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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (7 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Entonces Juan y Jim se sientan a horcajadas sobre la baranda del puente y se miran profundamente, hasta el fondo de los ojos negros del mexicano y grises del norteamericano, sin tocarse, poseídos por sus miradas, entendiéndolo todo, aceptándolo todo, sin rencores, sin ilusiones, dispuestos a tenerlo, sin embargo, todo, el origen del amor convertido en destino del amor, sin separación posible, por más que la vida diaria los escinda..

Se miran, sonríen, se ponen ambos de pie sobre la cornisa del puente, se toman de la mano y saltan los dos al vacío, con los ojos cerrados, pero convencidos de que todas las estaciones se han dado cita para mirarlos morir juntos, el invierno regando polvo congelado, el otoño lamentando la muerte pasajera del mundo con una voz roja y dorada, el lento verano perezoso y verde, y por fin otra primavera, ya no fugaz e imperceptible, sino eterna ésta, una barranca repleta de rosas, una caída suave, mortal, hasta el rocío que los baña cogidos de las manos, con los ojos cerrados, Lord Jim y Juan, ahora hermanos…

Juan Zamora sí. Pidió que les contara todo esto. Siente pena, siente vergüenza, pero tiene compasión. Nos ha dado la cara.

El despojo

A Sealtiel Alatriste

Dionisio «Baco» Rangel alcanzó la fama muy jovencito, cuando en el programa de radio Los niños catedráticos dio sin titubear la receta de las tortitas de tuétano poblanas.

Descubrimiento: saber de gastronomía puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de la supervivencia en el lujo de la vivencia. Este hecho definió la carrera de Dionisio, pero no le dio una meta superior.

La trascendencia del mero apetito en arte culinario, y de éste en profesión bien remunerada, se la otorgó el amor por la cocina mexicana y el concomitante desprecio por otras cocinas de muy pobre perfil, como la de los Estados Unidos de América. Antes de los veinte años, Dionisio había decidido, como artículo de fe, que sólo había cinco grandes cocinas en el mundo: la china, la francesa, la italiana, la española y la mexicana. Otras naciones tenían platillos de primera —Brasil la feijoada, Perú la gallina al ají, Argentina la excelencia de sus carnes, Noráfrica el cuscús y Japón el teriyaki—, pero sólo la cocina mexicana era un universo en sí. Del chilorio sinaloense, con sus cubitos de puerco bien sazonados en orégano, ajonjolí, ajo y chile ancho, al oaxaqueño pollo a las hierbas de la sierra, con sus hojas de aguacate, pasando por los tamales uchepos de Michoacán, del róbalo al perejil con langostinos de Colima, el albondigón relleno de rajas de San Luis Potosí, y esa delicia suprema que es el mole amarillo de Oaxaca (dos chiles anchos, dos chiles guajillos, un jitomate rojo, 250 gr. de jitomatillos verdes, dos cucharadas de cilantro, dos hojas de hierbasanta, dos granos de pimienta), para Dionisio la cocina mexicana era una constelación aparte, que se movía en las bóvedas celestes del paladar con trayectorias propias, con sus propios planetas, satélites, cometas, bólidos y, como el espacio mismo, infinita.

Llamado, también prontamente, a escribir en diarios mexicanos y extranjeros, dar cursos y conferencias, aparecer en televisión y publicar libros de cocina, a los cincuenta y un años Dionisio «Baco» Rangel era una autoridad culinaria, celebrado y bien pagado, sobre todo, en el país al que más despreciaba por la pobreza de su cocina. Llevado y traído por los Estados Unidos de América (sobre todo después del éxito de la novela de Laura Esquivel, Como agua para chocolate), Dionisio decidió que ésta era la cruz de su existencia: predicar la buena cocina en un país incapaz de entenderla o practicarla. Ya, ya, había excelentes restoranes en las grandes ciudades, Nueva York, Chicago, San Francisco, y la Nueva Orleáns tenía una tradición inexplicable sin la larga presencia francesa. Pero Dionisio desafiaba a la más humilde cocinera de Atlixco, Puebla o Puerto Escondido, Oaxaca, a internarse sin pavor por los desiertos gastronómicos de Kansas, Nebraska, Wisconsin, Indiana o las Dakotas, buscando en vano su epazote, su chile ajillo, su huitlacoche o su agua de jamaica…

Dionisio alegaba que él no era anti-yanqui ni en este capítulo ni en cualquier otro, por más que no hubiese niño nacido en México que no supiera que los gringos, en el siglo XIX, nos despojaron de la mitad de nuestro territorio, California, Utah, Nevada, Colorado, Arizona, Nuevo México y Texas. La generosidad de México, acostumbraba decir Dionisio, es que no guardaba rencor por este terrible despojo, aunque sí memoria. En cambio, los gringos ni se acordaban de esa guerra, ni sabían que era injusta. Dionisio los llamaba «los Estados Unidos de Amnesia". Con humor, pensaba a veces en la ironía histórica en virtud de la cual México perdió todos esos territorios en 1848 por culpa del abandono, el desinterés y la poca población. Ahora (sonreía pícaramente el elegante, bien vestido, distinguido y plateado crítico) estábamos en el trance de recuperar la patria perdida gracias a lo que podría llamarse el imperialismo cromosomático de México. Había millones de trabajadores mexicanos en los Estados Unidos y treinta millones de personas, en los Estados Unidos, hablaban español. ¿Cuántos mexicanos, en cambio, hablaban correctamente el inglés? Dionisio sólo conocía a dos, Jorge Castañeda y Carlos Fuentes, y por eso estos dos sujetos le parecían sospechosos. Le resultaba admirable, en cambio, la exclamación del torero andaluz Cagancho: "¿Hablar inglé? ¡Ni lo mande Dió!" El hecho es que si los gringos nos chingaron en 1848 con su "destino manifiesto», ahora México les daría una sopa de su propio chocolate, reconquistándolos con mexicanísimas baterías lingüísticas, raciales y culinarias.

Y el propio Rangel, ¿cómo se comunicaba con sus auditorios universitarios angloparlantes? Con un acento aprendido del actor Gilbert Roland, nacido Luis Alonso en Coahuila, y abundantes traducciones literales que hacían la delicia de sus oyentes:

—Let's see if like you snore you sleep.

—Beggars can't carry big sticks.

—You don't have a mom or a dad or even a little dog to bark at you.

Todo esto para que entiendan ustedes con qué conflictivos sentimientos llevaba a cabo Dionisio «Baco» Rangel, dos veces por año, sus giras por universidades norteamericanas donde el espanto de sentarse a cenar a las cinco de la tarde no era nada comparado con el horror de lo que a esa hora, en que los mexicanos apenas se están levantando de almorzar, se servía en las mesas académicas. Generalmente, el banquete se iniciaba con una ensalada de lechuga desmayada, coronada con jalea de fresa: este toque, le habían dicho repetidas veces en Missouri, Ohio y Massachusetts, era muy sofisticado y gourmet. Seguía el consabido pollo de hule, incortable e inmasticable, servido con elotes duros y un puré de papas enamorado del sabor del sobre de donde salió. El postre era una simulación del strawberry shortcake, pero en versión esponja de baño. Por último, un café aguado permitía ver hasta el fondo de la taza y admirar los círculos geológicos que diez mil porciones de veneno habían dejado en ella. Lo mejor, se dijo Dionisio, era beber disimuladamente el té helado que a todas horas y en toda ocasión era servido, insípidamente, pero al menos con sabrosas rodajas de limón. Rangel las chupaba ávidamente, para no acatarrarse durante el viaje.

¿Tacañería? ¿Falta de imaginación? Dionisio Rangel decidió convertirse en el Sherlock Holmes de lo que pasa por «cocina» en los Estados Unidos, conduciendo una investigación secreta, somera y satisfactoria, en hospitales, manicomios y cárceles. ¿Qué descubrió que se servía allí? Ensalada con jalea de fresa, cauchesco pollo, esponjoso pastel y traslúcido café. Se trataba, concluyó nuestro héroe, de comida institucional, generalizada, cuyas excepciones habrían de ser, si no memorables, acaso sorprendentes: profesores, reos, locos y enfermos dictaban el tono de los menús norteamericanos o, quizás, las universidades, manicomios, cárceles y hospitales eran todos servidos por la misma agencia de alimentación.

Sonriente, Dionisio, mientras se afeitaba después del baño matutino —las mejores ideas le venían a esa hora y en esa actividad— imaginó una explicación histórica, untándose en la mejilla su espuma de Barbasol. Sólo hay grandes cocinas nacionales cuando surgen del pueblo. En México, Italia, Francia o España, se puede entrar sin temor a la primera fonda del camino, al más humilde bistró, a la más concurrida tavola calda, con la seguridad de que algo bueno se sirve allí. No son los ricos —le decía Rangel a quien quisiera escucharlo— quienes dictan desde arriba el gusto culinario, es el pueblo, el obrero, el campesino, el artesano, el conductor de camiones de carga, quien, desde abajo, inventa y consagra los platillos de las grandes cocinas. Y lo hace por íntimo respeto a lo que se lleva a la boca.

La paciencia, el tiempo, explicaba Dionisio en sus clases, ante una manada incomprensible de jóvenes con bubble gum en la boca y gorras de béisbol en la cabeza: se necesita tiempo y paciencia para preparar un lapin faissandé en Francia, dejando que la liebre se pudra hasta el punto exacto de su más sabrosa y sápida amargura (ugh!), amor y paciencia para hacer un suflé de huitlacoche en México, empleando el hongo negro y canceroso del maíz, que en otras latitudes menos sofisticadas se les sirve a los cerdos (yak!).

En cambio, no se tiene tiempo o paciencia cuando se trata de freír un par de huevos debajo del covered wagon mientras atacan los pieles rojas y esperando que llegue la caballería del ejército a salvarnos (whoopee!). Dionisio le hablaba a docenas de émulos de Beavis y Butthead, vástagos de Wayne's World, legiones de muchachos convencidos de que ser idiotas era la mejor manera de pasar por el mundo desapercibidos (en algunos casos) o notoriamente (entre otros), pero siempre dueños de una libertad anárquica y de una sabiduría estúpida, natural, redimida por su propia imbecilidad sin pretensiones o complicaciones. Saber consistía en no saber. Era la lección funesta de la película Forrest Gump. Estar siempre disponible para el azar…

¿Cómo iban a entender los sucesores de Forrest Gump que generaciones y más generaciones de monjas, abuelitas, nanas y solteronas eran indispensables para que sólo una ciudad mexicana, Puebla, ofreciese más de ochocientas recetas de postres, obra de la paciencia, la tradición, el amor y la sabiduría? ¿Cómo, ellos cuyo supremo refinamiento consistía en creer que la vida es como una caja de chocolates, una variada prefabricación, un fatal destino protestante disfrazado de libre arbitrio? Beavis y Butthead, ese par de majaderos, habrían acabado con las monjitas poblanas a pastelazos, a las abuelitas las habrían encerrado en un closet a morirse de sed y hambre, y a las nanas las habrían violado. Favor cual ninguno para las señoritas quedadas.

Los estudiantes de «Baco" lo miraban como un loco y para desmentirlo, lo invitaban a veces a MacDonalds después de clase, con el aire de proteger a un enajenado o de aliviar a un menesteroso. ¿Cómo iban a entender que en México un campesino, aunque coma poco, come bien? La abundancia, eso era lo que celebraban sus estudiantes gringos, exhibiéndose ante el estrafalario ("weird») conferenciante mexicano con los cachetes llenos de hamburguesas despanzurradas; las panzas, de pizzas del tamaño de una rueda de carreta; y las manos, de sandwiches altos como los célebres emparedados de Lorenzo-Dagwood en la tira cómica e inclinados tan peligrosamente como la torre de pisa. (También hay un imperialismo de las tiras cómicas. La América Latina recibe los comics norteamericanos pero ellos no publican nunca los nuestros. Mafalda, Patoruzú, los Supersabios o la Familia Burrón jamás viajan de sur a norte. Nuestra venganza, mínima, es darles nombres castellanos a la galería de los funnies gringos. Jiggs and Maggie se convierten en Pancho y Ramona, Mutt and Jeff en Benitín y Eneas, Goofy en Tribilín, Minnie Mouse en Ratoncita Mimí, Donald Duck en Pato Pascual y Dagwood and Blondie en Lorenzo y Pepita. Pronto, sin embargo, ni esta libertad nos quedará, y Joe Palooka será siempre Joe Palooka, no nuestro tergiversado Pancho Tronera.) Abundancia. Sociedad de la abundancia. Dionisio Rangel quiere ser muy franco y admitir ante ustedes que él no es un asceta ni un moralista. ¿Cómo puede serlo un sibarita que con semejante sensualidad goza de un clemole con salsa de rábanos? Pero su pendiente culinaria, tan exquisita, tiene otra ladera grosera, posesiva, de la cual el pobre crítico de la gastronomía no se siente culpable, pues es apenas —les ruega que lo comprendan— víctima pasiva de la sociedad de consumo norteamericana.

Insiste: no es su culpa. ¿Cómo evadir, aunque sea durante dos meses al año en los Estados Unidos, que el lugar donde uno se encuentre —hotel, motel, apartamento, faculty club, garconniére o, en casos extremos, trailers— se llene en un abrir y cerrar de ojos de correo electrónico, cupones, ofrecimientos de toda laya, premios balines asegurándole a uno que se ha ganado un crucero al Caribe, suscripciones indeseables, montañas de papel, periódicos, revistas especializadas, catálogos de L. L. Bean, Sears y Neiman Marcus?

Como respuesta a este alud de papeles, multiplicada por mil con el advenimiento del sistema electrónico E-Mail, solicitudes, falsas tentaciones, Dionisio decidía abandonar su papel receptor, pasivo, y adoptar otro, emisor, muy activo. En vez de ser la víctima de la avalancha, decidió comprar la montaña. Es decir, se propuso adquirir todo lo que le ofrecían los anuncios de televisión, las leches malteadas para adelgazar, los clasificadores para documentos, los CDs irrepetibles con las mejores canciones de Pat Boone y Rosemary Clooney, las historias ilustradas de la segunda guerra mundial, los complicadísimos aparatos para entonar y/o desarrollar los músculos, los platos conmemorativos de la muerte de Elvis Presley o la boda de Carlos y Diana, la taza conmemorativa del Bicentenario de la independencia, los juegos de té de falso Wedgwood, los ofrecimientos de viajero frecuente de todas las aerolíneas, los restos de las baratas del día de cumpleaños de Lincoln y Washington, la bisutería de los espantosos canales vendedores de anillos, prendedores y collares, los videos de ejercicios de Cathy Lee Crosby, todas las tarjetas de crédito habidas y por deber, todo, todo decidió que era irresistible, suyo, apropiable, hasta los detergentes mágicos que toda lo limpian, incluso una mancha emblemática de mole poblano.

Secretamente, conocía las razones de esta voracidad adquisitiva. Una era confiar en que si él aceptaba expansiva, generosamente, lo que los Estados Unidos le ofrecían —regímenes para adelgazar, detergentes, canciones de los cincuenta—, los Estados Unidos acabarían por aceptar lo que él les ofrecía —paciencia y gusto para cocinar un buen escabeche victorioso—. La otra era vengarse de los premios que, llamado a concursar en televisión, Dionisio iba acumulando, otra vez, pasivamente. Su infinita erudición culinaria le facilitaba aparecer en quizz shows y ganar no sólo en la categoría gastronómica sino en todas las demás. Cocina y sexo son dos placeres indispensables, más aquélla que éste, pues se puede comer sin amar, pero no se puede amar sin comer, y el que sabe de paladares culinarios o culinarios paladares, sabe todo: en torno a un beso, o a un chilpachole de jaiba, se organiza toda una sabiduría histórica, científica y, aun, política. ¿Dónde se originó el cocktail? En Campeche, entre marinos ingleses que mezclaban sus bebidas con el condimento local llamado cola de gallo. ¿Quién consagró el chocolate como bebida aceptable en sociedad? Luis XIV en Versalles, después de que el brebaje azteca fue considerado durante dos siglos un veneno amargo. ¿Por qué fue prohibida en la vieja Rusia la papa por la iglesia ortodoxa? Porque no era mencionada en la Biblia y debía, por ello, ser producto diabólico. En esto, los popes tenían razón: son las papas base del diabólico vodka.

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