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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (22 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Qué suerte que en ese momento salió del restorán el millonario norteño y ex ministro don Leonardo Barroso buscando a su chofer y el encargado del Valet parking le dijo que se había sentido mal y se había ido dejando las llaves del coche del señor. Barroso también estalló en cólera, ¡país de irresponsables! y de repente se vio retratado en la del pobre Leandro, como que se vio retratado en la muina de un pobre chofer de turismo estacionado allí esperando clientela y pateando arbotantes, y soltó una gran carcajada. Se calmó gracias a ese encuentro, a esa comparación y a esa identificación. Se calmó también porque llevaba del brazo a una mujer divina, un auténtico cuero de melena larga y barba partida. Esa mujer se imponía al señor Barroso, lueguito se notaba. Lo traía enculado, que ni qué.

Don Leonardo Barroso le pidió a Leandro que los llevara a su casa a él y a su nuera y tanto le gustó cómo manejaba el chofer, y su discreción y apariencia, que lo contrató para ir en noviembre a España. Tenía negocios allí y necesitaba quién le manejara a su nuera, que lo iba a acompañar. El muy desconfiado de Leandro, tras el primer alborozo, se preguntó si este hombre alto, poderoso, que las podía de todas todas, veía en el chofer a un eunuco insignificante que podía pasear sin peligro a la «nuera" mientras él se ocupaba de sus "negocios». Pero cómo iba a repelar. Se tragó la falta de confianza y se dijo que si ellos se la tenían a él, por qué no la iba a tener él con sus patrones.

Sus patrones. Era algo distinto a pasear turistas. Era un ascenso, luego se veía que el señor Barroso era hombre fuerte, un jefe que inspiraba respeto y tomaba decisiones rápidas. A Leandro no le dolían prendas, a alguien así se le podía servir con dignidad, con gusto, sin humillarse. Además —escribió volando a Asturias— iba a ver otra vez a Encarna.

Habían apostado que el que le diera una buena paliza a Paquito recibiría un boleto de autobús del pueblo al mar ida y vuelta. Y aunque Portugal estaba más cerca de Extremadura, ése era un país gallego, poco digno de confianza, donde hablaban muy raro. En cambio Asturias, aunque más lejos, era mar de España y como decía el himno, era «patria querida". Resulta que el tío de uno de tus amigos gamberros era chofer de líneas y podía hacerles un favor. Era vasco y entendía que el mundo se movía apostando, solamente apostando. Hasta las ruedas del autobús —les dijo con aire de filósofo— eran movidas por la apuesta de que los accidentes eran posibles pero improbables. "A menos que un chofer le apueste a otro que le gana la carrera de Madrid a Oviedo», se rió el tío del gamberro. No te sorprendió que para encontrar al tío y pedirle el favor, a nadie aquí se le ocurriera usar el teléfono ni mandar un telegrama, sino escribir una nota a mano, sin copia ni sobre, enviada por relevos de choferes de autobús. Por eso pasó tanto tiempo entre la golpiza que le diste al Paquito y la supuesta salida al mar. Pasó tanto tiempo que casi pierdes la apuesta que ganaste, porque hubo otras, aquí se la vivían apostando. Cien duros a que el Paquito no se aparecerá más por la plaza después de la golpiza que le diste. Doscientos a que sí y si no se aparece, mil pesetas a que se fue del pueblo, dos mil a que se murió, seis perras a que anda escondido. Fueron a la puerta del desván donde dormía el idiota. Reinaba un gran silencio. Se abrió la puerta. Salió un viejo vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris, de tres días, picándole el cuello blanco de la camisa sin corbata. El lóbulo de la oreja tenía tanto pelo que parecía un animal recién parido. Un lobezno. Te guardaste esta comparación. A ninguno de tus compañeros les gustaban esas cosas tuyas, tus comparaciones, tus alusiones, tu interés por las palabras. Lengua de piedra, caída de la luna, en un país donde el deporte preferido era mover piedras. Cabezas de piedra: que nada entre en ellas. Salvo una nueva apuesta. Las apuestas eran como la libertad, eran la inteligencia, eran la hombría, todo junto. ¿Por qué sale este viejo enlutado de la choza donde vivía el Paquito? ¿Se murió el Paquito? Todos se miraron entre sí con una mezcla extraña de curiosidad, miedo, burla y respeto. ¡Qué ganas de apostar y dejar de tener dudas! Por una vez, cada mirada de tus amigos era distante. Este hombre imponente, lleno de autoridad en medio de su pobreza, le arrancaba a cada uno de ustedes una actitud diferente, inesperada. No eran, por una vez, la manada de lobos jóvenes, comiendo juntos en la noche. Risa, respeto y miedo. ¿Se murió el Paquito? ¿Por eso andaba de luto este viejo de piedra que apareció en la casa del idiota? ¿Dos mil pesetas de apuesta? Todos se quedaron callados cuando les dijiste que la apuesta no valía, no se podía saber si el Paquito ya no iba a la plaza porque se había muerto y en su casa estaban de luto, porque aquí todo el mundo andaba siempre de luto. ¿No se habían dado cuenta? En este pueblo el luto es perpetuo. Siempre hay un muerto. Siempre. Y va a haber más, dijo con una voz de trueno el viejo enlutado. Vamos a ver si ustedes sólo saben golpear a un niño indefenso. Vamos a ver si ustedes son hombrecitos de coraje y de honor, o como yo me lo sospecho, una punta de maricones gamberros de mierda. Habló el viejo y tú sentiste que tu vida ya no era tuya, que todos los planes se iban a venir abajo, que todas las apuestas se iban a juntar en una sola.

Encarna no esperaba verlo otra vez. Titubeó. No iba a cambiar de aspecto ni de vida. Que la viera en su salsa, como era todos los días, haciendo lo que hacía para ganarse el pan. Pan de chourar, recordó para sí, el pan de la novia era pan de llanto en estas tierras.

Él ya sabía dónde encontrarla. De nueve de la mañana a tres de la tarde, de abril a noviembre. El resto del tiempo, la cueva estaba cerrada para evitar el deterioro de las pinturas. La respiración, el sudor, las tripas de los hombres y de las mujeres, todo lo que nos da vida, se la quita a la cueva, la desgasta, la pudre. Las pinturas de ciervos y bisontes, los caballos pintados a carbón, el óxido y la sangre de la caverna, son mortalmente combatidos por el óxido y la sangre de los hombres.

A veces Encarna soñaba con esos caballos salvajes, pintados hace veinticinco mil años, y durante el tiempo de invierno, cuando la cueva se cerraba al público, los imaginaba condenados al silencio y a la oscuridad, esperando la primavera para volver a cabalgar. Enloquecidos de hambre, ceguera y amor.

Era una mujer sencilla. Es decir: a nadie le comunicaba sus sueños. A los turistas que venían hasta aquí sólo les decía, lacónicamente: —Muy primitivo. Esto es muy primitivo.

Llovía a cántaros ese día de noviembre, poco antes de que se cerrara la cueva y para llegar hasta ella Encarna se había puesto sus buenas botas de hule. El camino de su casa a la entrada de la cueva era un empinado sendero de barro. El lodo le subía hasta los tobillos. Se cubría la cabeza con una pañoleta rústica, pero aun así unas hebras mojadas le cubrían la cara y debía cerrar los ojos y pasarse la mano por el rostro continuamente, como si llorara. La cazadora que traía puesta no era impermeable, sino una lana con cuello de conejo, y no olía bien. Sus faldones cubrían otro par de enaguas que la convertían en cebolla bien protegida. Tenía puestas varias medias de lana, unas encima de otras.

No había nadie esa mañana. Esperó en vano. Pronto se cerraría la cueva, la gente ya no venía. Decidió entrar sola y decirle adiós a la cueva que pronto entraría a su siesta de invierno. Qué mejor manera de hacer sus adioses que poner sus propias manos sobre una huella dejada en la piedra por otra mano miles y miles de años antes. Era extraño. La huella era color de carne, ocre, y del tamaño exacto de la mano de Encarnación Cadalso.

Le emocionó pensar esto. Le gustó darse cuenta de que pasaban siglos pero la mano de una mujer cabía perfectamente en la de otra mujer, o quizás la de un hombre, un marido, un hijo, muertos pero vivos en la herencia de la piedra. Esa mano la llamaba, le pedía a Encarna su propio calor para no morirse del todo.

Gritó la mujer. Otra mano, viva ésta, caliente, callosa, se posó sobre la suya. El fantasma del muerto que dejó su huella allí había regresado. Encarna volteó el rostro y en la tenue luz encontró el de su novio mexicano, su novio, sí, Leandro Reyes, tomándole la mano a ella en el lugar mismo donde vivían y palpitaban, no sólo ella, sino su país, su pasado, sus muertos… ¿La aceptaría como era, donde era, no en el glamour —se dijo la palabra tan leída en las revistas— de un viaje turístico a México?

No es que tuviera que forzarlos. Todos estaban preparados para asumir una apuesta, ya lo sabías. En eso te criaste. En eso vivían tú y tus amigos. Pero este ser casi sobrenatural que los recibió sorpresivamente en el desván donde vivía Paquito, les puso muy alta la postura, les comprometió la vida y el honor en su desafío. Era como si todos los años de la niñez y ahora de la adolescencia se precipitaran como en una catarata inesperada, desesperada, borrando todo lo anterior, y todos los desplantes, las burlas, las crueldades de unos contra otros pero sobre todo de los más fuertes contra los más débiles, se fundiesen en un solo filo de plata, punzante y cegador. Ni un paso más sobre la tierra, les estaba diciendo el hombre de cuello sin corbata y traje de luto, si antes no dan este paso mortal que yo les propongo.

Uno de los gamberros quiso agredirlo; el hombrón de las orejas peludas lo levantó como un gusano y lo estrelló contra la pared; a otros dos que se mostraron desafiantes, les juntó las cabezas en un golpazo hueco y pétreo a la vez, dejándolos aturdidos.

Dijo que era el padre del Paquito y no tenía la culpa de la memez de su hijo. Ni daba explicaciones. También era padre de uno de ellos, dijo de una manera sobria pero sobrecogedora, y paseó la mirada entre los nueve gamberros, dos noqueados, uno tirado de espaldas contra el muro. No iba a decirles de cuál —mostró los dos o tres dientes largos, amarillos, que le quedaban— porque iba a escoger a uno solo, el que agredió al Paquito. A ese lo iba a distinguir. A ese lo iba a desafiar como hombre.

—Apuesten si quieren, ¿con cuál de sus madres me acosté un día? Piénsenlo mucho antes de atreverse a ponerle la mano encima otra vez a mi hijo el Paquito, y piensen que es el hermano de uno de ustedes.

No dijo si el idiota estaba vivo o muerto, malherido o recuperado y se regocijó viendo las caras de los nueve hijos de puta que sin embargo hubiesen querido apostar antes a todas estas alternativas. Los mandó callarse con su mirada y ésta ordenaba: Que dé la cara el que le dio la zurra al Paquito.

Diste un paso adelante, con los brazos cruzados sobre el pecho, sintiendo que los vellos que se asomaban por tu camisa mugrosa, sin botones, te brotaban súbitamente hasta convertirse en selva macha, campo de honor para tus diecinueve años.

El hombrón no te miró con odio ni con burla, sino seriamente. Había salido de la cárcel la semana anterior —se desarmó al decir esto, pero los desarmó—, y tenía tres cosas que decirles. Primero, de nada servía delatarlo. Eran brutos, pero que no se les ocurriera. Juraba acabar con ellos como si fuesen moscas. Segundo, en sus diez años de cárcel acumuló una suma de doscientas mil pesetas de sus terrenos, sus pensiones militares, sus herencias. Una pitanza. Ahora la apostaba. La apostaba. Todo lo que tenía.

Te miraron tus compañeros. Sentiste sus miradas idiotas, temblorosas, a tus espaldas. ¿Cuál era la apuesta? Te la envidiaban. Doscientas mil pesetas. Para vivir como rey un montón de tiempo. Para vivir. O cambiar de vida. Para hacer la regalada gana. Detrás de ti, todos aceptaron la apuesta aun antes de conocerla.

—Vamos a cruzar el túnel de los Barrios de La Luna. Es uno de los más largos. Yo voy a arrancar del lado del norte y tú —te miró con un desprecio mortal del lado del sur. Cada uno conduciendo un carro. Pero cada uno en sentido contrario a la circulación. Si los dos salimos ilesos, nos repartimos el dinero. Si yo no salgo del túnel, tú te lo quedas. Si tú no sales, me lo quedo yo. Si no sale ninguno, que se lo repartan tus amigos. A ver qué dice la suerte.

Leandro le quitó delicadamente la pañoleta, le mesó el pelo húmedo, le besó avorazadamente la cara mojada, sin pintura, más arrugada de lo que parecía en Cuernavaca, pero cara de ella y ahora de él.

Más tarde, acostados en el camastro de Encarna, abrazados para vencer ese sabroso frío de noviembre que reclama la cercanía de la piel desnuda con su compañera, bajo una manta de lana gruesa, frente a un fuego encendido, se confesaron su amor, y ella dijo que amaba su trabajo y su tierra. No esperaba nada, lo admitía. La verdad —rió— es que hace tiempo que nadie volteaba a verla. Él fue el primero en muchísimo tiempo. No quería saber si habrá un segundo. No, no lo habrá. Antes, amoríos sí, no era monja. Pero amor de verdad, amor sincero, sólo este. Podía estar seguro de su fidelidad. Por eso le contaba estas cosas.

Más y más, en brazos de la Encarna, Leandro sintió que ya no tenía que fingir nada, el tiempo de la inseguridad y de la fanfarronada quedaba atrás, ya nunca más diría «todos estamos jodidos", de ahora en adelante diría "así somos, pero juntos podemos ser mejores».

Ella le contó el sueño de la caverna, que a nadie más le había dicho nunca, qué tristeza le daba dejar a esos caballos solos, muertos de frío, en la oscuridad, entre noviembre y abril, cabalgando sin destino. Él le preguntó si se atrevería a dejar su tierra y venirse a vivir a México. Ella dijo sí muchas veces y lo besó entre sí y sí. Pero le advirtió que el pan de las novias en Asturias es pan de llanto.

—Me haces sentirme distinto, Encarnita. Ya no estoy a las patadas con el mundo.

—Creía que si me encontrabas aquí, en medio del lodo y con la cara lavada, ya no te iba a gustar.

—Vamos haciéndonos viejos juntos, ¿qué te parece?

—Vale. Aunque yo prefiero que seamos siempre jóvenes juntos.

Lo hizo reír, sin rubor, sin machismo, sin complejos, sin resentimiento o desconfianza. Le tomó la mano con mucho cariño y le dijo, como para ya no volver a hablar del otro Leandro: —Vamos, que lo he entendido todo.

Ella había temido que él se desilusionara viéndola aquí, en su salsa, como ahora, con la frazada echada a los hombros y las medias de lana y los zapatos con zancos para ir a atizar el fuego. Recordaba la dulzura de Cuernavaca, sus perfumes cálidos, y ahora se veía en este país de zancos, gente con zuecos, casas con zancos, aquí mismo donde ella vivía, un hórreo levantado sobre zancos para evitar la humedad, el lodo, la lluvia torrencial, la «hecatombe de agua», como le dijo a Leandro.

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