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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (4 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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¡Qué mañanita, les digo, qué mañana!, ¡por nada nos la perdemos! ¡Campazas nunca será la misma después de estas bodas!

El Lincoln convertible, esta vez encapotado, cruzó rápidamente el desierto vespertino, frío y silencioso, llenándolo de rumor de llantas y motor, espantando a las liebres que salían saltando lejos de la carretera recta, la línea ininterrumpida hasta la frontera, a romper el ilusorio cristal de la separación, la membrana de vidrio entre México y los Estados Unidos y seguir corriendo por las supercarreteras del norte hasta la ciudad encantada, la tentación del desierto, iluminada, brillante, llena de Neiman-Marcus y Saks y Cartier y Marriotts donde los esperaba a los novios la suite de lujo, con champaña y canastas de frutas, salón, espaciosos closets, recámara con cama king size, muchos espejos donde admirar a Michelina, un baño de mármoles color de rosa donde bañarse con ella, enjabonarla, acariciarla, ruborizarla —tenía las nalgas más grandes de lo que parecía, las piernas más flacas, la condición del tordo—, ay mujer de ojos borrascosos, naricilla inmóvil y aletas nerviosas por donde se te escapa la noche, labios divididos, húmedos, por donde mi lengua se pierde sin encontrar barreras de coral ni cuevas de estalactita ni bóvedas góticas despedazadas, sólo el cosquilleo de tu barbilla dividida, preciosa mía, el anuncio de tus otras duplicidades, las que ahora acaricio lentamente, para que nada se gaste entre nosotros, para que todo dure en medio de la expectativa, la sorpresa, el deseo de más, y más, sí padrino, dame más, ya nada nos separa, padrino, tú me lo dijiste, ¿te acuerdas?, cada vez que me veas quiero que sea la primera, ay Leonardo, es que me enamoré de tus ojos porque me decían tantas cosas.

—Sé pedirlo todo porque también sé darlo todo, ¿qué me dices, mi chilanga?

—Eso mismo, padrino, eso…

Entró por la ventana entreabierta una canción en la voz de Luis Miguel, «Me haces falta, mucha falta; no sé tú»… Cómo iban a saber Leonardo y Michelina que esa música venía desde un rancho de indios borrados, pacuaches, donde Mariano leía libros y escuchaba música y se extasiaba adivinando el canto de los pájaros a las cuatro de la mañana. Esa madrugada, pasó un jet por los cielos y los pájaros se callaron para siempre. Ella ya no estaba…

La pena

A Julio Ortega

Juan Zamora me ha pedido que cuente este cuento de espaldas. Es decir: él va a estar de espaldas al lector todo el tiempo. Dice que siente vergüenza. O como él dice, «estoy apenado». La «pena» como sinónimo de «vergüenza» es una particularidad del habla mexicana, igual que decir «mayor» en vez de «viejos» para no ofender a éstos, o decir «está malito» para suavizar una enfermedad mortal. La vergüenza duele; el dolor, a veces, avergüenza.

De manera que Juan Zamora no les dará la cara a ustedes a lo largo de esta narración. Sólo podrán ver su nuca, su espalda. No digo «sus nalgas» porque ya sabemos lo que esto significa en México. Darlas. El acto más ruin de cobardía, entrega o cortesanía abyecta. No es el caso de Juan Zamora. Usa una sudadera universitaria de esas muy largas, tamaño xxx (Extra Large) que al frente trae los blasones de la universidad en cuestión, que se arremangan fácilmente y cuelgan hasta los muslos, enfundados en unos jeans. No, Juan Zamora insiste en que les diga que no va a darlas. Nada más quiere insistir en su vergüenza igualita a su pena. No culpa a nadie. Es cierto que el mundo lo tocó y a él le tocó un mundo.

Pero al cabo cuanto ocurrió pasó por él y en él. Eso es lo que cuenta.

Ésta es una historia de la época del auge petrolero en México, fines de los setenta, principios de los ochenta. De arranque, eso ya explica parte de la identificación pena-vergüenza de la que habla Juan Zamora. Vergüenza porque festejamos el auge como nuevos ricos. Pena porque la riqueza fue mal empleada. Vergüenza porque el Presidente dijo que nuestro problema ahora era administrar la riqueza. Pena porque los amolados siguieron siéndolo. Vergüenza porque nos volvimos frívolos, dispendiosos, esclavos de un capricho vulgar y de una cómica prepotencia. Pena porque no fuimos capaces de administrar ni la vergüenza. Pena y vergüenza porque no servimos para ser ricos, sólo nos conviene la pobreza, la dignidad, el esfuerzo… En México siempre ha habido gente corrupta, autoritaria y con exceso de poder. Pero todo se les perdona si al menos son serios (¿hay una corrupción seria y otra frívola?). La frivolidad es lo insoportable, lo imperdonable, la burla a todos los jodidos. De allí la pena y la vergüenza de esos años en que fuimos millonarios de temporada para amanecer al poco tiempo quebrados, en la calle, y llorando de risa antes de reír de dolor.

Juan Zamora está pues de espaldas a ustedes. A él le tocó irse a estudiar a Cornell gracias a una beca cuando tenía veintitrés años de edad. Era un esforzado estudiante de medicina en la Prepa y luego en la UNAM, y él les jura a ustedes que con eso le hubiera bastado si a su madre no se le mete en la cabeza que en la época del auge mexicano se necesitaba una temporada de postgrado en una universidad yanqui.

—Tu padre nunca supo aprovecharse. Mira que ser durante veinte años abogado administrador de don Leonardo Barroso y morirse sin un quinto partido por la mitad. ¿En qué estaría pensando? Ni en ti ni en mí, Juanito, eso tenlo por seguro.

—¿Qué te decía, mamá?

—Que la honestidad es recompensa suficiente. Que él era un profesional honrado. Que no iba a traicionar al Maestro Mario de la Cueva y a sus demás profesores de la Facultad de Derecho. Que a él le inculcaron que la abogacía era una profesión honorable. Que no se podía defender la ley siendo uno mismo corrupto. Pero si no es nada indebido, Gonzalo, yo le decía a tu papá, aceptar un pago por hacer favores o llevar un asunto a la atención del ministro Barroso no es ningún crimen. ¡Todos en el gobierno se hacen ricos menos tú!

—Eso se llama soborno, Lelia. Es un triple engaño, además una mentira. Si el asunto sale, parece que fue porque me pagaron para impulsarlo. Si no sale, parezco un ratero. En todo caso, engaño al ministro, al país y a mí mismo.

—Un contratito de obras públicas, Gonzalo, nomás eso te pido que pidas. Te dan tu comisión y santas pascuas. Ni quién se entere. Nos podemos comprar con eso una casa en Anzures. Salir de la Colonia Santa María. Mandar a Juanito a una universidad gringa. Mira que el muchacho es muy buen estudiante y sería una lástima que se desperdiciara entre la chusma de la UNAM.

Juan nos manda decir que su madre contaba estas cosas con una sonrisa amarga, un rictus que su hijo sólo veía, a veces, en los cadáveres que estudiaba en la escuela.

Tuvo que morirse su padre el licenciado Gonzalo Zamora para que su viuda le pidiera un solo favor a don Leonardo Barroso, vea si puede usted darle una beca a Juanito para que estudie medicina en los Estados Unidos. Don Leonardo, con gran elegancia, dijo que no faltaba más, lo haría de mil amores, es lo menos que se merecía la memoria de Zamorita, un abogado tan honesto, un funcionario tan cumplido…

Voy siguiendo a Juan Zamora, el estudiante mexicano con su sudadera gris, por las tristes calles de Ithaca, Nueva York, donde tiene su sede la Universidad de Cornell. No sé qué cosa busca, pues hay muy poco qué ver aquí. La calle central apenas si tiene comercios, dos o tres restoranes muy malos y en seguida las montañas y las barrancas. Juanito se siente, casi, en México, en San Juan del Río o Tepeji, esos lugares donde a veces iba de excursión, a respirar el aire de los bosques y las barrancas, lejos de la polución capitalina. La barranca de Ithaca es un gran tajo hondo y prohibitivo, pero por lo visto también es un abismo seductor. Cornell es famosa por la cantidad de suicidios de estudiantes desesperados que se arrojan desde el puente de la barranca. El chiste dice que aquí ningún profesor se atreve a reprobar a un mal alumno, por miedo a que se aviente a la barranca.

Sin mucho que ver en un domingo aquí, Juan Zamora va a regresar a la casa donde está alojado. Es una bella residencia de ladrillo color rosa pálido con tejas de pizarra azul y rodeada de una pelusa bien cuidada que se convierte en grava alrededor de la casa y se prolonga en un bosque enmarañado, delgado y sombrío detrás de ella. La hiedra trepa por el ladrillo rosa.

Las estaciones suplen aquí la falta de encanto de la ciudad. Ahora es el otoño y el bosque se desnuda, los árboles de los montes parecen palillos de dientes carbonizados y el cielo desciende dos o tres peldaños para comunicarnos a todos el silencio y la pena de Dios ante la muerte pasajera del mundo. Pero el invierno en Cornell le devuelve una voz a la naturaleza, que se venga de Dios, vistiéndose de blanco, regando polvo congelado y estrellas de nieve, extendiendo grandes mantos albos que son como sábanas suntuosas de la tierra, y también una respuesta al cielo. La primavera estalla rápida y agónica en puñados de rosas espléndidas que perfuman y dejan una ráfaga de olvidos antes de que el verano se instale pesado, soñoliento, lento él a cambio de la veloz primavera, vagabundo y perezoso verano de aguas estancadas, mosquitos traviesos, gran respiración húmeda y montes intensamente verdes.

La barranca, para todo esto, refleja las estaciones pero también las devora, las desploma y las somete a la muerte implacable de la gravedad, abrazo sofocante y final de todas las cosas. Esa barranca es el vértigo en el orden de este lugar.

Hay una fábrica de armas y municiones junto a la barranca, un espantoso edificio de ladrillo ennegrecido y chimeneas indecentes, casi una evocación de la fealdad de la noche y la niebla nazis. Las pistolas producidas por la fábrica de Ithaca son las reglamentarias del ejército salvadoreño, razón por la cual la oficialidad y los soldados de esa república las llaman «itaquitas».

Juan Zamora me pide que les cuente todo esto mientras él nos da la espalda porque fue recibido como huésped en la residencia de un próspero negociante que en otra época estuvo relacionado con la fabricación de armas, pero que ahora prefiere ser consejero de bufetes que hacen contratos de defensa entre los fabricantes y el gobierno norteamericano. Tarleton Wingate y su familia, en los días en que Juan Zamora llega a vivir con ellos, están entusiasmados por el triunfo de Ronald Reagan en la campaña contra Jimmy Carter. Ven la televisión todas las noches y aplauden las decisiones del nuevo presidente, su sonrisa de estrella de cine, su voluntad para acabar con el exceso de intromisión gubernamental, su optimismo en declarar que vuelve a amanecer en América, su firmeza en detener los avances del comunismo en Centroamérica.

El jefe de la casa, Tarleton Wingate, es un simpático gigantón con menos arrugas en su fresca cara juvenil que una vieja silla de montar; su opaca cabellera color arena contrasta con el rubio platino de su mujer, Charlotte, y con el castaño bruñido rojizo de la niña de la casa, Becky, que tiene trece años. Cuando los Wingate se sientan todos a ver la televisión, amablemente invitan a Juan a unirse a ellos. Él no entiende si les apena cuando salen imágenes terribles de la guerra en El Salvador, monjas asesinadas a la vera del camino, rebeldes asesinados por los batallones paramilitares, un pueblo entero ametrallado por el ejército al huir cruzando un río…

Juan Zamora le da la espalda a la pantalla y les asegura que en México se aplaude igual que aquí al presidente Reagan por salvarnos a todos del comunismo. Les dice también que a México lo que le interesa es crecer y prosperar, como lo prueba la gran explotación del petróleo por el gobierno de López Portillo.

Los gringos sonríen al oír esto pues creen que la prosperidad inocula contra el comunismo y Juan Zamora tiene ganas de preguntarle al señor Wingate cómo van sus negocios con el Pentágono, pero mejor se calla. Lo que insinúa primero y luego declara enfáticamente es que ellos, los Zamora, se adaptan perfectamente a la nueva riqueza de México porque ellos desde siempre han tenido tierras, haciendas —la palabra tiene un gran prestigio en los Estados Unidos, hasta la pronuncian con jota, «jacienda"— y pozos petroleros. Se da cuenta de que los Wingate ignoran que el petróleo es propiedad del Estado en México y se admiran de cuanto les dice Juan. Dogmática, aunque inocentemente, creen que la expresión "mundo libre" es idéntica a "libre empresa».

Ellos lo han recibido con gusto y por tradición. Desde siempre, los estudiantes extranjeros han sido acogidos con hospitalidad en las casas privadas cercanas a los campus norteamericanos. No llama la atención que los ricos jóvenes latinoamericanos busquen así una prolongación de sus hogares y, sobre todo, que de este modo aceleren sus conocimientos del inglés.

—Hay chicos —le asegura Tarleton Wingateque han aprendido inglés pasándose horas delante de la televisión.

Juntos ven en la pantallita la película de Peter Sellers, Being There, donde el pobre hombre no sabe más que lo que ha aprendido viendo televisión y por eso mismo pasa por un genio.

Los Wingate le preguntan a Juan Zamora si la televisión en México es buena y él debe responder con honestidad que no, es aburrida, vulgar, sin libertad y un escritor muy bueno y muy leído por los jóvenes, Carlos Monsiváis, la llama «la caja idiota». Esto le provoca gran hilaridad a Becky y dice que lo va a repetir en su clase, the idiot box. No te des aires de intelectual, le dice Charlotte a su hija, cabecita de huevo, le dice sonriendo mesándole el pelo y la bruñida pelirroja protesta, no me revuelvas el peinado, voy a tener que arreglarme otra vez antes de salir de niñera esa noche y Juan Zamora se asombra de que los niños gringos trabajen todos desde chiquitos, de niñeros, repartiendo periódicos o vendiendo limonada en el verano. —Es para inculcarles la ética de trabajo protestante —dice con solemnidad Mr. Wingate. ¿Y él? ¿Cómo es posible que haya crecido sin televisión?, le pregunta Becky. Juan Zamora sabe muy bien lo que dice. Ser rico y aristocrático en México es cuestión de tierras, haciendas, peones, un estilo de vida elegante, caballos, andar vestido de charro, tener muchos criados, eso es ser gente pudiente en México. No ver la televisión. Y como sus anfitriones tienen exactamente la misma idea en sus cabezas, la entienden, la alaban, la envidian y Becky sale a ganarse cinco dólares como niñera, la señora Charlotte se pone el delantal y va a asear la cocina y el señor Tarleton se queda leyendo con profundo sentido de la obligación el best seller número uno en la lista del New York Times, una novela de espionaje que, de paso, le confirma en su obsesiva paranoia acerca del peligro rojo.

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