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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (24 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Luego los patrones comentaron que la ventaja del trabajador mexicano era que no se hacía ciudadano ni organizaba sindicatos y huelgas como los inmigrantes europeos. Pero si este tal Fortunato Ayala se volvía respondón, habría que aislarlo, castigarlo.

—A todos se les sube —dijo uno de estos empleadores.

—Todos acaban por enterarse de sus derechos —dijo otro.

Por eso cuando se acabó la guerra y con ella el programa de braceros, el joven nieto de Fortunato padre e hijo de Fortunato hijo, Salvador Ayala, se encontró con la frontera cerrada. Ya no eran necesarios. Pero el pueblecito cerca de Purísima del Rincón se había acostumbrado a vivir de las remesas. Todos sus jóvenes dejaban el pueblo para buscar el trabajo en el norte. Si no, el pueblecito se moriría, como se muere un niño abandonado en el monte por sus padres. Valía la pena arriesgarlo todo. Eran los hombres, eran los muchachos. Los más fuertes, los más listos, los más valientes. Ellos se iban. Los niños, las mujeres, los ancianos, se quedaban atrás. Todos dependían de los trabajadores.

—Aquí hay hombres que viven porque hay hombres que se van. Que no se diga que aquí hay hombres que mueren porque ya nadie se va.

Salvador Ayala, padre de Benito, hijo y nieto de los Fortunatos, se volvió espalda mojada, el ilegal que cruzaba el río de noche y era pescado del otro lado por la patrulla fronteriza. Se la jugaban. Él y los demás. Valía la pena el riesgo. Si los agricultores texanos necesitaban mano de obra, el mojado nomás era llevado de vuelta a la frontera y puesto del lado mexicano. En seguida era admitido, ya seco, del lado texano, protegido por un empleador. Pero cada año, la duda se repetía. ¿Esta vez, entraré o no? Esta vez, ¿podré mandar cien, doscientos dólares al pueblo?

La información circulaba en Purísima del Rincón. De la placita a la iglesia, de la sacristía a la cantina, del riachuelo a los campos de nopal y breña, de la gasolinera a la costurería, todos sabían que en época de cosechas no hay ley que valga. Les dan órdenes de no deportar a nadie. Podemos ir. Podemos pasar. La policía ni se acerca a los ranchos texanos protegidos, aunque sepan que todos los trabajadores son ilegales.

—No te preocupes. Esto no depende de nosotros. Si les hacemos falta, nos dejan pasar, con ley o sin ella. Si no les hacemos falta, nos corren a patadas, con ley o sin ella.

A nadie le fue peor que a Salvador Ayala, padre de Benito y nieto del primer Fortunato. A él le tocaron las peores represiones, las expulsiones, las operaciones de limpia fronteriza. A él le tocó ser víctima del capricho brutal. El patrón decidía cuándo tratarlo como trabajador contratado y cuándo como criminal y entregarlo a la migra. Salvador Ayala se quedó sin armas. Si alegaba que el patrón le había dado trabajo ilegalmente, se condenaba a sí mismo y carecía de pruebas contra él. El patrón manejaba los documentos falsos para probar que Salvador era obrero legal, si hacía falta. Para volverlos invisibles y deportar a Salvador, si hacía falta.

Ahora era la peor época. Benito sabía, nieto del segundo Fortunato e hijo de Salvador, descendiente del fundador del éxodo, el primer Fortunato, que todas las épocas eran difíciles, pero esta más que ninguna.

Porque ahora seguía habiendo necesidad. Pero también había odio.

—¿A ti también te odiaron? —le preguntó Benito a su padre Salvador.

—Como te van a odiar a ti, no.

No sabía las razones, pero lo sentía. Detenido del lado mexicano del Río Bravo, sentía el miedo de todos y el odio del otro lado. Iba a cruzar de todos modos. Pensó en todos los que dependían de él en Purísima del Rincón.

Extendió hasta donde pudo los brazos en cruz, crispando los puños, mostrando el cuerpo listo para trabajar, pidiendo un poco de amor y compasión, no sabiendo si cerraba los puños así por coraje, desafío o de plano resignación y desánimo.

Ésta nunca fue la tierra donde el hombre nunca fue: desde hace treinta mil años los pueblos siguen el curso del río grande, río bravo, descienden desde el norte, emigran hacia el sur, buscan los nuevos territorios de la caza, de paso descubren América, sienten la atracción y la hostilidad del nuevo mundo, no descansan hasta recorrerla entera para saber si es tierra amiga o enemiga, hasta llegar al otro polo, tierra que tuvo placenta de cobre, tierra que tendrá nombre de plata, tierras todas de la migración más vasta conocida por los hombres, de Alaska a Patagonia, tierra bautizada por la migración: acompañada, América, de vuelos e imágenes, de metáforas y metamorfosis que hacen llevadero el andar, que salvan a los pueblos de la fatiga, el abatimiento, la lejanía, el tiempo, los siglos necesarios para recorrer América de polo a polo: no diré sus nombres, sólo los conocen quienes saben escuchar el silencio, no contaré sus hazañas, sólo las repiten las estrellas de polvo de los senderos, no recordaré sus sufrimientos, los grita el huracán de las aves, no mencionaré sus calendarios, son todos un río de cenizas, sólo el perro los acompañó, el único animal amigo del indio, pero luego se cansaron de tanto andar, soltaron a los perros en feroces jaurías cimarronas y ellos se detuvieron, decidieron que el centro del mundo estaba aquí mismo, donde estaban plantados sus pies en ese instante, éste era el centro del mundo, la tierra del río grande, río bravo; el mundo había brotado de los surtidores invisibles de las aguas del desierto; los ríos subterráneos, dicen los indios, son la música de Dios, gracias a ellos crece el maíz, el frijol, la calabaza y el algodón, y cada vez que una planta crece y da sus frutos, el indio se transforma, el indio se vuelve estrella, olvido, ave, mezquite, olla, membrana, flecha, incienso, lluvia, olor de lluvia, tierra, temblor de tierra, fuego apagado, silbido en la montaña, beso a escondidas, todo esto se vuelve el indio cuando la semilla muere, se vuelve niño y abuelo del niño, memoria, ladrido, alacrán, zopilote, nube y mesa, vasija rota del nacimiento, túnica escarmentada de la muerte, se vuelve máscara, escalera, roedor, se vuelve caballo, se vuelve rifle, se vuelve blanco; sueña el indio y su sueño se convierte en profecía, todos los sueños de los indios se vuelven realidad, encarnan, les dan la razón, los llenan de pavor y por eso los vuelven sospechosos, arrogantes, celosos, orgullosos pero espantados de conocer siempre el porvenir, sospechosos de que se vuelva realidad lo que sólo debió ser una pesadilla: el hombre blanco, el caballo, el fusil, ay, ellos habían dejado de moverse, las grandes migraciones terminaron, la hierba creció sobre los caminos, las montañas separaron a los pueblos, las lenguas dejaron de entenderse, decidieron no moverse ya del mismo lugar, del nacimiento a la muerte, tejer una gran manta de lealtades, deberes, valores, para protegerse hasta que el río se incendió y la tierra se movió otra vez DAN POLONSKY Flaco y pálido, pero musculoso y ágil, Dan Polonsky se ufanaba de que a pesar de vivir en la frontera, no se exponía al sol. Tenía la tez pálida de sus antepasados europeos, inmigrantes que fueron mal recibidos, discriminados, tratados como basura. Dan recordaba las quejas de sus abuelos. La salvaje discriminación de la que fueron objeto porque hablaban distinto, comían distinto, se veían distintos. Olían distinto. Los anglos se tapaban las narices cuando pasaban esos viejos (aunque fueran jóvenes, parecían ancianos, barbados, vestidos de negro) oliendo a cebolla y chucrut. Pero ellos habían persistido, se habían asimilado, se habían vuelto ciudadanos. Nadie defendería a su patria mejor que ellos, pensó Dan mientras miraba del lado norteamericano al lado mexicano del río.

—¿Ya viste Air Force —le decía su abuelo Adam Polonsky y como Dan era muy joven para haber visto las películas de la segunda guerra mundial, el viejo le regaló un video para que viera cómo la fuerza aérea estaba compuesta por héroes étnicos, no sólo anglos sino descendientes de polacos, italianos, judíos, rusos, irlandeses, nunca un japonés, es cierto, eran los enemigos. Pero jamás un latino, un mexicano. Uno que otro negro, dicen que los negros sí fueron a la guerra. Pero los mexicanos, nunca. No eran ciudadanos. Eran cobardes, eran mosquitos que le chupaban la sangre a los USA y se regresaban corriendo a mantener a sus indolentes paisanos…

—¿Ya viste Air Force? John Garfield. Se llamaba en realidad Julius Garfinckel. Un chico del ghetto, como tú, un hijo de inmigrantes, Danny boy.

Habían dado la vida en dos guerras mundiales y también en Corea y Vietnam. Casi igualaban los sacrificios de las generaciones anglosajonas del siglo pasado, los conquistadores del oeste. ¿Por qué nadie lo decía? ¿Por qué seguían sintiendo vergüenza de tener un pasado inmigrante? A Dan le enorgullecía mirar un mapa y ver que los USA habían adquirido más territorio que cualquier otra potencia del siglo pasado. Luisiana. Florida. La mitad de México. Alaska. Cuba. Puerto Rico. Filipinas. Hawaii. El canal de Panamá. Un reguero de islitas en el Pacífico. Las Islas Vírgenes… ¡Las islas vírgenes! Allí le gustaría ir de vacaciones. Por el nombre, tan seductor, tan sexy, tan improbable. Y por el desafío. Ir de vacaciones al Caribe y no tostarse bajo el sol. Regresar igual de blanco que sus abuelos de Pomerania. Vencer al color. No dejarse teñir por nada, ni por negro, ni por mexicano, ni por sol.

Había pedido el servicio nocturno por esa razón secreta que no le comunicaba a nadie pues le daba miedo el ridículo. Había un culto a la piel bronceada. Hasta parecía sospechoso un hombre de piel tan blanca. «¿Estás enfermo?», le preguntó otro oficial como él, y no le dio una trompada porque sabía las consecuencias de golpear a un oficial y Dan Polonsky no quería perder por nada su trabajo, le satisfacía demasiado. Desde el momento en que se pusieron en lugar las técnicas para detectar el paso nocturno de inmigrantes ilegales por el Río Grande, Dan pidió ser admitido, y lo fue, en las brigadas que veían iluminado al mundo nocturno a través de sus anteojos de robot cinematográfico, sus nochiscopios para ver a los ilegales de noche como si fosforescieran, sus detectores del calor que emana del cuerpo humano… Lo malo es que había tantos agentes de la patrulla fronteriza que aunque fueran texanos, eran de origen mexicano, y a veces Polonsky se confundía, encontraba con sus goggles rojos a un morenito y resultaba que traía credencial de patrullero, aunque tuviera cara de bracero… Lo bueno es que a estos agentes texano-mexicanos se les podía chantajear fácil, explotar sus fidelidades divididas, exigirles que demostraran, a ver, que eran buenos norteamericanos, no mexicanos disfrazados, a ver… Polonsky se reía de ellos. Le daban pena, los manipulaba como ratas en un laboratorio.

Algo le molestaba, sin embargo, y era esa necedad de insistir en que los USA eran morales e inocentes siempre. ¿Por qué pretendían los políticos y los periodistas no tener ambiciones ni intereses, ser siempre morales, inocentes, buenos? Esto enervaba a Dan Polonsky. Todo el mundo tenía intereses, ambiciones, malicia. Todo el mundo que quería ser alguien. Miró intensamente a través de sus gafas nocturnas, que aclaraban el paisaje seco y hostil del río sin necesidad de sol, miró un paisaje de un rojo embriagante como una copa de clamato y vodka. Para Dan, los Estados Unidos habían salvado al mundo de todos los males del siglo veinte, Hitler, el Kaiser, Stalin, los comunistas, los japoneses, los chinos, los vietnamitas, el tío Ho, Castro, los árabes, Sadam, Noriega…

Se le agotó la lista de enemigos y se quedó sólo con su justificación central, rabiosa. Había que salvar la frontera sur. Por allí entraba ahora el enemigo. Allí se protegía hoy a la patria, igual que en Pearl Harbor o las playas de Normandía, igual.

Allí estaban, provocándolo indecentemente, agrupados del lado mexicano, enseñando los brazos abiertos en cruz, cerrando los puños, diciéndole a la otra orilla: Ustedes nos necesitan. Venimos a la frontera porque sin nosotros sus cosechas se pudren, no hay quien las recoja, no hay quien atienda hospitales, cuide niños, sirva en restoranes, si nosotros no les prestamos nuestros brazos. Era un desafío y la mujer de Dan se lo decía con burla brutal: —Oye, necesito una nana para el niño. ¿No me digas que vas a delatar a Josefina? No seas terco. Mientras más trabajadores entren, más seguro tienes el empleo, buster… quiero decir, darling.

Cuando Selma su mujer se ponía pesada, Dan inventaba un viaje a la capital del estado en Austin para cabildear pidiendo más dinero e influencia para la patrulla fronteriza de la cual él era miembro. Quería convencer: si no nos dan fondos, no podemos proteger a la patria contra la invasión invisible de los mexicanos. Afocó los visores del nochiscopio. Allí estaban. Incapaces de quitarse el sombrero, como si hasta de noche hiciera sol. Le dieron unas ganas furiosas de orinar. Se bajó el zipper y se miró bajo la luz fluorescente. Su líquido era blanco también, sin color, como un flujo de chablis. Le desagradó pensar que las uvas maduran y se endurecen bajo el sol. Pero se consoló pensando en los trabajadores agrícolas que las recogían en California.

Trató de corregir su contradicción. No era un hombre de contradicciones. Detestaba a los indocumentados. Pero los adoraba y los necesitaba. Sin ellos, maldita sea, no habría presupuesto para helicópteros, radar, poderosas luces infrarrojas nocturnas, bazukas, pistolas… Que vengan, dijo secretamente mientras se meneaba la pija para liberarse de las últimas gotas rubias. Que sigan viniendo por millones, rogó, para darle sentido a mi vida. Tenemos que seguir siendo víctimas inocentes dijo al convencerse de que por más que se la meneara, la última gota, inevitablemente, se le quedaría en los calzoncillos jockey. Llegaron el caballo, el cerdo, el ganado, las ovejas llegaron el acero y la pólvora llegaron los sabuesos, llegó el terror, llegó la muerte; cincuenta y cuatro millones de hombres y mujeres vivían en el vasto continente de las migraciones, del Yukón a la Tierra del Fuego, y cuatro millones al norte del río grande, río bravo, cuando llegaron los españoles cincuenta años más tarde, sólo vivían cuatro millones en todo el continente y las tierras del río casi se volvieron lo que luego iban a decir que siempre había sido; la tierra donde el hombre nunca fue o casi dejó de ser, diezmado por la viruela, el sarampión, el tifo, donde los sobrevivientes fueron a refugiarse a la mesa buscando amparo y voluntad de resistencia; donde Francisco Vázquez de Coronado llegó un buen día con trescientos españoles, incluyendo tres mujeres mal repartidas, seis franciscanos, mil quinientos caballos y mil aliados indios, traídos de las tierras de Coahuila y Chihuahua, en busca de las ciudades de oro, el paso al oriente fabuloso, la repetición de México y Perú: no hallaron nada sino la muerte que les había precedido, pero dejaron las ovejas y los chivos, los pollos y los burros, las ciruelas, las cerezas, los melones, las uvas, el durazno y el trigo, regados como sus palabras castellanas, con la misma facilidad, con la misma fertilidad, en ambas márgenes del río grande, río bravo MARGARITA BARROSO Ella cruzaba todos los días la frontera para ir de El Paso a Juárez y supervisar los trabajos de una maquiladora donde se ensamblan televisores. A veces quisiera hablar de otro tema, pero el trabajo le ha sorbido el seso, como decía su abuelita Camelia, y Margarita decidió hace tiempo que su única salvación era el trabajo, en el trabajo encontraba su dignidad, su personalidad, se respetaba y se hacía respetar, había desarrollado un carácter duro, intransigente, claro que había chicas simpáticas, dulces, sentimentales inclusive, y también trabajadoras serias, profesionales, pero bastaba con una sola cabrona —y siempre había más de una— para joderlo todo y obligar a la supervisora a usar manita pesada, poner la cara agria, decir la palabra dura…

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