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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (9 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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—Hechos, hechos, Nathan.

—¿Me estás oyendo? —te oigo, con paciencia.

—No sé por qué seguimos hablando tú y yo. —Una ensalada de lechuga. —¿Al final?

—Sí, muchacho, la ensalada se toma al final.

—¿Es usted extranjero?

—Sí, soy un extranjero rarísimo con manías rarísimas como tomar la ensalada al final.

—En América la tomamos al principio. Es lo normal.

—¿Me estás oyendo George?

—Dame hechos, Nathan.

—¿Sabes que el monto anual de ingresos de la industria editorial americana equivale al monto anual de ingresos de la industria de salchichas? ¿Sabías eso?

—¿De dónde lo sacaste?— ¿Es para insultarme? —¿De cuándo acá eres editor de libros?

—No, soy fabricante de salchichas y tú lo sabes, Nathan. ¿Me estás oyendo?

—Y el pie de merengue y limón. Es todo. —¿Quieres apostar?

—¿Me estás oyendo? —Dame pruebas.

—No sabes nada.

—No sé por qué seguimos comiendo juntos…

—Apuesta.

—Apuesto. ¿Hay gravedad en la luna?

—Hechos, hechos.

—Te dije que ese negocio iba al fracaso seguro… Estás quebrado George.

Al llamado George se le escapó un sollozo ronco, tumultuoso, que nada tenía que ver con su rostro impasible.

No hay fascinación que no contenga su gramo de repulsión; nos reñimos a nosotros mismos cuando nos dejamos encantar por el ojo de la Medusa; pero en el caso de este par de vejetes argüenderos, secos, calvos, narigones, artríticos, fálicamente armados de puros sin encender —prohibido fumar— la repulsión terminó por expulsar la fascinación y Dionisio, con impaciencia, empezó a manipular una botella de salsa, frotándola cada vez más nerviosamente a medida que el debate sin salida de George y Nathan se prolongaba, insomne, imprescindible para los dos viejos, insoportable para Dionisio. El gastrónomo mexicano, para salvarse de George y Nathan, comenzó a pensar en mujeres mientras frotaba la botella, al tiempo que distinguía los signos de ésta, salsa mexicana, salsa de chile jalapeño, súbita, mágicamente destapada desde adentro, como un volcán que rompe la costra antigua de su cráter y vuelve a vomitar lava mientras más la frotaba el del mote báquico.

Sólo que de la botella de salsa de chile no salió la salsa misma, sino un pequeño hombrecito, diminuto pero distinguible por su traje de charro, su sombrero de mariachi y sus bigotes zapatistas: —Patrón —dijo descubriéndose la cabeza hirsuta— me has salvado de un encierro de un año. Ningún gringo me abría. ¡Gracias! ¡Ordéname y tu voluntad será servida! —terminó el charrito, acariciando la pistola que llevaba enfundada junto a la cadera.

Dionisio «Baco» Rangel recordó por un momento el chiste del náufrago que lleva diez años en la isla desierta y un día libera al genio de la botella y cuando éste le pide que pida lo que quiera y el náufrago solicita una vieja muy buena, lo que se aparece es la Madre Teresa. Decidió hacerle confianza al charrito de la botella, idéntico, por lo demás, a la figura del Charro Matías en los cartones de Abel Quezada.

—Una mujer. No. Varias.

—¿Cuántas? —le preguntó el charrito, dispuesto, por lo visto, a poblar un harén si era necesario.

—No —explicó Dionisio—. Una por cada plato que he pedido.

—¿Con el plato, amo, o en vez del plato?

—Eso te lo dejo a ti —dijo, con cierta displicencia, acostumbrado ya a lo insólito (como siempre) este mexicano universal que es, fue, será nuestro protagonista: Dionisio «Baco» Rangel—. Como el plato, con el plato…

El charrito hizo un paso de jarabe, disparó una vez en el aire y desapareció. En su lugar, aparecieron simultáneamente el mesero con el cóctel de camarones y una mujer flaca, delgada hasta la hambruna, con el pelo oscuro, lacio, y con fleco, flaca como la novia de Popeye o las modelos de Modigliani, todo lo contrario de las gordas soñadas perversamente por Dionisio, y armada de una cocacola de dieta que se servía en cucharadas mientras miraba a Dionisio con ojos a la vez aburridos, irónicos y cansados. Los mismos ojos con tedio infinito que recorrieron el Grill mientras ella se preguntaba, con voz más larga que el Mississippi, ¿qué hacía allí y con quién estaba? Él le dijo que le había pedido una mujer al genio de la botella. No logró asombrarla. Suprimiendo un bostezo, la gringa anoréxica le contestó que lo mismo había pedido ella. No hay peor suerte que compartir la suerte de otra persona. Ella pidió un hombre —sonrió con inmensa fatiga, con hambre infinita dejándolo a la suerte, porque cuando ella escogía, siempre escogía mal, entonces que otro lo hiciera por ella, ella era disponible, totalmente disponible.

—Soy una pésima amante —dijo casi con orgullo—. Te lo advierto. Pero no acepto ninguna culpa. El culpable es siempre el hombre.

—Es cierto —dijo Dionisio—. No hay mujeres frígidas. Hay hombres impotentes.

—O entusiastas —rumió la flaca—. No tolero el entusiasmo en el amor. Le roba toda sinceridad. Pero tampoco tolero la sinceridad. Sólo soporto a los hombres que me mienten. Es el único misterio del amor, la mentira.

Bostezó y dijo que deberían aplazar su encuentro sexual.

—¿Por qué?

—Porque a mí sólo me importa el sexo para luego borrar todo vestigio del compañero sexual. Es muy fatigoso todo esto.

Dionisio extendió la mano para tocar la de la flaca. Ella la retiró con repugnancia y soltó una risa de cabaret.

—¿Cómo te comportas en privado, cuando nadie te ve? —le preguntó el mexicano y ella le enseñó los colmillos, tomó una cucharada de cocacola y desapareció.

Había desaparecido, también, el cóctel de camarones. Por un instante, Dionisio se preguntó si había comido al mismo tiempo que platicaba con la anoréxica neoyorquina (tenía que ser neoyorquina, era demasiado fatal, vulgar, previsible que fuese californiana, por lo menos en Nueva York la ironía, la aburrición y el cansancio tienen bases literarias, no son un producto del clima) o si, creyendo comer un cóctel de camarones, se había comido a la gringa que tan premeditadamente había evitado mirarlo a los ojos, ¿para no ser descubierta, adivinada siquiera? No aguantó la curiosidad de saber si comía con ellas, se las comía, o si todo podía desembocar — tembló de placer— en un mutuo sacrificio culinario…

Se escuchó el disparo del charro, el mesero le puso enfrente la sopa vychisoisse y frente a él, comiendo lo mismo, apareció una mujer cuarentona, pero obvia y ávidamente enamorada de su niñez, pues a su vestido de Laura Ashley de estampados añadía un moño rojo coronando sus bucles de Shirley Temple. Todos estos singulares aditamentos no lograban distraer a Dionisio del repertorio de muecas faciales que acompañaban las palabras y el ruidoso sorbeo de la sopa, por parte de esta sucedánea antigua de Shirley, que entre sorbo y sorbo y entre mueca y mueca, sólo lograba manifestar excitación y asombro, qué excitante estar sentada comiendo con él, qué asombroso conocer a un hombre tan romántico, tan sofisticado, tan tan tan extranjero, sólo los extranjeros la excitaban, le parecía increíble que un extranjero se fijara en ella, ella que sólo vivía de sueños, soñando con romances imposibles, asombrosos, excitantes, soñándose toda la vida en brazos de Ronald Colman, Clark Gable, Rodolfo Valentino…

—¿Nunca sueñas con Mel Gibson?

—¿Quién?

—¿Tom Cruise?

—Who he?

No, no tenía quejas de la vida —continuó con una serie de muecas, pelando los ojos, agitando los bucles como un trapeador de lujo, levantando las cejas hasta la altura del moño, meneando la cabeza como una muñeca de porcelana, pero luego silbando como una culebra, cacareando como una gallina, aullando como una loba antes de confesarle que al dormirse recitaba canciones de cuna y versos de Mamá Ganso, pero que por su mente (todo era asombroso, excitante, inaudito) pasaban horribles catástrofes, desastres aéreos, marítimos, carnicerías en las carreteras, actos de terrorismo, cuerpos mutilados, ella cantaba canciones de cuna y versos bonitos para exorcizar los desastres, ¿él la entendía, un caballero obviamente extranjero, excitante, sofisticado, wonderful, wonderful, wonderful…?

Diciendo la palabra «maravilloso» esta Alicia en el País de los Desencantos se esfumó, rubia y rosa. También la sopa había desaparecido. Dionisio miró con desconsuelo la taza vacía. Volvió a sonar el disparo del charrito, el camarero sirvió el steak y una bellísima mujer, bella y elegante, con un traje sastre negro profundamente escotado, perlas en el cuello y brazaletes en las muñecas, perfectamente peinada, maquillada, apareció al mismo tiempo, mirándolo en silencio.

Dionisio cortó la carne sin decir palabra, se llevó el trozo sangrante (la había pedido término medio) a la boca y en ese momento, cronométricamente, ella comenzó a hablar. Sí, pero no con él. Le hablaba a su teléfono celular, el que detenía en una mano, mientras con la otra parecía tocarse la división de los senos con el gesto de la mujer que se perfuma esa partitura de placer antes de salir a cenar.

—Excepcionalmente, estoy sentada comiendo, ¿me entiendes?, nunca tengo tiempo de sentarme, como de pie, esta situación me parece anormal…

—Pero, ¿qué tiene…? —interrumpió Dionisio, antes de darse cuenta de que la mujer no le hablaba a él, sino al celular.

—¿Falta? ¿Tú crees que me haces falta?

—No, nunca dije… —decidió Dionisio equivocarse, qué desmadre…

—Oye —continuó la bella dama del traje sastre con escote profundo y senos apenas ocultos por el saco cruzado—. Recibo mis faxes a un número. No tengo dirección ni nombre. No necesito secretarios. Mi computadora está donde yo estoy. No tengo lugar. No, tampoco tengo tiempo. Te lo estoy demostrando, estúpido. ¿Qué me importa que en Holanda sean la diez de la noche si en California con las tres de la tarde y aquí estamos trabajando…?

—Cogiendo, digo, comiendo —se corrigió Dionisio sin que la Bella le hiciera caso, tocándose apenas la parte de atrás de la oreja, otra vez como si se perfumara, como si sus dedos fuesen un frasco de chanel…

—Figúrate, ya ni médico necesito. ¿Ves este brazalete? Pues no es ninguna joya frívola. Es mi hospital portátil. Me permite tomarme un cardiograma, medir la presión arterial y hasta informarme sobre mi colesterol, donde quiera que esté y sin perder tiempo…

Dionisio se preguntó si en realidad esta hermosa mujer era una enfermera disfrazada, pues un hospital hubiese premiado su eficiencia, pero era la premura lo que le importaba a la Divina, no la eficiencia, empezó a decirle a su celular (Dionisio empezó a dudar que hablara con alguien en Holanda; ni hablar que le hablara a Dionisio; ¿se hablaba a sí misma?): —Oye, sin tiempo, sin dirección, sin nombre, sin lugar, sin oficina, sin vacaciones, sin cocina, ¿qué me queda?

La voz se le quebró. Iba a llorar. Dionisio se alarmó. Hubiese querido abrazarla, por lo menos acariciarle una mano, se volvía histérica por momentos, lo miró por primera vez, le dijo Sally Booth, treinta y seis años, nativa de Pórtland, Oregon, votada en el high school la más predestinada al éxito, tres maridos, tres divorcios, ningún hijo, amantes ocasionales, cada vez más distantes, amores por teléfono, orgasmos a la distancia, amor con seguridad, sin problemas, sin fluidos corpóreos, la salud a salvo, no iré a un hospital, moriré en mi casa…

Interrumpió brutalmente su flujo emotivo, su biografía instantánea, apretó la mano de Dionisio, dijo: —¿Para qué sirve el dinero? Para comprar a la gente. Todos necesitamos cómplices.

Con lo cual, como las anteriores, desapareció y Dionisio se quedó mirando un plato vacío donde sólo sobrevivían las huellas jugosas de un steak saignant (aunque él, explícitamente, lo pidió término medio).

—Pudiste ser más cruel y menos bella —dijo el poeta simbolista francés que Dionisio, para su desgracia, aunque también para su placer intermitente, llevaba dentro.

Tampoco esta vez su Baudelaire portátil pudo salir de la maleta; tronó la pistola del charrito y el mesero rubio, inesperadamente, le puso enfrente un sorbete de limón, que «Baco" identificó como el trou normand de las comidas francesas, el "hoyo normando» que limpia el paladar de los platos fuertes y los prepara para nuevos sabores. Se maravilló de que el American Grill de un centro comercial en las afueras de San Diego supiera de estas sutilezas, pero aún más le sorprendió encontrar, al levantar la mirada, a una mujer que, sin ser bella, era radiante. Eso lo supo ver en el acto. La cara sin maquillaje necesitaba y no necesitaba los afeites, no importaba. Todo en su rostro lavado tenía sentido. Las cejas de una rubia palidez, parecidas al encuentro de arena y mar; los labios apropiadamente delgados, apropiadamente surcados ya por una insinuación no disfrazada de próxima madurez; el pelo restirado y reunido en chongo, sin importarle las primeras canas, flotantes como nubes perdidas sobre un campo de miel; los ojos, los ojos de un gris profundo, gris de buen casimir, de lluvia matinal, grises como un buen encuentro, inteligente, de pizarrón y tiza, anunciaban su particularidad, eran ojos que cambiaban de color con la lluvia. Miraron por encima del hombro de Dionisio hacia la pantalla de televisión.

—Me hubiera gustado ser catcher de un equipo de béisbol —sonrió mientras «Baco», perdido en la mirada de su nueva mujer, dejaba que se derritiera el sorbete de limón—. Se requiere un arte especial para cachear bajo, un low catch.

—Como Willy Mays —interpuso Dionisio—. Él sí que sabía cachear bajo.

—¿Cómo sabes? dijo ella con verdadero asombro, con simpatía.

—No me gusta la cocina americana, pero sí admiro la cultura, los deportes, el cine, la literatura de los gringos.

—Willy Mays —dijo la mujer despintada, torneando los ojos al cielo—. Es curioso cómo alguien que hace las cosas bien nunca las hace sólo para sí, es como si las hiciera para todos.

—En quién piensas —preguntó Dionisio, cada vez más embelesado con su trou normand de señora.

—Faulkner. Pienso en William Faulkner. Pienso cómo un solo genio literario puede salvar a toda una cultura.

—Un escritor no salva nada. Te equivocas.

—No, te equivocas tú. Faulkner nos demostró a los sureños que el Sur podía ser algo más que violencia, racismo, el Ku Klux Klan, prejuicios, cuellos colorados…

—¿Todo esto te vino a la cabeza viendo la televisión?

—Me intriga mucho. ¿Vemos la televisión porque en ella suceden cosas? ¿O suceden cosas para ser vistas en la televisión?

—¿Por qué es pobre México? —continuó su juego—. ¿Porque no está desarrollado? ¿O no está desarrollado porque es pobre?

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