La Soledad de los números primos (12 page)

BOOK: La Soledad de los números primos
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El despacho de Francesco Niccoli estaba en la tercera planta del decimonónico edificio en que tenía su sede el departamento de Matemáticas. Era un recinto reducido, ordenado e inodoro, lleno del color blanco de las paredes, las estanterías, la mesa de plástico y el aparatoso ordenador que en ésta había. Mattia llamó tan flojo a la puerta que Niccoli no supo si estaban llamando a la suya o a la del despacho contiguo, y por si acaso dijo adelante.

Mattia abrió la puerta y dio un paso.

—Buenos días.

—Buenos días —contestó Niccoli.

Al joven le llamó la atención una foto colgada detrás del profesor, en la que se lo veía mucho más joven y sin barba, con una placa de plata, estrechando la mano a un desconocido de aire importante. Aguzó la vista pero no atinó a leer lo que ponía la placa.

—¿Y bien? —le dijo Niccoli, mirándolo con ceño.

—Quiero hacer la tesis sobre los ceros de la zeta de Riemann —contestó Mattia, y dirigió la mirada al hombro derecho del profesor, donde un espolvoreo de caspa formaba un diminuto cielo estrellado.

Niccoli hizo una mueca semejante a una risa sardónica y, llevándose las manos a la nuca como si se dispusiera a disfrutar de un rato de asueto, le preguntó:

—Y dígame, ¿usted quién es?

—Me llamo Mattia Balossino, he terminado la carrera y quisiera doctorarme este año.

—¿Tiene ahí su expediente?

Mattia afirmó con la cabeza. Se quitó la mochila, la dejó en el suelo, se agachó y buscó el expediente. Niccoli extendió la mano para recibirlo, pero Mattia prefirió dejarlo en la mesa.

De unos meses a esa parte, el profesor necesitaba alejar las cosas para verlas bien. Y de esa guisa echó un vistazo a la serie de sobresalientes y matrículas de honor; ni un fallo, ni un suspenso acaso por algún amor contrariado; nada.

Cerró el expediente y miró a Mattia con más atención: viendo que vestía como cualquier persona común y corriente, y que permanecía en pie como si no supiera qué postura adoptar, pensó que era de esos que triunfan en los estudios porque en la vida real son tontos, y en cuanto se salen del camino que les marca la universidad resultan unos inútiles. Con voz reposada le preguntó:

—¿No cree que soy yo quien debe proponerle el tema?

Mattia se encogió de hombros. Paseaba los ojos de un lado al otro del canto de la mesa.

—A mí me interesan los números primos. Quiero trabajar en la zeta de Riemann.

Niccoli dio un suspiro; se levantó y se acercó al armario blanco. Dando rítmicos resoplidos, empezó a recorrer con el dedo el lomo de los libros, hasta que cogió unos folios mecanografiados y grapados y se los tendió.

—Tenga este artículo; vuelva cuando haya resuelto todas las ecuaciones.

Mattia lo cogió y, sin siquiera leer el título, lo guardó en la mochila, que tenía apoyada, abierta y vacía, sobre su pierna. Murmuró gracias, salió del despacho y cerró la puerta.

Niccoli volvió a tomar asiento y pensó que en la cena se quejaría ante su mujer por este nuevo e inesperado fastidio.

22

El padre de Alice se tomó su interés por la fotografía como un capricho de niña aburrida, pero aun así le regaló por su vigésimo tercer cumpleaños una réflex Canon con funda y trípode, lo que ella agradeció dedicándole una sonrisa bonita e inasible como una racha de viento helado. También le pagó un curso de seis meses del ayuntamiento, al que Alice no faltó un solo día. El pacto, aunque tácito, estaba claro: lo primero era la carrera.

Pero de pronto la enfermedad de Fernanda se agravó abruptamente como el paso de la luz a la sombra, los acontecimientos se precipitaron y los tres se vieron envueltos en una espiral de desánimo e indiferencia recíproca. Alice no volvió a la universidad y su padre fingió no darse cuenta; remordimientos que se remontaban ya a otra época le impedían imponerse a ella y casi hablarle. A veces pensaba que no tenía más que entrar una noche en su cuarto y decirle… decirle… ¿qué? La vida de su mujer se evaporaba como la humedad de una camiseta mojada y, con ella, el lazo que lo unía a su hija se aflojaba, ya casi estaba suelto, dejándola libre de elegir por sí misma.

De la fotografía, a Alice le gustaba más el gesto que el resultado; le gustaba abrir la recámara, insertar un nuevo carrete, desenrollar la película unos centímetros e introducirla en los dientes de la guía, pensar que aquella cinta virgen se llenaría pronto de cosas y no saber cuáles, tomar las primeras fotos al tuntún, encuadrar, enfocar, inclinarse adelante o atrás, incluir o excluir a su antojo partes de realidad, ampliar, deformar las imágenes…

Cada vez que apretaba el disparador y oía el clic y el leve rumor que lo seguía, se acordaba de cuando era niña y cazaba saltamontes en el jardín de la casa de montaña. Con las fotos hacía lo mismo, pensaba: atrapar el tiempo en su salto de un instante al siguiente y fijarlo en el celuloide.

En el cursillo le enseñaron a llevar la cámara con la correa enrollada a la muñeca, de modo que no pudieran robársela sin arrancarle también el brazo. Por los pasillos del hospital Maria Auxiliadora, donde estaba ingresada su madre, no corría ese riesgo, pero ya se había acostumbrado y de ese modo llevaba la Canon.

Iba arrimada a la pared bicolor, rozándola a trechos con el hombro derecho, para no chocar con nadie: acababan de empezar las visitas de la tarde y los pasillos estaban llenos de gente que iba y venía.

Las puertas de aluminio y aglomerado de las habitaciones estaban abiertas. Cada unidad tenía un olor peculiar. Oncología olía a desinfectante y gasa empapada en alcohol.

La habitación de su madre era la penúltima y en ella entró. Fernanda dormía con sueño inducido y los aparatos a los que estaba conectada eran silenciosos. La luz era escasa y soñolienta. En el alféizar había un jarrón con flores rojas: las había traído Soledad el día anterior.

Alice puso manos y cámara en el borde de la cama, donde las sábanas, en el centro abombabas por el cuerpo de su madre, estaban de nuevo lisas.

Iba todos los días pero no hacía nada. Ya se encargaban de todo las enfermeras. Suponía que debía hablar con su madre. Eso hacen muchas personas: se comportan como si el enfermo pudiera escucharlas, saber lo que piensan, adivinar quién hay junto al lecho y le habla mentalmente, como si la enfermedad creara nuevos canales de comunicación.

Alice no lo creía, y en aquella habitación se sentía sola. Por lo general esperaba media hora sentada y luego se iba. Si se cruzaba con algún médico le preguntaba por su madre, y la respuesta siempre era la misma; palabras y enarcar de cejas significaban que sólo cabía esperar que las cosas empeoraran. Esa mañana se había traído un cepillo y, con cuidado de no arañarle la cara, peinó a la enferma, al menos el cabello que sobresalía de la almohada; dócil e inerte, era como una muñeca.

Le sacó los brazos de la sábana y los colocó cómodamente extendidos. Otra gota de solución salina fluyó por el tubo del gotero y penetró en la vena de Fernanda.

Alice se situó a los pies de la cama y apoyó la Canon en la barra de aluminio, cerró el ojo izquierdo y aplicó el otro a la mirilla. Nunca había fotografiado a su madre. Disparó una vez y luego, sin cambiar de encuadre, se inclinó un poco más hacia delante.

En eso la sobresaltó un ruido y al punto la habitación se llenó de luz. Una voz de hombre a sus espaldas dijo:

—¿Mejor?

Alice se volvió. Junto a la ventana había un médico accionando el cordón de la persiana veneciana; un médico joven.

—Sí, gracias —contestó, algo intimidada.

El médico se metió las manos en los bolsillos de la bata blanca y se quedó mirándola, como esperando a que siguiera. Ella se agachó e hizo otra foto, al tuntún, casi por darle gusto.

Pensará que estoy loca, se dijo.

Sin embargo, el doctor se acercó a la cama con toda naturalidad, tomó el historial clínico y lo leyó entornando los párpados. Luego, con el pulgar reguló una ruedecilla del gotero y observó satisfecho cómo las gotas fluían más rápido. Alice pensó que sus movimientos resultaban tranquilizadores.

Después se acercó, se acodó en la cama y dijo como para sí:

—¡Qué manías tienen las enfermeras! Siempre lo tienen todo a oscuras. Como si no fuera ya bastante difícil distinguir aquí el día de la noche. —Se volvió hacia ella y sonrió—. ¿Eres hija suya?

—Sí.

Él asintió sin compadecerla.

—Yo soy el doctor Rovelli… —Y como si lo hubiera pensado mejor, añadió—: Fabio.

Ella le estrechó la mano y se presentó a su vez. Se quedaron un momento mirando a la enferma sin decir nada.

Al cabo, él dio dos golpecitos en la barra de la cama, que sonaron a hueco, y se incorporó. Antes de salir se inclinó y le susurró al oído, guiñándole el ojo y señalando las luminosas ventanas:

—Y no le digas a nadie que he sido yo.

Concluida la hora de la visita, Alice bajó dos pisos por la escalera, cruzó el vestíbulo, franqueó las puertas de cristal que se abrieron automáticamente a su paso y salió al aire libre.

Atravesó el patio y se detuvo en el quiosco de la entrada, que atendía un anciano sudado. Pidió una botella de agua con gas. Tenía hambre, pero estaba acostumbrada a aguantarse hasta que la sensación desaparecía. Beber algo con gas era uno de los trucos, porque le llenaba el estómago, al menos el tiempo suficiente para superar el momento crítico.

Buscó el monedero en el bolso que llevaba al hombro, para lo que le estorbaba no poco la cámara que colgaba de la muñeca. De pronto oyó que decían:

—Deja.

Era Fabio, el médico al que había conocido no hacía ni media hora, que tendía un billete al quiosquero y le sonreía a ella con tal expresión que no se atrevió a protestar. Ya no llevaba la bata, sino una camiseta azul claro de manga corta, y se había puesto un perfume intenso.

—Y una Coca-Cola —le dijo al del quiosco.

Alice le dio las gracias. Quiso destapar su botellín, pero el tapón le resbalaba entre los dedos.

—¿Puedo? —se ofreció Fabio.

Le cogió la botella de las manos y la abrió con el índice y el pulgar. La cosa, pensó Alice, no tenía nada de especial; ella misma la habría destapado de no tener las manos tan sudadas; pero le pareció un gesto caballeroso, casi una proeza realizada por ella.

Fabio le pasó la botella, ella le dio otra vez las gracias y cada cual bebió de su botella, mirándose de reojo y como preguntándose qué decirse a continuación. Fabio tenía el pelo corto y ensortijado, castaño, pero allí donde el sol incidía directamente se veía rojizo. Alice tuvo la impresión de que él era consciente de aquellos juegos de luz, y también, de algún modo, de él mismo y su entorno.

Y juntos, como de común acuerdo, se alejaron unos pasos del quiosco. Alice no sabía cómo despedirse; se sentía en deuda con él, no sólo porque le había pagado el agua, sino también por haberle abierto la botella. De hecho, tampoco sabía si quería despedirse tan pronto.

Fabio así lo intuyó y le preguntó, sin cortarse:

—¿Puedo acompañarte a donde vayas?

Alice se sonrojó.

—Voy al coche.

—Pues al coche.

Ella no dijo ni sí ni no, sino que miró a otra parte y sonrió. Fabio hizo un ademán cortés como diciendo después de ti.

Cruzaron la avenida y tomaron una calle sin árboles. Por la sombra que proyectaban en la acera, el médico advirtió el andar asimétrico de Alice. El hombro derecho, inclinándose bajo el peso de la cámara fotográfica, era el contrapunto de la pierna izquierda, tiesa como un palo. La sombra alargada aumentaba la impresión de escualidez inquietante de la chica, a tal punto que parecía hecha de rayas, rayas oscuras correspondientes a dos extremidades proporcionadas y a otras tantas prótesis mecánicas.

—¿Te ha pasado algo en la pierna? —le preguntó.

—¿Cómo? —replicó ella con alarma.

—Que si te ha pasado algo en la pierna —repitió él—. Como veo que cojeas…

Alice tuvo la sensación de que hasta la pierna buena se le encogía. Quiso rectificar sus andares y dobló cuanto pudo la pierna coja, de modo que le dolió de verdad.

—Tuve un accidente. —Y como para excusarse, agregó—: Hace mucho.

—¿De coche?

—No; esquiando.

—A mí me encanta esquiar —dijo Fabio con entusiasmo, creyendo haber encontrado un tema de conversación.

—Yo lo odio —replicó secamente Alice.

—Lástima.

—Sí, lástima.

Caminaron un rato en silencio. Una aureola de paz y seguridad en sí mismo, sólida y transparente, circundaba al joven médico. Incluso cuando no sonreía a propósito sus labios esbozaban una sonrisa. Y parecía encontrarse muy cómodo, como si para él fuera de lo más normal conocer a chicas en las habitaciones del hospital y acompañarlas luego al coche charlando un rato. Alice, en cambio, se sentía violentísima; notaba los tendones tirantes, le crujían las articulaciones, los músculos se le tensaban y pegaban a los huesos.

Por último, señaló un Seiscientos azul, como diciendo es éste, y Fabio abrió los brazos. A su espalda pasó un coche por la calle; oyeron el ruido aumentar de volumen y luego disminuir hasta extinguirse.

—Conque fotógrafa, ¿eh? —dijo él para ganar tiempo.

—Sí —contestó Alice sin pensarlo, y enseguida se arrepintió: de momento no era más que una joven que había abandonado la universidad e iba por ahí haciendo fotos. Se preguntó si eso bastaba para ser fotógrafa, dónde estaba el límite entre el ser y el no ser algo. Y mordiéndose el fino labio añadió—: Más o menos.

El médico extendió la mano y dijo, refiriéndose a la cámara:

—¿Puedo?

—Claro.

Se la desenrolló de la muñeca y se la pasó. Él la observó un momento, le quitó la tapa y dirigió el objetivo al frente y después al cielo.

—¡Uau! Parece profesional.

Ella se ruborizó. Fabio fue a devolvérsela.

—Si quieres puedes hacer una —le dijo Alice.

—De ninguna manera, no sabría cómo. Hazla tú.

—¿A qué?

Él miró a un lado y a otro, dubitativo. Se encogió de hombros y contestó:

—A mí.

Alice se quedó mirándolo extrañada, y con cierta malicia involuntaria le preguntó:

—¿Y por qué a ti?

—Porque así tendrás que volver a verme para enseñármela.

Ella vaciló un momento. Por primera vez lo miró fijamente a los ojos, aunque no logró sostener su mirada más de un segundo. Eran unos ojos azules, sin velos, límpidos como el cielo, ante los que se sintió como extraviada, como desnuda en un enorme cuarto vacío.

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