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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (18 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Don Leonardo prefería sentarse junto al pasillo. A pesar de la costumbre, le seguía poniendo nervioso la idea de ir metido en un lápiz de aluminio a treinta mil pies de altura y sin visible sostén. En cambio, le satisfacía enormemente que este viaje fuese el producto de su iniciativa.

Apenas aprobado el Tratado de Libre Comercio, don Leonardo inició un intenso cabildeo para que la migración obrera de México a los Estados Unidos fuese clasificada como «servicios", incluso como "comercio exterior».

En Washington y en México, el dinámico promotor y hombre de negocios explicó que la principal exportación de México no eran productos agrícolas o industriales, ni maquilas, ni siquiera capital para pagar la deuda externa (la deuda eterna), sino trabajo. Exportábamos trabajo más que cemento o jitomates. Él tenía un plan para evitar que el trabajo se convirtiera en un conflicto. Muy sencillo: evitar el paso por la frontera. Evitar la ilegalidad.

—Van a seguir viniendo —le explicó al Secretario del Trabajo Robert Reich—. Y van a venir porque ustedes los necesitan. Aunque en México sobre empleo, ustedes necesitarán trabajadores mexicanos.

—Legales —dijo el secretario—. Legales sí, ilegales no.

—No se puede creer en el libre mercado y en seguida cerrarle las puertas al flujo laboral. Es como si se lo cerraran a las inversiones. ¿Qué pasó con la magia del mercado?

—Tenemos el deber de proteger nuestras fronteras —continuó Reich—. Es un problema político. Los Republicanos están explotando el creciente ánimo contra los inmigrantes.

—No se puede militarizar la frontera —don Leonardo se rascó con displicencia la barbilla, buscando allí la misma hendidura de la belleza de su nuera—. Es demasiado larga, desértica, porosa. No pueden ustedes ser laxos cuando necesitan a los trabajadores y duros cuando no los necesitan.

—Yo estoy a favor de todo lo que añada valor a la economía norteamericana —dijo el secretario Reich—. Sólo así vamos a añadir valor a la economía del mundo —o viceversa—. ¿Qué propone usted?

Lo que propuso don Leonardo era ya una realidad y viajaba en clase económica. Se llamaba Lisandro Chávez y trataba de mirar por la ventanilla pero se lo impedía su compañero de la derecha que miraba intensamente a las nubes como si recobrara una patria olvidada y cubría la ventanilla con las alas de su sombrero de paja laqueada. A la izquierda de Lisandro, otro trabajador dormía con el sombrero empujado hasta el caballete de la nariz. Sólo Lisandro viajaba sin sombrero y se pasaba la mano por la cabellera negra, suave, rizada, se acariciaba el bigote espeso y recortado, se restregaba de vez en cuando los párpados gruesos, aceitosos.

Cuando subió al avión vio enseguida al famoso empresario Leonardo Barroso sentado en la primera clase. El corazón le dio un pequeño salto a Lisandro. Reconoció sentada junto a Barroso a una muchacha que él trató de joven, cuando iba a fiestas y bailes en las Lomas, el Pedregal y Polanco. Era Michelina Laborde y todos los muchachos querían sacarla a bailar. Querían, en realidad, abusar un poco de ella.

—Es de la rancia pero no tiene un clavo —decían los demás muchachos—. Abusado. No te vayas a casar con ella. No hay dote.

Lisandro la sacó a bailar una vez y ya no se acuerda si se lo dijo o sólo lo pensó, que los dos eran pobres, tenían eso en común, eran invitados a estas fiestas porque ella era de una familia popoff y él porque iba a la misma escuela que los chicos ricos, pero era más lo que los asemejaba que lo que los diferenciaba, ¿no le parecía a ella?

Él no recuerda qué cosa le contestó Michelina, no recuerda siquiera si él le dijo esto en voz alta o sólo lo pensó. Luego otros la sacaron a bailar y él nunca la volvió a ver. Hasta hoy.

No se atrevió a saludarla. ¿Cómo lo iba a recordar? ¿Qué le iba a decir? ¿Recuerdas que hace once años nos conocimos en una fiesta del Cachetón Casillas y te saqué a bailar? Ella ni lo miró. Don Leonardo sí, levantó los ojos de su lectura de la revista Fortune, donde se llevaba la cuenta minuciosa de los hombres más ricos de México y, por fortuna, una vez más, se le omitía a él. Ni él ni los políticos ricos aparecían nunca. Los políticos porque ningún negocio suyo llevaba su nombre, se escondían detrás de las capas de cebolla de múltiples asociados, prestanombres, fundaciones… Don Leonardo los había imitado. Era difícil atribuirle directamente la riqueza que realmente era suya.

Levantó la mirada porque vio o sintió a alguien distinto. Desde que empezaron a subir los trabajadores contratados como servicios, don Leonardo primero se congratuló a sí mismo del éxito de sus gestiones, luego admitió que le molestaba ver el paso por la primera clase de tanto prieto con sombrero de paja laqueada, y por eso dejó de mirarlos. Otros aviones tenían dos entradas, una por delante, otra por atrás. Era un poco irritante pagar primera clase y tener que soportar el paso de gente mal vestida, mal lavada…

Algo le obligó a mirar y fue el paso de Lisandro Chávez, que no llevaba sombrero, que parecía de otra clase, que tenía un perfil diferente y que venía preparado para el frío de diciembre en Nueva York. Los demás iban con ropa de mezclilla. No les habían avisado que en Nueva York hacía frío. Lisandro tenía puesta una chamarra de cuadros negros y colorados, de lana, con zipper hasta la garganta. Don Leonardo siguió leyendo Fortune. Michelina Laborde de Barroso bebió lentamente su copa de Mimosa.

Lisandro Chávez decidió cerrar los ojos el resto del viaje. Pidió que no le sirvieran la comida, que lo dejaran dormir. La azafata lo miró perpleja. Eso sólo se lo piden en primera clase. Quiso ser amable: —Nuestro pilaf de arroz es excelente. En realidad, una pregunta insistente como un mosquito de acero le taladraba la frente a Lisandro: ¿Qué hago yo aquí? Yo no debía estar haciendo esto. Éste no soy yo.

Yo —el que no estaba allí— había tenido otras ambiciones y hasta la secundaria su familia se las pudo fomentar. La fábrica de gaseosas de su padre prosperaba y siendo México un país caliente, siempre se consumirían refrescos. Mientras más refrescos, más oportunidades para mandar a Lisandro a escuelas privadas, engancharse con una hipoteca para la casa en la Colonia Cuauhtémoc, pagar las mensualidades del Chevrolet y mantener la flotilla de camiones repartidores. Ir a Houston una vez al año, aunque fuera un par de días, pasearse por los shopping malls, decir que se habían internado para su chequeo médico anual… Lisandro caía bien, iba a fiestas, leía a García Márquez, con suerte el año entrante dejaría de viajar en camión a la escuela, tendría su propio Volkswagen…

No quiso mirar hacia abajo porque temía descubrir algo horrible que quizás sólo desde el cielo podía verse; ya no había país, ya no había México, el país era una ficción o, más bien, un sueño mantenido por un puñado de locos que alguna vez creyeron en la existencia de México… Una familia como la suya no iba a aguantar veinte años de crisis, deuda, quiebra, esperanzas renovadas sólo para caer de nueva cuenta en la crisis, cada seis años, cada vez más, la pobreza, el desempleo… Su padre ya no pudo pagar sus deudas en dólares para renovar la fábrica, la venta de refrescos se concentró y consolidó en un par de monopolios, los fabricantes independientes, los industriales pequeños, tuvieron que malbaratar y salirse del mercado, ahora qué trabajo voy a hacer, se decía su padre caminando como espectro por el apartamento de la Narvarte cuando ya no fue posible pagar la hipoteca de la Cuauhtémoc, cuando ya no fue posible pagar la mensualidad del Chevrolet, cuando su madre tuvo que anunciar en la ventana SE HACE COSTURA, cuando los ahorritos se evaporaron primero por la inflación del 85 y luego por la devaluación del 95 y siempre por las deudas acumuladas, impagables, fin de escuelas privadas, ni ilusiones de tener coche propio, tu tío Roberto tiene buena voz, se gana unos pesos cantando y tocando la guitarra en una esquina, pero todavía no caemos tan bajo, Lisandro, todavía no tenemos que ir a ofrecernos como destajo frente a la Catedral con las herramientas en la mano y el anuncio de nuestra profesión en un cartelito PLOMERO CARPINTERO MECÁNICO ELECTRICISTA ALBAÑIL, todavía no caemos tan bajo como los hijos de nuestros antiguos criados, que han tenido que irse a las calles, interrumpir la escuela, vestirse de payasos y pintarse la cara de blanco y tirar pelotitas al aire en el crucero de insurgentes y Reforma, ¿recuerdas el hijo de la Rosita, que jugabas con él cuando nació aquí en la casa?, bueno, digo en la casa que teníamos antes en Río Nazas, pues ya se murió, creo que se llamaba Lisandro como tú, claro, se lo pusieron para que fuéramos los padrinos, tuvo que salirse de su casa a los diecisiete años y se volvió tragafuegos en los cruceros, se pintó dos lágrimas negras en la cara y tragó fuego durante un año, haciendo buches de gasolina, metiéndose una estopa ardiente en la garganta, hasta que se le desbarató el cerebro, Lisandro, el cerebro se le deshizo, se volvió como una masa de harina, y eso que era el más grande de la familia, la esperanza, ahora los más chiquitos venden kleenex, chicles, me contó desesperada Rosita nuestra criada, te acuerdas de ella, que la lucha con los más pequeños es que no empiecen a inhalar goma para atarantarse de trabajar en las calles, con bandas de niños sin techo que compiten con los perros callejeros en número, en hambre, en olvido: Lisandro, ¿qué le va a decir una madre a unos niños que salen a la calle para mantenerla a ella, para traer algo a la casa?, Lisandro, mira tu ciudad hundiéndose en el olvido de lo que fue pero sobre todo en el olvido de lo que quiso ser: no tengo derecho a nada, se dijo un día Lisandro Chávez, tengo que unirme al sacrificio de todos, al país sacrificado, mal gobernado, corrupto, insensible, tengo que olvidar mis ilusiones, ganar lana, socorrer a mis jefes, hacer lo que menos me humille, un trabajo honesto, un trabajo que me salve del desprecio hacia mis padres, del rencor hacia mi país, de la vergüenza de mí mismo pero también de la burla de mis amigos; llevaba años tratando de juntar cabos, tratando de olvidar las ilusiones del pasado, despojándose de las ambiciones del futuro, contagiándose de la fatalidad, defendiéndose del resentimiento, orgullosamente humillado en su tesón de salir adelante a pesar de todo: Lisandro Chávez, veintiséis años, ilusiones perdidas, y ahora nueva oportunidad, ir a Nueva York como trabajador de servicios, sin saber que don Leonardo Barroso había dicho: —¿Por qué todos tan prietos, tan de a tiro nacos?

—Son la mayoría, don Leonardo. El país no da para más.

—Pues a ver si me buscan uno por lo menos con más cara de gente decente, más criollito, pues, me lleva. Es el primer viaje a Nueva York. ¿Qué clase de impresión vamos a hacer, compañero?

Y ahora, cuando Lisandro pasó por la primera clase, don Leonardo lo miró y no se imaginó que era uno de los trabajadores contratados y deseó que todos fueran como este muchacho obrero pero con cara de gente decente, con facciones finas pero un mostachón como de mariachi bien dotado y, caray, menos moreno que el propio Leonardo Barroso. Distinto, se fijó el millonario, un muchacho distinto, ¿no se te hace, Miche? Pero su nuera y amante ya se había dormido.

Cuando aterrizaron en JFK en medio de una tormenta de nieve, Barroso quiso bajar cuanto antes, pero Michelina estaba acurrucada junto a la ventanilla, cubierta por una colcha y con la cabeza acomodada en una almohada. Se hizo la remolona. Deja que bajen todos, le pidió a don Leonardo.

Él quería salir antes para saludar a los encargados de reunir a los trabajadores mexicanos contratados para limpiar varios edificios de Manhattan durante el fin de semana, cuando las oficinas estaban vacías. El contrato de servicios lo hacía explícito: vendrán de México a Nueva York los viernes en la noche para trabajar los sábados y domingos, regresando a la ciudad de México los domingos por la noche.

—Con todo y los pasajes de avión, sale más barato que contratar trabajadores aquí en Manhattan. Nos ahorramos entre el 25 y el 30 por ciento —le explicaron sus socios gringos.

Pero se les había olvidado decirles a los mexicanos que hacía frío y por eso don Leonardo, admirado de su propio humanismo, quería bajar primero para advertir que estos muchachos requerían chamarras, mantas, alguna cosa.

Empezaron a pasar y la verdad es que había de todo. Don Leonardo duplicó su orgullo humanitario y, ahora, nacionalista. El país estaba tan amolado, después de haber creído que ya la había hecho; soñamos que éramos del primer mundo y amanecimos otra vez en el tercer mundo. Hora de trabajar más por México, no desanimarse, encontrar nuevas soluciones. Como ésta. Había de todo, no sólo el muchacho bigotón con la chamarra a cuadros, otros también en los que el empresario no se había fijado porque el estereotipo del espalda mojada, campesino con sombrero laqueado y bigote ralo se lo devoraba todo. Ahora empezó a distinguirlos, a individualizarlos, a devolverles su personalidad, dueño como lo era de cuarenta años de tratar con obreros, gerentes, profesionistas, burócratas, todos a su servicio, siempre a su servicio, nunca nadie por encima de él, ése era el lema de su independencia, nadie, ni el presidente de la república, por encima de Leonardo Barroso, o como les decía a sus socios norteamericanos, —I am my own man. I'm just like you, a selfmade man. 1 don't owe nobody nothing.

No le negaba esa distinción a nadie. Además del chico bigotón y guapo, Barroso quiso diferenciar a los jóvenes de provincia, vestidos de una cierta manera, más retrasados, pero también más llamativos y a veces más grises, que los chilangos de la ciudad de México, y entre éstos, comenzó a separar de la manada a muchachos que hace unos dos o tres años, cuando la euforia salinista, eran vistos comiendo en un Denny's, o e vacaciones en Puerto Vallarta, o en los multicines de Ciudad Satélite. Los distinguía porque eran los más tristes, aunque también los menos resignados, los que se preguntaban igualito que Lisandro Chávez, ¿qué hago aquí?, yo no pertenezco aquí. Sí, sí perteneces, les habría contestado Barroso, tan perteneces que en México aunque te arrastres de rodillas a la Villa de Guadalupe ni por milagro te vas a ganar cien dólares por dos días de trabajo, cuatrocientos al mes, tres mil pesos mensuales, eso ni la virgencita te los da.

Los miró como cosa propia, su orgullo, sus hijos, su idea.

Michelina seguía con los ojos cerrados. No quería ver el paso de los trabajadores. Eran jóvenes. Estaban jodidos. Pero ella se cansaba de viajar con Leonardo, al principio le gustó, le dio cachet, le costó el ostracismo de algunos, la resignación de otros, la comprensión de su propia familia, nada disgustada, al cabo, con las comodidades que don Leonardo les ofrecía, sobre todo en estas épocas de crisis, ¿qué sería de ellos sin Michelina?, ¿qué sería de la abuela doña Zarina que ya pasaba de los noventa y seguía juntando curiosidades en sus cajas de cartón, convencida de que Porfirio Díaz era el presidente de la república?; ¿qué sería de su padre el diplomático de carrera que conocía todas las genealogías de los vinos de Borgoña y de los castillos del Loira?; ¿qué sería de su madre que necesitaba comodidades y dinero para hacer lo único que de verdad le apetecía: no abrir nunca la boca, ni siquiera para comer porque le daba vergüenza hacerlo en público?; ¿qué sería de sus hermanos atenidos a la generosidad de Leonardo Barroso, a la chambita por aquí, la concesión por allá, el contratito este, la agencia aquella…? Pero ahora estaba cansada. No quería abrir los ojos. No quería encontrar los de ningún hombre joven. Su deber estaba con Leonardo. No quería, sobre todo, pensar en su marido el hijo de Leonardo que no la extrañaba, que estaba feliz, aislado en el rancho, que no la culpaba de nada, de que anduviera con su papá…

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