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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (8 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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La verdad es que Rangel hacía estos circos para darse a conocer ante públicos más amplios, más que para ganar las lavadoras automáticas, las aspiradoras y los viajes a Acapulco con que sus éxitos eran premiados.

Además, había que llenar las horas…

Zorro plateado, hombre interesante, galán maduro, Dionisio «Baco" Rangel era, a los cincuenta y un años, un poco la copia de ese modelo cinematográfico representado en el cine mexicano por el late (en todos sentidos) Arturo de Córdova (escaleras de mármol y alcatraces de plástico como fondo para amores neuróticos con inocentes niñas de quince años y vengativas madres de cuarenta, todas ellas reducidas a su justa medida por la memorable y lapidaria frase del galán otoñal: "No tiene la menor importancia"). Aunque, con mayor autogenerosidad, Dionisio, al mirarse en el espejo mientras se rasuraba cada mañana (Barbasol, Buenas Ideas), se decía que nada le envidiaba a Vittorio de Sicca, emigrado de las películas de teléfono blanco y las sábanas de satín, en la Italia fascista, para convertirse en el supremo director neorrealista de niños limpiabotas, bicicletas robadas y ancianos sin más compañía que un perro. Pero, ¡qué guapo, qué elegante, qué rodeado siempre de Ginas y Sofías y Claudias! A esta suma de experiencias, cobijadas bajo la tersura de las apariencias, aspiraba nuestro compatriota Dionisio "Baco» Rangel, a medida que iba almacenando todos sus productos norteamericanos en un depósito suburbano de la ciudad fronteriza de San Diego, California.

Sólo que las muchachas ya no acudían espontáneas al galán otoñal. Sólo que su estilo chocaba demasiado con el de las jóvenes de hoy. Sólo que mirándose al espejo (cubierto de Barbasol, desprovisto de Buenas Ideas) aceptaba que después de Cierta Edad un galán ha de ser circunspecto, elegante, tranquilo, a fin de no caer en el ridículo máximo del Don Juan viejo, el Fernando Rey de Viridiana, que sólo posee a las vírgenes si primero las dopa y les toca el Mesías de Hándel.

—Unhandel me, sire.

Por eso, en sus giras por las universidades y los estudios de televisión norteamericanos, Dionisio tenía que pasar muchas horas solitarias, gastando su melancolía en fútiles reflexiones. California era su zona de operaciones fatal y hubo una temporada en la que se pasó momentos muertos en Los Ángeles mirando el paso de los automóviles por el sistema de autopistas de la ciudad sin cabeza, imaginando que asistía al equivalente moderno de una justa medieval, en la que cada conductor era un caballero sin tacha y cada automóvil un caballo armado. Pero su concentrada observación acabó por suscitar sospechas y finalmente la policía lo detuvo por andar de vagabundo cerca de las autopistas —¿era un terrorista?

Las rarezas norteamericanas solicitaban su atención, le complacía descubrir que debajo de los lugares comunes sobre la sociedad uniforme, robótica, sin personalidad culinaria (artículo de fe) se agitaba un mundo multiforme, excéntrico, cuasi-medieval en su fermento corrosivo del orden impuesto, antes, por Roma y su Iglesia, hoy por Washington y su Capitolio. ¿Cómo iba a ordenarse un país lleno de locos religiosos que creían a pie juntillas que la fe y no el bisturí sobraban para curar un tumor pulmonar? ¿Cómo, el mismo país lleno de gente temerosa de cruzar miradas con otras personas en la calle que podrían resultar cientólogos con derecho a matarnos si no comulgábamos con sus ideas, asesinos liberados de manicomios y cárceles sobrepobladas, homosexuales vengativos armados de jeringas contaminadas de HIV, neonazis de cabeza rapada dispuestos a degollar a toda persona de tez oscura, milicianos libertarios con bombas listas para acabar con el gobierno haciendo volar las oficinas públicas, bandas de adolescentes mejor armados que la policía para ejercitar el derecho constitucional de portar bazukas y volarle la cabeza a cualquier hijo de vecino?

Deslizándose por las paredes de América, con gusto le entregaba Dionisio a un solo país el apelativo de todo un continente, con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, «los Estados Unidos de América", que era como llamarse, dijo su amigo el historiador Daniel Cosío Villegas, "El Borracho de la Esquina" o, pensaba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como "Tercer Piso a la Derecha», por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…

Buen mexicano, les concedía a los gringos todo el poder del mundo salvo el de una cultura aristocrática: México la tenía, al precio, era cierto, de una desigualdad e injusticia abismales, acaso insuperables. Pero México también tenía formas, maneras, gustos, sutilezas, que confirmaban una cultura aristocrática: un islote tradicional azotado y a veces inundado, cada vez más, era cierto, por tormentas de vulgaridad y maneras de comercialización peores, por chafas, por baratas, por azcarragosas, que las del común norteamericano. Pero en México hasta un bandido era cortés, hasta un analfabeto, culto, hasta un niño sabía decir buenos días, hasta una criada sabía caminar con gracia, hasta un político sabía comportarse como una dama, hasta una dama sabía comportarse como un político, hasta los tullidos eran alambristas y hasta los revolucionarios tenían el buen gusto de creer en la virgen de Guadalupe.

Nada de esto lo consolaba de los momentos cada vez más prolongados de tedio cincuentón, cuando las clases terminaban, las conferencias concluían, las muchachas se iban y él debía regresar solo al hotel, al motel, al Faculty Club…

Quizás fueron estas curiosidades las que condujeron a Dionisio `Baco' Rangel a su más reciente manera de entretenimiento en California. Pasó semanas sentado frente a esos lugares que ponían a prueba su paciencia y su buen gusto —los MacDonalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut y, abominación de abominaciones, Taco Bell— con el propósito de contar a los gordos (y a las gordas) que entraban y salían de esas catedrales del mal comer. Llegó armado de estadísticas. Hay cuarenta millones de personas obesas en los EEUU, más que en cualquier otro país del mundo. Gordos, pero en serio: masas de color de rosa, almas perdidas detrás de rollos y más rollos de carne, hasta hacer perdedizas, también, características como los ojos, la nariz, la boca, el sexo mismo. Dionisio veía pasar a una gorda de trescientos cincuenta libras de peso y se preguntaba dónde quedaría la veta de su placer, cómo se llegaría, entre las múltiples lonjas de sus muslos y sus nalgas, al santoyo de su líbido. ¿Se atrevería el macho a pedir: Amor, tírate un pedo para que me oriente? Dionisio se rió solo de su vulgaridad, celebrada y perdonada en virtud de que todo aristócrata hispánico algo le debe a la escatología del máximo poeta de la lengua, don Francisco de Quevedo y Villegas. Quevedo relaciona nuestro espíritu y nuestro excremento: seremos polvo, mas polvo enamorado. Esto nos justifica para gozar lo mucho de profano que tiene la existencia y hacer como Quevedo en el siglo XVIII y nadie hasta Kundera en el XX, el elogio de las gracias y desgracias del ojo del culo.

El desfile contemplado le debía mucho más, sin embargo, a Fernando Botero y sus adiposos repartos de cortesanas inmensas que Rubens no llegó a imaginar, curas obesos, niños hinchados, generales a punto de reventar… ¡Cuarenta millones de gordos gringos! ¿Eran sólo el resultado de la mala alimentación? ¿Por qué sólo se daban en los Estados Unidos y no en España, en México o Italia, a pesar de las butifarras y los tamales y los tallarines? En la panza de cada panzón que pasaba, adivinaba Dionisio millones de bolsas de celofán guardando celosamente, en el vacío previo a la plétora, miles de millones de papas fritas, palomitas de maíz, melcochas cubiertas de nuez y chocolate, cereales audibles, montañas de helado tricolor coronado de cacahuates y caramelo caliente, hamburguesas duras y delgadas como suela de zapato hechas con carne de perro pero servidas entre túmulos de pan gordo, insípido, inflado, la hostia nacional americana embarrada de ketchup (Ésta Es Mi Sangre) y cargada de calorías (Éste Es Mi Cuerpo)… Nalgas como esponja, manos húmedas y transparentes como gelatina, piel rosa deteniendo la masa contenida del pus, la sangre y las escamas…: las vio pasar.

Y sin embargo, perversa, inexplicablemente, Dionisio «Baco» Rangel, al ver el paso multitudinario de las gordas, empezó a sentir una comezón sexual comparable a la de la primera excitación, dulce, imprevisible, alarmante, inexplicable, de los trece años. No, no la primera masturbación, hecho ya volitivo y racional, sino el florecer primero del sexo, asombroso, impensable antes de que sucediera… El primer semen derramado por el joven que en ese momento era siempre el primer hombre, Adán, nada, nadando en semen.

Esta intuición perturbó profundamente al solitario e itinerante gourmet. Sí, en México no faltaban señoras muy distinguidas de cincuenta y hasta cuarenta años dispuestas a acompañarle a comer en Bellinghausen, cenar en el Estoril, oír un concierto en el festival del Centro Histórico organizado por Francesca Saldívar, o ir a conferencias de sus dos antiguos colegas de Los Niños Catedráticos, sus contemporáneos José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Y sí, algunas de estas señoras aceptaban gustosas un acostón de tarde en tarde, pero era muy tarde, también, para aprender las mañas de ellas o enseñarles a ellas las de Dionisio. Ni ellas tenían por qué saber que nada lo excitaba a él tanto como una mano de mujer en la nuca, ni él tenía que saber a quiénes les gustaba que les chupara un pezón y a quiénes no, porque eso les dolía mucho: ¡ouch! La muerte de su amigo el novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, especialista en amar a las gordas, le privó del placer de comparar notas con ese sabio, ignorado y sensual escritor, quien ahora, a la vera de Dios, repetiría la consabida oración de los habitantes de la antigua capital incásica conquistada por Sebastián de Belalcázar: «En la tierra, Quito, y en el cielo un hoyito para ver a Quito.» Ahora, Dionisio sólo quería un hoyito para ver el hoyito de una gordita.

El desfile de las gordas tuvo en él un efecto singular, novedoso. Empezó por imaginarse en brazos de una de estas inmensas mujeres, perdido en frondosidades comparables a las de un bosque de helechos carnosos, en busca de las joyas secretas, las puntas diamantinas, los terciopelos escondidos y las lisuras nacaradas, las humedades invisibles de LAS GORDAS. Mas por ser Dionisio, Dionisio (un caballero mexicano discreto, atildado y reconocido) no se atrevió a cumplir ipso facto el impulso de su imaginación y su carne, que era acercarse al obeso objeto de su deseo y solicitarla, exponiéndose a un descontón o, con suerte, a una aceptación. Aquél, por impactante que fuese, le resultaba, sin embargo, menos doloroso que, no el rechazo, sino el consentimiento de una tarde de amor: jamás había querido a una gorda, no sabía por dónde tomarla, qué cosa decirle y qué no decirle, cuál era, en suma, el protocolo erótico con las mujeres muy obesas. ¿Cómo iba, por ejemplo, a ofrecerles de comer sin, quizás, ofenderlas? ¿Qué monerías esperaba una gorda que no la empequeñecieran o burlaran (véngase mi chiquita, tus ojitos tan lindos, diminutivos ofensivos, tus ojazos tan grandes, tus inmensas tetas, aumentativos verboten). Dionisio temió perder toda naturalidad y en consecuencia toda efectividad: se resignó a no abordar a ninguna Gorda que salía del Kentucky Fried, pero la abundancia misma de las mujeres por primera vez deseadas lo llevó, por asociaciones fáciles de entender, a pensar en comida, a compensar la imposibilidad erótica con la posibilidad culinaria, a comerse lo que no podía cogerse…

Estaba en un centro comercial al Norte de San Diego. Buscó en el directorio el restorán que le pareció menos malo. Un O Sole Mio le aseguraba pasta hecha hace una semana disfrazada bajo un vesubio de salsa de tomate. Un Chez Montmartre's prometía comida espantosa y meseros altaneros. Un ¡Viva Villa! le condenaba al más deleznable texmex con bigotes. Optó por un American Grill que, al menos, haría excelentes Bloody Marys y que, desde afuera, lucía limpio, hasta reluciente, en su explotación del cromo en las mesas, el cuero en las sillas, la barra niquelada y el juego de espejos. Un laberinto de azogue, en realidad, hecho para que cada comensal, si lo deseaba, pudiera mirarse reflejado sin dejar de mirar a su acompañante; o mirarse todo el tiempo para compensar el tedio de la comida.

Se sentó y un joven guapo, rubio, vestido como mesero del fin de siglo, le ofreció la carta. Dionisio había escogido un lugar apartado, con vista sobre la pista de patinaje, pero no tardaron en sentarse en la mesa de al lado dos viejillos encorvados aunque enérgicos, enojados, repelones, con gorras de tela seersucker, cardigans blancos y pantalones azules también. Se sentaron armando ruido y arrastrando sus zapatos tenis Nike.

—A ver. Para empezar —consultó Dionisio el menú—.

—Dame pruebas— dijo uno de los ancianos cascarrabias.

—No tengo por qué. Sabes que no es cierto —le dijo su compañero—.

—Un cóctel de camarones.

—No sacaste nada de ese negocio. —No sé por qué sigo discutiendo George—.

—No, sin salsa. Sólo limón.

—Te advertí que ibas a la ruina.

—Te lo dije, te lo dije, te lo digo, ¿no tienes otra cantinela?

—¿Cuál es la sopa del día? —No sabes nada—.

—Lo vi venir de lejos, Nathan. Te lo advertí. —Vychisoisse—.

—Te digo que no sabes nada.

—¿Que no sé nada? ¿Tú sabes que la mitad de los barcos mercantes en la segunda guerra mundial se perdieron?

—Pruébalo. Lo acabas de inventar. —Un steak en seguida. —¿Quieres apostar?

—Claro. Siempre gano las apuestas contigo. Eres un ignorante, George.

—Término medio.

—¿Tú sabes qué es la gravedad? —No, y tú tampoco. —Es una fuerza magnética.

—No, sin jardinería. El puro steak.

—A ver: ¿hay gravedad a la orilla del mar? —No, es cero—.

—¡Ah!, qué profunda sabiduría. No se te puede engañar.

—Apuesta lo que quieras. —Apuesto, Nathan—.

—No, muchacho, no me gustan las papas asadas, con o sin crema agria.

—De todos modos se lo vamos a cobrar. —Cóbrenlo pero no me lo pongan con la carne. —Me van a despedir si no pongo la papa asada. Es el reglamento.

—Está bien, ponla al lado. contigo, —De todos modos se la iban a cobrar. El plato cuesta $22.90 con o sin papa.

—Está bien.

—George, sabes un poquito de todo pero no sabes nada importante.

—Sé cuando un negocio es malo y conduce al fracaso, Nathan. No puedes negar que eso sí sé..

—Pues yo no sé nada, pero soy un hombre educado.

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