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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

La Frontera de Cristal (28 page)

BOOK: La Frontera de Cristal
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Romero los empezó a juntar, ni modo, no les cobraría, él solo cobraba cuando entregaba al trabajador al patrón, por eso era respetado en la frontera, tenía palabra, era un profesional, oigan, les dijo, hasta estoy entrenando a mis hijos para que de grandes sean pasadores como yo, coyotes como les dicen en California, así de honorable me parece mi pinche profesión…

Fue entonces cuando la noche del desierto se llenó de un eco de tormenta que Gonzalo Romero trató de ubicar en el cielo; pero el cielo estaba limpio, estrellado, dibujando las siluetas negras de los álamos, perfumado por el incienso de los piñones. ¿Venía el temblor de las profundidades de la tierra? Gonzalo Romero pensó por sólo un momentito que la costra de mezquite y creosote era la coraza de esta llanura del Río Grande y ningún terremoto podía vencerla; no, el estruendo, el temblor, el eco, venían de otra coraza, la de asfalto y alquitrán, la línea recta de las carreteras de la llanura, las ruedas de las motos calcinando el desierto, los motores en llamas, como si sus luces fueran fuego y sus jinetes guerreros de una horda inmencionable: vieron los brazos tatuados con insignias nazis, las cabezas rapadas, las sudaderas con las palabras de la supremacía blanca, las manos levantadas en el saludo fascista, los puños agarrando tarros de cerveza, veinte, treinta de ellos, sudando cerveza y pickle y cebolla, que de repente rodearon a Gonzalo Romero y el grupo de trabajadores, crearon un círculo de motos, empezaron a gritar supremacía blanca, muerte a los mexicanos, vamos a invadir México, más vale empezar ahora, salimos a matar mexicanos y a quemarropa dispararon, cada uno sus rifles de alto poder, contra Gonzalo Romero, contra los veintitrés trabajadores y luego, cuando todos estaban muertos, uno de los skinheads bajó de la moto y revisó con la punta de la bota la cabeza sangrante de cada uno, habían apuntado bien, a las cabezas, y uno de ellos se puso la gorra sobre la cabeza rapada y le dijo a nadie, a sus compañeros, a los muertos, al desierto, a la noche: —¡Hoy traía yo muy abierta la válvula de la muerte!

Mostró los dientes. En la parte interna del labio inferior tenía tatuado WE ARE EVERYWHERE.

Disfrazado de abogado francés, Benito Juárez llegó a refugiarse en El Paso del Norte porque los franceses no le dejaron más que ese recodo del río bravo, río grande, para defender su república mexicana: llegó con su carroza negra y sus carretas llenas de papeles, cartas, leyes, llegó con su capa negra, su traje negro, su chistera negra, él mismo oscuro como el lenguaje más antiguo, como la olvidada lengua indígena de Oaxaca, él mismo oscuro como el tiempo más antiguo, cuando no había ayer ni mañana, pero no lo sabía: era un abogado mexicano liberal admirador de Europa traicionado por Europa que ahora estaba refugiado en el recodo del río bravo, río grande, sin más reliquias para su éxodo que los papeles, las leyes por él firmadas, iguales a las leyes de Europa, mira Juárez al otro lado del río, a Texas y a su prosperidad creciente, allí donde España había dejado sólo las huellas en la arena de los pies de Cabeza de Vaca y México literalmente sólo una cabeza de vaca enterrada en la arena, la Texas gringa fundó urbes comerciales, atrajo inmigrantes de todo el mundo, cuadriculó su territorio de vías férreas, multiplicó el pan y el ganado y recibió el regalo del diablo, los veneros de petróleo, sin necesidad de persignarse; «Texas es tan rica que el que quiera vivir pobremente debe irse a otra parte, Texas es tan saludable que el que quiera morirse debe irse a otro lado»; mírenme, les dice Juárez desde el otro lado del río, yo no tengo nada y hasta olvidé lo que tuvieron mis abuelos, pero quiero ser como ustedes, próspero, rico, democrático, mírenme, compréndanme, mi carga es otra, quiero que nos gobiernen leyes, no tiranos, pero tengo que crear un estado que haga respetar las leyes sin caer en despotismos; y Texas no miró a Juárez sólo miró a Texas y Texas sólo vio a dos presidentes cruzar el puente para visitarse y felicitarse, Howard Taft gordo como un elefante que de verlo pasar el puente todos temieron que no lo resistiera, inmenso, sonriente, con ojos pícaros y bigotes de domador de circo, Porfirio Díaz ligero y flaco debajo del peso de sus medallas incontables, indio oaxaqueño enteco a los ochenta años, con bigotes blancos, ceño fruncido, aletas anchas y ojos tristes de guerrillero envejecido, los dos felicitándose de que México comprara mercancías y Texas las vendiera, de que México vendiera tierras y Texas las comprara, Jennings y Blocker más de un millón de acres de Coahuila, la Texas Company casi cinco millones de acres en Tamaulipas, William Randolph Hearst casi ocho millones de acres en Chihuahua, ellos no vieron a los mexicanos que querían ver a México entero, herido, oscuro, manchado de plata y engalanado de lodo, su vientre empedrado como el de un animal prehistórico, sus campanas quebradizas como una copa de vidrio, sus montañas encadenadas las unas a las otras como en una vasta prisión orográfica, su memoria temblorosa: México su sonrisa frente al pelotón de fusilamientos. México su genealogía de humo: México sus raíces tan viejas que decidieron mostrarse sin pudor, sus frutos estallando como estrellas, sus cantos quebrándose como piñatas, hasta acá llegaron los hombres y mujeres de la revolución, desde aquí salieron, en la margen del río grande, río bravo se detuvieron, mostrándole a los gringos las heridas que queríamos cerrar, los sueños que necesitábamos soñar, las mentiras que debíamos expulsar, las pesadillas que debíamos asumir, nos mostramos y nos vieron, fuimos una vez más los extraños, los inferiores, los incomprensibles, los enamorados de la muerte, la siesta y el andrajo, amenazaron, despreciaron, no comprendieron que al sur del río grande, río bravo, por un momento, en la revolución, brilló la verdad que queríamos ser y compartir con ellos, distintos de ellos, antes de que regresaran las plagas de México, la corrupción y el abuso, la miseria de muchos, la opulencia de pocos, el desdén como regla, la compasión excepcional, igual que ellos; ¿habrá tiempo, habrá tiempo, habrá tiempo? ¿habrá tiempo para vernos y aceptarnos como realmente somos, gringos y mexicanos, destinados a vivir juntos sobre la frontera del río hasta que el mundo se canse, y cierre los ojos, y se pegue un tiro confundiendo la muerte y el sueño?

LEONARDO BARROSO ¿De qué hablaba Leonardo Barroso un minuto antes? Casi le escupía al celular, reclamando los gastos que le estaban ocasionando las bandas de asaltantes de trenes, los émulos de Pancho Villa, ¡en pleno fin de milenio!, amontonando debrís afuera de las terminales, robando los envíos de las maquilas al norte, contrabandeando trabajadores: ¿sabía Murchinson lo que costaba detener un tren, investigar si había ilegales a bordo, mandar al carajo los horarios, reponer las mercancías robadas, hacer que llegaran a tiempo los pedidos exportados por la maquila a sus destinarios, cumplir con los compromisos, en una palabra? ¿En qué pensaba Leonardo Barroso un minuto antes? La amenaza se había repetido esa mañana. Por celular. Los territorios había que respetarlos. Las responsabilidades también. En cuestiones de narcotráfico sólo hay latinoamericanos culpables, señor Barroso, mexicanos, colombianos, nunca norteamericanos; ése es el eje del sistema, en los EEUU no puede haber un solo narcobarón como Escobar o Caro Quintero, los culpables son los que ofrecen, no los que piden, en los EEUU no hay jueces corruptos, ése es monopolio de ustedes, aquí no hay pistas de aterrizaje clandestinas, aquí no se lava dinero, señor Barroso, y si usted cree que nos puede chantajear revelando el pastel para salvar su propio pellejo y de paso quedar como un héroe de la patria, le va a costar caro, porque aquí se juegan millones de millones, usted lo sabe y toda su estrategia consiste en invadir territorios que no son suyos, señor Barroso, en vez de contentarse con las migajas usted quiere apropiarse del banquete, señor Barroso… y eso no puede ser…

¿Qué sentía Leonardo Barroso un minuto antes? La mano de Michelina en la suya, él buscando afanosamente el antiguo calor de la muchacha, sin encontrarlo, como si un ave largamente acariciada y consolada hubiese terminado por asfixiarse, muerta de tanta caricia, hastiada de tanta atención…

¿Dónde estaba Leonardo Barroso un minuto antes?

En su Cadillac Coupe de Ville, conducido por un chofer proporcionado por su socio Murchinson, él y Michelina sentados atrás, el chofer conduciendo lentamente para alejarse de las casetas y los zigzags inventados por la Migra americana para que los inmigrantes no pasaran corriendo a riesgo de ser atropellados, Michelina diciendo quién sabe qué banalidades sobre el chofer mexicano Leandro Reyes que se estrelló en el túnel ese de España, estrellado contra un muchachito atolondrado de diecinueve años que venía en sentido contrario…

¿Dónde estaba Leonardo Barroso un minuto más tarde?

Acribillado, atravesado por cinco tiros de alta percusión, el chofer muerto en el volante, Michelina milagrosamente viva, gritando histéricamente, llevándose las uñas a la garganta, como si quisiera ahogar sus gritos, recordando sus lágrimas enseguida, quitándoselas con el codo, manchando de rimmel la manga del modelo de Moschino.

¿Dónde estaba Juan Zamora dos minutos más tarde?

Al lado del cuerpo de Leonardo Barroso, atendiendo al urgente llamado —¡Médico, médico!— que escuchó al cruzar el puente internacional, buscando los signos vitales en el pulso, el corazón, la boca, nada, no había nada que hacer. Era el primer caso atendido por Juan Zamora en territorio americano. No reconoció, en ese hombre con los sesos volados, al benefactor de su familia, el protector de su padre, el hombre fuerte que lo mandó a estudiar a Cornell…

¿Qué hacía Rolando Rozas tres minutos después?

Hablaba por su celular para transmitir la noticia escueta, trabajo cumplido, ninguna complicación, cero errores, antes de pasarse la mano sudorosa por el traje color de avión, como le decía Marina, arreglarse la corbata y empezar a pasear, como lo hacía todas las noches, por sus restoranes favoritos, los bares y calles de El Paso, a ver qué nueva muchacha caía.

Ahora cruza el puente sobre el río grande, río bravo, Malintzin de las Maquilas, y lleva del brazo, protegiéndola, a una anciana muy pequeña, envuelta en rebozos, una anciana ilegible bajo el palimpsesto de las arrugas infinitas que cruzan su cara como el mapa de un país para siempre perdido, se la encargó la Dinorah, lleva a mi abuelita del otro lado del puente, Marina, entrégasela en el otro lado a mi tío Ricardo, él no quiere entrar otra vez a México, ya no sabe hablar español, le da pena, le da miedo también, que luego no lo dejen entrar de regreso, lleva a mi abuelita al otro lado del río grande, río bravo, para que mi tío se la lleve de vuelta a Chicago, ella sólo vino a consolarme por la muerte del niño, ella sola no se sabe valer, y no sólo porque tiene casi cien años, sino porque lleva tanto tiempo viviendo como mexicana en Chicago que desde hace tiempo se le olvidó el español pero nunca aprendió el inglés, de modo que no puede comunicarse con nadie (salvo con el tiempo, salvo con la noche, salvo con el olvido, salvo con los perros ixcuintles y las guacamayas, salvo con las papayas que toca en el mercado y los coyotes que la visitan cada amanecer, salvo con los sueños que no puede platicarle a nadie, salvo con la inmensa reserva de lo no dicho hoy para que pueda decirse mañana) pero del lado contrario, tratando de pasar el puente en medio de enorme confusión, dos hombres desnudos se acercan a las casetas de la inmigración, un hombre de cincuenta años, pelo plateado, porte atlético aunque bien alimentado, arrastrando del brazo a un bato enteco, jodido a más no poder, puro pellejo y hueso, prieto él, pero juntos los dos, alegando, parecen locos, alegando no nos dejaron salir por San Diego y entrar por Tijuana, ni salir por Caléxico y entrar por Mexicali, ni salir por Nogales Arizona y entrar por Nogales Sonora, ¿hasta dónde nos van a mandar? ¿hasta el mar? ¿vamos a entrar nadando a México? ¿por qué no entienden que queremos regresar a México sin nada puesto, despojados, limpios? ¡dénnos posada, en nombre del cielo! ¿no se dan cuenta que detrás de nosotros nos viene persiguiendo la basura armada, la muerte con desodorante y hacia nosotros avanza una vez más la fuga, ley fuga, tierra muerta, tierra injusta? queremos entrar a contar la historia de la frontera de cristal antes de que sea demasiado tarde, hablen todos, habla, Juan Zamora hincado atendiendo un cadáver, habla, Margarita Barroso enseñando tu identidad incierta para poder cruzar la frontera habla, Michelina Laborde, deja de gritar, piensa en tu marido el muchacho abandonado, el heredero de don Leonardo Barroso, imagínate, Gonzalo Romero que no te mataron los cabezas rapadas sino los coyotes que ahora rodean tu cadáver y el de veintitrés trabajadores en un círculo de hambre y asombro inseparables, encabrónate, Serafín Romero y dite a ti mismo que tú vas a asaltar cuanto pinche tren se cruce en tu camino para que vuelva la guerra de siempre a la frontera, para que no sólo nos agredan ellos, ajústate los visores nocturnos, Dan Polonsky esperando que los huelguistas se atrevan a dar un paso adelante, hazte pendejo, Mario Islas para que tu ahijado Eloíno pueda correr tierra adentro, mojado, joven, sin aliento, decidido a no regresar nunca, levanta los brazos, Benito Ayala, ofrécele tus brazos al río, a la tierra, a todo lo que necesite tu fuerza para vivir, sobrevivir, avienta los papeles al aire, José Francisco, poemas, notas, diarios, novelas, a ver a dónde se lleva las hojas el viento, a ver a dónde caen, de qué lado, de acá o de allá, al norte del río grande, al sur del río bravo, tira los papeles como si fueran plumas, adornos, tatuajes para defenderlos de las inclemencias del tiempo, insignias del clan, collares de piedra, hueso y concha, diademas de la raza, adornos de cintura y piernas, plumas que hablan, José Francisco, al norte del río grande, al sur del río bravo, plumas emblemáticas de cada hazaña, cada batalla, cada nombre, cada memoria, cada derrota, cada triunfo, cada color al norte del río grande, al sur del río bravo, que vuelen las palabras pobre México, pobre Estados Unidos, tan lejos de Dios, tan cerca el uno del otro.

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