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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (5 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Si la ciudad de Ithaca es una especie de Averno suburbano, la Universidad de Cornell es su Parnaso: un templo rutilante, de colores crema, líneas modernas, casi art deco por momentos, y grandes espacios verdes y luminosos. El campus se comunica, dado lo abrupto del terreno, mediante hermosas terracerías y grandes escalinatas. Ambas conducen a dos lugares que fueron centros de la vida del estudiante mexicano, Juan Zamora. Uno es la Unión Estudiantil, que trata de suplir todas las ausencias de Ithaca: librería y papelería, cine, teatro, ropa, casillas de correo, restoranes y espacios de reunión. Moviéndose entre estos espacios, dándonos la espalda, Juan Zamora intenta relacionarse. Le llama la atención el extremo desaliño de los estudiantes. Usan gorras de beisbol que no se quitan en el interior ni para saludar a las mujeres. Rara vez se rasuran por completo. Beben la cerveza empinando la botella sobre los labios. Usan camisetas sin mangas, mostrando a todas horas el vello de las axilas. Lucen rasgaduras en las rodillas de sus blue jeans y a veces andan con éstos cortados a la altura de los muslos, deshebrándose. Se sientan a comer con las gorras puestas y se llenan las bocas de hamburguesa, papas fritas y todo un menú salido de bolsas de plástico. Cuando de veras quieren ser informales, usan la gorra de beisbol al revés, con la visera enfriándoles la nuca.

Un día, un muchacho atlético, rubio, de facciones pellizcadas, se sirvió un platón de espagueti y empezó a comerlo con las manos, a puños. Juan Zamora sintió una revulsión incontrolable que le cortó el apetito y le obligó, por primera y quizás única vez, a interpelar a un compañero.

—¡Qué asco! ¿No te enseñaron a comer en tu casa?

—Claro que me enseñaron. Mis gentes son bien ricas, qué te crees…

—¿Entonces por qué comes como un animal?

—Porque ahora soy libre —dijo el güero con la boca llena.

Juan Zamora no llegó de saco y corbata a Cornell, sino de blue jeans y chamarra, suéter y mocasines. Su padre, en vida, se resignó a estas «fachas». —Nosotros íbamos de saco y corbata a las clases en San Ildefonso—. Poco a poco, Juan fue alivianando su ajuar, la sudadera, los zapatos Keds, pero siempre mantuvo —de espaldas— una corrección mínima. Él pensaba en sus padres de otra manera. Entendió que el astroso disfraz de los estudiantes era una manera de igualar el origen social, para que nadie preguntara sobre el origen familiar y el estatus económico. Todos iguales, igualados por la facha, el uniforme de mezclilla, la gorra de beisbol, los zapatos tenis. Sólo en su refugio —la residencia de la familia Wingate— podía Juan Zamora decir, impunemente, con aprobación de todos, incluso impresionándolos: —Mi familia es muy antigua. Siempre hemos sido ricos. Tenemos haciendas, caballos, criados. Con el petróleo, simplemente viviremos como siempre, pero con más lujo aún. Ojalá que algún día nos visiten en México. A mi madre le dará mucho gusto recibirlos y agradecerles sus finas atenciones.

Y la señora Charlotte suspiraba con admiración. Era la primera señora blanca y platinada a la que Juan Zamora veía con delantal.

—¡Qué bien educados son los aristócratas españoles! Aprende Becky.

La señora Charlotte nunca llamó «mexicano» a Juan Zamora. Temía ofenderlo.

El otro espacio de la vida del estudiante mexicano era la escuela de medicina y sobre todo el anfiteatro de líneas griegas, albo y sólido, que coronaba una colina como para que los olores de cloroformo y formol no contaminaran al resto del campus. Aquí las modas estrafalarias eran sustituidas por el blanco uniforme de la medicina, aunque a veces aparecían piernas velludas y casi siempre Keds ennegrecidos en las extremidades del alto batón de clínica.

Hombres y mujeres, todos de blanco, le daban un aire de comunidad religiosa al edificio. Por sus pasillos relucientes pasaban monjes y monjas juveniles. A Juan se le ocurrió que la castidad seria la regla de esta orden de jóvenes médicos. Además, el uniforme blanco (cuando no asomaban las piernas velludas) acentuaba la androginia generacional. Algunas muchachas usaban el pelo muy corto, algunos muchachos lo usaban muy largo y a veces, desde atrás (de espaldas), era difícil distinguir el sexo.

Juan Zamora había tenido uno que otro contacto sexual en México. El sexo no era su fuerte. Las prostitutas no le agradaban. Las compañeras de la universidad mexicana eran muy exigentes, muy devoradoras, lo distraían, hablaban de tener familia o de ser independientes, de vivir así o asado, de triunfar con una decisión que lo hacía sentirse chinche, culpable, avergonzado de no ser, nunca, aún no, todo lo que podía ser. El mal de Juan Zamora era confundir cada etapa de su vida con algo definitivo, acabado. Así como hay jóvenes que dejan que las cosas fluyan y el azar impere, hay otros que creen que cada veinticuatro horas se acaba el mundo. Juan era de éstos. Sin admitirlo, sabía que las angustias de su madre por la modestia en que vivían, y el orgullo probo de su padre, así como la incertidumbre acerca de las ventajas de su moral, le daban a él un sentimiento de sobresalto perpetuo, de inminencia que, sin embargo, era burlada por el gris, implacable flujo de la vida diaria. Si hubiese aceptado ese paso tranquilo de los días, quizás, también, habría encontrado una relación más o menos estable con alguna muchacha. Pero ellas mismas veían en Juan Zamora a un muchacho demasiado tenso, asustado, inseguro. Un hombre de espaldas, apenado.

—¿Por qué miras siempre para atrás? ¿Crees que alguien nos viene siguiendo?

—Cruza la calle sin miedo. Aquí no hay coches.

—Oye, no te agaches. No viene el golpe.

Ahora en Cornell se puso su bata blanca y se lavó bien las manos. Iba a hacer su primera autopsia, junto con otro estudiante. ¿Le tocaría hombre o mujer? La pregunta se le impuso porque se refería también al cadáver que iba a estudiar.

El auditorio estaba a oscuras.

Juan Zamora se acercó a tientas a la mesa de autopsias apenas visible. Entonces su espalda rozó la de otra persona. Ambos rieron nerviosamente. Las luces cegantes, implacables, como de un Jehová vengativo, se encendieron de un golpe y el portero pidió excusas por no haber llegado a tiempo. Trataba de ser siempre más puntual que los chicos, exclamó riendo, apenado.

¿A quién miraría primero Juan Zamora? ¿Al estudiante o al cadáver? Bajó la mirada y vio al muerto cubierto por una sábana. Levantó los ojos y encontró que le daba la espalda una persona muy rubia, de melena larga y hombros no muy anchos. Se volteó y descubrió la cara del cadáver. No era posible saber si era hombre o mujer. La muerte había borrado no sólo su tiempo sino su personalidad sexual. Era viejo, o vieja, eso sí. Era de cera. Había que creer siempre que los cadáveres eran de cera. Resultaba más fácil disecarlos. Éste no cerraba bien los ojos y a Juan le sobresaltó sentir que aún lloraban. Pero la nariz afilada y retacada de algodones, la mandíbula rígida, los labios hundidos, ya no eran suyos o nuestros. La muerte despojaba de pronombres al individuo. Ya no era él o ella, tuyo o mío. La otra mano, enguantada, le tendió el bisturí.

Trabajaron en silencio. Estaban enmascarados. La persona rubia, menuda pero decisiva que trabajaba con él conocía mejor que él las entrañas de un muerto. Lo guiaba en los cortes que era necesario hacer. Era un experto, o una experta. Juan se atrevió a mirarle los ojos. Eran grises, de ese gris avellanado que a veces se da en los más bellos anglosajones, porque el color insólito va acompañado, casi siempre, de párpados soñadores, profundidades de deseo, fluidez pero también intensidad.

Se tocaron las manos enguantadas, con la misma calidad de los preservativos, aislados por el hule, las mascarillas, los batones. Sólo los ojos se vieron. Ahora Juan Zamora nos da la cara, se voltea a mirarnos, se arranca la mascarilla, ya no está de espaldas, muestra su rostro mestizo, joven, moreno, de huesos notables, recortados, su piel de postre, piloncillo, panochita de canela, café con leche, su mentón suave y firme, su labio inferior grueso, su mirada líquida, negra, que encuentra la mirada gris avellanada. Juan Zamora ya no está de espaldas. Instintiva, apasionadamente, nos da la cara, la acerca a los labios del otro, se une en un beso liberador, completo, que le lava de todas sus inseguridades, de todas sus soledades, de todas sus penas y vergüenzas. Se besan los dos muchachos para vencer la muerte, si no para siempre, sí ahora, en este momento, urgidos, temblorosos, ardientes.

Jim era un muchacho de veintidós años, delicado y refinado, serio y estudioso, interesado por la política y el arte. Por todas estas razones, los otros estudiantes lo llamaban «Lord Jim» y su cabeza rubia, sus ojos avellanados y su menudez corpórea, iban acompañados de buenos músculos, buenos huesos, agilidad nerviosa y sobre todo manos agilísimas y dedos largos. Sería un gran médico —le decía Juan Zamora— pero no por los dedos y las manos, sino por la vocación. Era un poco —nos manda decir Juan, a pesar de la distancia— como su propio padre Gonzalo Zamora, un hombre dedicado, de una pieza, aunque no digno de compasión.

Contrastaban los dos hombres jóvenes y se veían bien juntos, el rubio y el moreno. Primero llamaron la atención en el campus, luego fueron aceptados e incluso admirados por el cariño obvio que se profesaban y la manera espontánea de su relación. Amorosamente, Juan Zamora se encontraba a sí mismo finalmente satisfecho, identificado a la vez que sorprendido. Desconocía en verdad su tendencia homosexual y sentirla revelada de esta manera, con este hombre, tan plena y apasionadamente, con semejante satisfacción y entendimiento, lo llenó de un tranquilo orgullo.

Continuaron estudiando y trabajando juntos. Su conversación y su vida tenían un carácter inmediato, como si el mal de Juan Zamora —el temor de que cada día fuese el último, o por lo menos el definitorio— se hubiese convertido, gracias a Lord Jim, en su bien. No hubo, durante varias semanas, ni antes ni después. El goce compartido llenaba los días, impedía la entrada de otras preocupaciones, de otros tiempos.

Una tarde, trabajando juntos en una autopsia, Jim le preguntó por primera vez a Juan sobre sus estudios en México. El estudiante mexicano dijo que a él le tocó estudiar en la Ciudad Universitaria, pero que a veces pasaba por la antigua Escuela de Medicina en la Plaza de Santo Domingo. Era un edificio colonial muy bello, donde estuvo alojada la Santa Inquisición. Esto le produjo una risa nerviosa a Lord Jim; era la primera vez que Juan se alejaba de él hasta un periodo no sólo remoto sino, acaso, prohibido y detestado para el alma anglosajona. Juan persistió. No hubo mujeres doctoras en México hasta el año 1873 y a la primera de ellas, Matilde Montoya, sólo se le permitió hacer autopsias en auditorios vacíos y con los cadáveres vestidos.

La risa nerviosa de Jim rompió un poco la tensión, o la distancia (¿eran la misma cosa?) que esa simple referencia a la Santa Inquisición introdujo en la manera de estar juntos. Era la primera irrupción de un pasado en una relación que instintivamente los dos muchachos vivían sólo para el presente. Juan Zamora tuvo una sensación inasible pero desoladora de que en ese momento también se abría una perspectiva aún más peligrosa, la del futuro. Cubrieron con lentitud el cadáver de una bella muchacha suicida que nadie reclamó.

Juan Zamora tuvo cuidado de que sus citas de amor con Lord Jim fuesen siempre en la tarde, para regresar a tiempo a casa de los Wingate, cenar con ellos, ver televisión, hacer comentarios. Ahora Reagan iniciaba su guerra sucia y secreta contra Nicaragua y esto empezaba a molestar, sin saber bien por qué, a Juan Zamora. En cambio, Tarleton celebraba la decisión de Reagan de ponerle un hasta aquí al marxismo en las Américas. Quizás éste era el motivo de la frialdad creciente de Charlotte y Tarleton Wingate, y de la confusión un tanto cómica de la niña Becky, quien era despachada a su cuarto cuando llegaba Juan, como si su mera aparición fuese anuncio de una peste. ¿Tenía Juan Zamora cara de guerrillero y sandinista?

Claro, el estudiante mexicano entendió en seguida que los rumores de su asociación homosexual habían bajado desde el Parnaso hasta la Suburbia, en una comunidad tan pequeña, pero decidió no ceder, continuar normalmente, porque su relación era exactamente eso, una relación normal, para los únicos que tenían algo que opinar al respecto, y que eran Jim y él.

Jim era demasiado sensible, tenía muy buenas antenas, y se dio cuenta de cierto malestar nervioso en su amante. Sabía que no era atribuible a la relación entre ambos. Abrazados juntos en la cama del norteamericano en uno de los dormitorios del colegio, Juan trató de excusarse porque esa tarde no había podido funcionar correctamente y Jim, acariciándole la cabeza recostada sobre su hombro, le dijo que era normal, eso le pasaba a todo el mundo. Los dos eran médicos y debían saber bien la cantidad de estereotipos que rodeaban toda actividad sexual, del signo que fuese, desde la masturbación que supuestamente enloquecía a los adolescentes hasta el uso perfectamente normal de material pornográfico por los ancianos. Pero los mitos de la homosexualidad eran los peores. Él entendía. Los Wingate no toleraban a una pareja gay. No era la diferencia racial ni la diferencia social lo que les molestaba. Pero Juan nunca se las echó de rico con Jim. No dijo nada. A Jim no le interesaba el pasado.

Juan trató de besar a Jim pero éste se incorporó, desnudo, enojado y dijo que era él quien no toleraba el puritanismo repugnante de esa gente, su espantoso disfraz de bondad y su perpetua, inviolable santidad política y sexual. Se volteó con furia a ver a Juan.

—¿Sabes a qué se dedica tu casero el señor Tarleton Wingate? A inflar presupuestos de las compañías privadas que hacen negocios con el Pentágono. ¿Sabes en cuánto vende el señor Wingate un retrete para los aviones de la Fuerza Aérea? En doscientos mil dólares por excusado. ¡Casi un cuarto de millón para cagar cómodamente en el aire! ¿Quién paga el gasto de la Defensa y la ganancia de la compañía de Wingate? Yo. El contribuyente.

—Pero él dice que adora a Reagan porque acaba con el gobierno y baja los impuestos…

—Pregúntale al señor Wingate si quiere que el gobierno deje de gastar en la defensa, en salvar bancos quebrados o en subsidiar a agricultores ineficientes. Díselo, a ver qué te contesta.

—Me llamará comunista, probablemente.

—Son unos cínicos. Quieren la libertad de empresa para todo, menos para armar ejércitos y salvar a financieros pillos.

Le cuesta a Juan Zamora admitir las razones de Lord Jim, aceptar algo que rompe su regla de hacerse querer y quedar bien con los Wingate y a través de ellos, con la sociedad norteamericana. Pero esta crítica la lanza su amante, el ser que Juan más quiere en el mundo, y la lanza implacable, enojado, sin importarle la reacción de nadie, incluso Juan.

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