo y muy empequeñecido por la distancia, se observaba el rostro de Fafhrd, que miraba hacia arriba.

El Ratonero estaba inclinado para captar la realidad de cualquier cosa que pudiera sucederle a Fafhrd, sobre todo cualquier cosa de tipo físico; los casi dos metros diez del norteño formaban un bulto de materia sólida demasiado enorme como para imaginárselo deambulando de la mano de ilusiones.

Los
acontecimientos que condujeron a aquella situación —la cuerda, el humo y Fafhrd introducido en el pozo de aire—, habían sido muy sencillos. Al amanecer, el balandro había comenzado a deslizarse misteriosamente entre las depresiones de agua, sin que existiera ningún viento o corriente perceptible. Poco después había chocado contra el borde de la gran depresión en forma de plato, deslizándose hasta alcanzar su posición actual, con una cierta precipitación, para quedarse allí, helado, como si el bauprés del balandro y el túnel fueran polos magnéticos que se atrajeran mutuamente hasta quedar totalmente acoplados. Después, mientras el Ratonero lo observaba todo con los ojos muy abiertos y con unos dientes castañeteantes, Fafhrd había mirado por el pozo, gruñó con una estólida satisfacción, deslizó por el pozo la cuerda atada y después procedió a descender él mismo por la cuerda, con la mente aparentemente llena tanto de amor como de guerra; se había perfumado el pelo del pecho y de los sobacos, se había puesto pomada en el pelo y en la barba, una túnica de seda azul bajo la de piel de nutria, y todos sus collares de plata, así como sus brazaletes, broches y anillos, aunque también se sujetó bien la espada y el hacha a ambos costados y se puso finalmente las botas claveteadas. Después, encendió una larga y delgada antorcha de pino resinoso en el fogón de la galería y cuando estaba encendida con toda su potencia y a pesar de los gritos solícitos del Ratonero y de todas sus protestas, se subió al bauprés y descendió hacia el interior del hueco, utilizando los dedos gordo e índice de su mano derecha para sostener la antorcha y los otros tres dedos de la misma mano, así como la mano izquierda, para agarrar la cuerda. Sólo entonces habló, diciéndole al Ratonero que se preparara y le siguiera si es que era un hombre apasionado y no un perezoso insensible.

El Ratonero se preparó, quitándose la mayor parte de sus ropas —se le ocurrió pensar que tendría que zambullirse para buscar a Fafhrd cuando el hueco se diera cuenta de la imposibilidad de la situación y se cerrara sobre él—, y había colocado sobre la cubierta su propia espada Escalpelo y su cuchillo Quijada de Gato, introducidos en sus vainas de piel de foca engrasada, con la idea de que podría necesitarlos para luchar contra los tiburones. Después, como ya hemos visto, se situó en el bauprés, observando el lento descenso de Fafhrd y dejando que le embargara toda la fascinación de la situación.

Finalmente, bajó la cabeza y llamó suavemente, hacia el interior del hueco:

—Fafhrd, ¿has llegado ya al fondo? —preguntó, frunciendo el ceño ante las ondas en forma circular que hasta aquella suave llamada produjo, y que descendieron a lo largo del agujero, para subir después por efecto de la reflexión.

—¿QUE HAS DICHO?

El grito de contestación de Fafhrd, concentrado por el tubo, y surgiendo de él como si fuera un proyectil sólido, casi arrojó al Ratonero del bauprés. Pero lo más terrorífico de todo fue que las ondas circulares que acompañaron al grito fueron tan enormes que casi parecieron cerrar el túnel por completo, estrechando la abertura de metro y medio casi totalmente y arrojando una lluvia de gotas contra el rostro del Ratonero cuando las ondas alcanzaron la superficie, elevando los bordes del hueco como si el agua fuera elástica, y volviendo después a descender a lo largo del "tubo.

El Ratonero cerró los ojos con una expresión de terror, pero cuando los volvió a abrir el hueco seguía estando allí y las gigantescas ondas circulares empezaban a desaparecer.

Hablando en voz un poco más alta que la primera vez, pero mucho más patéticamente, el Ratonero dijo, asomándose hacia abajo:

—Fafhrd, ¡no vuelvas a hacer eso!

—¿QUE?

En esta ocasión, el Ratonero estaba preparado..., pero fue igualmente horrible para él ver cómo aquellos enormes anillos viajaban hacia arriba y después hacia abajo del tubo, en un movimiento peristáltico de color verdoso. Decidió firmemente no decir nada más, pero precisamente entonces comenzó Fafhrd a hablar por el tubo con un tono de voz cuyo volumen parecía más racional..., pues los anillos que produjo apenas si fueron más gruesos que la muñeca de un hombre:

—¡Vamos,
Ratonero! ¡Es muy fácil! ¡Sólo tienes que dejarte caer los últimos dos metros!


¡No te sueltes, Fafhrd! —exclamó instantáneamente el Ratonero—. ¡Sube!


¡Ya lo he hecho! Quiero decir que ya he bajado. Estoy en el fondo. ¡Oh, Ratonero...!

La última parte de las palabras de Fafhrd estaba tan llena de una mezcla de temor y excitación, que el Ratonero le preguntó inmediatamente:

—¿Qué? Oh, Ratonero... ¿qué?

—¡Es maravilloso, asombroso, fantástico! —le llegó la respuesta desde abajo.

En esta ocasión, las palabras llegaron hasta él repentinamente debilitadas, como si Fafhrd hubiera realizado una o dos imposibles vueltas en el interior del tubo.

—¿Qué es, Fafhrd? —preguntó el Ratonero, y en esta ocasión, su voz sólo produjo unas ondas circulares moderadas—. No te marches, Fafhrd. Pero ¿qué es lo que hay allá abajo?


¡De todo! —
le llegó la respuesta, no tan debilitada esta vez.

—¿Hay mujeres? —preguntó el Ratonero.

—¡Está lleno!

El Ratonero suspiró. Sabía que había llegado el momento, como llegaba siempre, en el que las circunstancias externas y las necesidades internas exigían llevar a cabo una acción; cuando la curiosidad y la fascinación emborronaban la escala de la precaución; cuando el atractivo de una visión y de una aventura se hacía tan grande y se introducía tan profundamente en el ser, que tenía que responder al estímulo o ver cómo desaparecía su más profundo respeto de sí mismo.

Por otra parte, sabía por larga experiencia que la única forma de sacar a Fafhrd de las situaciones difíciles en las que él mismo se metía era ir a buscar a aquel bravucón perfumado y armado.

Así pues, el Ratonero se levantó, sujetó a su cinturón las armas envainadas en piel de foca, colgó a su lado un pequeño látigo anudado con un nudo corredizo en uno de sus extremos, se aseguró de que las escotillas del balandro estaban bien cerradas, de que el fuego se encontraba bien conservado en el fogón, murmuró una breve y enojada oración a los dioses de Lankhmar y, finalmente, inclinándose sobre el bauprés, descendió al interior del hueco verdoso.

El hueco era frío y olía a pescado, humo y pomada de Fafhrd. En cuanto penetró en él, la principal preocupación del Ratonero fue, para sorpresa propia, no tocar las paredes vítreas. Tenía la sensación de que aun cuando sólo las rozara, la milagrosa «piel» del agua se rompería y él sería tragado como, es tragado un pequeño punto de aceite que flota en un cuenco de agua, con su diminuta «piel de agua», cuando ésta se rompe. Descendió rápidamente, nudo a nudo, sujetándose con las manos, sin apenas tocar con los pies la cuerda que se extendía por debajo de él, rezando para que no se produjera ningún balanceo y para conseguir controlarlo si se producía. Se le ocurrió que debía haber dicho a Fafhrd que sujetara la cuerda desde el fondo, si es que podía, y, sobre todo, haberle dicho que no hablara por el tubo mientras él descendía —la idea de ser estrujado por aquellas terribles ondas circulares de agua le resultó casi insoportable—. ¡Pero ahora era ya demasiado tarde! Cualquier palabra que pronunciara ahora haría que el norteño le respondiera casi seguramente con un grito.

Tras haber tomado buena nota de estos primeros temores, aunque no por ello se desvanecieran, el Ratonero comenzó a inspeccionar todo lo que le rodeaba. El luminoso mundo verde no parecía una simple esmeralda, como le había parecido al principio. Había vida en él, aunque no en gran abundancia: delgados filamentos de algas festoneadas de marrón; medusas casi invisibles, con sus flequillos opalescentes colgando; diminutas rayas oscuras, flotando como murciélagos; pequeños peces de agallas plateadas, planeando y moviéndose con rapidez..., algunos de ellos, como uno de anillos azules y amarillos y otros de diminutos puntos negros, disputándose perezosamente los desperdicios matutinos del Tesoro
Negro,
que el Ratonero reconoció por una larga y pálida costilla de vaca que Fafhrd había roído durante un momento, antes de lanzarla por la borda.

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