Las cuatro vidas de Steve Jobs (10 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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En aquella época, existía el convencimiento de que los ordenadores personales transmitían un volumen excesivo de radiaciones y, para evitar posibles problemas legales, se decidió insertar la placa base del Apple III en una carcasa de aluminio para eliminar cualquier riesgo de interferencia. Esta solución afectó al resto del diseño pues, dado el alto número de circuitos, la memoria no tenía espacio en la placa, así que los ingenieros decidieron colocarla aparte, en una tarjeta suplementaria. A falta de ventilador, la memoria cogía demasiada temperatura y hacía que el sistema de seguridad bloquease el equipo. Los técnicos tardaron semanas en ubicar el origen del problema y, aunque pudieron resolverlo, el mal ya estaba hecho. La prensa especializada criticó sin tapujos el nuevo ordenador y su imagen se tambaleaba justo cuando IBM estaba a punto de lanzar su primer PC.

Pese a todo, el 12 de diciembre de 1980, Apple orquestó con grandes fanfarrias su salida a Bolsa y las acciones, que abrían a 22 dólares, cerraron a 29 dólares. Apple pasaba a estar valorada en 1700 millones de dólares, lo nunca visto desde la entrada en el mercado de los títulos de Ford en 1956. Aquella la tarde, la fortuna de Jobs se cifraba en más de 165 millones de dólares mientras que la de Wozniak alcanzaba la nada desdeñable cifra de 77 millones. La euforia se adueñó de la empresa de Cupertino, un ejemplo para los analistas económicos. Casi sin quererlo, 40 empleados de Apple se habían hecho millonarios de la noche a la mañana.

Para celebrar el éxito de la oferta pública inicial de Apple, se organizó una fiesta en el domicilio de David Rockefeller, donde los ingenieros se codearon con la flor y nata de la banca y las finanzas. Al día siguiente, Rockefeller se quejaría de sus chiquilladas al encontrarse los baños de toda la casa empapelados con pegatinas de Apple.

Sin embargo, la salida a Bolsa también tuvo efectos negativos en Apple. Pronto empezaron a aflorar las tensiones entre quienes consideraban que no habían recibido su parte del pastel. Entre los damnificados se encontraba Daniel Kottke, cuyo puesto como técnico no le daba ninguna participación, mientras que su jefe, Rod Holt, que nunca desaprovechaba la ocasión para presentar sus credenciales políticas de izquierdas, había ganado sesenta millones de dólares en la operación. «A pesar de nuestra amistad, a Steve no parecía importarle que no me hubiese beneficiado de aquel agua de mayo», explica Kottke, «y eso me dolió mucho. Intenté hablar con él durante varios meses antes de la salida a Bolsa y le pregunté qué tenía que hacer para obtener acciones. En aquella época Apple no tenía un departamento de Recursos Humanos propiamente dicho. Rod Holt defendió mi causa ante Steve Jobs pero rechazó su petición. Era descorazonador para mí, que me entregaba en cuerpo y alma día tras día. Al final, dos meses antes de salir a Bolsa y después de haber amenazado con dimitir, obtuve unas pocas acciones de Apple».

Con una volumen de negocio superior a 300 millones de dólares en 1980, Apple se convirtió en la empresa con el crecimiento más rápido de la historia industrial americana, superior al 700% en tres años.

Jobs ya era el millonario más joven de América y aparecía en la portada de las grandes revistas retratado como el joven prodigio que había levantado Apple, beneficiándose de una notoriedad extraordinaria, sólo comparable a la de un Harrison Ford o Paul McCartney y con el consiguiente refuerzo para su ego.

Dentro de Apple, sin embargo, su posición no era tan firme. La empresa estaba inmersa en la sustitución de 14.000 Apple III por modelos en los que el fallo del sobrecalentamiento ya había sido corregido. Visto el fiasco, cada vez se hacía más patente que Jobs no estaba a la altura de las responsabilidades que exigía dirigir a un equipo de ingenieros. «Mucha gente de Apple tenía miedo de Jobs por sus rabietas inesperadas y su propensión a decir lo que pensaba, que solía ser negativo», reconoce uno de los ingenieros de la casa, Andy Hertzfeld.

John Couch, respaldado por otros ingenieros del proyecto Lisa, se dirigió al consejero delegado para urgirle a sacar a Jobs del equipo de Lisa si querían salvar el ordenador. «Estamos tratando de terminar el Lisa. ¿Sería posible alejar a Steve Jobs para que podamos avanzar con el proyecto?». El ingeniero encontró un oído atento en Mike Scott quien, visiblemente hastiado de Jobs, no puso ninguna objeción a apartar al agitador.

Furioso, Jobs recorría las oficinas de Apple dejando estallar su despecho (¿acaso no era él el cofundador de la empresa?) y, movido por un deseo de revancha, decía a quien quería escucharle que el consejo de administración podía irse a freír espárragos. Si habían decidido apartarle del Lisa, él iniciaría su propio proyecto de ordenador revolucionario.

Incómodo en los edificios de Apple, Jobs se refugió en una de las oficinas externas situada en el bulevar Stevens Creek, a varias manzanas del campus de Apple, en el mismo lugar en el que había estado el primer local de la empresa y donde había visto la luz el primer equipo de concepción del Lisa. En las mismas oficinas en las que Jef Raskin trabajaba en su Macintosh.

07
Los piratas del Macintosh

Steve Jobs y Jef Raskin no se llevaban lo que se dice bien. Raskin tenía a veces la impresión de que Jobs, iluminado, incontrolable y demencial, estaba bajo los efectos de un mal viaje de LSD. Por suerte para él, estaba a salvo en su refugio de Stevens Creek donde, con la ayuda de tres ingenieros seleccionados por él, seguía trabajando en un ordenador que facilitara la relación entre la máquina y el usuario. «Quería que fuese fácil de usar, que combinara textos y gráficos, y que su precio rondase los mil dólares», explica.

Y, aunque pudiera parecer utópico, la realidad estaba de su parte. Inventos revolucionarios como el Walkman de Sony también habían nacido de una idea y se habían desarrollado gracias a la tecnología. «Steve Jobs insistía en que era una insensatez, que no se vendería nunca y que Apple jamás querría hacer algo así. Incluso trató de cancelar el proyecto». El proyecto Macintosh estuvo a punto de anularse varias veces e incluso, en el otoño de 1980, Raskin tuvo que pelear para que la empresa lo mantuviera. En octubre de ese año, su equipo fue trasladado a un pequeño edificio del bulevar Stevens Creek.

El bonachón de Raskin había creado un ambiente magnífico de campus universitario en miniatura donde la investigación pura y dura se mezclaba con un espíritu de júbilo y camaradería. Las guitarras y los instrumentos de percusión convivían con los ordenadores para que, en cualquier momento, los ingenieros pudiesen dejar los teclados y lanzarse a interpretar
Honky Tonk Women
de los Stones. Y para liberar el estrés creativo, nada como una guerra de espuma con improvisadas barricadas de cartón y trincheras entre las mesas de oficina.

La decoración incluía aviones y coches teledirigidos. Todo marchaba a pedir de boca y Raskin sólo quería que le dejasen en paz porque el Macintosh, al que consideraba como su propio hijo, acabaría sorprendiendo a más de uno.

Por eso, tal vez lo peor que le podía pasarles era tener que aguantar a Jobs. Y eso era exactamente lo que terminó sucediendo cuando, recién apartado del proyecto Lisa, éste se pasó a echar un vistazo a los ingenieros del Macintosh. Con sumo gusto, Raskin le habría mandado a freír espárragos, pero seguía siendo un alto ejecutivo. ¿Por qué tenía a molestarles en su pequeño exilio? Había algo en Jobs que le sacaba de quicio.

En diciembre de 1980, Burrell Smith, un ingeniero que vestía y se peinaba a la moda, concibió una placa base para el Macintosh basándose en el procesador 68.000 de Motorola. Jobs se quedó gratamente sorprendido por la audacia de Burrell y decidió que, después de todo, el Macintosh no estaba tan mal. ¿Serían capaces de trasladar a aquella máquina las ideas que había desarrollado a raíz de su visita al PARC? Muy a pesar de Raskin, Jobs se volcó en el Macintosh y, sin hacerse esperar, reorientó la investigación hacia un ordenador equipado con una interfaz gráfica como la Alto de Xerox.

Entusiasmado por el hallazgo de una nueva plataforma desde la que asaltar el poder de la compañía, Jobs volvió a mostrarse insoportable. Recorrió los despachos de Apple para reclutar a la flor y nata del equipo del primer Apple II (incluyendo, por supuesto, a Steve Wozniak) y el equipo de Macintosh creció poco a poco hasta alcanzar la veintena de miembros. Dan Kottke y Bill Atkinson también estaban a bordo.

Abrumado por la velocidad de los acontecimientos, Jef Raskin no dejaba de acumular quejas ante el usurpador. Él había iniciado el proyecto Macintosh y consideraba que tenía todo el derecho a opinar, pero Jobs, exasperado por su actitud, le comunicó que la dirección había cambiado y que los puestos habían sido redefinidos. «Jobs se hizo con el poder».

Se presentó y me dijo, sin más: Asumo el control del desarrollo del Macintosh. En adelante te ocuparás del sistema operativo y de los manuales, recuerda Raskin.

Mike Scott y Markkula se dejaron seducir por el componente innovador del proyecto y garantizaron su apoyo. El excelente estado de los balances permitía la financiación de ambiciosos proyectos de investigación. Además, el Macintosh mantendría alejado a Jobs mientras durase su desarrollo. Raskin, desalojado en contra de su voluntad, sentía que habían usurpado su proyecto.

A principios de 1981 el equipo del Macintosh se trasladó a unas oficinas más amplias, situadas junto a una gasolinera Texaco, en las que Jobs no tenía despacho. Sin embargo solía presentarse por las tardes para tomar el pulso a los progresos. Mientras tanto Bill Atkinson visitaba regularmente el cuartel general aunque trabajaba en solitario desde su casa en el diseño del interfaz Quickdraw que, con el tiempo, se haría famoso.

Como de costumbre, Jobs tenía todo tipo de ideas fantásticas, sobre todo centradas en reemplazar el uso del teclado por comandos con el ratón. Entre sus preocupaciones también estaba el nombre con el que bautizaría al prototipo aunque, a fuerza de repetirlo, la denominación en clave del proyecto acabó siendo impuesta por los miembros del equipo.

Un incidente inesperado retrasó el desarrollo general del plan. El 7 de febrero de 1981, Steve Wozniak pilotaba su avión privado, un Beechcraft Bonanza, con destino a San Diego donde pensaba encargar un anillo de pedida para su novia. Nada más despegar, en el aeropuerto de Scotts Valley (California), el avión se estrelló contra el suelo. Durante más de un mes, Wozniak padeció amnesia y, aunque conservaba los recuerdos anteriores al accidente, no era capaz de acordarse de lo que estaba haciendo en aquel momento.

Para el cofundador de Apple el accidente había sido una señal de que necesitaba tomarse un respiro y decidió terminar el último curso de la carrera que había empezado en Berkeley, además de utilizar la fortuna que había ido acumulando gracias al éxito de la empresa en organizar grandes conciertos de
rock.
En total, Wozniak permaneció fuera de Apple dos años.

Con Wozniak al margen de la empresa, Jobs se sentía como verdadero patrón del proyecto Macintosh, solo y sin la barrera de protección de su cómplice. Por fin era libre para actuar a su antojo, así que se entregó en cuerpo y alma a la realización de una máquina que aspiraba a cambiar la existencia de millones de personas. Para ello estaba dispuesto a cualquier cosa, por lo que dio rienda suelta a su carácter, exigente y testarudo, y se propuso obtener lo imposible de quienes trabajaban bajo sus órdenes tiránicas.

En febrero de 1981 se presentó en Cupertino un visitante francés llamado Jean-Louis Gassée, que recientemente había sido nombrado director de Apple Francia y que pasaba por ser un excelente estratega y prudente observador, amén de ser el responsable de una de las filiales más rentables de Apple. Gassée se había presentado con el traje de rayas y chaleco que solía llevar en su anterior trabajo en la petrolera Exxon. El ejecutivo francés se quedó atónito en su primer encuentro con el mítico Steve Jobs: «En la sala del consejo de administración vi a un tipo en sandalias sentado sobre una mesa baja limpiándose las uñas de los pies. Pensé que había aterrizado en territorio de los iluminados». Como muchos otros, aquella primera impresión fue borrada por la magnética personalidad de aquel francotirador cuyo encanto se apoderaba de quien lo conocía.

Las cosas no iban todo lo bien que se esperaba y el miércoles 25 de febrero de 1981 fue un día aciago para Apple. Las pésimas ventas del Apple III empujaron a Mike Scott a tomar la decisión de despedir a cuarenta empleados, incluida la mitad del equipo de Apple, con el pretexto de que eran prescindibles. Scott recibió en su despacho a cada uno de los trabajadores elegidos desde primera hora de la mañana y les anunció personalmente la noticia. A todos les explicaba que la empresa había crecido demasiado deprisa, que se habían hecho algunas contrataciones inadecuadas, y que la división del Apple III estaba demasiado segura de sí misma así que era conveniente extraer a los elementos nocivos. A medida que pasaban las horas, los supervivientes se mordían las uñas, con el temor de que cualquiera podía ser el siguiente.

El consejero delegado de Apple, cerveza en mano y desconocedor de que él mismo sería despedido por haber tomado la decisión sin el visto bueno del consejo de administración, se jactaba aquella misma tarde de un extraño cambio de opinión: «Siempre había dicho que me iría de Apple cuando la dirección dejara de gustarme pero cuando ya no sea divertido, despediré a la gente que sea necesaria para que vuelva a serlo». Debía de ser el único capaz de encontrarle el lado cómico a un episodio que en ciertas esferas fue descrito como propio de un régimen estalinista y que causó una conmoción evidente en los pasillos de Apple. Incluso varios empleados se acercaron tímidamente a Mike Scott para decirle que había gestionado mal la situación y Steve Jobs le comunicó abiertamente su desaprobación. Durante muchos días, el
miércoles negro
(todavía algunos aún se refieren así a tan fatídica fecha) se apoderaba de las conversaciones y sus efectos se palpaban en el ambiente. Tras la fractura que la salida a Bolsa había provocado en algunos empleados, los recientes acontecimientos parecían marcar un nuevo giro en el rumbo de Apple.

Poco después, uno de los ingenieros más brillantes del Apple II, Andy Hertzfeld, comentó con un directivo de Apple que estaba pensando marcharse de la empresa. Al día siguiente por la mañana, encontró en su mesa un mensaje de la secretaria de Scott para que fuera a ver enseguida al jefe. Mike Scott le explicó que quería que siguiera en la empresa y le preguntó qué podía hacer para motivarle. Hertzfeld no lo dudó, quería trabajar en el proyecto Macintosh.

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