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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (14 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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—¿Y ora esa? —dijo la Candelaria y se arrepintió. Era una ley no escrita que ellas no andaban averiguando qué les pasaba, por dentro, a las demás. Lo que les pasaba afuera, pues se notaba y podía comentarse, sobre todo con ánimo guasón. Pero el alma, eso que las canciones llaman el alma…

Canturreó Candelaria y se le unieron Marina y Rosa Lupe.

«Me volvió loca tu manera de ser/ Tu egoísmo y tu soledad/ Son joyas en la noche/ De mi mediocridad…»

Entre que se rieron y se pusieron tristes, pero Marina pensó en Rolando, en qué andaría haciendo en las calles de Juárez y El Paso, era un hombre con un pie allá y otro acá de este lado, unido a Juárez y El Paso por su celular.

—No me llames a casa de noche, mejor llámame al coche, llámame a mi celular —le había dicho a Marina al principio, pero cuando ella le pidió el número, Rolando se excusó.

—Me tienen fichado con mi celular —le explicó—. Si entra una llamada tuya, puedo comprometerte.

—¿Entonces cómo nos vamos a ver?

—Tú ya sabes, todos los jueves en la noche en los courts del otro lado…

¿Y los lunes, los martes, los miércoles, qué? Todos trabajamos, le decía Rolando, la vida es dura, hay que ganarse los frijoles, una noche de amor, ¿te das cuenta?, hay gente que ni eso tiene… ¿Y los sábados, y los domingos? La familia, decía Rolando, los fines de semana son para la familia.

—Yo no tengo, Rolando. Estoy solita.

—¿Y los viernes? —replicaba como de rayo Rolando, era rápido, eso ni quién se lo quitara, sabía que Marina se confundía apenas se mencionaba el viernes.

—No. Los viernes salgo con las muchachas. Es nuestro día de amigas.

Rolando no tenía que añadir nada y Marina esperaba ansiosa el jueves para cruzar por el puente internacional, mostrar su tarjeta, tomar un bus que la dejaba a tres cuadras del motel, detenerse en la fuente de sodas a tomarse una malteada de chocolate con su cerecita de copete que sólo del lado gringo las sabían preparar y llegar así, fortalecida de cuerpo, adormecida de alma, a brazos de Rolando, su Rolando…

—¿Tu Rolando? ¿Tuyo? ¿De todas?

Las burlas de las muchachas sonaban en sus oídos mientras trenzaba los alambres negros, azules, amarillos, rojos, toda una bandera interior que proclamaba la nacionalidad de cada televisor, assembled in Mexico, qué orgullo, ¿cuándo le pondrían fabricado por Marina, Marina Álva Martínez, Marina de las Maquilas? Pero ni ese orgullo de su trabajo, ese sentimiento huidizo de que hacía algo que valía la pena, no un trabajo inútil, borraba el sentimiento de celos que le daba Rolando, Rolando y sus conquistas, todas lo insinuaban, a veces lo decían, Rolando el hombre de todas y si era así, pues qué bueno que a ella le tocaba un cachito del amor que ese galán a todo dar, bien vestido, con trajes color avión, que relucían hasta de noche, su pelo tan bien cortado, no de jipi, sin patillas, negro como su bigotillo tan fino y bien peinado, su tez parejamente oliva, sus ojos soñadores y su celular pegado a la oreja, todos lo habían visto, en restoranes de lujo, enfrente de almacenes famosos, en el mero puente, siempre con su celular pegado a la oreja, arreglando biznez, conectando, negociando, conquistando al mundo, Rolando, con su corbata marca Hermés y su traje de color jet, arreglando al mundo, ¿cómo iba a darle más de una noche a la semana a Marina, la recién llegada, la más simple, la más humilde?, él, un hombre tan solicitado, ¿el bato más chingón?

—Ven —le dijo cuando, la tercera vez que se vieron en el motel, ella lloró y le hizo una escena de celos—. Ven y siéntate frente a este espejo.

Ella sólo vio que las lágrimas se le juntaban en las pestañas gruesas, de niña aún.

—¿Qué ves en el espejo? —le dijo Rolando, de pie detrás de ella, inclinado hacia el rostro de ella, acariciándole los hombros desnudos con esas manos suaves, cafecitas, llenas de anillos.

—Yo. Me miro yo, Rolando. ¿Qué te pasa?

—Sí. Mírate, Marina. Mira a esa muchacha bellísima, con pestañas tupidas y ojitos de capulín, mira la belleza de esos labios, la naricita perfecta, los hoyuelos divinos, mira todo eso, Marina, mira a esa muchacha preciosa y luego mírame a mí cuando me pregunto, ¿cómo puede sentir celos esta muchacha tan linda, cómo puede creer que a Rolando le guste otra, acaso no se ve en el espejo, acaso no se da cuenta de lo linda que es? ¿Cómo voy a traicionarla yo? ¡Qué poca confianza en sí misma tiene Marina! Rolando Rozas debe educarla.

Entonces las lágrimas le rodaban, pero de pena y felicidad y se abrazaba al cuello de Rolando, pidiéndole perdón.

Hoy era viernes, pero un viernes diferente. Algo le dijo Villarreal, el mozo de la gerencia, a la Candelaria cuando iban saliendo de la armadora que la excitó y la descompuso, ella por lo común tan tranquila. Rosa Lupe, por más que fingiera compostura, estaba alterada por dentro, mancillada por Esmeralda que la humilló y Herminio que la protegió y salió tratando de entender cuál de los dos era peor, si la vieja bestial o el joven libidinoso y Dinorah traían algo adentro, Marina trataba de repasar todas las conversaciones del día para ver qué cosa había inquietado tanto a la Dinorah, era una mujer buena, su cinismo era pura pose, se defendía de una vida que le parecía injusta, sin sentido, lo decía y ahora lo daba a entender… Marina las vio tan tristes, tan ensimismadas, que decidió hacer algo insólito, algo prohibido, algo que las hiciera a todas sentirse contentas, distintas, libres, quién sabe…

Se quitó los zapatos de charol, hebilla y tacones de puñal, los tiró lejos y descalza corrió por el pasto, bailó por el césped riendo, burlándose de la advertencia NO PISE EL PASTO-KEEP OFF THE GRASS, sintiendo una emoción física maravillosa, era tan fresca la pelusa, tan mojada y bien cortada, le hacía cosquillas en las plantas, que correr sobre ella con los pies desnudos era como darse un baño en uno de esos bosques encantados que salían en las películas, donde la doncella pura es sorprendida por el príncipe armado, brillante todo, brillante el agua, el bosque, la espada: los pies desnudos, la libertad del cuerpo, la libertad de lo otro, como se llamara, el alma, lo que decían las canciones, el cuerpo libre, el alma libre…

KEEP OFF THE GRASS Todas rieron, chancearon, celebraron, advirtieron, no seas loca, Marina, quítate, te van a multar, te van a correr…

No, se rió don Leonardo Barroso detrás de sus ventanales opacos, mira nomás Ted, le dijo al gringo seco como una pipa de maíz, mira qué alegría, qué libertad de esas muchachas, qué satisfacción del deber cumplido, ¿qué te parece? Pero Muchinson lo miró con una chispa escéptica en la mirada, como diciéndole: —How many times have you staged this little act?

Las cuatro, Dinorah y Rosa Lupe, Marina y Candelaria, se sentaron en su mesa de costumbre, juntito a la pista de la discoteca. Ya las conocían y se las reservaban cada viernes. Era la influencia de la Candelaria. Las demás lo sabían. Los viernes era dificilísimo encontrar mesa en el Malibú, era el gran día libre, la muerte de la semana de trabajo, la resurrección de la esperanza, y de su compañera, la alegría.

—¿Malibú? ¡Maquilú! —decía el anunciador vestido de smoking azul con camisa de olanes y corbata fosforescente, ante la ola de muchachas que llenaban el galerón alrededor de la pista, más de mil trabajadoras apretujadas aquí y la aguafiestas de la Dinorah diciendo son las luces, las puras luces, sin las luces esto es un pinche corral para vacas, pero las luces lo hacen todo bonito y Marina se sintió como en la playa, nomás que una playa de noche, maravillosa, en la que las luces azules, naranja, color de rosa, la acariciaban como los rayos del sol, sobre todo la luz blanca, plateada, que era como si la luna la tocara y también la bronceaba, la volvía toditita de plata, no un envidiado sun-tan (¿cuándo iría a una playa?) sino un moon-tan.

Nadie le hizo caso a la amargada de la Dinorah y todas salieron a bailar, sin hombres, entre sí, el rock se prestaba, nadie tenía que abrazarse la cintura o bailar de cachetito, cada changa a su mecate, el rock era algo tan puro como ir a la iglesia, los domingos a misa, los viernes a la disco, el alma y el cuerpo se purificaban en los dos templos, qué bien se caían todas entre sí, qué fantasías se les ocurrían, los bracitos para acá, las patitas para allá, las rodillas en ángulo, las melenas y las tetas rebotando, las nalgas agitadas libremente, las caras sobre todo, los gestos, éxtasis, burla, seducción, pasmo, amenaza, celo, ternura, pasión, abandono, alarde, payasadas, imitaciones de estrellas famosas, todo era permitido en la pista del Malibú, todas las emociones perdidas, los desplantes prohibidos, las sensaciones olvidadas, todo tenía aquí sitio, justificación, goce, sobre todo, goce, y faltaba lo mejor. Regresaron sudorosas a sus asientos —Candelaria y su atuendo multiétnico, Marina preparada con sumini y su blusa de lentejuelas y sus zapatos de tacón de daga, Dinorah revelada con un lindo vestido descotado de satín colorado, la Rosa Lupe siempre de carmelita, cumpliendo su manda, pero aquí la fantasía estaba permitida y hasta consolaba ver a alguien así, toda de café y con sus escapularios—, cuando salieron a la pasarela los Chippendale Boys, los muchachos gringos traídos de Texas, con las corbatitas de paloma pero los torsos desnudos, las botas acharoladas hasta el tobillo y las tangas que se les encajaban entre las nalgas y apenas sostenían el peso del sexo, revelando las formas, desafiando a las muchachas, excítame con tu mirada; idénticos pero variados, cada uno cargando su bolsa de oro, como dijo riéndose la Candelaria, pero aquí un detalle —el pubis rasurado—, allá otro —un brillante en el ombligo—, más arriba un tatuaje de las dos banderas cruzadas, las barras y las estrellas, el águila y la serpiente, sobre el hombro, más abajo un solo muchacho con espuelas en los botines, llevando un compás precioso, viril, excitante, mientras las muchachas les iban metiendo billetes en las tangas, Rosa Lupe, todos ellos rubios pero bronceados, untados de aceite para lucir más, maquillados los rostros, gringos todos, deseables gringuitos, adorables, para mí, para ti, se codeaban las muchachas, en mi cama, imagínalo, en la tuya, que me lleve, estoy lista, que me robe, yo soy kidnapeable. Un Chico Chippendale se agachó y le arrancó a Rosa Lupe el cordel de su túnica de penitente, todas rieron, el muchacho empezó a jugar con el cordel mientras Rosa Lupe decía éste es mi día, tres veces han tratado de encuerarme, me lleva, se rió, pero el Chico Chippendale, bronceado, aceitado, maquillado, sin vello en las axilas, jugó con el cordón como si fuera una serpiente y él un encantador, levantaba el cordón, le daba erección, las demás muchachas codeaban a Rosa Lupe, diciéndole que si tenía preparado el show con este galán y ella juraba llorando de risa que no, era lo bonito, todo de sorpresa, pero las muchachas aullaban pidiéndole al Boy que les tirara el cordón, el cordón, el cordón, y él se lo pasaba entre las piernas, se lo clavaba debajo del brillante de su ombligo, como un cordón umbilical, volviendo locas a las muchachas, gritando todas ellas que les diera el cordón, que así se ligara a ellas, su hijo de unas por el cordón, su amante de otras por el cordón, esclavo de éstas, amo de las otras, atadas a él, él atado a ellas, hasta que el Chippendale dejó caer la punta del cordón entre el regazo de Dinorah sentada junto a la pasarela, y Dinorah primero lo tomó con fuerza, tanta que casi tira de bruces al muchacho que gritó hey! y ella fue la que gritó sin palabras, un aullido, arrojando el cordón, saliendo a codazos entre el gentío, el asombro, el comentario… Las amigas se miraron entre sí, asombradas pero sin ganas de demostrarlo, por un sentimiento de solidaridad con Dinorah. Los Chippendale Boys se retiraron entre aplausos, con las tangas repletas de billetes, perdiendo uno tras otro su sonrisa fabricada en serie, volviendo cada uno, al bajar de la pasarela, al semblante de la vida diaria, al desfile de la diferencia, aburrido uno, displicente otro, éste satisfecho como si todo lo que hiciera fuese admirable y le valiese el Oscar, el otro matando con la mirada al corral de vacas mexicanas y añorando quizás otro corral, de toros mexicanos: ambición frustrada, despojo, fatiga, indiferencia, crueldad: rostros malos, se dijo sin desearlo Marina, esos muchachos no me sabrían querer, no son como mi Rolando, con todo y sus fallas…

Pero venía la parte más bonita…

Se escuchó la Marcha Nupcial de Mendelssohn y la primera modelo apareció por la pasarela, con la cara velada por el tul, las manos unidas en el buqué de nomeolvides, la corona de azahares, la falda ampona, como de reina, como de nube. Todas las muchachas lanzaron una exclamación colectiva que era más bien un suspiro y ninguna tuvo que dudar sobre el rostro escondido por los velos, era una de ellas, era morenita, era mexicana, las hubiera ofendido que una gringa saliera vestida de novia, los muchachos tenían que ser gringos, pero las novias tenían que ser mexicanas… Una vez que sacaron de novia a una güerita de ojo azul, la que se armó, casi incendian el local. Ahora ya sabían. El desfile de trajes de novia era de mexicanas, para mexicanas, cinco novias seguidas, muy modosas y vírgenes, luego una de guasa con minifalda de tafeta y al final una desnuda, sólo el velo, las flores en las manos y el tacón alto, a punto de acostarse, entregarse, todas rieron y gritaron y al final apareció un hombrecito vestido de sacerdote que las bendijo a todas y las llenó de emoción, de gratitud, de ganas de regresar el viernes entrante y ver cuántas promesas se habían cumplido.

Pero a la salida de la discoteca estaban Villarreal el mozo del patrón Don Leonardo Barroso y Beltrán Herrera el líder y amante de Candelaria, el hombre sereno, moreno, cano, con ojos tiernos, ahora más tiernos que nunca detrás de los espejuelos. Tenía los bigotes mojados y tomó del brazo a Candelaria, le dijo algo al oído, Candelaria se tapó la mano con la boca para sofocar el grito, o quizás el llanto, pero era una vieja muy entera, muy a toda madre, inteligente, fuerte y discreta, y sólo les dijo a Marina y Rosa Lupe, —Algo espantoso ha sucedido.

—¿A quién, dónde?

—A la Dinorah. Vamos que vuela de regreso al cantón.

Se subieron de prisa al auto del líder Herrera, y Villarreal repitió la historia que había oído en la oficina de don Leonardo Barroso, iban a arrasar la colonia Bellavista para hacer fábricas, iban a comprar los terrenos por dos tlacos y a venderlos en millones, ¿qué iban a hacer ellos, tenían armas para impedir el despojo, para sacarle raja al asunto, para demandar que ellos también salieran beneficiados?

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