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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (12 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Levanto con trabajo la cara para ver de cara al sol. Lo que cae sobre mi frente es una gota. Y luego otra. Cada vez más recio. Un aguacero. Una lluvia ruda aquí donde nunca llueve. Los pies se apresuran. Las voces se levantan. El día que yo esperaba luminoso se vuelve turbio. Los hombres y las mujeres corren, se tapan las cabezas con periódicos, rebozos, suéteres, chamarras. La lluvia tamborilea sobre los techos de lámina. La lluvia infla las montañas de basura. La lluvia rueda por los cerros, lavándolos, por los cañones, deslavándolos, arrastrando lo que encuentra, una llanta, un zaguán, un cacharro, una envoltura de celofán, un calcetín viejo, un lodazal repentino, una casa de cartón, una antena de televisión. El mundo aparece arrastrado por el agua, inundado, sin pareja, divorciado de la tierra… Creo que nos vamos a ahogar. Creo que es el diluvio otra vez. La lluvia incesante borra la raya donde estoy detenido. Los pies veloces dejan huellas sobre el pavimento como si fuera de arena. Ellos se acercan. Oigo el ulular de sirenas. Oigo las voces altas, asombradas, bajo la lluvia. Los pasos mojados, veloces. Las manos que me esculcan. Las luces de las ambulancias, indagantes, inciertas, girando, errando, pescando, pesquisando… Un viejo dicen. Un viejo inmóvil. Un viejo que no habla. Un viejo con la bragueta abierta. Un viejo con un pañal meado. Un viejo con ropa muy vieja y muy mojada. Un viejo con zapatos fuertes, de esos que dejan huella en las banquetas, como si los pavimentos fueran la playa. Un viejo con las etiquetas de la ropa arrancadas. Un viejo sin cartera. Un viejo sin papeles: pasaporte, tarjetas de crédito, cartilla de elector, seguridad social, calendario para el año nuevo, mica verde de las fronteras. Un viejo sin plástico. Un viejo con la nuca tiesa. Un viejo con los ojos limpios, abiertos al cielo, lavados por la lluvia. Un viejo con las orejas paradas, con los lóbulos goteando lluvia. Un viejo abandonado. ¿Quién pudo hacerle esto? ¿No tiene hijos, parientes? De plano son chingaderas. ¿A dónde lo vamos a llevar? Le va a dar pulmonía. Métanlo rápido en la ambulancia. Es un viejo. A ver si averiguamos quién es. Quiénes habrán sido los desgraciados. Un viejo. Un viejo bueno. Un viejo que se resiste a morir. Un viejo llamado Emiliano Barroso. Qué lástima que ya nunca podré repetirlo. Qué bueno que por fin he podido recordarlo. Soy yo.

Malintzin de las maquilas

A Enrique Cortazar, Pedro Garay y Carlos Salas-Porras

A Marina la nombraron así por las ganas de ver el mar. Cuando la bautizaron, sus padres dijeron a ver si a ésta sí le toca ver el mar. En la ranchería en el desierto del Norte, los jóvenes se juntaban con los viejos y los viejos contaban que de jóvenes sus viejos les habían dicho, ¿cómo será el mar?, ninguno de nosotros ha visto nunca al mar.

Ahora que el helado sol de enero se levanta, Marina sólo ve las aguas flacas del Río Grande y el sol lo siente todo tan frío que quisiera volverse a meter entre las cobijas pardas del desierto por donde se asoma.

Son las cinco de la mañana y ella tiene que estar en la fábrica a las siete. Se ha retrasado. La retrasó anoche el amor con Rolando, ir con él del otro lado del río a El Paso Texas y regresar tarde, sola y tiritando por el puente internacional a su casita de una sola pieza con retrete en la Colonia Bellavista de Ciudad Juárez.

Rolando se quedó en la cama con un brazo cruzado detrás de la nuca y el celular en la otra mano, pegado a la oreja, mirándola a Marina con satisfacción cansada y ella no le pidió que la llevara de regreso, lo vio tan cómodo, tan niño, tan acurrucado y también tan abierto, tan húmedo y calientito. Lo vio sobre todo listo para iniciar el trabajo, haciendo llamadas en el celular desde tempranito, al que madruga Dios lo ayuda, más si se es mexicano que hace negocios de los dos lados de la frontera.

Se miró en el espejo antes de salir. Era una belleza dormilona. Todavía tenía pestañas gruesas, de niña.

Suspiró. Se puso la chamarra azul de pluma de ganso que tan mal iba con su minifalda pues la chamarra le colgaba hasta las rodillas y la minifalda le llegaba al muslo. Sus zapatos tenis de trabajo los guardó en un morral y se lo colgó al hombro. Iba al trabajo con zapatos de tacón alto y puntiagudo, aunque a veces se le hundieran en el lodo o se le quebraran en las piedras, al contrario de las gringas que caminaban al trabajo con kedds y en la oficina se ponían los tacones altos. Marina en cambio no sacrificaba sus zapatos elegantes por nada, nadie la iba a ver nunca en chanclas como india apache.

Alcanzó el primer camión por la calle del Cadmio y como todas las mañanas trató de mirar más allá del barrio de terrones y de esas casuchas que parecían salidas de la tierra. Todos los días, sin falta, trataba de mirar hacia el horizonte grandísimo, el cielo y el sol le parecían sus protectores, eran la belleza del mundo, el cielo y el sol eran de Todos y no costaban nada, ¡cómo iban a hacer las gentes comunes y corrientes algo tan bonito como eso, todo lo demás tenía que ser feo por comparación: el sol, el cielo… y, decían, el mar!

Siempre acababa viendo hacia los barrancos que se iban derrumbando hacia el río y que le atraían la mirada con la ley de la gravedad, como si hasta dentro del alma todas las cosas anduvieran siempre cayéndose. Ya desde esta hora, las barrancas de Juárez parecían hormigueros. La actividad de los barrios más pobres empezaba temprano y se confundía con el enjambre que desde las casuchas y el declive se iba desparramando hasta la orilla del río angosto y allí intentaba cruzar al otro lado. Entonces ella volteaba la cara sin saber si lo que veía la molestaba, la avergonzaba, la hacía compadecerse o sentir ganas de imitar a los que se iban del otro lado.

Mejor fijó los ojos en un ciprés solitario hasta que ya no pudo verlo.

El ciprés quedó atrás y Marina sólo vio concreto, muros y más muros de concreto, una larguísima avenida encajonada entre el concreto. El camión se detuvo en un campo donde los muchachos en calzones cortos jugaban fútbol para calentarse y cruzó tiritando el baldío hasta encontrar la siguiente parada del camión.

Tomó asiento junto a su amiga Dinorah que venía vestida de suéter colorado y blue jeans con zapatillas sin tacón. Marina abrazó su morral pero cruzó la pierna para que Dinorah y los demás pasajeros vieran sus finos zapatos de tacones altos con hebilla de pulsera en el tobillo.

Se dijeron lo de siempre, cómo está el niño, con quién lo dejaste. Antes, la pregunta de Marina irritaba a Dinorah, se hacía la desentendida, se atareaba sacando un chicle de la bolsa o acariciándose el pelo de chinitos cortos y anaranjados. Luego se dio cuenta de que todas las mañanas de la vida se iba a topar con Marina en el camión y contestó rápidamente, la vecina lo va a llevar a la guardería.

—Hay tan pocas —decía Marina.

—¿Qué?

—Guarderías.

—Aquí nada alcanza para nada, chavalona.

No iba a decirle a Dinorah que se casara, porque la única vez que lo hizo ella le contestó con grosería, cásate tú primero, ponme el ejemplo, huisa. No le iba a insistir que las dos eran solteras pero Marina no tenía hijos, un hijo, ésa era la diferencia, ¿no necesitaba un padre el niño?

—¿Para qué? Aquí los hombres no trabajan. ¿Quieres que mantenga a dos en lugar de uno?

Marina le dijo que con un hombre en casa podría defenderse mejor de los jaraseros sexuales de la fábrica. Se metían mucho con Dinorah porque la veían indefensa, nadie daba la cara por ella. Esto fastidió mucho a Dinorah y le dijo a Marina que de veras quería llevarse a toda madre con ella porque Dios les había asignado el mismo camión, pero que si seguía dando consejos no pedidos, de plano iban a dejar de hablarse y que no se hiciera la mosquita muerta.

—Yo tengo a Rolando —dijo Marina y Dinorah se murió de risa, todas tienen a Rolando, Rolando tiene a todas, ¿qué te crees, pendeja? y como Marina se soltó chillando y las lágrimas no le rodaron por las mejillas sino que se juntaron todititas en las pestañas, a Dinorah le dio pena, sacó un klinex de la bolsa, abrazó a Marina y le limpió los ojos.

—Por mí no te preocupes, chula —dijo Dinorah—. Yo me sé defender de todos los tentones de la fábrica. Y si me exigen un acostón para ascender, mejor me cambio de fábrica, total aquí nadie asciende para arriba, nomás nos movemos para los lados, como las cangrejitas.

Marina le preguntó a Dinorah si había rotado mucho, éste era su primer trabajo pero oía que las muchachas se cansaban pronto de una ocupación y se iban a otra. Dinorah le dijo que después de nueve meses de hacer lo mismo, te empezaba a doler la cintura y se te amolaba la columna.

Tuvieron que bajarse a tomar el siguiente camión.

—Tú también vienes retrasada.

—Supongo que por las mismas razones que tú —rió Dinorah y las dos se tomaron de la cintura y se rieron juntas.

La plaza estaba muy animada ya, con sus toldos y tendajones variados. Todo mundo despedía el humo del invierno por la boca y los marchantes exponían sus mercancías o colgaban sus anuncios a lo que vino vino a comerse sus elotes con Avelino y ellas se detuvieron a comprar dos elotes enchilados y todavía escurridos de agua caliente y mantequilla derretida, sabrosísimos. Se rieron de un anuncio, Tome Macho Minas Para Hombres Débiles de Sexo y Dinorah le preguntó a Marina si ella había conocido uno solo así. Marina dijo que no, pero no era eso lo importante, sino escoger una al hombre que quiere. ¿Que una quiere? Bueno, que le gusta a una. Dinorah dijo que los únicos hombres con el pito aguado eran casi siempre los más echadores, los que las perseguían y trataban de aprovecharse de ellas en las fábricas.

—Rolando no. Él es muy macho.

—Eso ya me lo contaste. ¿Y qué más tiene?

—Un celular.

—Ah —peló de burla los ojos Dinorah pero no dijo nada más porque el camión se detuvo y subieron para viajar el último tramo hasta la maquiladora. Llegó corriendo una muchacha muy flaca pero guapa con una belleza aguileña poco corriente por aquí y vestida con hábito carmelita y sandalias. Se sentó frente a ellas. Le preguntó a Dinorah si no le daban frío sus piececitos en invierno sin calcetincitos ni nada, así. Ella se sonó la nariz y dijo que era una manda que sólo tenía chiste en la escarcha, no en el summer.

—¿Se conocen? —dijo Dinorah.

—De lejos —dijo Marina.

—Ésta es Rosa Lupe. No la reconoces cuando se le mete lo santo. Te juro que normalmente es muy diferente. ¿Por qué hiciste manda?

—Por mi famullo.

Les contó que ella llevaba cuatro años en la maquila y su marido —su famullo— seguía sin dar golpe.

El pretexto eran los niños, ¿quién los iba a cuidar? —Rosa Lupe miró sin mala intención a Dinorah—. El famullo se quedaba en casa cuidando a los niños pues por lo visto hasta que crecieran.

—¿Lo mantienes? —dijo Dinorah para vengarse de la alusión de Rosa Lupe.

—Pregunta en la fábrica. La mitad de las que chambeamos allí mantenemos el hogar. Somos lo que se llama jefecitas de familia. Pero yo tengo famullo. Por lo menos no soy madre soltera.

Para evitar el pleito de comadres Marina dijo que ya entraban a la parte bonita y las tres miraron los cipreses alineados a ambos lados de la carretera sin hablarse más; esperando nomás la aparición bellísima que no dejaba de asombrarlas todos los días a pesar de la costumbre, la fábrica montadora de televisores a color, un espejismo de vidrio y acero brillante, como una burbuja de aire cristalino, era como trabajar rodeadas de pureza, de brillo, casi de fantasía, tan limpia y moderna la fábrica, el parque industrial como decían los managers, las maquiladoras que le permitían a los gringos ensamblar textiles, juguetes, motores, muebles, computadoras y televisores con partes fabricadas en los EEUU, ensambladas en México con trabajo diez veces menos caro que allá, y devueltas al mercado norteamericano del otro lado de la frontera con el solo pago de un impuesto al valor añadido: de esas cosas ellas no sabían mucho, Ciudad Juárez era simplemente el lugar de donde llamaba el trabajo, el trabajo que no existía en las rancherías del desierto y la montaña, el que era imposible hallar en Oaxaca o Chiapas o en el mismísimo DF, aquí estaba a la mano, y aunque el salario era diez veces menos que en los EEUU, era diez veces más que nada en el resto de México: esto se cansaba de explicarles la Candelaria, una mujer de treinta años, más que gorda, cuadrada, con las mismas dimensiones por los cuatro costados, que no había renunciado a una vestimenta campesina tradicional, aunque era difícil saber de qué región, pues la convencida, seria, pero sonriente Candelaria, usaba un poquito de todo, trenzas de columpio con estambres huicholes, huipiles yucatecos, faldas tehuanas, cinturones tzotziles y unos huaraches con suela de llanta Goodrich que se encuentran en todos los mercados, y como era la amante del líder sindical antigobiernista, sabía de lo que hablaba y el milagro era que no la hubieran corrido de plano de todas las maquiladoras, pero la Candelaria les ganaba siempre la partida, era la amita de la rotación, cada seis meses cambiaba de plaza y cada vez que lo hacía su patrón suspiraba porque la agitadora se iba y porque la rotación ya era para los empresarios sinónimo de escasa o nula conciencia política, no alcanzaba el tiempo para alborotar a nadie y la Candelaria nomás meneaba las trenzas de la risa y seguía sembrando conciencia aquí y allá, cada seis meses: tenía treinta años, llevaba quince en las maquilas, no quería amolarse la salud, ya había trabajado en una fábrica de pinturas y los solventes la habían enfermado —mira que pasarse nueve meses enlatando pintura para acabar pintada por dentro, eso dijo entonces— y es cuando conoció a Bernal Herrera, un hombre maduro que por eso le gustó a la Candelaria, maduro pero con ojos tiernos y manos vigorosas, moreno, cano, con bigote y anteojos, y Bernal le dijo Candelaria aquí no le dan agua ni al gallo de la pasión, lo que uno necesita debe ganárselo a pulso, aquí declaran los costos y utilidades que se les antoja, aquí no hay seguros por riesgo de trabajo, ni medicaciones, ni pensión, ni compensaciones por dote, maternidad o muerte, nos están haciendo el gran favor, eso es todo, nos están dando trabajo, muchas gracias y a callarse la boca, pero tú de vez en cuando deja caer tres palabritas, Candelaria de mi vida, three little words como dice el fox, huelga de coalición, huelga de coalición, huelga de coalición, repítelo tres veces como en una letanía, mi dulce Cande, y vas a ver cómo se ponen pálidos, te prometen aumentos, te ofrecen igualas, te respetan tus opiniones, te animan a cambiar de fábrica: hazlo, mi amorcito, mira que prefiero verte rotada que no muerta…

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